PROMESA DE SANGRE
Brian McClellan
LOS MAGOS DE LA PÓLVORA
Traducción: Federico Cristante
“Sencillamente impresionante”.
—Brandon Sanderson,
autor de Nacidos de la Bruma.
“Guerra, magia, cambiaformas, espadas, mosquetes y dioses reencarnados. No es solo otra fantasía épica: es el debut de McClellan y la primera novela de una trilogía. ¡Excelente!”.
—The Book Bag.
“McClellan combina perfectamente la intriga y la acción ... en una sociedad donde las nuevas fuerzas como los sindicatos, los soldados armados y los ‘Magos de la Pólvora’ chocan con la magia tradicional”.
—Publishers Weekly.
“Una revolución francesa con magia, como no había leído antes. Tiene la dosis justa de guerra, intriga política y fantasía; con personajes complejos que se ven obligados a tomar decisiones en contra de sus propios principios y deben seguir adelante. El primero en una trilogía imposible de soltar”.
—Lucila Quintana, editora.
Título original: Promise of Blood
Edición original: Orbit Books
© 2013 Brian McClellan
© 2021 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2021 Gamon Fantasy
www.gamonfantasy.com
España · México · Argentina
© 2013 Gene Mollica Studio, LLC, por la ilustración de cubierta
ISBN: 978-84-18711-08-4
Para papá.
Por nunca dudar de que llegaría hasta aquí.
Incluso cuando deberías haber dudado.
Capítulo 1
Adamat llevaba la chaqueta bien cerrada, con los botones superiores abrochados para protegerse de un aire nocturno tan húmedo que parecía querer ahogarlo. Tiró de las mangas, tratando de extenderlas un poco, e intentó acomodarse la pechera, que le quedaba demasiado apretada en la zona de la cintura. Hacía unos cinco años que ni siquiera veía esa chaqueta, pero cuando le llegó la llamada del rey a esa hora, no hubo tiempo para retirar la de siempre de la casa del sastre. Esa prenda de verano no brindaba ninguna defensa contra el frío que se filtraba por la ventana del carruaje.
La mañana no tardaría en llegar, pero el amanecer difícilmente podría dispersar la niebla. Se notaba. Aunque en Adopest ya había comenzado la primavera, seguía haciendo un tiempo demasiado húmedo y más frío que los dedos congelados de Novi. Los adivinos del Callejón de Nadie decían que era un mal presagio. Pero ¿quién hacía caso a los adivinos hoy en día? Adamat supuso que acabaría por pillar un resfriado y se preguntó por qué lo habrían mandado llamar en una noche de perros como esa.
El carruaje se acercó al portón principal del Palacio del Horizonte y siguió avanzando sin detenerse. Adamat apoyó las manos en las rodillas y miró por la ventanilla. Los guardias no estaban en sus puestos. Y, más extraño aún, a medida que continuaron por el ancho camino que pasaba por entre las fuentes, vio que no había luces encendidas. El Horizonte tenía tantos faroles que podía verse desde la ciudad incluso en la noche más cerrada. Esa noche, los jardines estaban oscuros.
A él no le molestó. Manhouch gastaba suficiente dinero de los impuestos para sus gustos personales. Adamat miró los jardines y observó las fauces negras donde comenzaban los laberintos de setos, y se imaginó unas figuras revoloteando sobre el césped. ¿Qué era…? Ah, solo una escultura. Volvió a acomodarse en el asiento, respiró hondo. Oía el latido de su corazón golpeando asustado mientras se le encogía el estómago. Quizá deberían encender los faroles del jardín…
Una pequeña parte de él, la que en otra época había sido inspector de policía y que durante noches como esa había rondado los callejones en busca de ladrones y carteristas, se rio desde su interior. “Cálmate, viejo —se dijo a sí mismo—. En otra época tú fuiste los ojos que observaban desde la oscuridad”.
El carruaje se detuvo. Adamat esperó a que el cochero le abriera la puerta. Podría haber esperado toda la noche. El cochero golpeó el techo.
—Hemos llegado —dijo una voz tosca.
Qué grosero.
Adamat se bajó del carruaje apenas con el tiempo suficiente para coger su sombrero y su bastón antes de que el cochero agitara las riendas y saliera traqueteando hacia la noche. Le lanzó un insulto en voz baja, se volvió y miró el edificio.
La nobleza llamaba al Palacio del Horizonte la “Joya de Adro”. Había sido construido sobre una alta colina que había al este de Adopest, para que todas las mañanas el sol se elevara por encima de él. Un periódico particularmente audaz lo había comparado con un indigente hambriento que llevara en el dedo un anillo de diamantes. Era una comparación acertada en estos tiempos tan difíciles. El orgullo de un rey no le llena el estómago a la gente.
Estaba en la entrada principal. Durante el día era una gran avenida de senderos y fuentes de mármol que llevaba hasta una puerta doble plateada, de gran tamaño, que de por sí parecía una miniatura en el imponente frontispicio de la construcción más grande de todo Adro. Adamat intentó oír las suaves pisadas de los Hielman que estaban de patrulla. Se decía que había miembros de la guardia personal del rey por todo el jardín, vigilando cada rincón, con los mosquetes siempre cargados, con las bayonetas colocadas, con sus fajas blancas y grises, sombrías en comparación con el esplendor de los verdes y los dorados. Pero no se oían pisadas, y las fuentes no estaban en funcionamiento. Una vez había oído decir que el agua de las fuentes solo dejaba de correr ante la muerte del rey. Seguramente no lo habrían mandado llamar si Manhouch estuviera muerto. Se alisó la pechera de la chaqueta. Allí, junto al edificio, algunos de los faroles estaban encendidos.
Alguien emergió de la oscuridad. Adamat apretó la mano que agarraba el bastón, listo para desenvainar la espada oculta en su interior ante la menor señal de peligro.
Se trataba de un hombre de uniforme, pero no se podía distinguir demasiado con tan poca luz. Tenía un fusil o un mosquete apuntando en dirección a Adamat, y llevaba un quepis plano con visera rígida. Lo único de lo que Adamat podía estar seguro era que no se trataba de un Hielman. Sus sombreros altos y con plumas eran fáciles de reconocer, y no iban a ningún lado sin ellos.
—¿Estáis solo? —preguntó una voz.
—Sí —dijo Adamat. Levantó ambas manos y giró sobre sí mismo.
—Muy bien. Pasad. —El soldado avanzó y tiró de una de las inmensas puertas de plata. Fue abriéndose hacia fuera despacio, pesadamente, a pesar de que el hombre hacía fuerza con todo su peso. Adamat se acercó y observó la casaca del soldado. Era azul oscuro y con trenzados plateados. El ejército adrano. En teoría, dicho ejército estaba bajo las órdenes del rey. En la práctica, había un hombre que sostenía la correa: el mariscal de campo Tamas—. Retroceded, amigo —dijo el soldado. Había un dejo de impaciencia en su voz, algo que lo tenía tenso, pero podría deberse al peso de la puerta. Adamat obedeció, y solo volvió a avanzar para pasar por la entrada cuando el soldado le hizo un gesto—. Continuad —instruyó el soldado—. Doblad a la derecha en la diadema y cruzad la Sala de Diamantes. Seguid caminando hasta que os encontréis en el Salón de las Respuestas.
La puerta fue moviéndose poco a poco detrás de él, y se cerró con un golpe sordo.
Adamat se quedó solo en el vestíbulo del palacio. El ejército adrano, meditó. ¿Por qué habría un soldado allí, sin ninguna señal de los Hielman? La primera respuesta que le vino a la mente fue la más aterradora. Una lucha de poder. ¿Habían llamado al ejército para sofocar una rebelión? En Adro había varias facciones: los mercenarios de las Alas de Adom, la camarilla real, la Guardia de la Montaña y las grandes familias de la nobleza. Cualquiera podría haber estado dándole problemas a Manhouch. Pero no tenía sentido. Si hubiera habido una lucha de poder, el recinto del palacio sería un campo de batalla, o habría sido completamente destruido por la camarilla real.
Adamat pasó por delante de la diadema, una copia gigante de la corona adrana, y notó que era de tan mal gusto como afirmaban los rumores. Entró en la Sala de Diamantes, donde el suelo y las paredes eran color escarlata con detalles chapados en oro; miles de gemas diminutas, que le daban el nombre a la estancia, brillaban en el techo a la luz del único candelabro encendido. Las pequeñas llamas del candelabro titilaban como movidas por el viento, y hacía frío.
La sensación de incomodidad de Adamat se fue intensificando a medida que se acercó al final de la galería. No había señales de vida, y lo único que se oía eran sus propias pisadas sobre el suelo de mármol. Había una ventana rota, lo que explicaba el frío. ¿El resultado de uno de los famosos berrinches del rey? ¿O alguna otra cosa? En los oídos le resonaron los latidos de su corazón. Allí. Detrás de la cortina, ¿un par de botas? Adamat se pasó una mano por los ojos. Una ilusión óptica. Se acercó para tranquilizarse y descorrió la cortina.
Había un cuerpo en las sombras, en el suelo. Adamat se inclinó sobre él y le tocó la piel. Estaba tibia, pero el hombre estaba muerto, sin lugar a dudas. Vestía pantalones grises con una franja blanca en los laterales y una casaca a juego. Un poco más allá había un sombrero alto con plumas blancas. Un Hielman. Las sombras bailaron sobre un rostro joven, perfectamente afeitado. Parecía estar en paz, excepto por el agujero que tenía en un lado del cráneo y la mancha oscura y húmeda que se distinguía en el suelo.
No se equivocaba. Hubo un conflicto. ¿Se sublevaron los Hielman y se había llamado al ejército para que lidiara con ellos? De nuevo, no tenía sentido. Los Hielman eran fanáticos leales al rey, y cualquier problema dentro del Palacio del Horizonte habría sido resuelto por la camarilla real.
Adamat maldijo en silencio. Cada pregunta generaba más preguntas. Seguramente, pronto encontraría algunas respuestas.
Dejó atrás el cadáver. Levantó el bastón y lo giró, desenvainó algunos centímetros de acero y se acercó a una puerta alta flanqueada por dos esculturas encapuchadas que blandían cetros. Hizo una pausa entre las antiguas estatuas y respiró hondo; sus ojos se posaron sobre una escritura arcana garabateada sobre el portal. Entró.
El Salón de las Respuestas hacía que la Sala de Diamantes pareciera pequeña. Había dos escaleras, una a cada lado. Cada una de ellas tenía el ancho de tres carruajes y daba a una galería alta que se extendía todo a lo largo de la estancia. Excepto por el rey y su camarilla de hechiceros Privilegiados, eran pocos los que entraban en ese lugar.
En el centro había una única silla, colocada sobre un estrado elevado unos centímetros, frente a una colección de cojines que estaban en el suelo, donde la camarilla, de rodillas, rendía pleitesía a su líder. Había buena iluminación, aunque no se podía distinguir de dónde provenía la luz.
A la derecha de Adamat, había un hombre sentado en la escalera. Era un poco mayor que él, apenas pasados los sesenta años, con cabello plateado y un bigote pulcramente recortado que aún dejaba entrever un rastro de negro. Tenía la mandíbula fuerte pero no de tamaño excesivo, y los pómulos bien definidos. Lucía una piel bronceada por el sol, y tenía unas arrugas profundas en la comisura de los labios y en el rabillo de los ojos. Llevaba el uniforme azul oscuro de los soldados, con un prendedor plateado con forma de barril de pólvora abrochado sobre el corazón, y nueve tiras de oro cosidas a la derecha del pecho, una por cada cinco años de servicio en el ejército adrano. Al uniforme le faltaban las hombreras de oficial, pero la experiencia agobiante que dejaban entrever los ojos marrones del hombre dejaba claro que había liderado ejércitos en el campo de batalla. A su lado, sobre la escalera, había una pistola amartillada, lista para disparar. Él estaba reclinado sobre una espada corta envainada, y observaba un hilo de sangre que iba cayendo lentamente escalón por escalón, una línea oscura sobre el mármol amarillo y blanco.
—Mariscal de campo Tamas —dijo Adamat. Envainó la espada en el bastón y la giró. La espada chasqueó al cerrarse.
El otro levantó la mirada.
—Creo que no nos conocemos.
—Sí nos conocemos —dijo Adamat—. Fue hace catorce años. Un baile de caridad organizado por lord Aumen.
—Tengo una memoria terrible para los rostros —dijo el mariscal—. Os pido disculpas.
Adamat no podía despegar la mirada del pequeño río de sangre.
—Señor, me han mandado llamar. No se me ha informado quién ni por qué motivo.
—Sí —dijo Tamas—. He sido yo. Por recomendación de uno de mis Marcados. Cenka. Me ha dicho que ambos trabajasteis juntos en el cuerpo de policía del distrito doce.
Adamat visualizó a Cenka en su mente. Era un hombre bajo, con una barba rebelde y una predilección por los vinos y la buena comida. Lo había visto por última vez hacía siete años.
—No sabía que Cenka era un mago de la pólvora.
—Tratamos de encontrar a todo el que muestre tener afinidad lo antes posible —dijo Tamas—, pero él tardó en desarrollarla. En todo caso —hizo un gesto con la mano—, nos hemos topado con un problema.
Adamat se lo quedó mirando, perplejo.
—Vos… ¿queréis mi ayuda?
El mariscal de campo levantó una ceja.
—¿Es una petición tan inusual? Fuisteis un investigador policial competente, un buen servidor de Adro y, según Cenka, gozáis de una memoria perfecta.
—Aun así, señor.
—¿Qué?
—Yo solo soy un investigador. No estoy en la policía, señor, aunque sí sigo aceptando trabajos.
—Excelente. Entonces no es tan extraño que yo quiera contratar vuestros servicios, ¿verdad?
—Bueno, no —dijo Adamat—, pero señor, este es el Palacio del Horizonte. Hay un Hielman muerto en la Sala de Diamantes y… —Señaló la sangre que caía por las escaleras—. ¿Dónde está el rey?
Tamas inclinó la cabeza hacia un lado.
—Se ha encerrado en la capilla.
—Habéis dado un golpe de estado —dijo Adamat.
Con el rabillo del ojo detectó algo de movimiento, y vio aparecer a un soldado en lo alto de la escalera. Se trataba de un deliví, un hombre de piel oscura proveniente del norte. Llevaba el mismo uniforme que Tamas, con ocho tiras doradas a la derecha del pecho. A la izquierda llevaba un barril de pólvora de plata, el símbolo de los Marcados. Otro mago de la pólvora.
—Hay muchos cadáveres que retirar —dijo el deliví.
Tamas miró de soslayo a su subordinado.
—Ya lo sé, Sabon.
—¿Quién es este? —preguntó Sabon.
—El inspector que ha solicitado Cenka.
—No me gusta que esté aquí —dijo Sabon—. Podría ser un peligro.
—Cenka confiaba en él.
—Habéis dado un golpe de estado —repitió Adamat con certeza.
—Ayudaré con los cadáveres dentro de un momento —dijo Tamas—. Estoy viejo, necesito descansar de vez en cuando.
El deliví asintió con la cabeza y desapareció.
—¡Señor! —dijo Adamat—. ¿Qué habéis hecho? —Aferró con más fuerza la espada del bastón.
Tamas apretó los labios.
—Algunos dicen que la camarilla real adrana tenía los Privilegiados más poderosos de los Nueve Reinos, superados solo por los de Kez —dijo en voz baja—. Y aun así, acabo de masacrarlos a todos. ¿Creéis que me darían problemas un viejo inspector y la espada de su bastón-estoque?
Adamat aflojó la mano. Empezó a sentirse mal.
—Supongo que no.
—Cenka me ha dado a entender que sois un hombre pragmático. Si eso es correcto, quisiera contratar vuestros servicios. Si no lo sois, os mataré ahora mismo y buscaré la solución en otro lado.
—Habéis dado un golpe de estado —volvió a decir Adamat.
Tamas suspiró.
—¿Debemos volver a eso? ¿Tan sorprendente es? Decid, si nos pusiéramos a contar las facciones de Adro que tienen razones para destronar al rey, ¿os parece que terminaríamos antes de llegar a la docena?
—No creía que ninguna de ellas tuviera la capacidad necesaria —dijo Adamat—. Ni el valor—. Sus ojos volvieron a posarse en la sangre de las escaleras, y su mente lo llevó hasta su esposa y sus hijos, que aún estaban durmiendo en sus camas. Miró al mariscal de campo. Tenía el cabello desaliñado; había gotas de sangre en su casaca; unas cuantas, ahora que le prestaba atención. Era como si lo hubiesen rociado. Tenía ojeras marcadas y un cansancio que hablaba de algo más que solo la edad—. No pienso aceptar un trabajo a ciegas. Decidme qué queréis.
—Los hemos asesinado mientras dormían —dijo Tamas sin preámbulos—. No hay una forma sencilla de matar a un Privilegiado, pero esa es la mejor. Alguien cometió un error y de pronto nos encontramos en medio de una batalla. —Tamas pareció afligido por un momento, y Adamat sospechó que la lucha no había ido tan bien como a Tamas le habría gustado—. Hemos triunfado. Pero de los labios de los moribundos se oyó una frase.
Adamat esperó.
—“No se debe romper la Promesa de Kresimir” —dijo Tamas—. Eso es lo que me dijeron los hechiceros antes de morir. ¿Significa algo para vos?
Adamat se alisó la pechera de la chaqueta y trató de rememorar viejos recuerdos.
—No. “La Promesa de Kresimir”… “Romper”… “Rota”… Un momento; “La Promesa Rota de Kresimir”. —Levantó la mirada—. Era el nombre de una banda callejera. Hace veinte… veintidós años. ¿Cenka no los recordaba?
—A Cenka le pareció que le sonaba familiar. Estaba seguro de que vos lo recordaríais.
—Yo no me olvido de nada —replicó Adamat—. La Promesa Rota de Kresimir era una banda callejera que contaba con cuarenta y tres miembros. Eran todos jóvenes, algunos tan solo niños, el más viejo no llegaba a los veinte. Nosotros estábamos intentando capturar a algunos de los líderes para poner fin a una serie de robos. Eran un grupo extraño; se metían en las iglesias y robaban a los sacerdotes.
—¿Qué les sucedió?
Adamat no pudo evitar mirar la sangre de la escalera.
—Un día desaparecieron, todos y cada uno de ellos, incluidos nuestros informantes. Los encontramos a todos juntos unos días después, cuarenta y tres cadáveres metidos en una alcantarilla como si fueran patas de cerdo en escabeche. Los habían masacrado con potentes hechizos, con una brutalidad excesiva. La marca de la camarilla real de Manhouch. La investigación terminó allí.
Adamat reprimió un escalofrío. Nunca había visto algo así, ni antes ni después. Había sido testigo de ejecuciones, disturbios y escenas de asesinato que le habían parecido menos espantosos.
El soldado deliví volvió a aparecer en lo alto de la escalera.
—Te necesitamos —le dijo a Tamas.
—Averiguad por qué estos magos usaron su último aliento para decir esas palabras —dijo Tamas—. Quizás ello guarde relación con esa banda callejera. Quizá no. De cualquier manera, encontrad una respuesta. No me gustan los acertijos de los muertos. —Se puso de pie deprisa, moviéndose como un hombre veinte años más joven, y subió trotando las escaleras para ir con el deliví. Las botas le chapotearon en la sangre y dejaron huellas rojas detrás de él—. Otra cosa —dijo por encima del hombro—, no digáis nada sobre lo que habéis visto aquí hasta después de la ejecución. Comenzará al mediodía.
—Pero… —dijo Adamat—. ¿Por dónde comienzo? ¿Puedo hablar con Cenka?
Tamas se detuvo cerca de lo alto de la escalera y se volvió.
—Si podéis hablar con los muertos, no hay ningún problema.
Adamat apretó los dientes.
—¿Cómo dijeron esas palabras? —preguntó—. ¿Fue a modo de orden, de declaración, o…?
Tamas frunció el ceño.
—Una súplica. Como si la sangre que estaban perdiendo no fuera su preocupación principal. Debo irme.
—Una cosa más —dijo Adamat.
Tamas parecía estar llegando al límite de su paciencia.
—Si he de ayudaros, decidme el porqué de todo esto —dijo señalando la sangre de la escalera.
—Hay cosas que requieren mi atención —advirtió Tamas.
Adamat sintió que se le tensaba la mandíbula.
—¿Habéis hecho esto por poder?
—Lo he hecho por mí —dijo Tamas—. Y por Adro. Para evitar que Manhouch firmara los Acuerdos y nos convirtiera a todos en esclavos de Kez. Lo he hecho porque, para esos estudiantes de filosofía que se quejan en la universidad, la rebelión es solo un juego. La era de los reyes ha muerto, Adamat, y la he matado yo.
Adamat observó el rostro de Tamas. Los Acuerdos eran un tratado que iba a firmarse con el rey keseño; condonaría toda deuda adrana, pero impondría a Adro impuestos severos y regulación, lo que convertiría a Adro en poco más que un estado vasallo de Kez. El mariscal de campo había hablado abiertamente contra los Acuerdos. Pero, claro, era lo esperado. Los keseños habían ejecutado a la esposa de Tamas.
—Así es —dijo Adamat.
—Pues entonces conseguidme algunas condenadas respuestas.
El mariscal de campo se volvió y desapareció por el pasillo superior.
Adamat recordaba los cadáveres de esa banda al ser retirados del agua y del lodo de las alcantarillas, recordaba el horror grabado en aquellos rostros muertos. “Las respuestas quizá nos terminen condenando a todos”.
Capítulo 2
—Lajos está muriendo —dijo Sabon.
Tamas entró en los apartamentos del Privilegiado que había sido Zakary el sacristán. Atravesó el salón y entró en el dormitorio, un lugar más grande que la casa de la mayoría de los comerciantes. Las paredes eran de un color índigo y estaban cubiertas de coloridos cuadros que mostraban a varios de los sacristanes que habían pertenecido a la camarilla real de Adro. Había puertas que daban a estancias auxiliares, como el baño o la cocina. La puerta del burdel privado del sacristán había sido destrozada, la habitación estaba repleta de astillas; las más grandes no llegaban al tamaño de un pulgar.
Habían quitado las sábanas de la cama y habían arrojado el cuerpo del sacristán a un lado para hacer sitio a un mago de la pólvora herido.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Tamas.
Lajos apenas pudo toser un poco. Los Marcados eran más resistentes que la mayoría de las personas; con la pólvora que Lajos había ingerido, y que ahora le corría por las venas, casi no sentiría dolor. No fue un gran consuelo para Tamas cuando miró a su amigo. Lajos había perdido medio brazo (a lo largo) y en el abdomen tenía un agujero del tamaño de un melón. Era un milagro que hubiera vivido tanto tiempo. Le habían dado medio cuerno de pólvora. Solo eso debería haberlo matado.
—He estado mejor —dijo Lajos. Volvió a toser y le salió sangre de la comisura de la boca.
Tamas extrajo su pañuelo y le limpió la sangre.
—Ya no tardará mucho —dijo.
—Lo sé —respondió Lajos.
Tamas apretó la mano de su amigo.
Lajos formó la palabra “gracias” con los labios.
Tamas respiró hondo. De pronto le costó ver. Parpadeó para limpiarse los ojos. La respiración de Lajos sonó áspera, y luego se detuvo. Tamas comenzó a retirar la mano, pero de pronto Lajos la apretó. Los ojos se le abrieron.
—Está bien, amigo —dijo Lajos—. Has hecho lo que debía hacerse. Ten paz. —Sus ojos se enfocaron en otro lado y luego se quedaron quietos. Había muerto.
Tamas cerró los ojos de su amigo con las yemas de los dedos y se volvió hacia Sabon. El deliví estaba en el otro lado del dormitorio, examinando lo que quedaba de la puerta que daba al harén, que todavía colgaba de una de las bisagras. Tamas se le acercó y miró hacia dentro. Los soldados habían juntado a las mujeres hacía una hora y se las habían llevado a alguna otra parte del palacio con el resto de las putas de los Privilegiados.
—La furia de una mujer —murmuró Sabon.
—En efecto —dijo Tamas.
—No había forma de que estuviéramos preparados para esto.
—Díselo a ellos —dijo Tamas. Hizo un gesto con la cabeza hacia los cuatro cuerpos que había en hilera en el suelo, y al quinto que pronto se les uniría. Cinco magos de la pólvora. Cinco amigos. Todo por una Privilegiada con la que nadie había contado. Tamas acababa de meter una bala en la cabeza del sacristán, un hombre a quien le había estrechado la mano y con quien había hablado regularmente. Los Marcados de Tamas lo rodeaban, listos por si al viejo le quedaba algo de pelea. No estaban listos para la otra Privilegiada, la que se ocultaba en el burdel. Había partido la puerta como una guillotina que hiende un melón, con los guantes de los Privilegiados puestos y los dedos danzando mientras su hechicería despedazaba a los magos de la pólvora de Tamas.
Un mago de la pólvora era capaz de mantener una bala suspendida en el aire durante casi dos kilómetros y dar siempre en el blanco. Podía hacer que una bala doblara una esquina con el poder de la mente, e ingerir pólvora negra para hacerse más fuerte y rápido que otros hombres. Pero había poco que podía hacer contra la hechicería de un Privilegiado a corta distancia.
Tamas, Sabon y Lajos habían sido los únicos que tuvieron tiempo para reaccionar, y apenas la rechazaron. Ella huyó, seguida por los ecos de la destrucción causada por su hechicería a medida que avanzaba por el palacio; probablemente nada más que una farsa para evitar que la siguieran.
Su hechizo de despedida fue la herida mortal de Lajos, pero había sido lanzado al azar. Tranquilamente podría haber sido Sabon, o el mismo Tamas, quien hubiera muerto en la cama hacía un momento. Pensar en eso le heló la sangre.
Tamas desvió la mirada de la puerta.
—Tendremos que seguirla. Encontrarla y matarla. Es peligroso que ande suelta.
—¿Un trabajo para el quiebramagos? —dijo Sabon—. Ya me preguntaba por qué lo conservabas.
—Es una herramienta que no quería usar —dijo Tamas—. Ojalá tuviera un mago que enviar con él.
—Su compañera es una Privilegiada —dijo Sabon—. Un quiebramagos y una Privilegiada deberían ser más que suficientes contra una única Privilegiada de la camarilla. —Hizo un gesto señalando la puerta destrozada.
—No me gusta pelear limpio cuando se trata de la camarilla real —dijo Tamas—. Y recuerda: hay diferencia entre un miembro de la camarilla real y un matón contratado.
—¿Quién era ella? —preguntó Sabon. Había un tono en su voz, quizá de reproche.
—No tengo idea —replicó Tamas—. Yo conocía a cada uno de los magos del rey. Hasta cené con ellos. Ella era una desconocida.
Sabon toleró la irritación de Tamas sin hacer comentarios.
—¿Una espía de otra camarilla?
—Es poco probable. Se registra a todas las chicas del burdel. Ella no parecía una puta. Era fuerte, y estaba curtida. La amante del sacristán, quizá. Nunca la había visto.
—¿Puede ser que el sacristán haya estado entrenando a alguien en secreto?
—Los aprendices nunca son secretos —dijo Tamas—. Los Privilegiados son demasiado desconfiados para permitirlo.
—Su desconfianza suele estar bien fundamentada —dijo Sabon—. Tiene que haber un motivo para que esa joven estuviera aquí.
—Ya lo sé. Nos encargaremos de ella cuando corresponda.
—Si los demás hubieran estado aquí… —dijo Sabon.
—Tendríamos más muertos —dijo Tamas. Volvió a contar los cadáveres, como si ahora pudiera haber menos. Cinco. De sus diecisiete magos—. Nos dividimos en dos grupos justamente por este motivo. —Dio la espalda a los cadáveres—. ¿Hay noticias de Taniel?
—Está en la ciudad —dijo Sabon.
—Perfecto. Lo enviaré a él con el quiebramagos.
—¿Estás seguro? —preguntó Sabon—. Acaba de regresar de Fatrasta. Necesita tiempo para descansar, para ver a su prometida…
—¿Vlora está con él? —Sabon se encogió de hombros—. Esperemos que ella llegue pronto. Nuestro trabajo no está terminado. —Levantó una mano para evitar cualquier protesta—. Y Taniel podrá descansar cuando hayamos completado el golpe de estado.
—Se hará lo que deba hacerse—dijo Sabon en voz baja.
Ambos se quedaron en silencio, observando a sus camaradas caídos. Pasaron unos momentos, y Tamas vio una sonrisa ensancharse en el rostro oscuro y arrugado de Sabon. El deliví estaba exhausto y demacrado, pero con un dejo de alegría contenida.
—Lo hemos logrado.
Tamas volvió a mirar los cuerpos de sus amigos, sus soldados.
—Sí —dijo—. Así es. —Se obligó a apartar la mirada.
En el rincón había una pintura, una monstruosidad de marco dorado y colocada sobre un trípode de plata digno de un heraldo de la camarilla real. Tamas la estudió brevemente. Mostraba a un Zakary en su plenitud, un joven de hombros anchos y expresión severa. Muy diferente del cuerpo viejo y retorcido que yacía en el rincón. La bala le había entrado en el cerebro y lo había matado instantáneamente, y aun así su garganta sin vida había carraspeado las mismas palabras que los demás: “No se debe romper la Promesa de Kresimir”.
Cenka se puso blanco como el rostro de un mimo cuando el primero de los Privilegiados lanzó su grito póstumo. Le exigió a Tamas que ordenara llamar a Adamat hasta el corazón mismo del crimen que estaban cometiendo. Tamas tenía la esperanza de que Cenka estuviera equivocado, de que el investigador no encontrara nada.
Tamas dejó el ala del palacio perteneciente a la camarilla, Sabon lo seguía de cerca.
—Necesitaré un nuevo guardaespaldas —dijo Tamas mientras caminaban. Le dolía tener que hablar de eso con el cuerpo de Lajos todavía enfriándose.
—¿Un Marcado? —preguntó Sabon.
—No puedo prescindir de ninguno. Ahora, no.
—Le he estado echando el ojo a un Dotado —dijo Sabon—. Un hombre llamado Olem.
—¿Es un soldado? —preguntó Tamas. El nombre le resultaba familiar. Sostuvo la mano por debajo de sus ojos—. ¿De esta altura? ¿Rubio?
—Sí.
—¿Cuál es su Don?
—No necesita dormir. Nunca.
—Eso es útil —dijo Tamas.
—Bastante. También tiene un tercer ojo bastante potente, por lo que puede detectar Privilegiados. Lo tendré listo y a tu lado para la ejecución.
Un Dotado no sería tan útil como un mago de la pólvora. Los Dotados eran más frecuentes, y sus habilidades eran más un talento que un poder mágico. Pero si podía usar su tercer ojo para ver hechicería, podría resultar beneficioso.
Tamas se acercó a las puertas de la capilla, que estaban atrancadas. De las sombras que había junto a la pared emergieron un par de soldados de Tamas con los mosquetes listos. Tamas les hizo un gesto con la cabeza y señaló la puerta.
Uno de los soldados extrajo de su cinturón un cuchillo largo y lo insertó entre las puertas de la capilla.
—Ha echado el cerrojo del diocel —dijo el soldado que manipulaba el cuchillo—, pero ni siquiera se ha molestado en amontonar objetos frente a la puerta. No es demasiado emprendedor, en mi opinión.
Levantó el cerrojo con el cuchillo, y él y su compañero abrieron las puertas de un empujón.
La capilla era grande, como todas las estancias del palacio. Sin embargo, a diferencia del resto, se había salvado de las remodelaciones de cada temporada, típicas de los caprichos del rey, y permanecía similar a como debió de ser hacía doscientos años. La bóveda del techo era exageradamente alta; en lo alto, entre columnas anchas como un carro de bueyes, había balcones para la realeza y para los altos nobles. El suelo tenía un intrincado diseño de mosaicos de mármol de distintas formas y tamaños, mientras que el techo estaba decorado con paneles ilustrados en los que se veía a los santos al fundar los Nueve Reinos bajo la mirada paternal del dios Kresimir.
Al frente de la capilla había dos altares, apenas más elevados que los bancos, junto a un púlpito de granadillo. El primer altar, el más pequeño y el más cercano a la gente, estaba dedicado a Adom, el santo fundador de Adro. El segundo altar, que tenía laterales de mármol y estaba recubierto de satén, estaba dedicado a Kresimir. A un lado de ese altar se encontraban acurrucados Manhouch XII, soberano de Adro, y su esposa Natalija, duquesa de Tarony. Natalija miraba hacia atrás, por encima del altar, moviendo los labios en plegaria silenciosa a la Cuerda de Kresimir. Manhouch estaba pálido, tenía los ojos enrojecidos y sus labios formaban una línea delgada. Le dijo algo al diocel susurrando con desesperación. Se detuvo cuando Tamas se acercó.
—Esperad —dijo el diocel levantando una mano a la vez que el rey bajaba los escalones del altar y avanzaba con furia hacia Tamas. El viejo rostro del diocel dejaba ver su angustia, y su sotana estaba arrugada a causa de la precipitada carrera hacia la capilla.
Tamas observó a Manhouch marchar hacia él. Notó la mano que llevaba oculta detrás de la espalda, y la furia de emociones que cruzaban su rostro joven y aristocrático. Gracias a la alta hechicería de su camarilla real, Manhouch aparentaba no tener más de diecisiete años, aunque en realidad ya había pasado los treinta. Se suponía que eso reflejaba la eternidad de la monarquía, pero a Tamas siempre le había resultado difícil tomar en serio a un hombre que parecía tan joven. Tamas se detuvo y observó al rey, y lo vio dudar antes de acercarse.
Cuando estuvo a unos cuatro metros, Manhouch reveló su pistola. La elevó rápidamente. El tiro sería certero a esa distancia; después de todo, el propio Tamas le había enseñado al rey a disparar. Sin embargo, que Manhouch siquiera lo intentase era un desafortunado reflejo de su desconexión con el mundo. El rey apretó el gatillo.
Tamas se estiró mentalmente y absorbió la fuerza de la detonación. Sintió que la energía le recorría el cuerpo y le daba calor como un trago de un buen vino. Redirigió dicha energía hacia el suelo; uno de los mosaicos de mármol que había a los pies del rey se rajó. Manhouch dio un salto hacia atrás. La bala rodó por el cañón de la pistola y cayó al suelo, y se detuvo a los pies de Tamas.
Tamas avanzó y agarró la pistola del rey por el cañón. Apenas sintió que le quemaba la mano.
—¿Cómo te atreves? —dijo Manhouch. Tenía el rostro cubierto de pólvora, las mejillas coloradas. Su ropa de cama de seda estaba arrugada, empapada en sudor—. Confiábamos en ti para que nos protegieras. —Temblaba levemente.
Tamas miró al diocel, que seguía junto al altar. El viejo cura estaba apoyado contra la pared, con su alto solideo bordado haciendo equilibrio a duras penas sobre su cabeza.
—Supongo —dijo Tamas levantando la pistola—que esto se lo habéis dado vos, ¿verdad?
—No era para eso —resolló el diocel. Levantó la barbilla—. Era para el propio rey. Para que pudiera quitarse la vida con honor y no ser abatido por un traidor impío.
Tamas extendió sus sentidos, en busca de más cargas de pólvora, pero no había ninguna.
—Solo habéis traído una pistola, con una bala —dijo Tamas—. Habría sido más bondadoso traer dos. —Dirigió la mirada hacia la reina, que aún seguía rezándole a la Cuerda de Kresimir.
—No os atreveréis —dijo el diocel.
—¡No lo hará! —lo interrumpió Manhouch—. No nos matará. No puede. Somos los elegidos de Dios. —Respiró hondo, temblando.
Tamas sintió un poco de pena por el rey. Sabía que Manhouch era más viejo de lo que parecía, pero en realidad no era más que un niño. No tenía la culpa de todo. Consejeros ambiciosos, tutores idiotas, hechiceros indulgentes. Había una gran cantidad de motivos por los que había resultado ser un mal (no, un terrible) rey. Sin embargo, era el rey. Tamas aplastó su pena. Manhouch se enfrentaría a las consecuencias.
—Manhouch XII —dijo Tamas—, quedáis arrestado por vuestra completa negligencia hacia vuestro pueblo. Seréis llevado a juicio por traición, fraude y asesinato por inanición.
—¿Un juicio? —susurró Manhouch.
—El juicio se celebrará ahora mismo —dijo Tamas—, y yo seré el juez y el jurado. Habéis sido encontrado culpable ante el pueblo y ante Kresimir.
—¡No pretendáis hablar en nombre de Dios! —exclamó el diocel—. ¡Manhouch es nuestro rey! ¡Autorizado por Kresimir!
Tamas rio sin alegría.
—Sois rápido para invocar a Kresimir cuando os conviene. ¿Pensáis en él cuando tenéis una concubina entre vuestras sábanas de seda o cuando coméis un plato de manjares con el que se podría haber alimentado a cincuenta campesinos? Vuestro lugar no es a la derecha de Dios, diocel. La Iglesia ha autorizado este golpe de estado.
El diocel abrió unos ojos como platos.
—Yo lo habría sabido.
—¿Los archidioceles os lo cuentan todo? Ya me imaginaba que no lo hacen...
Manhouch juntó fuerzas y sostuvo la mirada de Tamas.
—¡No tienes pruebas! ¡Ni testigos! ¡Esto no es un juicio!
Tamas extendió la mano hacia un lado.
—¡Mis pruebas están ahí fuera! ¡La gente no tiene trabajo y está muriendo de hambre! Vuestros nobles pasan el tiempo putañeando y cazando, y tienen carne en sus platos y vino en sus copas mientras el ciudadano común muere de hambre en las alcantarillas. ¿Testigos? Planeáis entregarle toda la nación a Kez con los Acuerdos de la semana que viene. Preferís convertirnos a todos en vasallos de un poder extranjero con tal de que condonen vuestra deuda.
—Afirmaciones sin fundamento, dichas por un traidor —murmuró Manhouch sin convicción.
Tamas meneó la cabeza.
—Seréis ejecutado al mediodía, junto con vuestros consejeros, vuestra reina y cientos de vuestros parientes.
—¡Mi camarilla te destruirá!
—Ellos ya han sido ejecutados.
El rey palideció aún más, comenzó a temblar violentamente y cayó al suelo. El diocel avanzó lentamente. Tamas observó a Manhouch por un momento y descartó la imagen espontánea de un joven príncipe de unos seis o siete años saltando en su regazo.
El diocel llegó hasta donde estaba Manhouch y se arrodilló. Levantó la mirada hacia Tamas.
—¿Esto es por lo de vuestra esposa?
“Sí”. Tamas respondió en voz alta:
—No. Es porque Manhouch es la prueba de que las vidas de toda una nación no deberían estar sujetas a los caprichos de un idiota innato.
—Sois capaz de destronar a un gobernante nombrado por Dios y de convertiros en un tirano, ¿y aun así afirmáis que amáis Adro? —dijo el diocel.
Tamas miró a Manhouch.
—Dios ya no autoriza todo esto. Si vos no estuvierais tan cegado por vuestras sotanas forradas de oro y vuestras jóvenes concubinas, veríais que es así. Manhouch se merece el infierno por su negligencia para con Adro.
—Seguramente vos os lo encontraréis allí —dijo el diocel.
—No lo dudo, diocel. Estoy seguro de que la compañía será de todo menos aburrida. —Tamas arrojó la pistola vacía a los pies de Manhouch—. Tenéis hasta el mediodía para hacer las paces con Dios.