ARGENTINA
VREditorasYA
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MÉXICO
vryamexico
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Para Andrew, Iris y Kate, que siguieron este viaje hasta el final.
Para mi familia, amigos y Smidgen.
Para A. S. Byatt, cuyo trabajo influenció profundamente este libro y todos los libros por venir.
¡Descubres lo que es el poder
cuando tienes en tus manos
el miedo de otra persona y se lo muestras!
—Amy Tan
Lenta pero segura se mueve
la voluntad de los dioses
–Eurípides
Estaban comenzando a ser menos obvios los límites que me separaban de él. Los sueños de mi padre se habían vuelto míos y, al igual que su oscuro corazón, seguían siendo horribles y preocupantes. Temía dormir, aunque hacerlo no era un problema, ya que la profundidad de estos sueños me consumía en el instante en que mi cabeza tocaba la almohada. A veces, en estos sueños, viajaba por el pasado, mi pasado y el suyo, como una observadora o una forastera juzgando mis propias decisiones y las suyas.
Pero esa noche, me encontré en un salón aparentemente interminable, alto y arqueado como una catedral, de paredes y suelos de un cristal destellante. Y, si bien no había explicación para esto, sabía que este lugar y mi presencia en él eran reales. Si bien deambulaba por él en sueños, se sentía sólido y tan real como los huesos de mi cuerpo y la sangre en mis venas. Un lugar real, verdadero y escondido, como una iglesia de luz estelar y misterio, cuyos secretos fantásticos se agitaban como las cavidades determinadas y sangrientas de un corazón.
Caminé por ese salón, caminé con los pasos de mi padre, con la presencia de su alma en mi cuerpo, sin que su voz se alejara de mis pensamientos, como si estuviera a mi lado, sonriente, con una pregunta entre sus labios.
¿Estás perdida, niña?
No me sentía para nada perdida en ese sueño, en ese extraño y eterno salón. Había algo al final de él que me esperaba, una respuesta, o tal vez, un final. Avancé hacia allí con determinación y algunos temblores en mis manos, dado que ningún final llegaba con facilidad y ninguna respuesta, sin un precio.
Londres
Otoño, 1810
No fue estrictamente mi culpa lo que ocurrió en el baile de Thrampton, aunque todos aquellos que sufrieron las consecuencias podrían opinar lo contrario. Sería difícil rechazar su lógica, considerando que aparecí en medio de la residencia cubierta con sangre de pies a cabeza, con un cuchillo pequeño e insignificante en una de mis manos. Por un momento, había sido una espada; por otros, un escudo; se convertía en la herramienta de defensa que necesitara, desde un objeto punzante hasta uno sin filo, y cambiaba por mi propia voluntad gracias a mis poderes de Sustituta, ahora más poderosos que nunca.
Y con razón, ya que mi cuerpo albergaba el espíritu de un dios. Había sido lo que usaron para revivirme, pero con eso empezaron todos estos problemas. Y así fue cómo un salón de baile perfectamente encantador se convirtió en un matadero, una escena de horror y sangre, de tripas en la ponchera, de gritos de angustia desparramados sobre los elegantes sándwiches de pepino.
No había asistido al baile de Thrampton esperando una emboscada, si bien había notado algunas señales de que algo en Londres estaba completamente fuera de lugar.
La noche del baile, bajé la mirada hacia la escalera de la entrada y me encontré con docenas de arañas muertas. Instintivamente, intenté sujetarme de la puerta a mi espalda. No había ninguna duda sobre lo que significaba; alguien con malas intenciones estaba observando la residencia y, con ella, a nosotros, y esto era una especie de tarjeta personal. No el tipo de tarjeta respetuosa y agradable como la que yo le había dejado a mi media hermana perdida hacía algunas semanas. No, esta no era una propuesta amable, sino una advertencia. Me preguntaba si tenía que ver con Mary. Cuando llegué por primera vez a Londres, ella había estado usando sus poderes de Hada Oscura para ocultarnos y proteger la residencia. Era una precaución que habíamos tomado como producto de la ansiedad que me producía la idea de que nunca lográramos escapar con éxito de la Coldthistle House. Demasiados sucesos oscuros habían acontecido allí, por lo que ella accedió a usar el escudo más suave que pudiera crear, una especie de ilusión que nos haría mezclar en el vecindario como unos vecinos aburridos más.
Pero luego de semanas de tranquilidad, le dije que la protección ya no era necesaria. Qué equivocada que había estado.
Corrí suavemente algunas de las arañas muertas con mis pies y miré hacia la cerca que rodeaba el perímetro del jardín en busca de algo amenazante que estuviera fuera de lugar. Pero la niebla era muy densa y todos aquellos que pasaban caminando por el vecindario llevaban puestos unos sacos negros que los ocultaban de la vista, mientras que otros pasaban a toda prisa en carruajes, los cuales, gracias a la densidad de la neblina, parecían no ser jalados por nada en absoluto. O por fantasmas. Regresé adentro con paso firme.
Londres no era para nada todo lo que había esperado.
Sin tener en cuenta todo el terror y las rarezas, la Coldthistle House por lo menos tenía algo de paz. Me levantaba casi en silencio absoluto o con el sonido suave de mis compañeros de trabajo y los huéspedes que se despertaban, y me dormiría con el sonido de los ronquidos estruendosos de Bartolomé, el perro, o con la voz de Poppy mientras cantaba algunas canciones de cuna extrañas que nos hacían sucumbir en sueños a ambas.
Nunca había paz en Londres, algo que no me importaba, ya que el sonido de los caballos, los maullidos de algunos gatos callejeros y los alegres cantos de los ebrios que regresaban a sus casas por la noche eran una distracción compañera. El ruido prevenía que me perdiera en las profundidades de mis pensamientos y miedos, y me mantenía alejada de perseguir el creciente número de voces en mi cabeza, esas que habían aparecido solo momentos luego de que mi amigo y antiguo colega, Chijioke, introdujera el espíritu del dios de Padre en mi cuerpo para salvarme de la muerte.
Sí, las diferencias, los cambios, no me molestaban hasta que las cosas muertas comenzaron a aparecer en la puerta de mi casa.
La primera había aparecido hacía una semana, una pequeña ave sucia envuelta en un pañuelo. Mary fue quien la encontró, cuando abrió la puerta para recibir el pedido de leña y combustible. El paquete estaba allí, pero sobre este yacía el ave, con sus patas dobladas hacia arriba y sus dedos separados de una forma atroz, y sin una parte del pico, como si hubiera sido arrancado, y una cuchara de plata atravesada en su pecho.
La segunda sorpresa inesperada apareció solo dos días después, durante una reunión con nuestros vecinos, el Sr. Kinton y sus hijas. Habíamos estado jugando una acalorada ronda de whist, hasta que en un momento alguien llamó a la puerta, por lo que Khent pidió disculpas y se levantó a ayudar a nuestra sirvienta, Agnes, a atender el llamado. Se tardaron tanto en regresar que decidí abandonar el juego e ir a buscarlos al vestíbulo principal. Otra cosa extraña había aparecido allí; esta vez era un juguete con forma de perro negro greñudo, con la cabeza arrancada junto al cuerpo. Con Khent compartimos una mirada que Agnes probablemente no comprendió.
Tenía el presentimiento de que la compartiríamos nuevamente esta noche cuando volví a entrar a la residencia. Pero una vez allí no encontré a Khent ni a Agnes, sino a Mary, con sus rizos castaños rojizos trenzados con firmeza, apartados de sus orejas, como una corona. Tenía un vestido blanco y elegante, y un chal verde sobre sus hombros. Se acercó a toda prisa hacia mí al notar la expresión pálida y furiosa en mi rostro; solo había salido a tomar un poco de aire, nerviosa por asistir a mi primer baile con la aristocracia.
–Otra vez, ¿verdad? –me preguntó, con la misma palidez que yo.
Khent apareció entre las sombras cerca de la escalera vestido adecuadamente para el baile con un traje negro y un saco que escondía todos sus tatuajes y cicatrices.
–¿Qué fue esta vez? –su voz temblaba con disgusto.
–Arañas –intercambié miradas con ambos y me dirigí hacia la escalera, en donde me recosté sobre el barandal. De pronto, me sentí adormecida y los susurros en mi cabeza se elevaron como una marea inquieta–. Un ave con una cuchara, un perro muerto, arañas… No son advertencias al azar, son mensajes de alguien que sabe lo que venimos a hacer aquí.
–No debería haber dejado de protegernos, estaba funcionando después de todo. Tal vez, no deberíamos ir al baile –dijo Mary, mordiéndose los labios–. Podríamos estar en peligro.
–Estaríamos seguros lejos de esta casa –sugerí. El vestíbulo brillaba agradablemente con las luces encendidas por la noche y el aroma a pan horneado y rostizado flotaba en el aire, un remanente de nuestra cena. Agnes y nuestra ama de llaves, Silvia, hablaban en la cocina, con su jornada laboral ya terminada.
–Iré a buscar una escoba –agregué–. Las arañas las asustarán.
–Tienen derecho a saber que algo no está bien –me contestó Mary, siguiéndome por detrás mientras avanzaba hacia un pequeño aparador en la despensa del vestíbulo–. Alguien está intentando asustarte a ti. A nosotros.
–Lo sé y se lo diré, Mary, solo que… de una forma que no involucre pisar una pila de arañas muertas.
Le había hablado muy fuerte. Retrocedió, sorprendida, y regresó al vestíbulo, envuelta con firmeza en su chal. Había estado ocurriendo más seguido últimamente, esto de perder el temperamento; la batalla eterna por callar las voces en mi cabeza me estaba convirtiendo en una persona desagradable y cansadora.
–No fue justo, Mary, lo siento. Es solo que estoy preocupada –y cansada. Y abrumada. Encontré la escoba y la llevé a toda prisa hacia la puerta, y miré hacia todos lados en busca de signos de vida en nuestra propiedad mientras barría los pequeños cuerpos negros hacia el seto.
–Y deberías estarlo –gruñó Khent. Su aprendizaje del idioma había mejorado tanto durante nuestros viajes y posterior mudanza a Londres que solo tenía un leve rastro de su acento. Su caligrafía aún necesitaba considerable atención, pero no era para nada una prioridad–. De ahora en adelante, dormiré afuera. No se sentirán tan atrevidos y astutos cuando los atrape con las manos en la masa.
–Eso es absurdo –dije, cerrando la puerta y escondiéndome de la niebla fría–. Podemos tomar turnos, ¿no? Como una especie de guardia.
–Casi me hace extrañar a los Residentes –susurró Mary, refiriéndose a las criaturas monstruosas de las sombras que deambulaban por nuestro antiguo hogar. Solían mantener una vigilia constante, aunque algunas veces me las arreglé para escabullirme de ellos–. Estoy segura de que la Sra. Haylam conocerá algunos hechizos para mantenernos a salvo; algún conjuro o algo.
–No necesitamos conjuros –contestó Khent, quitándome la escoba y guardándola en la despensa–. Me tienen… –se aclaró la garganta y giró sobre su hombro para asegurarse de que Agnes y Silvia no estuvieran lo suficientemente cerca como para oír–. A mí. Tenemos mi nariz. Han sido lo suficientemente amables conmigo al permitirme quedarme en esta casa, al darme refugio. Déjenme hacer algo para compensarlo. Además, tú eres…
Me estaba mirando tan intensamente que casi hizo que comenzara a sentir comezón en la piel. Sus ojos inusuales emanaban un destello púrpura, un efecto secundario de su condición, esa habilidad de convertirse en un chacal gigante con garras y colmillos afilados. Luego comprendí a lo que se refería… A mí. Mis voces. Mi problema.
–Termina la idea, si eres tan amable.
–No deberías ofenderte, eyachou. Tienes la voz de un dios loco en tu interior; eso pondría a prueba hasta al Hada más fuerte.
Mary dio un paso hacia atrás para alejarse de nuestra disputa, aún envuelta en su chal.
–Sabes que odio que me llames así –mi temperamento estaba causando más de esto también, más peleas, más desacuerdos. Me enervaba la sangre saber que tanto Mary como Khent podían notar mi lucha. Se suponía que yo era la cabeza de esta casa, quien había heredado la fortuna que pagaría nuestras vidas nuevas y brillantes en Londres, una cuidadora y alguien de quien dependían. Pero se estaba tornando más claro que mi lucha interna ya no era tan interna.
Apreté el tabique de mi nariz y respiré hondo, apartando las voces y tratando de juntarlas y encerrarlas con firmeza. Pero era como intentar levantar agua con las manos, por lo que uno o dos susurros astutos siempre se escabullían hacia la libertad.
Te cuestionan. ¿Cómo osan cuestionarte?
Las voces, obviamente, rara vez eran amigables.
Si quería que mis compañeros me consideraran una persona capaz, entonces era hora de actuar como una líder. Saqué pecho y miré a cada uno con calma, juntando las manos frente a mi cintura.
–Asistiremos al baile esta noche, para no alarmar a Agnes y a Silvia. Esta noche, Khent vigilará la propiedad, pero mañana discutiremos una solución más permanente. Por la mañana, dejaré que nuestro personal sepa que algo está fuera de lugar y les preguntaré si tal vez han visto algo extraño últimamente. Mary, quizás podrías escribiré a Chijioke. Estoy segura de que podría hacernos una sugerencia él mismo o hablar con la Sra. Haylam.
Los ojos de Mary se iluminaron. Me había tomado por sorpresa cuando ella accedió a quedarse conmigo en Londres y no regresar a la Coldthistle House. Obviamente había tomado la decisión con algo de remordimiento, dado que había descubierto sus sentimientos hacia el encargado de la residencia. Su intercambio de correspondencia desde ese entonces no se me había pasado por alto.
–¡Fiesta! –Khent esbozó una sonrisa risueña–. ¡Y libaciones!
–Una o dos –le advertí al egipcio con sutileza–. Debo recordarte que este no es uno de los banquetes de Seti –me había contado todo tipo de historias increíbles sobre reyes y reinas cuyos nombres eran tan bellos como inusuales. Me preguntaba si al menos la mitad de esas historias eran verdaderas, pero las contaba con tanta convicción y detalle que había decidido creerle. Y, de todas formas, se sentía como un secreto entre nosotros, estas historias de majestuosidad ancestral que él había presenciado de primera mano. Yo era la única persona lo suficientemente afortunada de haber oído tales relatos, cuya verdad yacía perdida en el tiempo y, según Khent, bajo los permanentes vientos arenosos del desierto. Intenté leer La vida de Sethos de Terrasson con él, pero insistía en que los errores eran demasiados como para soportar.
Resopló y guiñó un ojo, y luego extendió un brazo hacia mí para que lo sujetara.
–Sus fiestas eran aburridas en comparación con las de Ramsés. ¿Alguna vez te conté sobre la vez que comí dos escorpiones al ser retado por Su Esplendor?
Sujetando su brazo extendido, avancé con él hacia la niebla fría.
–No creo que haya escorpiones para comer en el baile de Lady Thrampton.
–¿Serpientes?
–Ni una –contesté, riendo. Algunas de las arañas muertas aún yacían sobre la escalera, pero intenté no mirarlas. Un escalofrío congelado se me deslizó por la espalda.
Khent hizo una mueca mientras me ayudaba a bajar por el juego de escaleras en mi vestido carmesí oscuro. Mary había sido lo suficientemente astuta como para traer su chal, lo cual me hacía desear tener uno propio.
–¿Vamos a una celebración o a un funeral? –se quejó Khent–. Malditos ingleses.
No oiría ninguna réplica de parte de estas dos damas irlandesas. Llegamos a la puerta al límite del jardín y miré a Khent, quien parecía distraído entre sus ideas de festines grandiosos y salvajes. Con su vocabulario en rápida expansión y su comportamiento cada vez más amigable, a veces me olvidaba que había vivido toda una vida y pasado cientos de años congelado en aislamiento, prisionero de mi padre, del dios cruel que ahora residía en mi cabeza.
Al caminar por la calle hacia nuestro destino, notó mi mirada. Mary se rio entre dientes, pero la ignoré. Podía sentir esa sensación punzante en mi hombro que uno suele tener cuando está siendo observado al caminar, pero también la ignoré, recordándome que no debía ser otra cosa más que la extrañeza de vivir una vez más en una ciudad y no en una campiña recluida.
–¿Qué ocurre? –preguntó, sonriendo–. Esa mirada me hace sentir nervioso, huatyeh.
Me encogí de hombros y finalmente aparté mi vista.
–Simplemente estoy agradecida de que estés libre. Y en este lugar. Que todos estemos aquí.
La densa niebla parecía apagar y tragar nuestras palabras. Esa sensación de sentirme observada no me abandonó y, al no hacerlo, un miedo pesado se asentó sobre mí. Había venido tan lejos, hacia Londres, para comenzar una vida nueva, una que quizás siempre quise y soñé, pero incluso ahora no estaba a salvo. Incluso tan lejos, tan lejos de la Coldthistle House y sus misterios oscuros, me sentía como una presa.
Un grupo de mujeres con vestidos blancos tan claros que atravesaban la niebla se juntaron en los escalones de la iglesia al otro lado del camino. Había notado a estas mujeres durante algunas caminatas por Mayfair. En los últimos tiempos, su número había crecido, ya que más de estas cantoras de blanco aparecían en las esquinas de las calles, temblando juntas como una oveja en el páramo haciéndole frente a la lluvia y al frío para cantar y gritarles a los transeúntes.
No pude evitar mirarlas mientras pasábamos. Tal vez la idea de asistir al baile en un faetón era la opción más elegante, pero prefería caminar, al igual que mis compatriotas. Khent anhelaba la oscuridad y sentir el aire fresco en su rostro. Mary había estado confinada por mucho tiempo también, por lo que disfrutaba hacer algo de ejercicio. Ninguno parecía prestarles atención a las cantoras, pero yo sí. Miraba entre la neblina con los ojos entrecerrados y oía sus voces chillonas elevarse sobre el clac-clac monótono de los caballos.
–¡El pastor los guía en el amor! Únanse a la iglesia, únanse a nuestro rebaño; ¡están perdidos sin el pastor! ¡Están perdidos! –luego comenzaron a cantar al unísono una canción infantil que hablaba sobre lo seguro que es acoger al pastor. Sus brazos mantienen al viento alejado; perdona a todos los que han pecado…
Ese escalofrío punzante regresó, al igual que también lo hicieron las voces en mi cabeza. Miré a una de las cantoras mientras levantaba su voz para gritarnos a nosotros desde el otro lado del camino.
¿Estás perdida, niña?
El sonido de los cantos nocturnos debía traer tranquilidad, pero mi estómago comenzó a revolverse como si estuviera repleto de serpientes. Algo estaba mal y, así fueran mis propios instintos o aquellos del alma que tenía en la cabeza, sentía el peligro con intensidad. Comencé a caminar más rápido, como si pudiera escapar del hombre en mi cabeza y la extraña mujer de blanco, quien nos miraba, atenta, mientras desaparecíamos en el anochecer.
Una araña quedó enganchada en los dobleces de mi vestido como un pequeño adorno cuando nos anunciamos para el baile. Me sorprendí al verla cuando hice el saludo de cortesía para presentarme a los anfitriones. Era una tradición que detestaba, aunque Khent parecía sentirse extrañamente como en casa. Tal vez esta grandiosidad pomposa despertaba un deseo dormido de sus días entre la realeza egipcia. Fuera cual fuera el caso, hizo una reverencia que no pasó desapercibida. Lady Thrampton era una viuda adinerada, alta y esbelta, con ojos castaños penetrantes y una barbilla estrecha. Llevaba puesto un vestido blanco de muselina, acompañado de un collar repleto de enormes esmeraldas. Saludó con mucha más vehemencia a Khent, ya que su cabello negro peinado hacia atrás, y su quijada libre de todo bello facial irregular que crecía como maleza, le otorgaban un estilo más fino.
Algunas veces era fácil olvidar que descendía de las Hadas Oscuras como yo y que podía transformarse en un chacal greñudo e inmenso en solo un instante.
Mary, sin embargo, reflejaba mis nervios. Hizo una reverencia bastante inestable, lo cual ocasionó que casi se le cayera el chal al suelo. Era mi primer baile y sentía como si todos mis nervios se hubieran acumulado en mi pecho, un recordatorio cruel de que había nacido en la oscuridad y la pobreza, y que mi nombre, Louisa Ditton, no significaba nada para la aristocracia elegante que merodeaba sobre el parqué.
–Srta. Louisa, me sentí muy contenta al descubrir que usted y su… encantadora familia nos honraría con su presencia esta noche –con los labios presionados y pintados de rojo, Lady Thrampton trastabilló al pronunciar la palabra encantadora. Claramente había querido decir extraña. Ningún grupo de personas podría verse más disparejo que nosotros tres–. La Srta. Black me habló muy bien de ustedes, y es de mi conocimiento que hasta hace poco residían en el condado de Yorkshire, ¿es esto cierto?
Sentí una urgencia de comenzar a sacudir mi falda, pero me esforcé por mantener las manos quietas frente a mí, tratando de lucir puritana.
–¡Así es! –buen comienzo, aunque un poco demasiado entusiasta–. Decidimos abandonar la vida campestre por algo más emocionante. Uno puede dispararle solo a un puñado de aves antes de que todo se convierta en un asunto aburrido.
Khent se aclaró la garganta en silencio.
–¿Y usted está soltero? –los labios de la mujer se curvaron con interés.
Mary se movió algo incómoda a mi lado. La miré, pero no me ayudó, sus ojos inmensos estaban llenos de terror, como si esta mujer adinerada fuera un oso parado sobre sus patas traseras y no una viuda débil.
–Recién… acabo de obtener mi herencia. El matrimonio quizás puede esperar hasta que me encuentre mejor establecido.
–¡Una herencia! –con esto, los ojos de Lady Thrampton adquirieron un brillo vidrioso–. Qué interesante. Tendrá que contarme más, querido, luego de que pruebe el ponche y disfrute de un baile o dos. Es más que bienvenido en mi hogar, por supuesto.
Por supuesto.
Pero sentí cierta tensión en su voz al decir eso. Hicimos nuestros saludos de cortesía nuevamente y volteamos hacia la entrada abovedada. A la izquierda, un conjunto de escaleras anchas de mármol llevaba hacia el magnífico vestíbulo. No tenía mucha experiencia con residencias grandiosas, excepto por la Coldthistle House, pero la de Lady Thrampton era objeto de rumores importantes entre la “aristocracia glamorosa”. Allí abundaban las alfombras exóticas y atrevidas con motivos florales, el vestíbulo se encontraba repleto de pedestales de piedra, sobre los cuales reposaban esculturas y jarrones. Su riqueza estaba en exhibición para que todo el mundo la viera, y no me extrañaba que solo hubiera sido mi reciente y enorme fortuna la que me había permitido mezclarme con su compañía.
Si conociera mi verdadero origen, me desecharía en la alcantarilla como un pañuelo usado.
–La Srta. Louisa Ditton, la Srta. Mary Ditton y el Sr. Kent Ditton –nuestros nombres resonaron sobre nuestras cabezas a medida que descendíamos hacia el vestíbulo, en el momento justo en el que un bastón se caía al suelo y producía un sonido seco que me hizo sobresaltar.
–El saco me da comezón –me comentó Khent, acomodándose el cuello–. No me gusta cómo te mira la mujer. ¿Cuánto tiempo debemos quedarnos?
–Tú pareces sentirte como en casa causándole una buena impresión a Lady Thrampton –le dije burlona.
–Encantar a una persona ridícula y tolerar este traje no son lo mismo.
–Al menos hasta que haya hablado con Justine Black –respondí en voz baja.
Lady Thrampton no era la única que nos miraba con atención. Nuestra presencia, de seguro, levantaría algunos rumores; tres extraños disparejos en Mayfair, infiltrados en la sociedad con algunas pocas posesiones, sin contactos, con una herencia misteriosa, y una araña rosa en una jaula, la cual también había heredado de mi extraño padre. Estábamos destinados a hacer que la gente hablara mal de nosotros, y la compañía en el baile no parecía ocultar su curiosidad o, por supuesto, su desprecio.
–Traten de disfrutar –les dije a ambos con una sonrisa rígida–. Después de todo, es bastante divertido, todo el mundo nos mira porque sospechan que somos muy pobres o estafadores cuando la verdad es mucho más aterradora.
–No actuarían con tanta superioridad si supieran –comentó Khent con una sonrisa gruñona–. ¿Puedo hacer una demostración?
–No. Definitivamente, no –solo se estaba burlando de mí, por lo que tanto él como Mary rieron. Por lo general, no me molestaría y habría compartido su entusiasmo, pero la voz bestial en mi cabeza se despertó y gruñó, furiosa. A él, a mi padre, no le gustaba que le hicieran burla, y su descontento se extendió a través de mí como veneno.
Presioné mis manos con fuerza, sintiendo náuseas por contrarrestar la voz en mi cabeza. Algo había cambiado. Cuando le comentara a Chijioke sobre los sucesos extraños que habían estado ocurriendo en nuestra casa, también le preguntaría cómo podía eliminar la influencia oscura que día a día intentaba dominarme. Estaba agradecida, naturalmente, de que Chijioke me hubiera salvado la vida, y entendía la desesperación del momento; mi vida alejándose de mi cuerpo, con un disparo y un espíritu convenientemente cerca que podía traerla de regreso. Aun así, se sentía como si otra maldición hubiera caído sobre mí. Podía controlar de cierta forma mis poderes de Sustituta, pero esto era algo completamente diferente.
La idea de que se trataba de algo que no podía controlar y que, obviamente, ansiaba controlarme a mí, me llenaba el corazón con una sensación constante de miedo.
Pero las velas parpadearon a nuestro alrededor y las parejas con trajes formales negros y vestidos majestuosos con mangas mullidas y bordados delicados giraron sobre el salón, tan bellos y perfectos como muñecos. Mary disfrutaba aprender de los últimos estilos de moda en Londres, por lo que había hecho su mejor esfuerzo por vestirnos para no pasar humillación. Lamentablemente, no pudo hacer nada con mi piel casi sobrenaturalmente pálida y mi cabellera fina y negra. Además, mis sueños intermitentes me habían dejado marcas que parecían golpes debajo de mis ojos y las mejillas algo hundidas. No, no encontraría a ningún pretendiente deseoso en el baile, aunque esos asuntos estaban completamente lejos de mi mente.
–Otra vez, ¿cómo luce Justine? –preguntó Mary.
Khent había encontrado una mesa larga con refrescos y nos empujó a ambas en esa dirección. Se lo permití, mientras estudiaba cada rostro con el que me cruzaba, tratando de encontrar a una mujer que se pareciera a mí y a mi padre, el supuesto Croydon Frost.
–Nos conocimos solo una vez –le expliqué–. La llamé inesperadamente, pero tenía que irse por un compromiso que tenía pactado. La mayoría del contacto que tuve con ella fue por medio de correspondencia. Pero es muy linda, alta y elegante, con cabello negro y ojos castaños expresivos.
–Fue un lindo gesto que aceptara escucharte –contestó Mary–. Después de todo, esto es un poco desconcertante, ¿verdad?
–Desordenado y humillante, querrás decir.
–¡N-no! –parecía haber sido tomada por sorpresa–. Uno apenas puede elegir su familia.
Asentí, distraída. En los papeles de mi padre, había descubierto que tenía descendencia por todo el lugar, y Justine era una de ellos. Mi media hermana. Era una de las pocas que, al igual que yo, había sobrevivido a su plan mortal. Les había escrito al resto de las sobrevivientes, pero Justine fue la única que respondió. Su carta había sido algo superficial y cuidadosa, pero dejó en claro que estaba dispuesta a forjar una amistad y oír más sobre nuestro extraño padre.
Si bien tu historia es, francamente, irrespetuosa e improbable, una parte de mí sabe que es verdad. Me disculparás por decirlo, pero agradezco poder obtener algo bueno de todos sus actos de maldad. Mucho tiempo ha pasado, y puede que nunca seamos verdaderas hermanas, pero te envío esta carta con cariño y la esperanza de que podamos conocernos mejor.
Finalmente, cerca de las ventanas en el otro extremo del salón, vi a mi media hermana.
–Allí –dije, asintiendo sutilmente en su dirección–. Síganme.
Khent objetó, mirando una bandeja repleta con pastelitos de jalea.
Sonreí y tomé a Mary de la mano para que me acompañara. Una advertencia no haría daño, dado que conocía la voracidad con la que comía en casa.
–No es educado comérselos todos.
Tomó eso como una señal y se apresuró hacia la comida. Con la vista fija en Justine, los ojos de Mary deambulaban de un lado a otro, sus labios entreabiertos de sorpresa, mientras contemplaba los distintos vestidos y zapatos espléndidos. A mí no me afectaba de la forma en la que habría esperado alguna vez. Ningún aspecto de esta nueva vida en Londres había sido lo que quería. Se suponía que la herencia de mi padre sería una recompensa por toda una vida dura, y lo único que había creído desear era la calidez de un hogar, comida abundante y mis amigos. Quizás recorriéramos el país. ¡O conocer París! Pero nada de eso me traía alegría y, hasta ahora, incluso este baile se sentía como trabajo. Había venido hasta aquí en busca de Justine, con la esperanza de entablar una amistad sólida, algo para sentar raíces en Londres.
Me dije a mí misma, mientras me abría paso entre la multitud acalorada y fragante, que esto era obra mía; que mi desesperación por conocer a Justine Black no tenía nada que ver con el espíritu hambriento que habitaba mi cabeza.
–¿Estás bien? –preguntó Mary. La miré, gruñendo sutilmente.
–Sí, ¿por qué preguntas?
–Estás prácticamente rompiéndome la mano, Louisa. Ten cuidado.
Tenía razón. Su pobre mano estaba roja.
–Tal vez deba llamar a Khent –susurré, soltándola. Por un momento, me quedé en silencio, dejando que la seda, la música y el sonido girara a mi alrededor, casi mareándome. Me tambaleé y sentí el océano profundo de sueño que siempre precedía un episodio. ¿Acaso el espíritu de mi padre sentía que una de sus otras hijas estaba cerca? ¿Qué querría que hiciera con ella?
–No creo que Justine te haga daño –comentó Mary, con amabilidad–. ¡Mencionaste que su carta era amigable!
Suspiré y asentí, forzándome a mantener los ojos abiertos. De pronto, todo el salón se sintió demasiado brillante.
–No es ella por quien estoy preocupada, Mary.
La imagen de una de las últimas personas en la Coldthistle House, Amelia, apareció delante de mis ojos. Mi padre le había quitado toda su esencia en su afán de preservar su propia vida, dejándola tan seca y marchita como un hueso desteñido. Hasta ahora, no había experimentado tentaciones de esa índole, pero no parecía ser algo completamente descabellado que, junto con el temperamento de mi padre, también hubiera obtenido sus terribles poderes.
Saliendo del tumulto de gente, alcanzamos a Justine, quien se movía con elegancia al ritmo de la música, haciendo que su falda celeste se meciera de un lado a otro. Para mí, era como mirarme en un espejo agradable, aunque para ella, probablemente, era como mirarse en uno enfermizo. Era completamente encantadora, con mejillas rosadas y la boca angosta de mi padre. Su cabellera oscura lucía esponjosa y rizada, mucho más brillante en comparación con la mía, cuya textura parecía la de hollín viejo.
–¿Louisa? –sus ojos se abrieron con sorpresa y esbozó una sonrisa–. ¡Louisa! ¡Qué bueno verte una vez más!
Justine se abalanzó sobre mí y me envolvió con ambos brazos para girarme. La mujer que la acompañaba, más grande y pecosa, con labios chillones y muchos collares destellantes de oro, olfateó el aire como si hubiera algo podrido.
–Ella es mi tutora, la Sra. Langford –dijo Justine, quien nos presentó ordenadamente. Presenté a Mary y luego pedí disculpas al explicarle que nuestro tercer acompañante había sido abordado por los postres.
»Ah, eso está completamente justificado –respondió Justine, tomando un abanico perfumado y sacudiéndolo sobre mi cuello–. Lady Thrampton tiene una de las mejores cocinas de Londres. Yo misma encuentro el mazapán muy sabroso.
–Menos mazapán esta vez, Justine –comentó la Sra. Langford lentamente, mirándome primero a mí y luego a Justine, de arriba abajo.
–Silencio, Sra. Langford, puedo comer tanto como quiera. Ahora, si nos disculpa, Louisa y yo tenemos mucho de qué hablar. Puede levantar rumores extremadamente escandalosos.
Le guiñó un ojo a su tutora, quien abrió con fuerza su propio abanico y volteó, alejándose como un fantasma hacia el helado de limón. No sentía pena por verla marcharse, pero la contundente presencia de Justine me hacía sentir algo tambaleante. Era acogedora, por supuesto, pero también impactante. Antes de siquiera poder decir una palabra, nos sujetó a Mary y a mí del brazo y nos arrastró en la dirección opuesta a su tutora, entre el calor de las risas de los huéspedes coquetos.
–Fue una broma, verán, ya que siempre me comporto perfectamente, aunque espero que sí haya algo de verdad en lo que dije. Por tus cartas, sonabas como si hubieras tenido una vida bastante interesante. ¡Muchas emociones! Me hace ver que no hago más que trabajar en mis bordados e ir a fiestas de té –suspiró dramáticamente. Pensé en todas las cosas crueles que mi padre había dicho sobre sus hijas humanas. Lo insignificantes que eran. Que sus vidas eran mediocres y breves. Mi corazón comenzó a acelerar su ritmo ante el recuerdo, dado que nada podía estar más alejado de la realidad; Justine era agradable y animada, todo lo que su padre irresponsable no era.
–Yorkshire fue bastante memorable –dijo Mary con ironía.
–Me gusta cómo suena eso. Debes contarme cómo fue exactamente que encontraste nuestra conexión, Louisa. Tengo buen ojo para el engaño, sabes. Hay algo que no me estás contando sobre todo esto, sobre nuestro padre…
Al principio, creía que era solo el calor de la habitación lo que hacía girar mi cabeza. Todo el mundo a nuestro alrededor parecía estar vestido con una seda blanca reluciente que incrementaba el brillo de la habitación, lo que hacía que mi cabeza doliera. Pero con el pasar del tiempo solo empeoraba y el zumbido que subyacía en mi mente aumentaba hasta no dejarme discernir lo que Justine me estaba diciendo. Salimos del tumulto una vez más, aunque esta vez hacia la pared más alejada de los postres. La habitación comenzó a girar y el suelo parecía más suave, lo cual me hizo tropezar algunas veces.
En un instante, Mary estaba frente a mí, sujetándome con firmeza. Parpadeé con fuerza y me encontré con su cabello castaño difuminado de un modo que parecía mezclarse con el suelo.
Muy bien, niña, me has traído a una de mis hijas.
Eso era lo que traía el zumbido; la voz de mi padre, su influencia, crecía hasta eliminar por completo mis propios pensamientos. Era como la ira de una tormenta concentrada en mi cabeza, quitándome la respiración.
Consúmela. Puedes hacerlo. Debes hacerlo. Nosotros lo haremos.
–No –me oí decir en voz alta. Mis rodillas cedieron. El dolor era demasiado fuerte; abrí los ojos con intensidad y me encontré con que no podía ver nada en absoluto, solo una pared carmesí. Odio rojo. Sentí mis dedos doblarse como garras filosas, ansiosas por cortar.
El sueño llegó sin avisar, inesperadamente, como si descendiera de golpe sobre mí para evitar que me comportara como un monstruo. ¿Cómo podía estar despierta en un momento y luego dormida en otro? Pero allí estaba una vez más, parada en un gran corredor de cristal, cuyas paredes se oscurecían a medida que el tinte rojo de mi visión se desvanecía, como si un atardecer escarlata cediera su lugar a la noche con sus estrellas en lo alto, esas mismas que había visto en mi visión anterior. Me deslumbraron. El baile y su calor abrumador parecían estar a miles de kilómetros de distancia por debajo, como si realmente estuviera flotando en el cielo.
Mi cabeza se inclinó hacia atrás, y deambulé por un camino negro y resplandeciente, mirando cómo las luces titilantes sobre mí comenzaban a moverse y a danzar. Se reacomodaron en distintas formas, como constelaciones, cuatro patrones distintivos de estrellas deslizándose sobre mí. La primera forma parecía un ciervo, la segunda, una serpiente, y la tercera, un carnero; la cuarta y última constelación era, inconfundiblemente, una araña. Una vez que sus formas estuvieron completas, comenzaron una especie de batalla, el ciervo se paró en dos patas antes de colisionar contra los otros, arrasando a la serpiente y al carnero, esparciendo las estrellas como las perlas de un vestido. La araña fue la única que quedó en pie y parecía que el ciervo, el cual se tornaba más grande, arremetería contra ella también. Aun así, antes del impacto, la forma de la araña cambió y se convirtió en una figura humana. Una mujer.
La mujer levantó una mano y el ciervo se detuvo, y se destruyó, y otra docena de estrellas salieron disparadas hacia el firmamento.
El cielo se iluminó al estallar como el fuego de una chimenea y cientos de constelaciones diferentes se avivaron con una luz plateada. Era imposible contarlas a todas o recordar sus figuras, y con la misma velocidad con la que aparecieron, se esfumaron, dejando atrás un cielo oscuro, plano y vidrioso.
Luego una mano pesada cayó sobre mi hombro. Mi estómago se revolvió.
Volteé con un suspiro y me encontré frente a frente con el rostro delgado, pálido y cadavérico de mi padre. Padre. Sus ojos estallaron con una luz roja con puntitos de ébano, y sus hombros se vieron envueltos en una capa de hojas viejas, humeantes y temblorosas, como si estuvieran llenas de susurros. Una neblina envolvía su cuello y torso, y toda su presencia emanaba un hedor a putrefacción.
–No se suponía que vieras eso –el estruendo de su voz regresó, llenando mi cabeza hasta hacerla estallar. Hice una mueca de dolor y traté de recostarme hacia atrás, pero él me sujetó rápidamente–. No se suponía que tomaras eso. Te irás, niña, Te irás por tu cuenta de mi cabeza.
Era demasiado fuerte; mi cabeza estaba a punto de partirse. Comencé a sentir un ardor en el lugar en el que su mano me había tocado el hombro. Grité, me agité, y con un giro de humo rojo y plateado, desapareció.
–¡No! ¡Tú sal de la mía!
Me desperté con un grito, sacudiendo los brazos, sentada frente a frente con una Mary con ojos de asombro. Khent caminaba a un lado del pequeño sofá distante en el que me encontraba recostada. Estábamos lejos del salón de baile y solos, aislados en una biblioteca en algún lugar de la mansión. Sobre mi cintura habían colocado un chal fino y un trapo frío y húmedo cayó desde mi frente hasta mi regazo.
–¿Cuánto tiempo estuve dormida? –susurré.
–No mucho –respondió Khent. Tenía las mangas de su camisa con un poco de jalea. Algunos rastros de preocupación desaparecieron de su rostro a medida que se acercaba a mí. Se arrodilló y me habló–. Solo unos minutos. ¿Te encuentras bien?
–Obviamente, no –contesté.
Él y Mary compartieron una mirada de susto, pero les hice una seña para que dejaran de hacerla y tomé el trapo y lo presioné con ligereza sobre mi cabeza febril.
–No he sido... completamente directa con lo que me está ocurriendo –evité mirar sus ojos curiosos, concentrándome en el bordado del chal que yacía sobre mis piernas, sobre el cual repasaba uno de los patrones estampados con la punta de mi dedo–. El espíritu en mi interior está golpeando la puerta, para hablar, y las bisagras están comenzando a ceder.
–Ah, Dios –suspiró Mary, persignándose como de costumbre–. Pensé que podía ser algo como eso. Entonces, ¿escuchas voces?
Asentí y jalé uno de los hilos del chal; se aflojó y lentamente lo enrollé alrededor de mi dedo.
–Más que eso. Siento su voluntad. Siento su necesidad de… controlarme. Justo ahora, me pareció sentir que quería que absorbiera la vida de Justine, de la misma forma en la que lo hizo con Amelia.
Khent maldijo en voz baja en su lengua nativa.
–¿Dónde está ella? –pregunté, agitada. Los sujeté de las manos con fuerza–. Dios mío, no me digan…
–Está más que viva –me aseguró Khent con una leve sonrisa–. Preocupada y muy habladora, pero viva. Fue a buscar un carruaje para que nos lleve a casa.
–Debemos mantenerla alejada de mí –dije con un tono de voz taciturno–. Solo para estar seguros.
–No le gustará para nada. Creí que se desmayaría cuando colapsaste –agregó Mary–. Pero inventaremos alguna excusa y, con suerte, podremos evitar que nos vean cuando nos marchemos. ¿Tienes fuerza suficiente como para ponerte de pie?
–Estoy segura de que nuestra anfitriona estará encantada –musité y asentí–. Más chismes –solté sus manos y giré mis piernas para pararme, no sin antes dejar a un lado el trapo sobre una bandeja que yacía junto al sofá–. Desearía poder decirle la verdad. Toda. Estos malditos secretos traen más problemas de los que merecen, pero la pobrecita nunca lo creerá…
–¿Nunca creeré qué?
Los tres nos quedamos congelados, hasta que volteamos para encontrarnos con Justine mirándonos desde la puerta. Contemplé la biblioteca angosta y acogedora, cuyas paredes estaban repletas de libros en buenas condiciones y polvorientos desde el suelo hasta el techo. Justine llevaba un decantador pequeño de vino y dio algunos pasos firmes hacia la habitación, con una expresión obstinada.
–Y no me gusta que me llamen “pobrecita”; soy una persona con la capacidad de entender muchas cosas. Entonces, ¿cuáles son todos estos secretos extraños y terribles?
–Ey, este no es momento para…
Pero Justine interrumpió a Khent sacudiendo la cabeza y caminando a pasos agigantados hacia nosotros.
–No hagas eso. No se desharán de mí tan fácilmente. ¿Acaso no soy tu hermana?
–Media hermana –la corregí con sutileza mientras me ponía de pie.
Justine me encontró a mitad de camino y luego se marchó hacia una mesa decorativa cerca del sofá, en donde había un juego de copas de brandi. Más tarde, los hombres que asistieron al baile vendrían a la biblioteca para disfrutar de un cigarrillo, pero Justine de todas formas tomó dos pequeñas copas de cristal. Sirvió un poco de vino en ambas, me entregó una a mí y la chocó con su copa.
–Por la verdad –dijo–. Y el coraje, lo que significa que debo preguntar: ¿era nuestro padre un criminal?
Por detrás, Khent tosió.
–En cierto modo… –bebí el vino, esperando que el ardor en mi garganta me diera coraje–. ¿Por dónde empezar?
¿Debía siquiera empezar?
Pero los ojos inmensos color café de Justine lucían implorantes y, cuando la miré y vi lo que podría haber sido yo bajo circunstancias más favorables, no pude evitar sentir que quería confiar en ella. ¿Acaso no había venido con el expreso propósito de intentar formar un vínculo de hermanas? Si ese vínculo importaba, entonces también importaba protegerla. Me alejé de ella y regresé al sofá.
–¿Tan malo es que ni siquiera puedes mirarme a los ojos?
–Mary –murmuré, ignorando a Justine por un momento–. Si algo sale mal… ¿puedes protegerla de mí con uno de tus escudos?
Asintió sutilmente y se paró entre ambas. Una vez que estuve a una distancia prudencial, volteé y giré la copa entre las manos, nerviosa. Justine lucía inquieta, por lo que rápidamente se sirvió otra copa.
–Asumo que crees en Dios, ¿estoy en lo cierto? –dije y sus ojos se agrandaron al oír eso.
–¡Ah! Pero qué pregunta inusual. Sí, claro que sí.
–Eso hará que todo esto sea más difícil.
–Cielo santo, ¿realmente es tan desagradable? –preguntó Justine, chillando–. Entonces qué, ¿era un hereje?
Casi me río al oír eso.
–Era tremendamente poderoso, como algo salido de un cuento de hadas. Podía dominar bestias e insectos, y gobernaba un reino de criaturas fantásticas –y con eso miré primero a Mary y luego a Khent–. Criaturas maravillosas. Y podía cambiar de forma de acuerdo a su propia voluntad y convertirse en cualquiera o en lo que quisiera.
¿Así es cómo me describes? Patético.
Encogida, moví la cabeza de lado a lado y lo silencié. La amenaza de otra jaqueca comenzaba a esparcirse desde la base de mi cuello, y me preguntaba si ese era su intento de evitar que compartiera la verdad con Justine. ¿Qué importaba ahora? Estaba encerrado en mi cabeza y ella era su hija, y eso le daba todo el derecho a conocer la historia completa.
Justine se quedó pensativa por un largo momento, asimilando la información, sin pestañear. Estaba increíblemente pálida.
–¡Debe ser una broma! ¿Cómo puede semejante cosa ser verdad?
–Es verdad, Justine. No vine hasta aquí para mentirte.
–De verdad quiero confiar en ti, media hermana, pero cuentos… de hadas –tartamudeó, negando con la cabeza. Quedó en silencio, hasta agregar algo lentamente–. Creo… que mi institutriz me contó ese tipo de historias. Pequeñas criaturas fantásticas que se escabullen por los bosques, robando bebés y cosas brillantes, y que se transforman en gatos o aves para engañar a las personas.
–Algo así –le contesté–. Todas esas historias salvajes para niños son verdad. Yo soy una de esas cosas, también. Puedo cambiar mi apariencia –los detalles de cómo lo hacía no parecían relevantes, y Justine ya lucía lo suficientemente pálida.
–¿Tú? Tú. Entonces, eso significa que yo puedo…
EscuchenEwhey charou; hur seh eshest? Chapep.
Escucha. No se oye nada. ¿Por qué está tan tranquilo? Extraño.
Solo me habló a mí en esa lengua para mantener el secreto. Algo ocurría, y sus sentidos caninos agudos lo habían percibido. Y tenía razón; el salón de baile había quedado en completo silencio. Antes, se podía sentir el bullicio constante de las conversaciones y las carcajadas ocasionales, pero ¿ahora? Silencio. Ni el tintineo de las copas de ponche, ni el movimiento de pies danzantes, ni el alegre cuarteto de cuerdas.
–Está desagradablemente tranquilo –susurró Mary, al notar el inquietante silencio.
–Qué extraño… –comenzó a decir Justine.
–No –la interrumpí–. Algo está mal. No debería estar tan tranquilo un baile.
Sus ojos se abrieron con miedo. Su voz comenzó a suspirar.
–¡La Sra. Langford! Espero que no le haya pasado nada. Debemos investigar.
–Yo iré a mirar –nos dijo Khent, quitándose su incómodo saco y dejándolo caer al suelo. Se remangó la camisa a toda prisa y dejó a la vista las cicatrices oscuras y los tatuajes descoloridos–. Ustedes se quedarán.
De pronto, se oyó un estallido de gritos y quejidos de dolor provenientes del salón de baile. El escalofrío avanzó rápidamente por mi espalda de un modo poco natural, hasta que comprendí con una bocanada de aire que no era simplemente miedo lo que sentía en mi interior, sino también una advertencia. Comprendí que ya había sentido la frialdad de este malestar específico antes, en la Coldthistle House, cuando los Adjudicadores del pastor habían caído del cielo.
–Creo que esta triste fiesta inglesa se ha tornado mucho más interesante –susurró Khent, antes de marcharse a toda prisa por la puerta hacia el vestíbulo.