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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2006 Robyn Carr.

Todos los derechos reservados.

NUNCA ES DEMASIADO TARDE, nº 1 - octubre 2011

Título original: The Sarantos Secret Baby

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-030-1

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Este libro está dedicado a Denise y Jeff Nicholl, con profundo afecto y mi agradecimiento de corazón.

1

A bordo de su coche, bajo la lluvia de marzo, Clare se dirigía hacia la casa que había sido suya, la casa que había abandonado cuando se separó de su marido, y se sentía un poco culpable. Aquel viaje era otra de sus incursiones nocturnas en busca de cosas que echaba de menos, algo que solamente hacía cuando sabía que Roger estaba fuera y no iba a presentarse. Aunque al menos esa vez se había llevado una tarjeta de felicitación de cumpleaños para dejarla allí y avisar, al menos, de su visita.

Quizá fuera demasiado tolerante con Roger, tal y como sostenía Jason, su hijo. Su indulgencia también causaba consternación entre sus hermanas. Quizá debería intentar ser más dura, menos buena. Quizá todo el mundo tuviera razón: que él no se merecía aquel trato y que ella era una estúpida.

Ese día Roger cumplía cuarenta años, y Clare lo compadecía en cierta manera. Era obvio que envejecer le resultaba duro, como a cualquier persona de su carácter: él mismo así lo había reconocido. Así que Clare, en su papel de complaciente y casi ex esposa, se había ofrecido a prepararle una cena de cumpleaños. De esa manera Roger habría tenido la oportunidad de pasar algún tiempo con Jason, a disgusto, por cierto, de éste último. Pero Roger le había dicho que tenía que ausentarse de la ciudad en viaje de negocios, y que pasaría la noche solo en un hotel después de alguna aburrida reunión.

Que lo de la cena no hubiera funcionado probablemente había sido lo mejor, ya que Jason seguía muy enfadado con su padre. Clare había tenido que obligarlo a firmar la tarjeta de felicitación, que pensaba dejar sobre la mesa de la cocina para que la viera a su regreso. Le habría gustado que Jason se quedara a pasar la noche allí, para que viera a su padre al día siguiente, pero lo máximo que había conseguido era que firmara aquella tarjeta.

Justo después de que lo dejara con su amigo Stan para que pasara la noche en su casa, él le había dicho:

—Vas a volver con él, ¿verdad? —había utilizado un tono tan virulento que Clare ni siquiera se había atrevido a responder. Lo cual había dado a pie a su acusación—: ¡Claro que sí!

—¡No! —había insistido ella con la mayor firmeza posible, para luego añadir—: Pero creo que sería mejor para todos, sobre todo para ti, que nos lleváramos bien.

—¡Yo no quiero llevarme bien con él! ¡Lo odio!

A Clare se le había encogido el estómago al oír aquello. Aunque el propio Roger se lo había buscado. En su ingenuidad, había imaginado que su adulterio sería siempre un secreto para su hijo; que Clare sería la única víctima de sus actos. Había echado a perder su relación con Jason, y era una lástima. Para ambos.

Jason tenía catorce años. Se estaba haciendo un hombre, forcejeando con la pubertad; sus pecas daban paso a las espinillas, con su cuerpo larguirucho y desgarbado. Y era, por utilizar un eufemismo, un chico extremadamente susceptible. La combinación de un adolescente irritable con un padre egoísta y adúltero era sencillamente explosiva.

En aquel momento, mientras discutía con su hijo, se le habían ocurrido múltiples réplicas. Pero ya las había ensayado antes, y sabía que no funcionarían. «No lo odiarás para siempre, Jason. Y, pienses lo que pienses, él no te odia a ti. Lo estropeó todo, es consciente de ello y está arrepentido».

A Clare no le preocupaba que Jason se hubiera enfadado con su padre; al fin y al cabo, Roger se lo merecía. Pero aquel odio... Aquello no era bueno. No quería que su hijo sufriera tanto. Así que cuando Jason se negó a acompañarla a la casa para que dejara allí la tarjeta, se resignó. «Está bien, lo haré yo. No hay problema. De camino, te dejaré en casa de Stan. Llámame después, antes de acostarte. Si te acuerdas».

Clare admiró su antigua casa mientras aparcaba: era hermosa, de dos plantas de ladrillo, con faroles que iluminan el garaje de tres plazas y el sendero de entrada. Se quedó sentada en el coche, pensando. Reflexionando sobre lo mucho que la echaba de menos.

Aquélla era la cuarta vez que Roger y ella se separaban. Había pensado que esa última vez le sería más fácil, toda vez que el motivo no había cambiado. Roger le era habitualmente infiel. Esa vez, cuando lo sorprendió con otra mujer, había tomado la decisión de marcharse ella. Había imaginado que de esa manera escarmentaría por fin. Había quedado tan harta que ni siquiera había querido quedarse en el hogar que habían compartido, aunque adoraba aquella espaciosa casa de cuatro dormitorios. Había pensado que comenzar desde cero le sentaría bien, pero lo cierto era que renunciar a aquella casa había sido más duro de lo que había supuesto. Al fin y al cabo se había ocupado de todos y cada uno de los detalles de su interior, la había decorado ella misma, con sus propias manos: había sido como separarse de un viejo y querido amigo.

Cuando ella le dijo que pensaba marcharse, inmediatamente habían empezado las quejas y las reclamaciones de Roger: que si quería recuperar a su familia, que si necesitaba una oportunidad, una última oportunidad para empezar de nuevo y compensar a ella, a Jason y a todos aquéllos a los que había herido con su comportamiento...

—Estoy a punto de cumplir los cuarenta, Clare, y esto ya es de por sí bastante traumático —le había dicho—. No creas que no soy consciente de lo que te he hecho, de lo estúpido que he sido. Lo sé perfectamente. Y voy a demostrarte que puedo cambiar. Estoy dispuesto a buscar ayuda, voy a empezar a hacer terapia.

—No tengo más oportunidades que darte —había replicado ella—. Y aunque yo las tuviera, mi familia no. Nuestros amigos no pueden soportar esta situación por más tiempo.

—Eso es culpa tuya. ¡Por no haber sido capaz de guardarte para ti nuestros problemas más íntimos!

Aquello sí que era cierto. Pero si eso resultaba difícil para Roger, más lo era para ella. Una vez que la gente se enteró de lo que Roger le había hecho, no había dado crédito a que hubiera decidido seguir con él una vez, y otra, y otra más… Sus recriminaciones habían pasado de la asombrada incredulidad a lo que comenzaba a parecerse a una humillante falta de respeto. Por supuesto, la gente más querida no le había dado la espalda. Pero en una ciudad pequeña de quince mil habitantes, estaba segura de que a esas alturas ya lo sabía todo el mundo.

¿Y por qué se había empeñado en volver una y otra vez con Roger? Por sus atractivos, suponía. Era guapo, divertido y, por lo general, de corazón bondadoso. Era generoso y un magnífico bailarín. Y en todas aquellas ocasiones en las que lo había pasado verdaderamente mal en la vida, cuando murió su madre y cuando su hermana pequeña, Sarah, cayó en una terrible depresión, Roger siempre había estado a su lado. Siempre había sido un gran apoyo y, aunque no se caracterizaba por ser un padre modélico, quería a Jason. Nunca había sido entrenador de fútbol americano ni jefe de boy scouts, pero había disfrutado viendo jugar a su hijo y lo había animado en la escuela. En realidad, Roger sólo tenía un defecto... que resultaba ser el mayor de todos.

Y, sin embargo, Clare no podía quitarse de la cabeza la idea de que todo había sido culpa suya. Su incapacidad para hacer funcionar su matrimonio... así como su fracaso a la hora de renunciar a Roger. No podía cortar del todo los lazos con él y, al parecer, tampoco era capaz de dejarlo entrar de nuevo en su vida. A esas alturas, ignoraba si esforzarse por mantener unida la familia había sido positivo para Jason o más bien lo contrario.

Formalmente había abandonado aquella casa tres meses atrás, justo después de Navidad, para mudarse a una casa del centro de la población con el tamaño perfecto para ella y para su hijo. Sólo se había llevado lo que necesitaba, pero con el tiempo había ido a buscar más cosas. Solía recogerlas en momentos como aquéllos, a escondidas, cuando Roger le advertía que estaría ausente. Si alguna vez se dio cuenta de que la cocina o el armario de la ropa de cama estaba más vacío, no se lo mencionó nunca. Esa noche pensaba llevarse su sartén ecológica, una olla, su vajilla favorita y la esterilla del fregadero. Dejarle la tarjeta de felicitación sobre la mesa de la cocina daría al traste con su secreto, pero no le importaba. Ya era hora de que Roger se enterara de aquellas visitas. Y hora también de que sellaran su ruptura con el divorcio.

Con un suspiro, apagó el motor y bajó del coche bajo una fría llovizna. Se subió el cuello de la cazadora y se estremeció; tanto de frío como por la perspectiva de volver a la casa que tanto adoraba. Le sorprendió un tanto ver que la alarma no estaba conectada, aunque lo cierto era que Roger se preocupaba muy poco de hacerlo en una población tan pequeña y tranquila como aquélla. Las únicas luces que había encendidas eran las del vestíbulo, pero Clare no necesitaba más. Conocía hasta el último centímetro de aquella casa. Iría directamente a la cocina, dejaría la tarjeta sobre la mesa, recogería lo que había ido a buscar y se marcharía. No se entretendría. No miraría a su alrededor. Ver la casa tan bien ordenada siempre la deprimía un poco. Se le hacía duro ver que Roger se las arreglaba tan bien, sobre todo teniendo en cuenta su insistencia en que la necesitaba de vuelta en su vida.

Aquella casa, al fin y al cabo, había sido su territorio, sus dominios. Mayor razón, por cierto, para renunciar a ella y empezar de cero.

De repente oyó un ruido y se quedó paralizada. ¿El crujido de una tabla del suelo, en el piso de arriba? El corazón se le aceleró. ¿Habría alguien en la casa? ¿Un ladrón? Escuchó luego otro ruido, más bien como un gemido de los que solían hacer las cañerías cuando el grifo del jardín se quedaba abierto. Pensó en salir corriendo. Pero luego volvió a oírlo, más fuerte. Y esa vez seguido de una risa inequívocamente femenina.

¡El muy canalla!

¡Estaba rabiosa por todo y con todo, pero principalmente por haberle pedido a Jason que la acompañara!

Subió con sigilo las escaleras y distinguió una rendija de luz bajo la puerta del dormitorio principal: las dobles puertas estaban ligeramente entreabiertas. Se asomó y vio la esbelta espalda de una rubia... montando a Roger. La mujer se balanceaba hacia delante y hacia atrás mientras, bajo ella, Roger gemía suavemente. La mujer rió de nuevo. A los pies de la cama había un cubo con una botella de champán puesta a enfriar, abierta; sobre la mesilla, dos copas.

Empujó suavemente la puerta y se quedó allí, observando. Se aclaró la garganta. Los amantes tardaron un momento en darse cuenta de que no estaban solos. La mujer miró por encima de su hombro, descubrió a Clare y se apartó de Roger para meterse bajo las sábanas. Apenas pudo verle la cara, pero al menos no era un conocida suya. Menos mal.

Roger, en situación claramente desventajosa, se esforzó por incorporarse.

—Clare...

—¿Qué tal te ha ido ese aburrido viaje de negocios, Rog? —se acercó a la cama.

—Lo cancelaron, Clare, yo...

—¡Oh, cállate! —le gritó.

—Pero Clare, estábamos separados, yo pensaba que...

En un impulso, Clare sacó la botella, la arrojó sobre la alfombra y alzó luego la champanera llena de hielo triturado y los regó a los dos con su contenido. Roger se levantó de la cama con un grito y la mujer, todavía escondida bajo las sábanas, lanzó un chillido.

A continuación, dio media vuelta y abandonó la casa a toda prisa. Dejó deliberadamente abierta la puerta principal, esperando que se hubiera producido una fuga en el cercano zoológico y varios leones y tigres anduvieran sueltos por el vecindario. O quizá un asesino en serie que pasara por allí y se topara con una excelente oportunidad.

Subió al coche y arrancó con un chirrido de neumáticos. Y lloró.

No lloraba porque amara a Roger, sino más bien porque estaba absolutamente harta de dejarse humillar. ¿Aprendería alguna vez?

Pese al hecho de que Roger nunca se había caracterizado por su discreción, aquélla era la primera ocasión en que lo había sorprendido in fraganti. Había descubierto evidencias, como facturas de hotel, recibos de regalos que nunca le habían sido entregados. Había escuchado extraños mensajes de teléfono, y en una ocasión una mujer había llamado para suplicarle a Clare que lo dejara libre. Enfrentado con aquellas evidencias, Roger siempre había terminado confesándolo todo. Era un seductor, un aventurero, un mujeriego y un repugnante mentiroso.

Clare le había preguntado más de una vez por qué se negaba de aquella forma a divorciarse.

—En serio, Roger, ¿no preferirías volver a estar soltero? Porque te comportas como si lo fueras.

Y entonces él bajaba la cabeza y respondía, con patética sinceridad:

—Porque te amo, Clare. Siempre te he amado. Sé que lo he estropeado todo, pero es que no podría vivir sin ti.

Golpeó el volante, furiosa. Fue entonces cuando vio las luces de ráfaga por el espejo retrovisor y miró el velocímetro. Maldijo entre dientes: iba demasiado rápido.

Redujo y aparcó en el arcén; acto seguido apoyó la cabeza en el volante y se puso a sollozar.

Transcurrieron varios minutos antes de que el policía golpeara ligeramente la ventanilla, al tiempo que la enfocaba con la linterna. Clare bajó el cristal y clavó la mirada en el atractivo rostro de un joven alto y fornido, que exhibía un paternal ceño de preocupación.

—¿A qué venían esas prisas? ¿Llegaba tarde a algún sitio? —le preguntó él.

—Lo siento —se enjugó las lágrimas—. Estaba furiosa y me distraje conduciendo. Una mala combinación.

—Furiosa, distraída y muerta es una combinación aún peor.

—Acabo de sorprender a mi marido en la cama con otra mujer —le confesó de golpe. Ya estaba: había vuelto a hacerlo. Roger no era el único que no se caracterizaba por su discreción. Ella era incapaz de mantener la boca bien cerrada.

—Vaya —exclamó el agente de policía, y añadió cuando le enfocó el rostro con la linterna—: Debía de estar loco.

—Estamos separados. Tendría que haber sido más lista. Debería haberlo adivinado.

—Me temo que voy a necesitar su permiso de conducir y la licencia del vehículo.

—Claro —reunió los papeles y se los entregó—. Está también la póliza del seguro.

El agente examinó los documentos.

—¿Está bebida?

—No. Pero no voy a mentirle. Pienso emborracharme en cuanto llegue a casa.

El hombre tenía una sonrisa deslumbrante. Unos maravillosos hoyuelos en las mejillas. «Un tipo guapísimo», pensó.

—Eh, si no estuviera de guardia, la invitaría a una copa —le devolvió los papeles—. Mire, yo no sé nada de ese marido suyo, pero es usted un mujer preciosa y sería una auténtica lástima que se dejara matar por culpa de un imbécil semejante. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Sí —repuso, contrita.

—¿Cree que podrá llegar a casa sana y salva? ¿Conducir sin pisar a fondo el acelerador, detenerse en las señales de stop y todo eso?

Asintió, confusa.

—¿No piensa multarme?

—Creo que ya se ha llevado suficientes disgustos por una noche, ¿no le parece?

—Pero una vez que ha empezado a rellenar una multa, tiene que terminarla.

—Siempre me he preguntado de dónde saca la gente esa idea —volvió a sonreír—. Soy un agente de policía... y puedo hacer lo que quiera. Siga usted. Vaya con cuidado. No logrará vengarse de ese imbécil haciéndose daño a sí misma.

—Tiene razón —repuso, y ella fue la primera sorprendida cuando soltó una débil carcajada.

—Por supuesto que tengo razón. Conduzca con cuidado.

Regresó al coche patrulla y Clare volvió a arrancar. Puso el intermitente, miró por el espejo y abandonó el arcén. Sólo estaba a cinco minutos de su casa. El policía la seguía, según pudo advertir con cierta diversión. Se detuvo ante un semáforo en rojo. Le hizo una seña por el espejo retrovisor, pero no llegó a saber si le devolvió el gesto. El semáforo cambió a verde y entró prudentemente en el cruce.

De repente, todo se volvió negro.

Sam Jankowski volvió al coche patrulla. «¡Caramba!», pensó, «vaya bombón». Si la hubiera conocido en cualquier otro lugar, le habría pedido que salieran juntos.

Incluso con la cara congestionada por las lágrimas, era una mujer preciosa. Algo mayor que él, pero le gustaba. Las mujeres con las que estaba acostumbrado a salir solían ser muy jóvenes, por lo general inmaduras y algo frívolas. En realidad, prefería a las mujeres con experiencia. Como Clare Wilson, uno sesenta y cinco de estatura, cincuenta y tres kilos de peso, cabello castaño, ojos verdes y un imbécil por ex marido.

Vio que abandonaba el arcén, poniendo el intermitente, y la siguió. Se detuvo ante el semáforo de una esquina y, cuando cambió a verde, atravesó el cruce. De repente, como surgido de la nada, ¡bum! Un todoterreno se saltó el semáforo y la embistió de lado, proyectando el vehículo contra una farola.

—Dios mío...

Puso la sirena y las luces y entró en el cruce para detenerse detrás del siniestro, con el objetivo prioritario de parar el tráfico. Mientras salía del coche, se comunicó por el radiotransmisor que llevaba en el cinturón.

—Control, aquí patrulla 35, solicito bomberos y ambulancia. Accidente grave en el cruce de Winston y Montgomery.

—Enterado. Están en camino.

—Te doy las dos matrículas —sacó las balizas del maletero—. Mary Nora Paul siete seis nueve —recitó la del coche de Clare de memoria mientras corría ya hacia allí. Una mujer joven acababa de salir del todoterreno—. ¡Señora, salga de la carretera, si es que puede moverse! Permanezca en la acera —encendió una baliza y la dejó en el suelo.

—Mi niño... —sollozaba la mujer.

—Control, avisa a la ambulancia de que tenemos un niño en el vehículo.

—Enterado.

—La otra matrícula es Union Zebra Henry dos dos nueve —fue hacia la mujer, que tenía la mirada fija en el asiento trasero. El parabrisas trasero estaba intacto. El bebé lloraba, lo que era una buena señal, y el cristal delantero estaba hecho trizas—. Señora, deje al bebé en el coche hasta que llegue la ambulancia.

—Tengo que sacarlo de ahí... —protestó con voz aterrada, estremecida.

—Es mejor que no lo mueva —encendió otra baliza—. ¡Señora! —ya se oía la sirena de la ambulancia—. Deje que sean los paramédicos los que lo examinen antes de moverlo —corrió luego hacia el maletero del coche patrulla en busca de su extintor, y luego hacia el pequeño y destrozado Toyota. No parecía que fuera a arder, pero quería estar preparado.

El lateral del conductor se había estrellado contra la farola que, afortunadamente, no se había partido por la mitad. La puerta derecha había quedado destrozada por el golpe del todoterreno. No podía llegar hasta la mujer, pero sí asomarse a la ventanilla. Vio que seguía agarrada al volante, con la cabeza colgando hacia el otro lado. La oyó gemir. Metió un brazo por el cristal roto y le tomó la mano izquierda.

—Clare, ¿puedes oírme?

—Oh...—volvió a gemir, con los ojos cerrados.

«Dios mío», exclamó Sam para sus adentros. Aquello pintaba mal. Muy mal. Le sostuvo la mano.

—Procura no moverte, Clare. Todo va a salir bien. Ya lo verás.

—Jason...

—Quédate quieta, Clare.

—Mike. ¡Mike!

—Shhh —pensó que uno de aquellos nombres debía de ser el de su ex.

Fue apartado del coche por los paramédicos, así que volvió al cruce y se concentró en dirigir la circulación.

Transcurrió un buen rato antes de que lograran retirar el todoterreno, desempotrar el Toyota de la farola y recurrir luego a una potente sierra para sacar a la mujer del vehículo. La oyó gritar cuando la tumbaron en la camilla: el sonido le desgarró el corazón como un cuchillo.

Una vez que la ambulancia se hubo marchado, le preguntó al capitán de bomberos:

—¿Se pondrá bien?

—No lo sé. Sus constantes vitales no eran buenas. ¿Viste el accidente?

—Estaba justo detrás. Tenía el semáforo del cruce en verde: fue el todoterreno el que se lo saltó. Lo pondré en el informe —«y luego llamaré al hospital», añadió para sus adentros.

Clare vagaba en medio de una niebla tan densa que le costaba moverse. Ni siquiera sabía si tenía los ojos abiertos. Le pareció distinguir una débil luz a lo lejos y se esforzó todo lo posible por dirigirse hacia ella, pero era difícil. Se sentía como si estuviera atada, sujeta. Como si algo tirara de ella.

Vio una figura acercándose, una sombra. Conforme se aproximaba, la luz que tenía detrás fue creciendo. Era un hombre. Se quedó sin aliento cuando reconoció a Mike, el amor de su vida, luciendo aún su uniforme de piloto de las fuerzas aéreas, como hacía casi veinte años. Se detuvo frente a ella y esbozó una de aquellas sonrisas suyas que siempre le hacían derretirse por dentro.

—¡Mike! ¡Oh, Mike! ¡Sabía que volverías!

—Hola, Clare.

—Oh, Dios mío —sollozó, intentando alcanzarlo.

Pero él no se acercaba más. Tenía las manos hundidas en los bolsillos y se mantenía a distancia, totalmente cómodo, en paz.

—Tienes que volver, Clare. Tienes cosas que hacer.

—¡Pero yo quiero estar contigo! Yo siempre he querido estar con...

—No puedo quedarme, y tú tampoco. Te veré la próxima vez —le dio la espalda y empezó a caminar de regreso a la niebla.

Aterrada de perderlo por segunda vez, chilló. Al principio no le salió sonido alguno: luego, el más débil de los gemidos. Cuando intentó alcanzarlo, seguirlo, algo o alguien se lo impidió. La fuerza que la retenía desprendía miedo y furia. Así que gritó de nuevo... pero sin voz.

La niebla comenzó a aclararse, y se levantó. Una luz cenital la deslumbró, y tuvo que cerrar los ojos. La fuerza que la apartaba de Mike era tan cruda y violenta, que empezó a retorcerse en protesta. Luego abrió de pronto los ojos y se encontró mirando el rostro de su hijo.

—¡Mamá! ¡Oh, mamá!

Jason fue apartado al instante, saliendo de su campo de visión, para ser sustituido por gentes vestidas de blanco. Una mujer estaba inyectando algo en un tubo que colgaba encima de ella; la superficie sobre la que se hallaba tumbada empezó a moverse y un hombre gritaba:

—Se está recuperando. Dadle mil miligramos de fentanilo y enviadla arriba, rápido.

Y todo volvió a quedar a oscuras.

La siguiente vez que se despertó, a quien vio fue a su hermana mayor, Maggie. Ningún otro rostro le pareció más hermoso: Maggie siempre le había hecho sentirse segura. Intentó sonreír, pero no supo si lo consiguió o no.

—Todos estamos aquí, Clare. Papá, Sarah, Jason, Bob. Sólo que hemos preferido no apelotonarnos en torno a la cama.

Clare intentó explicarle que había visto a Mike, pero de sus labios no salió más que un sonido gutural.

—No intentes hablar. Te pondrás bien, aunque te dolerá un poco. Procura dormir. Bob y yo nos ocuparemos de Jason. Nos quedaremos contigo.

Aquella mujer, que ahora imaginaba debía de ser una enfermera, estaba manipulando los tubos de nuevo, y el sueño cayó de nuevo sobre ella.

Osciló entre estados de vigilia y de sueño, sin la menor idea del tiempo que medió entre unos y otros. En una ocasión alzó una mano para ver si le habían crecido las uñas, preguntándose si habrían transcurrido días o meses, pero seguían igual. Poco a poco empezaba a ser más consciente del dolor: en la garganta, la espalda, la pelvis, el vientre, las piernas.

Por mucho que se esforzaba, lo último que recordaba era que no habían llegado a ponerle una multa. ¿Habría hecho algo mal? El dolor era terrible, pero no tanto como el sufrimiento que le causaba no saber por qué estaba allí. Abrió los ojos y volvió a ver a su hermana mayor. Maggie estaba siempre tan ocupada... demasiado para haberse quedado durante horas en el hospital. ¿O habían sido días?

—Eh, ya era hora —dijo Maggie.

—Ay —se llevó una mano temblorosa al cuello—. Mi garganta.

—Lo sé. Es de las sondas. Toma, bebe un poco de agua.

La sensación de frescor del líquido era muy agradable, pero tragar le costaba mucho.

—¿Qué... qué me ha pasado?

—Un accidente de coche, Clare. ¿No recuerdas nada?

Negó con la cabeza.

—Te embistieron en un cruce. Fuiste la peor parada: perdiste el bazo y te rompiste la pelvis. Tienes suerte de seguir viva.

—Oh, Dios mío... —gimió.

—Te recuperarás del todo, pero no va a ser un proceso fácil.

—¿Quién me embistió? ¿Algún conductor bebido?

—No. Una joven madre en un todoterreno, que debía de estar jugando o haciendo carantoñas a su bebé en el asiento trasero mientras el semáforo estaba en verde. Cuando volvió a mirar a la carretera, el semáforo había cambiado a rojo y tú estabas atravesando el cruce.

—Oh, Dios mío... —cerró los ojos—. ¿Y el bebé, se encuentra bien?

—Los dos están bien. El niño está perfecto, la madre sólo tiene unos cuantos arañazos. Por algo iba en el todoterreno, porque tu Toyota está destrozado. Tuvieron que sacarte de entre los hierros con una sierra. ¿No te acuerdas de nada? Bueno, tu cabeza rige perfectamente, así que supongo que es una suerte que no tengas recuerdos de lo que te pasó.

Volvió a quedarse dormida. Cuando se despertó, Maggie seguía allí, tomándole la mano. Se levantó de la silla para inclinarse sobre la cama.

Tener a su hermana mayor a su lado le hacía sentirse tan querida, tan mimada... Maggie, abogada, esposa y madre, tenía siempre una agenda apretadísima. Clare no podía imaginarse que lo hubiera dejado todo para estar a su lado.

—¿Llevas aquí mucho tiempo?

—Sólo unas horas. Hoy.

—¿He estado a punto de morir?

—No lo sé, pero tus heridas eran muy graves. ¿Te duele mucho?

Así era, pero negó con la cabeza.

—¿Y Roger?

Se notaba que Maggie se moría de ganas de decirle algo.

—Estuvo aquí. ¿Quieres que le diga que quieres verlo?

—No. No quiero verlo.

Maggie no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. Sin embargo, lo único que dijo fue:

—Como quieras.

Conforme iba pasando el tiempo con dolorosa lentitud, Clare vio los rostros de todos sus seres queridos desfilar por su cama, en uno u otro momento, pero siempre procurando no cansarla. Jason estaba muy afectado. En una ocasión, lloró y apoyó la cabeza sobre su mano, diciendo:

—Dios mío, mamá, he pasado tanto miedo... Si te pierdo, ¿qué haría sin ti?

—No tienes nada de qué preocuparte: no pienso irme a ninguna parte.

Su hermana pequeña, Sarah, se dominaba mejor, pero tenía una mirada aterrada detrás de los gruesos cristales de sus gafas. No había cumplido los veintidós cuando perdió a su madre y era la que peor lo había pasado en aquel entonces.

—Tranquila, corazón —la consoló Clare, acariciándole una mano—. Todo va a salir bien.

Sarah esbozó una débil sonrisa.

—Qué valiente eres. Eres tú la que está en el hospital y me estás consolando a mí.

Viéndola como la veía en aquel momento, con su rubia melena recogida detrás de la cabeza con aquel estilo tan formal y severo, con las gafas de montura negra, sin maquillaje... le costaba recordar a la joven traviesa y alocada que había sido. La muerte de su madre había cambiado todo eso. Había cambiado completamente su personalidad.

Pero otro trauma había cambiado a Clare. No era simple casualidad que hubiera pensado tanto en ello en el hospital. Al fin y al cabo, había vuelto a ver a Mike en aquella fantasmal, paranormal visión, que había tenido. Una visión que le había hecho evocar toda su vida, retrotrayéndola al pasado una y otra vez.

Hasta los veintiún años, Clare había vivido una vida maravillosa. Había sido una niña feliz, hija de un feliz matrimonio, incluso como la mediana de tres hermanas. Maggie era un poco mandona y Sarah bastante caprichosa, pero Clare había sido una niña guapa, alegre, lista y además con suerte. En la escuela había sacado buenas notas, había llegado a ser muy popular y nunca había tenido miedo de nada. Se había hecho con un nutrido grupo de amigas que habían crecido juntas, y con quince años se había enamorado de la antigua estrella del equipo de fútbol americano del instituto, Mike Rayburn, en la última fiesta de fin de curso. Dos años mayor que ella, Mike se había marchado a estudiar a la universidad de Reno, no lejos de la población natal de ambos, Breckenridge, Nevada, a los pies de las majestuosas Sierras Nevadas que se alzaban junto a Lago Tahoe. Con sus verdes y fértiles valles con un fondo de cumbres nevadas, aquel paisaje habría pasado por otra Suiza. Una vida dulce en un lugar mágico, donde habían pasado aquel primer verano jugando en el lago, y el invierno esquiando en la montaña.

Resultó lógico y normal que Clare se marchara también a estudiar a Reno, y que vivieran un apasionado romance mientras duraron sus estudios. Nada más graduarse, Mike ingresó en las fuerzas aéreas. Antes, sin embargo, le regaló un precioso anillo con un diamante en el centro y le encargó que pasara su último año de universidad planificando la boda.

Fue entonces cuando ocurrió el desliz. O, más bien, el terremoto.

El hermano pequeño de Mike, Pete, que era de la edad de Clare, había sido uno de sus mejores amigos de la época del instituto. Se habían graduado juntos. Pete nunca había sido muy aficionado al estudio, mientras que Mike había sido estudiante de matrículas de honor. Sin embargo, ambos habían sido unos grandes atletas. En cualquier caso, una vez graduado, Pete se puso a trabajar.

Pero, con el tiempo, se matriculó en la escuela nocturna y compaginó los estudios con el trabajo. Con veintiún años, a punto de terminar la diplomatura, entró en el campus de Reno. Y Clare se sintió más que encantada de alojarlo provisionalmente en su apartamento de la universidad hasta que encontrara algo más cómodo.

Debido a que los chicos siempre tardaban más en madurar que las chicas, Pete siempre había sido un chiquillo para Clare: larguirucho, desgarbado, algo tontorrón. Cuando se reencontraron, le impresionó descubrir que el chiquillo se había convertido en un hombre adulto, tan guapo y sexy como su hermano mayor... o quizá incluso más.

Pete se alojó con ella y con sus dos compañeras de apartamento mientras se entrevistaba con sus nuevos profesores y entrenadores, hablaba con los asesores y, en general, se familiarizaba con la vida del campus. Clare lo presentó a sus amistades y se lo llevó al pub local, siempre lleno de gente, donde Pete se lo pasó de maravilla... y sus amigas quedaron deslumbradas. El primer fin de semana en que se marcharon sus compañeras de apartamento, Clare le cocinó un enorme plato de espaguetis y él compró una enorme botella de Chianti. Cenaron, bebieron, rieron y se quedaron hablando hasta la madrugada.

Entonces algo sucedió. Clare empezó a recordar lo bien que Pete le había caído siempre, y a tomar conciencia de lo mucho que lo había echado de menos. Estaban algo bebidos cuando sintió la vibrante tensión de su muslo contra el suyo. Él le tomó una mano, la miró a los ojos y la besó. Volvió a besarla. Nunca supo muy bien qué fue lo que le sucedió. No era precisamente la primera vez que había bebido demasiado vino, ni tampoco la primera que se le había insinuado un hombre. Nunca había engañado a Mike, ni se había sentido tentada de hacerlo. Pero de repente se sintió embargada por una extraña pasión, allí sentada en aquel sofá con Pete, que ya no era un chiquillo sino un hombre atractivo y experimentado. Cada beso suyo le hacía volar; cada caricia la llenaba de entusiasmo, y acabó reaccionando con el mismo ardor. Su cerebro y su buen juicio se tomaron, ciertamente, unas vacaciones.

Antes de que pudiera darse cuenta estaba debajo de su cuerpo, abriéndose a él, suplicándole que la penetrara, que terminara de una vez, que la llenara por completo. Él le dijo que la deseaba, que no podía detenerse, y el hecho de que pareciera tan descontrolado no hizo sino incrementar su deseo. Entró en ella, y Clare respondió a cada embate con un salvaje abandono. Pete la besó, mordisqueó, acarició hasta arrastrarla a un estremecedor clímax que coincidió exactamente con el suyo.

Regresaron lentamente a la realidad, hasta que de pronto se quedó consternada. Mortificada.

—¡Oh, Dios mío! —había exclamado, horrorizada.

—Clare, yo...

Pero no podía escucharlo. ¿Qué era lo que había hecho? ¿A Mike? ¿A Pete? ¿A sí misma? Se levantó del sofá para refugiarse en su dormitorio, donde estuvo sollozando durante todo el resto de la noche. Constantemente estuvo pensando que si ella se sentía tan mal, Pete debía de odiarla por lo que lo había animado a hacer. Al fin y al cabo... ¡le había suplicado! Por la mañana, cuando se levantó, encontró una nota debajo del frasco de las aspirinas.

No hablemos nunca más de ello. No sucedió. Pete.

Clare no habló de ello, desde luego, porque estaba muerta de vergüenza. Le costó elaborar la lista de los invitados de la boda, no podía soportar hablar del banquete nupcial y, cuando fue a comprarse el vestido de novia, se echó a llorar. Se sintió fatal, y sin perspectiva de superarlo. Evidentemente, no volvió a recibir noticias de Pete... y ni siquiera sabía si eso era malo o bueno. Si él no la odiaba, lo cual constituía ciertamente una posibilidad, seguro que a esas alturas le había perdido todo respeto.

Mike no pareció advertir su estado de ánimo durante sus conversaciones telefónicas, bien porque tenía mucho que hacer en la academia de aviación, bien porque Clare se estaba convirtiendo en una maestra del disimulo. Poco importó, de cualquier forma, porque un par de meses después su F16 se estrelló.

Clare se vio catapultada de la desesperación al dolor y al abatimiento más profundos. Aquél fue el periodo más negro de su vida. Llegó a pensar que no sobreviviría. Ni una sola vez se atrevió a mirar a Pete durante el funeral, ni siquiera cundo lo abrazó llorando. Transcurrió mucho, muchísimo tiempo antes de que dejara de sentirse culpable de haber matado a Mike con lo que había hecho.

Pasaron dos años antes de que se sintiera capaz de volver a salir con sus amigas, y se negó obstinadamente a salir con hombres. Sentía un enorme y doloroso vacío en el corazón. Ni por un momento se planteó volver a sentirse tan vulnerable. Cuando se encontraba con Pete, apenas era capaz de dirigirle la palabra, mientras que él bajaba la cabeza y evitaba su mirada. Resultaba obvio que su dolor y su arrepentimiento se equiparaban a los suyos.

Fue entonces cuando conoció a Roger: el atractivo, seductor Roger. Se sintió como si la hubiera sacado de un pozo: volvió a reír, a disfrutar planificando salidas y excursiones. Roger habría sido capaz de encandilar a cualquiera. La cortejaba con entusiasmo, con inteligencia. Clare ni siquiera era consciente de su propio atractivo, y se sintió viva por vez primera desde la muerte de Mike. Cuando se dio cuenta de que iban pasando los días sin que pensara en Mike o en el pecado que había cometido, vio en Roger una oportunidad de recomenzar su vida, de volver a empezar. Y se enamoró de él, perdidamente.

Aquél era el Roger al que, tiempo después, tanto le costaría abandonar: el hombre dulce, sensible y divertido que la había salvado de la oscuridad para llevarla hacia la luz. Clare siempre le estaría agradecida por ello. Su familia y amistades se quedaron tan aliviados de volver a verla sonreír, que estimularon y potenciaron su relación. Llegaron a querer a Roger casi tanto como ella. Aceptó su proposición de matrimonio, que llegó en una fase algo temprana de su relación, aunque Roger siempre se movía rápido. Jason llegó casi inmediatamente.

Y llegaron luego las reuniones hasta altas horas de la noche, los viajes fuera de la ciudad, los compromisos con los clientes durante los cuales permanecía ilocalizable. Cuando llegaba a casa, conseguía apaciguarla sin mayor problema, tan irresistible y tan deseable como siempre.

Pero no era eso lo que Clare había esperado de su relación. Ni tampoco había sido así con Mike, ciertamente menos seductor y divertido, pero mucho más seguro y de confianza. Hubo noches solitarias que Clare pasó arrullando a su bebé, a la espera de que regresara Roger, siempre varias horas más tarde de lo previsto, en las que fantaseaba con que a quien esperaba era a Mike. Fue precisamente por culpa de aquel pequeño y sucio secreto, por culpa de lo que había hecho con Pete, por lo que se esforzó todo lo humanamente posible por ser una buena esposa.

Clare no dejó de sentirse culpable por esas fantasías en las que imaginaba que Roger era Mike hasta algunos años después, cuando descubrió que su marido había empezado a serle infiel incluso durante su embarazo. Ya en aquel entonces había tenido una excusa para estar ilocalizable o regresar tarde... y su nombre era Jill. Por lo que sabía Clare, Jill fue la primera.

En lugar de su príncipe azul, Roger fue su cruz, su penitencia.

Gran parte de su vida adulta estuvo marcada y condicionada por aquella aventura que tuvo con el hermano de su prometido. Cada vez que coincidía con Pete, se mostraba fría y distante, y él la miraba con la expresión más triste del mundo, como si ninguno de los dos pudiera recuperarse nunca de lo que habían hecho. Clare había intentado hacer terapia y había sido absolutamente sincera durante sus sesiones; pese a todo, se había esforzado sin cesar por mantener a flote un matrimonio que había sido un fracaso desde el principio.

Ésa era la otra razón por la que había vuelto siempre con Roger: siempre había estado dispuesta a perdonarlo porque ella misma se había sentido culpable y deseosa de que la perdonaran. Eso, y que quería que la vida que llevaba mereciera la pena. Quería conservar la familia que había formado para sobrevivir. Y, por supuesto, estaba el factor Roger: un hombre que la había seducido y enamorado durante años.

Hasta que un día se despertó en el hospital de Reno con todo el cuerpo transido de dolor y, por primera vez en veinte años, se dio cuenta de que su matrimonio había durado lo suficiente.

Había llegado la hora de cambiar.

2

Si había algo comparable en términos de dolor con que la sacaran a una medio muerta de un coche siniestrado, era la rehabilitación física. Cada paso que daba resonaba en su interior como una explosión, cada estiramiento era como una sesión de tortura. Lo primero que pensaba al despertarse cada mañana era que iba a sufrir un tormento del infierno. Un tormento que le era administrado por una pequeña y diabólica criatura no mayor que un duendecillo de cuento. Se llamaba Gilda y nadie habría debido dejarse engañar por su tamaño: tenía el corazón negro y la fuerza de una horda de dragones.

—Un paso más, venga, uno más. ¡Bien! ¡Bien! Muy bien, otro más...

—Te... odio... tanto...

—Así, bien... qué amable. Ya me darás las gracias cuando vuelvas a bailar la rumba.

—Voy... a... denunciarte.

—Uno más, deja de lloriquear. ¡Bien! ¡Bien! Perfecto. Venga, un paso más.

—Te haré sufrir. ¡Te lo juro por Dios!

Gilda le dio un beso en la mejilla.

—Eres de pasta dura, Clare. Es una suerte que estuvieras en tan buena forma cuando te embistieron...

—Eres una bruja perversa.

—Sí, ya me lo han dicho.

La suerte era que al maltrato de Gilda siempre le seguía un analgésico en vena, un baño caliente y una siesta. Luego empezaban las visitas. Y con ellas siempre el mismo dilema: o se sentía sola y aburrida aparte de terriblemente incómoda y dolorida, o demasiado cansada para soportar visitas. Aun así, las esperaba anhelante.

Su hermana pequeña, Sarah, pasaba a diario y Maggie la mayor parte de las tardes, por lo general con Jason. Bob, su cuñado, se dejaba caer algo después, tras su jornada de trabajo en Carson City, la capital de Nevada. George, el padre de Clare, había incluido en su agenda de jubilado la visita diaria al hospital a mediodía. Y Dolly, la mujer que atendía a George, tenía por costumbre acudir al hospital con algún plato sabroso.

—Es para que te traten mejor —solía decirle.

Fran, la madre de Clare, cayó enferma de cáncer cuando Jason sólo contaba tres años. No tardó en morir. Sarah quedó destrozada: a sus veintiún años, volvió a casa de su padre, pero de poco sirvió. Tan mal se las arreglaban los dos que Maggie y Clare tuvieron que contratar a Dotty para limpiar la casa dos veces por semana y llenar la nevera con comida nutritiva. George protestó, pero recuperó algo de peso y volvió a lucir una ropa mínimamente presentable. Sarah, por su parte, contó con una figura maternal que velara por ella.

Dotty era una viuda un par de años mayor que George. Cuando Maggie y Clare la conocieron, trabajaba para un total de cuatro familias, pero en aquel momento estaba dedicada únicamente a George, quien decía que tendría que enterrarla para poder deshacerse de ella.

—No me cae muy bien —solía decir Dotty—, pero es obvio que es incapaz de arreglárselas solo. Y si puedo hacer algo bueno por su difunta esposa, es asegurarme de que no se reúna con ella demasiado pronto.

La única persona importante de la vida de Clare que no había hecho su aparición era Roger... hasta ese día, como confirmando la regla de que las cosas que parecían demasiado buenas no lo eran en realidad. Ese día se presentó en el hospital. Burló los centinelas de la puerta. Tuvo que esperar hasta avanzada hora de la tarde, justo antes de que terminara la hora de las visitas, y trajo consigo su patética expresión de «he sido un chico malo, apiádate de mí por lo mucho que estoy sufriendo». Lo que el pobrecito Roger no sabía era que, en el mismo instante en que lo vio entrar por la puerta, la asaltó otra visión: la esbelta rubia sentada encima de él. Y aquello volvió a enfurecerla.

—Clare, yo quería venir antes, pero tus hermanas me decían que no querías verme...

—Y es cierto, Roger. Vete.

—Quiero hablar contigo de Jason. Creo que debería quedarse conmigo.

—¿Por qué? —le preguntó, genuinamente perpleja—. Estás ocupado durante todo el día y la mayor parte de las noches.

—Aligeraría mi agenda. Así podría recuperar su antigua habitación y...

—No. Está bien en casa de Maggie y, en caso de que no lo hayas notado, sigue muy enfadado contigo. Vas a tener que dedicarle mucho más tiempo y esforzarte mucho para lograr persuadirlo.

—¿Pero cómo podré hacerlo si no quiere verme?

—Lo siento, Roger, sé lo mucho que esto te duele, pero Jason no quiere pasar tiempo contigo.

—Tú podrías intentar convencerlo.

Unos pocos días atrás, antes de la fractura de pelvis y la delicada operación, lo habría hecho. Pero a esas alturas la causa de su actual separación había llenado de odio a Jason. Era de esperar; Clare siempre había temido el día en que Jason descubriera que su padre, el objeto de su admiración, engañaba a su madre.

La noche en que aquello sucedió no pudo ser más horrible. Clare había escogido la ocasión sabiendo que Jason no estaría en casa, ya que pensaba quedarse a dormir en casa de un amigo. Clare pidió cuentas a Roger sobre su última aventura, que había documentado meticulosamente. Él lo negaba y ella le fue presentando las pruebas: copias de facturas, llamadas de móviles... Clare sabía exactamente quién era la mujer: una de sus muchas clientas. Se dijeron un montón de cosas lamentables:

—De acuerdo, quizá haya tenido una estúpida e insignificante aventurilla... ¡al fin y al cabo soy humano!

—¿Una estúpida e insignificante aventurilla? Has tenido decenas. ¡Quizá centenares!

—Bueno, tú no has demostrado una gran disposición para... ya sabes qué, reina de hielo...

—¿Qué esperabas? ¡Temía hasta que pudieras contagiarme alguna enfermedad!

—¿Cuándo te he dado yo...?

Clare había visto que se quedaba mirando, con los ojos muy abiertos, algo detrás de ella, consternado... Y se había girado para descubrir a Jason en la puerta, con los patines colgando de una mano.

—Dios mío, Jason —había exclamado ella antes de salir tras él, ya que se había marchado corriendo.

En aquel instante, Roger sacudió la barandilla de la cama para llamar su atención.

—¿Clare? ¿Querrás hablar con Roger de ello? Dile que, a pesar de nuestros problemas familiares, su lugar está con su padre.

Clare volvió a ver entonces, en la pantalla de su mente, a la rubia.

—No, Roger. Nosotros no tenemos «problemas familiares». Tú tienes un problema. No se muy bien cuál es... ¿adicción al sexo? ¿Que eres un mentiroso patológico? No importa. El caso es que yo no tengo ese problema y que Jason lo está llevando muy bien. Ha pasado un gran susto con mi accidente y no voy a ponerle las cosas difíciles obligándolo a que viva en tu casa. Ya nos ocuparemos de tu relación con él más adelante.

—¿Mi casa? Sigue siendo nuestra casa, Clare. Legalmente, además...

De repente Clare le aplastó la mano con la suya, aprisionándosela contra el barrote de la barandilla. Roger se apresuró a retirarla con un gesto de dolor.

—¿Qué...?

—Escúchame, Roger. Ni se te ocurra fastidiarme más. Deja en paz a Jason o... ¡te juro que me las pagarás! Y ahora márchate y déjame en paz.

—Muy bonito, Clare. Muy bonito. Como si tu accidente no hubiera supuesto un gran disgusto para mí también...

—¡Vete al infierno, Roger!

Sacudió la cabeza con expresión triste:

—No sé qué es lo que te ha pasado...

—Es muy sencillo: me aplasté media cabeza, con lo que se me salió toda la tontería del cerebro y recuperé algo de sentido común. ¡Y ahora vete! —estiró una mano hacia el pulsador de llamada.