JOSEPH ROTH

HOTEL SAVOY

TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN

DE FELIU FORMOSA

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2020

CONTENIDO

CAPÍTULO PRIMERO

CAPÍTULO SEGUNDO

CAPÍTULO TERCERO

CAPÍTULO CUARTO

CAPÍTULO PRIMERO

I

A las diez de la mañana llego al Hotel Savoy. Iba decidido a tomarme unos días o una semana de descanso. En esta ciudad viven mis familiares, mis padres eran judíos rusos. Deseo obtener dinero para proseguir mi viaje hacia el oeste.

He sido prisionero de guerra durante tres años y ahora regreso. He vivido en un campo siberiano y he recorrido aldeas y ciudades rusas trabajando como obrero, jornalero, guardián nocturno, maletero y ayudante de tahona.

Llevo puesta una blusa rusa que alguien me regaló, unos pantalones cortos, que he heredado de un compañero fallecido, y unas botas que aún se pueden usar y de cuyo origen no me acuerdo ni yo mismo.

Por primera vez, después de cinco años, vuelvo a hallarme ante las puertas de Europa.

El Hotel Savoy, con sus siete pisos, su escudo heráldico dorado y su portero de librea, me parece más europeo que cualquier otra pensión u hostería del este. Me espera agua, jabón, un retrete inglés, ascensor, camareras de cofia blanca, bacines de reflejos amables, como deliciosas sorpresas metidas en cajitas revestidas de madera pintada de color marrón; lámparas eléctricas floreciendo en pantallas verdes y rosas, como cálices; timbres estridentes que obedecen a la presión del dedo; y camas con edredones de plumas, mullidas y amablemente dispuestas a recibir nuestro cuerpo.

Me alegra cambiar de vida una vez más, como tantas veces he hecho durante estos últimos años. Veo al soldado, al asesino, al que estuvo a punto de ser asesinado, al resucitado, al encadenado, al emigrante.

Recuerdo una neblina matinal, oigo el redoble del tambor de una compañía que se pone en marcha, ventanas que se abren con estrépito en el piso más alto; diviso a un hombre en mangas de camisa de color blanco, las extremidades de los soldados que se mueven con brusquedad, un claro del bosque brillante de rocío; me lanzo sobre la hierba ante el avance del «enemigo supuesto» y tengo el íntimo deseo de quedarme tendido en ella, eternamente, en la hierba aterciopelada que acaricia la nariz.

Escucho el silencio, el blanco silencio de la sala del hospital. Una mañana de verano, me levanto, oigo los trinos de las alondras, llenas de salud, saboreo el cacao matinal con panecillos de Viena y el olor a yodoformo en la «primera comida».

Vivo en un mundo blanco de cielo y nieve; los barracones cubren la tierra como una lepra amarilla. Saboreo la última chupada, tan agradable, de una colilla encontrada en el suelo, leo la página de anuncios de un antiquísimo periódico de mi país, que le permite a uno recordar nombres de calles familiares, reconocer al estanquero, a un conserje, a una Agnes rubia con quien uno se acostó.

Oigo la lluvia refrescante durante la noche en vela, los carámbanos que se funden de prisa al calor del sonriente sol matinal; palpo los pechos robustos de una mujer que me encuentro en el camino, con la que me he acostado sobre el musgo, y me agarro a la blanca magnificencia de sus muslos. Duermo con un sueño pesado en el granero, en el pajar. Recorro los surcos de los campos arados y me detengo a escuchar el débil sonido de una balalaica.

Son tantas las cosas de las que uno puede empaparse sin que por ello cambie en absoluto su cuerpo, su manera de andar y de comportarse. Beber con avidez de millones de recipientes, no saciar nunca la sed, pasar de un color a otro como un arco iris, sin dejar de ser nunca un arco iris con la misma gama cromática.

Podía entrar en el Hotel Savoy con una camisa y salir de él dueño de veinte maletas..., y seguir siendo Gabriel Dan. Quizá sea este pensamiento el que me ha dado tanta confianza en mí mismo, el que me ha hecho tan orgulloso y dominador, hasta el extremo de que el conserje me saluda, a mí, al pobre vagabundo de la blusa, y un botones se afana a mi alrededor, aunque no lleve equipaje.

Se abren las puertas de un ascensor con las paredes cubiertas de espejos; el ascensorista, un hombre maduro, maneja los mandos, la caja se eleva, yo me balanceo y se me antoja que vuelo por los aires durante un buen rato. Me recreo en este estado de suspensión y calculo los escalones que tendría que subir con esfuerzo, si no estuviera metido en este ascensor suntuoso, y dejo atrás la amargura, la pobreza, el peregrinar, la vida errante y sin patria, el hambre, el pasado de mendigo..., muy al fondo, donde jamás pueda volverme a alcanzar, a mí, el hombre que se eleva hacia lo alto.

Mi habitación—me han dado una de las más baratas—está en el sexto piso y tiene el número 703. Me gusta el número—creo en los números—; el cero en el centro es como una dama flanqueada por un señor joven y un señor viejo. La cama tiene una manta amarilla y, gracias a Dios, no de aquel color gris que me recordaría el ejército. Enciendo y apago la luz unas cuantas veces, abro la puerta de la mesita de noche; el colchón cede a la presión de la mano y vuelve a esponjarse, brilla el agua en el interior de la botella panzuda, la ventana da a unos patios interiores en los que ondea alegremente la ropa tendida, multicolor; hay niños que gritan y gallinas correteando.

Me lavo y me sumerjo lentamente en la cama, saboreo cada segundo. Abro la ventana, las gallinas parlotean alegremente; es como una dulce música que incita al sueño.

Duermo todo el día sin soñar.

II

Los últimos rayos del sol enrojecían las ventanas más altas de la casa de enfrente; la colada, las gallinas, los niños habían desaparecido del patio.

Por la mañana, a mi llegada, había llovido un poco; el tiempo se había serenado desde entonces y por esta razón me parecía haber dormido tres días y no uno. El cansancio había desaparecido y mi corazón estaba de fiesta. Sentía curiosidad por la ciudad, por la vida nueva. Mi habitación me resultaba familiar, como si llevara en ella mucho tiempo: la campanilla, el botón de llamada, el interruptor eléctrico, la verde pantalla de la lámpara, el armario ropero, la jofaina. Todo era familiar, como en una habitación donde se ha pasado una infancia; todo tranquilizaba y de todo se desprendía un calor agradable, como tras un querido reencuentro.

La única novedad era el papel que había en la puerta. En él se leía lo siguiente:

Se ruega silencio después de las diez de la noche. La casa no responde de los objetos de valor extraviados. Caja de caudales a disposición de los huéspedes.

Atentamente,

Kaleguropulos, hotelero.

El nombre era extraño, un nombre griego; me vinieron ganas de declinarlo: Kaleguropulos, Kaleguropulu, Kaleguropulo..., reprimí un leve recuerdo de las poco agradables horas escolares, un profesor de griego que surgía de unos años perdidos en el olvido con su chaqueta de un verde gastado. Después decidí recorrer la ciudad, buscar tal vez algún pariente, si me quedaba tiempo, y gozar de los placeres que aquella tarde y aquella ciudad pudiesen ofrecerme.

Recorro un pasillo, bajo por la escalera principal y me alegra ver el hermoso embaldosado que cubre los pasillos del hotel, las limpias piedras rojizas, el eco de mis pasos firmes.

Desciendo la escalera con lentitud; en los pisos inferiores suenan voces, en los superiores todo está en calma, todas las puertas están cerradas, es como si uno recorriese un viejo monasterio y pasase ante las celdas de monjes en oración. El quinto piso es idéntico al sexto, es fácil equivocarse; tanto en éste como en el de arriba, un reloj de pared se halla colgado frente a la escalera, sólo que los dos relojes no señalan la misma hora. En el del sexto piso son las siete y diez, aquí son las siete, y en el cuarto piso son menos diez.

Las baldosas del tercer piso están cubiertas por alfombras de color rojo oscuro ribeteadas de verde, y uno deja de oír sus propios pasos. Los números de las habitaciones no están pintados en las puertas, sino en tablillas de porcelana de forma oval. Se acerca una muchacha con un plumero y una papelera; parece que en estos pisos existe un mayor cuidado por la limpieza. Aquí viven los ricos, y el astuto Kaleguropulos hace que los relojes atrasen, porque los ricos tienen tiempo.

En el entresuelo, las dos jambas de una puerta estaban abiertas de par en par.

Se trataba de una gran habitación con dos ventanas, dos camas, dos arcas, un sofá tapizado de terciopelo verde, una estufa de azulejos pardos y una percha. En la puerta no estaba a la vista el papel de Kaleguropulos..., tal vez los habitantes del entresuelo estaban autorizados a armar jaleo después de las diez de la noche, y quizá la casa respondía de sus «objetos de valor»..., o ya conocían la existencia de la caja de caudales, o se lo decía Kaleguropulos personalmente.

De una habitación vecina salió corriendo una mujer, perfumada y con una boa de plumas grises; es una dama, me digo, y desciendo los pocos escalones que me quedan muy pegado a ella, contemplando alegre sus diminutos botines de charol. La dama se detiene unos momentos a hablar con el portero y llegamos juntos a la puerta; el portero saluda y me hago la ilusión de que quizá me toma por el acompañante de la rica señora.

Como no sabía qué dirección tomar, decidí seguir los pasos de la dama.

Abandonó el estrecho callejón donde estaba el hotel y dobló hacia la derecha, donde se extendía la plaza del mercado. Había sido, seguramente, día de mercado, porque había paja y heno esparcidos por los adoquines. Las tiendas estaban cerrando, sonaban llaves y rechinaban cadenas, los vendedores ambulantes se iban a casa tirando de sus pequeños carretones; las mujeres, con pañuelos de colores en la cabeza, se apresuraban llevando con precaución recipientes llenos, que sostenían a la altura del busto, o bolsas repletas colgadas del brazo, de las que asomaban grandes cucharones de madera. Escasos faroles esparcían una luz plateada en el crepúsculo; por las aceras desfilaba la gente, hombres de uniforme y de paisano se contoneaban con delgados bastoncitos de caña y flotaban en el aire nubes de perfume ruso, que volvían a disiparse. Venían coches avanzando a sacudidas desde la estación, cargados con montones de maletas y con los pasajeros muy abrigados. La calzada estaba en muy mal estado, tenía baches y desigualdades; sobre las partes más deterioradas había tablas medio podridas, que crujían de un modo sorprendente.

Con todo, la ciudad tenía un aspecto más agradable por la noche que durante el día. Por la mañana era gris, sobre ella se cernía el humo de las fábricas cercanas, que salía de gigantescas chimeneas. Sucios mendigos se agazapaban en las esquinas, y la basura y los barriles vacíos se amontonaban en los estrechos callejones. Pero la oscuridad lo escondía todo, la suciedad, el vicio, la enfermedad y la pobreza; era una oscuridad benéfica, maternal, que todo lo perdonaba y lo disimulaba.

Las casas que son simplemente decrépitas y amenazan ruina, adquieren en la oscuridad un aspecto fantasmal y misterioso, de una arquitectura caprichosa, los tejados torcidos se destacan suavemente entre las sombras, la luz insuficiente brilla enigmática a través de las ventanas medio cegadas; dos pasos más allá las ventanas de una confitería, situadas a la altura de una persona, lanzan a la calle raudales de luz, los espejos devuelven reflejos de cristal y alpaca, los ángeles flotan, en amable inclinación, entre las convexidades del techo. Es la confitería de la gente rica, que en esta ciudad industrial gana y gasta dinero.

Allí se metió la dama, y yo no la seguí, porque pensé que mi dinero tenía que alcanzar para bastante tiempo, antes de que pudiera continuar mi viaje.

Seguí deambulando, vi grupos negros de judíos que andaban a toda prisa, vestidos con caftanes. Pude escuchar murmullos ruidosos, gente que saludaba y devolvía el saludo, palabras airadas y largos discursos... plumas, porcentajes, lúpulo, acero, carbón, limones; iban volando de los labios, por el aire, hacia los oídos. Unos hombres de mirada sospechosa y cuello duro parecían policías. Eché mano a mi cartera de bolsillo, donde guardaba el pasaporte, inconscientemente, como antaño me había llevado la mano a la gorra de soldado cuando pasaba cerca un superior. Yo era un repatriado, mis papeles estaban en regla y no tenía nada que temer.

Me dirigí a un agente y le pregunté por la Gibka, donde vivían mis parientes, mi rico tío Phöbus Böhlaug. El policía hablaba alemán; mucha gente hablaba alemán en la ciudad, fabricantes, ingenieros y comerciantes que dominaban allí la vida social, los negocios, la industria.

Tuve que andar diez minutos y pensé en Phöbus Böhlaug, de quien mi padre había hablado con odio y envidia en Leopoldstadt, cuando volvía a casa, cansado y deprimido, de infructuosas asambleas de consejeros. Todos los miembros de la familia pronunciaban con respeto el nombre de Phöbus; era como si hablasen del mismísimo dios del sol; sólo mi padre hablaba siempre del «sinvergüenza de Phöbus», porque, al parecer, había hecho negocios con la dote de la madre. Mi padre siempre fue demasiado cobarde, jamás exigió su dote. Sólo una vez al año, siempre en la misma época, leía la lista de huéspedes para comprobar si Phöbus Böhlaug se había detenido en el Hotel Imperial, y si estaba allí, mi padre invitaba a su cuñado a tomar el té en Leopoldstadt. Mi madre llevaba un vestido negro, adornado con unas pocas baratijas, respetaba a su rico hermano como si fuera algo muy extraño, algo noble, como si no hubieran salido del mismo seno ni les hubieran amamantado los mismos pechos. El tío llegaba, me traía un libro. Venía un olor a especias de la cocina oscura donde vivía mi abuelo y de la que no salía más que en ocasiones solemnes, como si se hubiese preparado sólo para ello; recién lavado, con su pechera blanca almidonada, guiñando los ojos a través de las gafas, demasiado frágiles, inclinado hacia adelante para ver a su hijo Phöbus, orgullo de su vejez. Phöbus tiene una sonrisa ancha, una papada prominente y un rojo cogote saliente. Huele a cigarro y a veces a vino, y da a todo el mundo un beso en cada mejilla. Habla mucho, en voz alta y alegre, pero cuando uno le pregunta si van bien los negocios, los ojos parece que le van a saltar de la cabeza, se encoge y en cualquier momento puede ponerse a temblar como un mendigo aterido por el frío; la papada desaparece en el cuello de su camisa:

—Los negocios no marchan en estos tiempos. Cuando era chico, por medio cópec podía uno comprar muchas cosas; hoy en día, un pan cuesta diez cópecs; los hijos, que vienen sin que nadie los llame, crecen y necesitan dinero; Alexander me pide cada día dinero para sus gastos.

Mi padre tiraba de sus puños postizos y los empujaba de nuevo hacia atrás con el canto de la mesa. Cuando Phöbus le hablaba, sonreía levemente y con impaciencia y deseaba a su cuñado un ataque de apoplejía. Dos horas después, Phöbus se levantaba, ponía una moneda de plata en la mano de mi madre, otra en la del abuelo y me metía en el bolsillo una pieza grande y reluciente. Mi padre le acompañaba por la escalera, porque estaba oscura, con un quinqué de petróleo en su mano alzada y mi madre gritaba:

—¡Nathan, cuidado con la pantalla!

Mi padre tenía cuidado con la pantalla del quinqué y, a través de la puerta abierta, se oía aún la sana conversación de Phöbus.

Dos días más tarde, Phöbus partía y mi padre anunciaba:

—Ya se ha ido ese sinvergüenza.

—¡Basta, Nathan!—decía mi madre.

Llegué a la Gibka. Es una calle elegante de las afueras, con casas bajas pintadas de blanco, nuevas y cubiertas de ornamentación. Vi ventanas iluminadas en la casa de los Böhlaug, pero la puerta estaba cerrada. Reflexioné un momento si era oportuno llamar a una hora tan avanzada. Debían de ser ya las diez. Entonces oí sonar un piano y un violoncelo, una voz femenina, chasquido de naipes. Pensé que no era adecuado presentarme en la reunión con el traje que llevaba. Todo dependía de mi primera aparición..., decidí retrasar la visita hasta el día siguiente y regresé al hotel.

El inútil recorrido me había puesto de mal humor, y el portero ya no me saludó cuando entré en el hotel. El ascensorista no se apresuró cuando oprimí el botón. Vino lentamente y me lanzó una mirada inquisitiva. Era un hombre vestido de librea, de unos cincuenta años, un mozo ya maduro. Me molestaba que en el hotel no tuvieran un arrapiezo de rojas mejillas al servicio del ascensor.

Recordé que había deseado echar una ojeada al séptimo piso, y subí por la escalera. Arriba, el corredor era muy estrecho y el techo más bajo; salía humo gris de un fregadero y olía a colada húmeda. Dos o tres puertas debían estar entreabiertas, se oían voces de gente que se peleaba. No existía, como había supuesto, ningún reloj. Me disponía ya a bajar, cuando el ascensor se detuvo con un chasquido, se abrió la puerta, el ascensorista me lanzó una mirada de asombro y dejó bajar a una muchacha; llevaba un pequeño sombrero de esport, gris, y dirigió hacia mí un rostro moreno, con unos ojos grandes, grises, de negras pestañas. Saludé y bajé la escalera. Algo me obligó a mirar de nuevo hacia arriba desde el último rellano, porque creí ver los ojos de color cerveza del ascensorista que se clavaban en mí desde la barandilla.

Cerré la puerta de mi habitación, porque sentía un temor indefinible, y me puse a leer un viejo libro.