CHARLES BAUDELAIRE


Crítica literaria
Presentación de

Rafael Lemus

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
2012

INFORMACIÓN SOBRE LA PUBLICACIÓN


DATOS DE LA COLECCIÓN

PEQUEÑOS GRANDES ENSAYOS

DIRECTOR
Álvaro Uribe

CONSEJO EDITORIAL
Arturo Camilo Ayala Ochoa
Elsa Botello López
José Emilio Pacheco
Antonio Saborit
Ernesto de la Torre Villar 
Juan Villoro
Colin White Muller 

DIRECTOR FUNDADOR
Hernán Lara Zavala

Universidad Nacional Autónoma de México
Coordinación de Difusión Cultural
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

AVISO LEGAL

Este texto fue publicado en la colección Pequeños Grandes Ensayos de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México en 2007 bajo el cuidado editorial de Odette Alonso y Alejandro Soto.

Esta edición fue preparada con la colaboración de la Dirección General de Cómputo y de Tecnologías de Información y Comunicación de la UNAM. La formación fue realizada por Patricia Muñetón Pérez y Carolina Silva Bretón.

Primera edición electrónica: 2012

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Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F.

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ISBN de la colección: 978-970-32-0479-1
ISBN de la obra: 978-607-02-5004-0

Hecho en México

EL INSTANTE MODERNO: BAUDELAIRE CRÍTICO LITERARIO

París, 1848. La ciudad huele al Sena y todo es agitación y desorden. Salpicadas aquí y allá, improvisadas barricadas ocultan a jóvenes y obreros y sediciosos. Entre la muchedumbre -que vocifera y se sacude y se inmola contra la burguesía- se pasea, expectante, el poeta moderno. Es un hombre bajo y malhumorado. Aunque joven, la amargura surca ya su rostro. Su ropa -es un dandy- lo desmarca de la multitud, pero su espíritu, echado hacia delante, se bate -como el de los otros- contra el pasado y la fijeza. Uno entre cientos, clama por la muerte del rey burgués. Palo en mano, va más lejos: intenta atizar el malestar de la masa para dirigirlo, alevosamente, contra su padrastro, un infame militar. No llueve. No sopla el viento.

La imagen está al fin puesta. El poeta moderno y la masa. La furia vanguardista. La obligada muerte del padre. Es una pena que la realidad se obstine en ser menos fotogénica. El poeta, Charles Baudelaire, anda, efectivamente, entre las barricadas pero su caminata es excepcional: es, en términos políticos, un hombre conservador. Ansia, sí, la muerte de su padrastro pero jamás dispara -aunque podría- contra ese lastre. Al revés: compartirá su casa, vivirá de su herencia, descansarán en la misma tumba. Allí reside la extrañeza inicial: hemos querido ver en Baudelaire (1821-1867) el epítome del artista moderno y lo cierto es que su modernidad es templada y a veces hasta titubeante. No hay en él, no todavía, la ira de las vanguardias ni una ruptura estridente -aunque sí ya irreparable- con la tradición. Tendido como un cómodo puente entre el pasado y el futuro, anuncia el despegue del arte moderno mientras se solaza con tópicos ya manidos. No asombra que los dos mejores estudiosos de su obra, Walter Benjamín y Jean-Paul Sartre, se hayan sentido en algún momento irritados ante tanta ambigüedad. Mejor sería sacralizar a Mallarmé o al adolescente Rimbaud, carne más reciente. Baudelaire se resiste, no sin razón, a ser el santón de los modernos.

¿Dónde descansa el modemism de Baudelaire? Muy visiblemente en su poesía, enemistada con la esclerosis de la métrica y del lenguaje “literario”. Muy resueltamente, también, en el poema en prosa que inventa para registrar, con más precisión, los movimientos de la urbe. Ésa, su novedad y su creencia más moderna: el arte debe dialogar con el presente, emular el presente, criticar el presente. Su fórmula: antes la imaginación que la memoria. El modemism de Baudelaire es también evidente, además de combativo -como lo ha señalado Octavio Paz en un formidable ensayo-, en su crítica de artes plásticas. A los 24 años el poeta ya se bate contra la pintura académica y anuncia célebremente: “el color piensa por sí mismo”. ¿Ocurre lo mismo en su crítica literaria? Sólo tímidamente. Sólo a veces. La crítica es un género naciente, aún difuso, y él la ejerce temprana, difusamente. Como crítico literario, Baudelaire es un animal lento y oscuro.

Quien se acerque a estos textos en busca de una crítica radicalmente moderna se llevará un merecido chasco. Baudelaire es lo que es: un poeta decimonónico que ejerce una disciplina todavía incipiente. Si nos esforzamos, encontraremos en sus ensayos un significativo montón de ideas modernas. Si nos empeñamos otro poco, hallaremos lo contrario: resabios tradicionales, en su mayoría románticos y dos o tres académicos. Es inútil fatigarse: no nos toparemos con un novedoso método de lectura. Baudelaire no es un formalista ni anticipa la intransigencia de los estructuralistas; sabe que las obras valen esencialmente por su lógica interna y, sin embargo, desgrana los temas, atiende la biografía de los autores, relega a un segundo plano la pura forma. Es fácil, eso sí, contemplar texto a texto sus bamboleos. En algún momento celebra la autonomía del arte -desprovisto de toda función social- y tres o cuatro ensayos más tarde ya afirma lo contrario. (Sólo para sostener, al final, lo primero.) Cree, alternadamente, en la moralidad e inmoralidad del artista. (Sólo para sostener, al final, lo segundo.) Va y viene del desprecio a la admiración ante las prosas más clásicas. (Sólo para que le gane, al final, el desprecio.) Moroso y complejo, no termina de reconocer a los autores que mejor anuncian la modernidad. En la pintura, en vez de vindicar al joven Manet, celebra al maestro Delacroix. En literatura, no Flaubert sino Poe y, con menos tino, Théophile Gautier.

Se antoja reprocharle a Baudelaire su anticlimática falta de radicalismo. Pero cómo hacerlo. Sería absurdo, además de torpe, reclamarle que no haya sido radical cuando la pulsión vanguardista no existía entonces, no todavía. La vanguardia es cosa del siglo xx y es fruto, entre otras cosas, de esa modernidad de Baudelaire que ahora nos parece apenas tímida. ¿Cómo reprocharle a Cézanne que no haya inaugurado el cubismo que ya insinuaba? ¿De qué manera amonestar a Flaubert por no haber escrito de una vez el Ulises'? Como ellos, Baudelaire es un puente y a la vez un vidente (no por nada sus textos serán el mapa con el que leeremos el siglo XX). Su encanto es su ambigüedad, esa oscuridad con la que empieza a pronunciar algunos principios hoy ya obvios. La opacidad de su prosa crítica es hermosa de tan elocuente. Su confusión sacude e ilustra. Para decirlo sumariamente: asomarse a su obra es contemplar, mientras ocurre, el dificultoso parto de la sensibilidad moderna. Baudelaire es el “instante moderno”: ese segundo de crisis en que todo ocurre aunque aparentemente nada pase.

La obligación primera de todo moderno es polemizar con el pasado. Baudelaire lo hace, muy vigorosamente, si entendemos por pasado una variopinta suma de hábitos clasicistas. Ninguno de sus contemporáneos se bate con tanto brío y conciencia contra el clasicismo. Ninguno brilla tanto como terrorista. Eso, la violencia, importa: si aún es incapaz de pronunciar nítidamente lo moderno, Baudelaire señala y denuncia con saña todo aquello que definitivamente no lo es. A la manera de los críticos más arrebatados, ilumina más con la censura que con el elogio. Como algunos cínicos, funciona como purgante: asola la tradición para permitir que algo, otra cosa, emerja. Es oscuro pero no en su enfrentamiento contra lo académico: allí rara vez duda y tropieza. El romanticismo había abollado ya la corona clasicista pero, al menos en Francia, la Academia todavía imperaba. Franceses moderados: hijos de la Ilustración, no llevaron el delirio romántico tan lejos como los alemanes. Un ejemplo: Charles Augustin Sainte-Beuve -el crítico canónico del romanticismo- nunca dejó de perorar contra la desmesura desde su asiento en la Academia Lejos de esa institución, Baudelaire es todo lucidez. Al clasicismo opone tres principios. Primero: la buena forma, el buen gusto, no es literatura. Segundo: la literatura debe ocuparse menos de los arquetipos del pasado y más de las inestables formas del presente. Tercero: el genio no se entretiene con los hábitos clásicos, es novedoso.

Un moderno debe batirse, también, contra los hábitos románticos. Baudelaire lo hace, aunque temperadamente. Casi cualquier manual de literatura nos advertirá que Baudelaire es, sencillamente, un romántico. Se dirá: opuesto al clasicismo reivindica la originalidad, el spleen, el duende wertheriano. Sería más exacto decir, sin embargo -como Paul Bénichou-, que Baudelaire es un posromántico, a la vez aliado y adversario de la escuela. Él mismo cree ya decadente el romanticismo: su esplendor -piensa- ocurre alrededor de 1830 y desde entonces sólo admiramos su problemática estela. Su relación con Víctor Hugo, pope del romanticismo francés, es -como ha mostrado Harold Bloom- reveladora: al celebrarlo, matiza; si lo critica, no hiere. ¿Por qué la mesura? Porque Baudelaire ya intuye lo que nosotros ahora sabemos: el temperamento romántico fue mitad moderno, mitad antimodemo. Al oponerse al entusiasmo ilustrado ejerció el rasgo más distintivo de la modernidad: el pensamiento crítico. Aunque haya rescatado un mundo de imágenes medievales, acentuó la rebeldía del artista. Junto a la marginalidad del creador, celebró la autonomía formal de la obra. Fue Schlegel, y no Baudelaire, quien definió con esta claridad la soberanía de la literatura: “La poesía es un discurso republicano, un discurso que es para sí mismo su propia ley y su propio fin, y del que todas sus partes son ciudadanos libres, con derecho a pronunciarse para concertarse”. No exento de titubeos, Baudelaire se dedica a renovar lo que hay de moderno en el romanticismo y a criticar, con tino, sus lastres. En un primer momento sostiene la autonomía del arte, la marginalidad del artista, el anticipado hartazgo ante las creaciones técnicas. Un instante después se resiste a celebrar los clichés del romanticismo -la inspiración, la intuición, lo sublime- y no se rinde ante el altar de la naturaleza ni ante ninguna pretendida Edad de Oro. Plantado en el presente, observa y apunta. Se hastía aquí y ahora.

Clasicismo, romanticismo, modernidad: es necesario notar estos vectores para entender la más cara devoción literaria de Baudelaire. ¿Por qué Edgar Allan Poe? Porque satisface cabalmente sus ideas a un tiempo románticas y modernas. ¿Por qué ir hasta Estados Unidos para encontrar al escritor ejemplar? Por estrategia: para enfatizar que nadie en Francia, salvo el mismo Baudelaire, está siendo tan decididamente moderno. Por eso y porque Poe es esa flagrante paradoja: un romántico estadunidense. Baudelaire sabe de la naturaleza práctica y feliz de Estados Unidos y por lo mismo intuye que todo romanticismo nacido allá será, también paradójicamente, un romanticismo moderno. Poe podrá ser dueño de una imaginación resueltamente morbosa pero no es eso, no para Baudelaire, lo más importante. Al revisar y traducir la obra del bostoniano, éste no enfatiza tanto el trémulo lirismo como lo prosaico: la prosa, no la poesía. En vez de desmenuzar las imágenes románticas, encomia la inteligencia, el método, el asomo de un sistema. Poe es, para Baudelaire, la simultánea apoteosis y crisis del romanticismo: por una parte, su exportación a otro continente; por la otra, su fusión con una razón práctica que supera y anula sus postulados. Es, como él mismo, una respuesta al romanticismo nacida dentro del mismo romanticismo. ¿Por qué lee Baudelaire de ese modo? Porque así quiere ser leído.

Opuesto al clasicismo y reñido con el romanticismo emerge, entonces, el Baudelaire moderno. No un modernólatra ilustrado, hechizado con las luces, ni un modernófobo radical, nostálgico de las tinieblas medievales. Baudelaire descansa a la mitad, disconforme siempre, y eso basta. ¿Qué importa que defienda de vez en vez alguna idea tradicional si su modernism reside menos en su discurso que en su actitud disidente? Ante todo, el malestar. En todo caso, la crítica. El París tradicional lo aburre por su falta de luces, y también lo contrario es cierto: los bulevares lo hastían por su luz excesiva, por la ausencia de misterio. Persigue con denuedo la originalidad y, sin embargo, no canta con entusiasmo todas y cada una de las novedades. Aunque impulsado hacia adelante, es inexorablemente un dandy: