Todo está tranquilo arriba

Gerbrand Bakker

Traducción de Julio Grande

Este libro fue publicado con el apoyo de la Fundación neerlandesa de letras.

La cita entre comillas del epígrafe 46 procede del poema «Onder water» [Bajo el agua, Poemas (1961)], Guillaume van der Graft

Primera edición: marzo 2012

© 2006 by Gerbrand Bakker and Cossee Publishers, Amsterdam

© de la traducción, Julio Grande

© de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2012

Diseño de la cubierta: Noemí Giner

Ilustración de la cubierta: Gaietà Mestieri

Diseño editorial: Ana Varela

Corrector: Óscar Mora

Composición ePub: Pablo Barrio

Publicado por Rayo Verde Editorial S.L.

Comte Borrell 115, ático 2ª

Barcelona 08015

rayoverde@rayoverde.es

www.rayoverdeeditorial.com

Depósito legal: b-5320-2012

ISBN epub: 978-84-15539-02-5

La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para uso personal.

Contenido

Portada

Portadilla

Créditos

I

II

III

IV

Discurso de agradecimiento, Premio IMPAC 2010

Notas

Colofón

Otros títulos

I

1

He llevado a padre arriba. Tras sentarle en la silla, desmonté la cama. Se quedó en esa silla sentado como un ternero que acaba de nacer hace apenas unos minutos, antes de que la madre lo limpie a lametazos; la cabeza se le tambaleaba sin gobierno y su mirada no se fijaba en nada. He quitado las mantas, las sábanas y el muletón que cubría el colchón, que he apoyado en la pared junto con las lamas del somier, para a continuación desatornillar de los laterales el cabecero y los pies de la cama. En la medida de lo posible, intenté respirar por la boca. La habitación de arriba, mi habitación, ya la había vaciado.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Vas a mudarte —le dije.

—Quiero quedarme aquí.

—No.

Podía conservar la cama. Aunque una de sus mitades llevaba fría ya más de diez años, ese lugar donde nadie duerme sigue estando coronado con una almohada. En el dormitorio de arriba volví a atornillar todos los elementos, con los pies de la cama dirigidos a la ventana. Debajo de las patas coloqué unos tacos. Puse sábanas y dos fundas de almohada limpias. Después subí a padre por la escalera. Desde el momento en que le levanté de la silla, se quedó mirándome fijamente y siguió mirándome hasta que le deposité sobre la cama, con nuestros rostros a punto de tocarse.

—Yo puedo andar muy bien solo —me advirtió, pero sólo entonces.

—No, no puedes —refuté.

Vio cosas por la ventana que no esperaba ver.

—Estoy en alto —dijo.

—Sí. Así, cuando mires por la ventana, podrás ver algo más que el cielo.

A pesar de que era otro sitio, de las sábanas y de las fundas de almohada cambiadas, el aire estaba muy cargado y olía a moho. Dejé entreabierta una de las dos ventanas. Fuera hacía un frío límpido y reinaba el silencio; sólo en las ramas superiores del torcido fresno del jardín delantero quedaban aún un par de arrugadas hojas. Muy a lo lejos vi a tres ciclistas que iban por el dique. Si me hubiera apartado un paso, él también habría podido verlos, pero me quedé donde estaba.

—Ve a buscar al doctor —dijo padre.

—No —respondí. Me di la vuelta y salí del dormitorio. Antes de que se cerrara la puerta, gritó:

—¡Las ovejas!

En su antiguo dormitorio quedó un rectángulo de polvo en el suelo cuyas dimensiones eran algo menores que las medidas de la cama. Vacié el dormitorio. Las dos sillas, las mesillas de noche y el tocador de madre los coloqué en el cuarto de estar. En un rincón de la habitación introduje dos dedos por debajo del linóleo. «¡No lo pegues!», oí decir a madre hace una eternidad, mientras padre quería hincar la rodilla justo en ese instante con un bote de cola en la mano izquierda y una brocha en la mano derecha, a la vez que nosotros estábamos a punto de caer aturdidos por los intensos vapores. «No lo pegues, porque dentro de diez años querré un linóleo nuevo». La parte inferior del revestimiento se me desmenuzó entre los dedos. Lo enrollé y lo saqué por el ordeñadero afuera donde, en medio de la finca, de repente no supe qué hacer con él. Lo solté y cayó al suelo en el lugar donde estaba. Un par de grajillas se asustaron por el choque inesperadamente sonoro y remontaron el vuelo, abandonando los árboles que jalonan la finca.

En el suelo del dormitorio hay láminas de cartón piedra, con el lado áspero hacia arriba. Tras haber pasado rápidamente la aspiradora por la habitación, apliqué a las láminas la primera capa de pintura gris con un brocha grande y plana sin haberlas lijado antes. Cuando estaba pintando la última franja, ya cerca de la puerta, vi las ovejas.

Ahora estoy sentado en la cocina, esperando a que se seque la pintura. Hasta que no se seque, no podré quitar de la pared el tétrico cuadro de una pareja de ovejas negras. Le gustaría ver sus ovejas, así que clavaré un clavo en la pared junto a la ventana para colgarle allí el cuadro. La puerta de la cocina está abierta y la puerta de la habitación también está abierta, así que puedo distinguir el cuadro colgado encima del tocador y las dos mesillas de noche desde el lugar donde estoy sentado, pero es tanta y tan opaca la oscuridad que soy incapaz de vislumbrar ninguna oveja por mucho que fuerce la vista.

2

Llueve y el fuerte viento ha arrancado las últimas hojas del fresno. Noviembre ya no tiene ese frío tan límpido y no es tan silencioso. El dormitorio paterno es ahora mi dormitorio. He pintado de blanco las paredes y el techo, y a las láminas de cartón piedra les he dado una segunda mano de pintura. He llevado arriba las sillas, el tocador de madre y las dos mesillas de noche. He colocado una mesilla junto a la cama de padre y el resto de los trastos los he guardado en la habitación vacía que hay junto a su dormitorio: el dormitorio de Henk.

Las vacas llevan ya dos días dentro, sin salir. Están intranquilas durante el ordeño.

Si la tapa redonda en la parte superior del camión cisterna hubiera estado abierta, la mitad de la leche habría salido disparada esta mañana, como si se tratara de un géiser, por el enorme frenazo que dio el conductor ante el linóleo enrollado que todavía sigue en medio de la finca. Le encontré blasfemando entre dientes cuando entré en el ordeñadero. Hay dos camioneros que transportan la leche, y éste era el viejo, el huraño. Creo que debe de tener más o menos mi edad. Un par de años más conduciendo y se jubilará.

Mi nuevo dormitorio está totalmente vacío, a excepción de la cama. Le daré una mano de pintura a las maderas: los zócalos, las ventanas y la puerta. Quizá utilice el mismo color que en el suelo, pero todavía no me he decidido. Estoy pensando en el azul grisáceo, el color del lago IJssel un día de verano amenazado por los grises cúmulos a lo lejos.

Pasaron dos jóvenes en canoa por aquí, debe de haber sido finales de julio o principios de agosto. No suele darse, pues las rutas de canoa oficiales no pasan por mi granja. Por aquí sólo vienen los canoeros que quieren ir más lejos. Llevaban los torsos desnudos, hacía calor y los músculos de brazos y hombros resplandecían a la luz del sol. Yo me encontraba en un lateral de la parte delantera de la casa, sin ser visto, y observaba cómo intentaban abordarse entre sí, con las palas chapoteando entre los nenúfares amarillos que sobrenadaban en el agua. La canoa que iba por delante se quedó atravesada en el canal y clavó la punta en la orilla. El muchacho miró hacia donde yo estaba. «Mira», le dijo al otro, un chaval bermejo con pecas y hombros enrojecidos por el sol, «esta granja es atemporal, está aquí ahora, junto a este caminito, pero igual podría haber estado en 1967 o 1930».

El muchacho bermejo se quedó mirando con atención la granja, los árboles y el terreno donde estaban entonces los burros. Agucé el oído. «Sí —dijo al cabo de un buen rato—, esos burros sí que son anticuados».

El muchacho de la canoa más adelantada se apartó de la orilla y volvió a virar la proa en dirección a la corriente. Le dijo algo al otro chico; algo que no pude llegar a oír, porque un archibebe empezó a armar jaleo. Un archibebe tardío, pues a finales de julio ya han desaparecido casi siempre todos. El muchacho bermejo le siguió despacio, sin apartar la mirada de mis dos burros. Yo no tenía ninguna escapatoria, no había nada en el desangelado lateral de la parte delantera de la casa con lo que pudiera ocuparme. Me quedé allí inmóvil y contuve la respiración.

Él me vio. Creí que iría a decirle algo al otro muchacho, se le separaron los labios y giró la cabeza. Pero no dijo nada. Me miró y no llamó la atención de su amigo sobre mí. Un poco más tarde torcieron por el canal de Opperwoud y el nenúfar amarillo disperso volvió a juntarse flotando. Al cabo de un par de minutos ya no conseguí oír sus voces. Me di la vuelta e intenté observar con sus ojos el lugar donde yo estaba. «1967», dije en voz baja, meneando la cabeza. ¿Por qué precisamente ese año? Uno de los chicos lo había mencionado; el otro, el de las pecas y los hombros, lo había visto. Ese día hacía mucho calor, en pleno mediodía, y ya era casi la hora de ir por las vacas. Sentí de repente que me pesaban las piernas y ese momento devino irreal y vacío.

3

Es una tarea infernal tener que arrastrar escaleras arriba un reloj de pie. Utilizo tablas largas y lisas, alfombras y trozos de gomaespuma. Todo tintinea y retumba dentro del armazón. El tictac del reloj me ponía frenético, pero me resultaba difícil pararlo todas las noches. En mitad de la escalera tengo que descansar durante unos minutos. Quizá él también se ponga frenético al oírlo arriba, aunque siempre tendrá su cuadro de las ovejas para tranquilizarse, naturalmente.

—¿El reloj? —pregunta cuando entro en el dormitorio.

—Sí, el reloj. —Lo coloco justo detrás de la puerta, subo las pesas y le doy un empujón al péndulo. El dormitorio se llena de inmediato con tiempo, que se escapa despacio en su tictac. Cuando la puerta esté cerrada, padre podrá ver la hora que es.

Después de echarle un vistazo a la esfera, dice:

—Tengo hambre.

—Yo también tengo hambre de vez en cuando —le respondo. El reloj sigue sonando tranquilamente.

—Las cortinas están corridas —dice él entonces.

Me dirijo a la ventana y descorro las cortinas. Ya ha dejado de llover y el viento ha empezado a amainar. El agua de la acequia está alta y rebosa de la presa.

—Tengo que ir al molino —me digo a mí mismo y al cristal. Tal vez se lo diga también a padre.

—¿Qué?

—Nada. —Dejo entornada la ventana, enganchada en la aldabilla, y pienso en la zona que ha quedado vacía en el cuarto de estar.

En la cocina unto un par de rodajas de pan y las cubro con queso. Me zampo el pan, casi no puedo esperar. Mientras el café está saliendo por el aparato, yo ya estoy en el cuarto de estar. Estoy solo, así que tendré que hacerlo solo. Deslizo el sofá sobre una de las alfombras que he utilizado para el reloj y lo arrastro por el pasillo hasta la recocina. Saco afuera las dos poltronas, por la puerta principal, y las dejo al borde del camino. El resto de los trastos los llevo también a la recocina. El aparador tengo que vaciarlo primero por completo antes de poder moverlo. Entonces, por fin, puedo introducir los dedos por debajo del linóleo. Éste era más caro; no se me desmigaja nada entre las manos. Mientras lo enrollo, pienso en la posibilidad de conservar un pedazo, ¿podría emplearlo para algo? No se me ocurre nada. El rollo pesa demasiado para levantarlo, así que lo arrastro por el sendero de guijarros y el puente hasta la carretera. Cuando regreso, veo el teléfono en el pasillo. Llamo al Ayuntamiento para decirles que tengo trastos viejos. El café está humeando en la placa.

De camino al molino veo lo que ya había visto los días anteriores, y que me preocupa. Una bandada de pájaros que no vuela de norte a sur, sino que va dispersándose en todas las direcciones del viento, girando una y otra vez. Sólo se oye el batir de sus alas. El grueso de la bandada lo conforman pájaros ostreros, grajos y gaviotas. Eso es lo extraño, porque nunca antes había visto volar estas tres especies de aves juntas. Transmite algo aciago. ¿O ya lo había visto en alguna otra ocasión sin que me produjera esa sensación de inquietud? Si me fijo mejor, veo que son cuatro especies, pues entre las grandes gaviotas argénteas vuelan también gaviotas reidoras, que son un poco más pequeñas. Surcan los cielos mezcladas, sin constituir unidades específicas; es como si estuvieran confundidas.

El molino es un molino Bosman de hierro. «Bosman Piershil», puede leerse en un lado de la férrea barra de la cola. «Nº 40832» y «Ned Oct»[1] aparecen al otro lado. Octubre, creía yo antes; patente, sé ahora. El desaguador busca el viento por sí solo cuando la cola se halla perpendicular a las aspas y sigue girando y moliendo hasta que pliegas la cola a lo largo de un poste guía, de manera que queda paralelo a las aspas. Ahora precisamente despliego la cola con la ayuda de una barra que cuelga de la misma. Es un molino esbelto y fabuloso, que tiene algo de estadounidense. Justo por ello, y porque en la acequia se ha construido una cimentación de hormigón, y porque nos gustaba tanto el olor a grasa, antes Henk y yo solíamos venir aquí a menudo, en verano. Era muy distinto entonces. Cada año llegaba un hombre de Bosman a revisar el molino, e incluso ahora sigue girando perfectamente, aunque ya lleve años sin venir ningún hombre de Bosman. Me quedo un rato mirando el agua que se abomba en el canal.

Regreso dando un rodeo y cuento las ovejas. Siguen estando todas allí, las veintitrés más el carnero. Los traseros de las ovejas están rojos, dentro de poco tendré que llevarme el carnero. Primero me rehúyen y, cuando llego cerca de la valla de la presa, empiezan a seguirme. Me detengo junto a la valla. A unos diez metros de distancia hacen un alto ellas también. Están en fila y todas me miran; en el centro, el carnero con su cabeza cuadrada. Me produce una sensación desagradable.

En la finca veo el linóleo empapado por la lluvia y decido llevármelo también a la carretera.

Poco antes de ponerme a ordeñar, rastrillo la grava del jardín delantero. Ya está oscureciendo. Los dos chicos de al lado, Teun y Ronald, están debajo del linóleo —el linóleo caro— que han desenrollado un poco y han colocado sobre dos sillas. Hace unos días se presentaron ante la puerta de casa a eso de las siete de la tarde. Mantenían en alto sus remolachas azucareras rojas ahuecadas y cantaron desafinando una cancioncilla. Los rostros acalorados se iban haciendo más rojos por la tenue luz procedente de las remolachas. Los recompensé con un Mars. Ahora los dos llevan una linterna.

—¡Hola, Helmer! —gritaron a través de un agujero que habían hecho en el linóleo, ¿tal vez con un cuchillo?—. ¡Ésta es nuestra casa!

—¡Una casa fabulosa! —grité yo también, apoyado en el rastrillo.

—¡Y también tenemos luz!

—Ya lo veo.

—¡Y también ha habido aquí una inundación!

—El nivel del agua ya está descendiendo —los tranquilicé.

—Vamos a dormir aquí.

—No lo creo —les digo.

—Yo sí lo creo —dice Ronald, el más pequeño.

—Va a ser que no.

—Vámonos ya a casa —oigo que Teun le dice a su hermanito en voz baja—. Aquí no tenemos nada para comer.

Miro arriba, hacia la ventana del dormitorio de padre. Está oscuro.

4

—Quiero celebrar San Nicolás —me dice.

—¿San Nicolás? —Desde la muerte de madre en esta casa ya no se volvió a celebrar ningún San Nicolás—. ¿Por qué?

—Es divertido.

—¿Y cómo te imaginas la celebración?

—Bueno —dice—, pues normal.

—¿Normal? Si quieres celebrar San Nicolás, tendrás que comprar regalos.

—Sí.

—Sí. ¿Cómo piensas comprar los regalos?

—Tendrás que ser tú quien vaya a comprarlos.

—¿También para mí?

—Sí.

—Entonces ya no será una sorpresa. —No quiero perder tanto tiempo hablando con él. Quiero echar un vistazo y luego largarme rápido. El tictac del reloj de pie llena la habitación. Una mancha en forma de ventana de luz solar ilumina el vidrio del armazón y la luz se refleja en el cuadro de las ovejas que ahora tiene un aspecto algo menos tétrico. Es un cuadro extraño. Unas veces parece que es invierno, otras parece verano u otoño.

Cuando quiero cerrar la puerta, grita:

—¡Tengo sed!

—Yo también tengo sed de vez en cuando. —Cierro la puerta de golpe a mis espaldas y desciendo por la escalera.

Lo único que regresa al cuarto de estar es el sofá. En la balda inferior del armario empotrado de mi dormitorio he encontrado un retal grande de tela. Tal vez sea el retal con el que madre quería hacerse un vestido, aunque para un vestido me parece un poco demasiado desmesurado. Queda muy bien sobre el sofá. El color de base del suelo es gris; cuando la puerta que da al dormitorio está abierta, el color continúa inconsútil por encima del dintel, que está pintado de la misma manera. También todos los zócalos, las jambas de las ventanas y las puertas tienen el mismo color de base. El aparador se encuentra en otro lugar y la librería baja está arriba. He tirado al estercolero todas las plantas que dan flor. No han quedado muchas. Cuando vaya a comprar pintura, tengo que mirar también si encuentro persianas de luxaflex o gradalux, porque las pesadas cortinas verde oscuro del dormitorio y del cuarto de estar me producen sensación de sofoco y tengo la ligera impresión de que no se debe sólo a los años que llevan sin sacudirse. He trasladado arriba el resto del contenido que había en el armario empotrado del dormitorio, y mi ropa la he colocado abajo.

Por aquí merodean los gatos. Gatos asustadizos que salen corriendo. A veces son dos o tres, un par de meses después se convierten en nueve o diez. Algunos están cojos o les falta la cola, otros (en realidad la mayoría) tienen moquillo. No hay manera de preverlo, por tanto no te sorprende en absoluto ya sean diez o sean dos. Padre solucionaba el problema de los gatos metiendo un nido en un saco de yute, le introducía después una piedra y tiraba el saco a la acequia. Hace tiempo solía meter también en el saco un trapo viejo que empapaba con un fluido que había en el armario del veneno. No sé de qué líquido se trataba. ¿Cloroformo? Pero ¿de dónde sacaba él un frasco de cloroformo? ¿Hace treinta años podría comprarse sin más? El armarito gris plateado con la calavera y una cruz de huesos está colgado en el granero y ya lleva años sin contener veneno alguno; el veneno está pasado de moda. Ahora es el lugar donde guardo la pintura.

La primavera anterior le vi deambulando por el granero con platitos de leche. No le pregunté nada, sólo emití un profundo suspiro, con la suficiente profundidad para que pudiera oírlo. Al cabo de un par de días había conseguido que todos los gatos jóvenes se reunieran al mismo tiempo junto al platito de leche. Los cogió y los metió en un saco. Esta vez no era un saco de yute, pues ya no tenemos ese tipo de sacos; se trataba de uno de esos sacos ecológicos de papel que había contenido comida. Lo ató al parachoques trasero del Opel Kadett con una cuerda de aproximadamente un metro de largo.

Hace siete años tuvo que hacer una prueba para renovarse el permiso de conducir. Su precariedad le impidió pasar la prueba. Desde entonces ya no puede conducir. Sin embargo, ese día se subió al coche. Los árboles que jalonan la finca se mostraban como una niebla verde y alrededor de los troncos florecían los narcisos. Yo estaba junto a las puertas del granero y me quedé mirando. Arrancó el coche y, de inmediato, salió disparado un breve trecho hacia delante, viéndose impulsado contra el asiento para, a continuación, golpearse la frente contra el volante. Después condujo marcha atrás, sin mirar por encima del hombro ni por el espejo retrovisor. Siguió así durante un tiempo: hacia delante, cambio de marcha —la caja de cambios rechinaba— y marcha atrás, girando entre tanto muy ligeramente el volante. Arriba y abajo y a un lado y a otro, hasta que una nube de gases procedentes del tubo de escape empezó a surgir entre los árboles. Volvió a salir del coche, desató con mucha calma el saco de papel y quiso tirarlo al estercolero, aunque para conseguirlo hubo de recogerlo antes hasta tres veces del suelo, pues sus brazos ya no tenían la fuerza para ejecutar un poderoso movimiento oscilatorio. «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar», dijo cuando entró en el granero. Se secó el sudor de la frente y se palmeó las manos en el típico ademán de misión cumplida, produciendo un sonido rasposo.

Pasó algo de tiempo antes de que me moviera de donde estaba. Me encaminé despacio al estercolero. El saco no se encontraba arriba del todo. Se había hundido un poco, pero no sólo debido a la fuerza de la gravedad, sino al movimiento que había dentro. Se percibía un gimoteo muy quedo y unos arañazos apenas audibles. Padre había hecho algo mal y me dejaba a mí que lo solucionara. No me daba la gana. Me di la vuelta y me alejé del estercolero hasta que ya no oí nada más; y me quedé allí hasta que ya no hubo más ruidos o movimientos.

Y ahora quiere celebrar San Nicolás porque es «divertido».

5

No tengo ni idea de lo que está pasando, pero ahora me mira fijamente una corneja cenicienta que hay posada sobre una rama sin hojas del fresno. Nunca había visto aquí una corneja cenicienta. Es fabulosa, y me pone bastante nervioso; apenas puedo tragar saliva. Voy a sentarme en otro sitio para mirar por la ventana lateral. Hay cuatro sillas alrededor de la mesa, así que puedo sentarme donde quiera, pues las otras tres no se utilizan.

Siempre me siento en el lugar donde se sentaba madre, en la silla más cercana a la encimera. Padre se sentaba frente a ella, dándole la espalda a la ventana principal. Henk le daba la espalda a la ventana lateral y, si las puertas estaban abiertas, podía mirar dentro de la casa. Yo estaba sentado dándole la espalda a la puerta de la cocina y, a menudo, lo único que veía era la silueta de Henk difuminada por la luz que entraba a través de la ventana que había a sus espaldas. No importaba, frente a mí se encontraba sentada mi réplica y conocía muy bien su aspecto. Así que he vuelto a tomar asiento en mi antiguo lugar, pero no me agrada. Me levanto, desplazo el plato al otro lado de la mesa con un pequeño empujón y me siento en la silla de Henk. Ahora vuelvo a ser visible para la corneja cenicienta, que gira algo la cabeza para poder verme mejor. Su mirada me recuerda a la de las ovejas, cuyos cuarenta y ocho ojos se clavaron en mí hace un par de días. Entonces tuve la sensación de que las ovejas eran mis iguales, que ya no eran animales quienes me miraban. Ni siquiera con mis dos burros he experimentado nunca esa sensación. Y ahora, esa extraña corneja cenicienta.

Corro la silla hacia atrás, voy por el pasillo hasta la puerta de entrada y salgo al sendero de guijarros. «¡Chsss!», emito. La corneja mantiene la cabeza un poco inclinada y mueve una pata. «¡Largo!», grito, y sólo entonces miro sorprendido a mi alrededor. Granjero raro y de cierta edad grita a algo invisible ante la puerta abierta de su casa.

La corneja cenicienta me mira con desdén. Cierro la puerta de golpe. Cuando el silencio vuelve a reinar en el pasillo, oigo que padre dice algo, arriba. Abro la puerta de la escalera.

—¿Qué dices? —le grito.

—¡Una corneja cenicienta! —grita él.

—Sí, ¿y qué? —vuelvo a gritarle yo.

—¿Por qué la ahuyentas? —Sordo, en cualquier caso, sí que no está.

Cierro la puerta de la escalera y vuelvo a sentarme a la mesa de la cocina en el lugar de padre, con la espalda vuelta a la ventana principal. Sigo comiéndome el bocadillo imperturbable mientras me esfuerzo por no oír a padre, que sigue hablando como si nada.

Al cabo de diez minutos, ya me he sentado en todas las sillas. Si alguien me hubiera visto, habría pensado que intento crear la ilusión de ser cuatro personas para no tener que comer solo.

Antes de pintar la madera, he blanqueado las paredes y el techo del cuarto de estar. Fueron precisas dos capas de pintura para conseguir que desaparecieran los rectángulos blancos que quedaron al quitar los cuadros, las fotos y las muestras de bordado. Después de haber comprado pintura y una brocha nueva en la droguería, me pasé por Praxis, donde encontré unas persianas de madera que iban estupendamente con las ventanas del cuarto de estar y del dormitorio. Por lo visto, las medidas que se llevaban hace ciento cincuenta años siguen estando vigentes ahora en nuestros días. Antes de ponerlas, quité del alféizar las plantas que quedaban y las tiré también al estercolero. Ahora las dos habitaciones están vacías y pintadas de color gris azulado, y la luz entra en franjas horizontales. Por la mañana no subo las persianas, sino que giro una varilla para que las estrechas láminas dejen pasar la luz.

Con una cajita de cartón llena de clavos, un martillo y una caja de patatas grande y pesada subo por la escalera.

—¿Qué haces? —me pregunta padre.

Voy sacando de la caja uno a uno todos los cuadritos, fotos y muestras de bordado, y empiezo a colgarlos.

—San Nicolás te parece divertido —le digo—, pero esto también es divertido.

—¿Qué está pasando abajo?

—De todo —le digo. Alrededor del cuadro de las ovejas voy colgando las primeras fotos y pronto tengo que pasar a las otras paredes. Fotos enmarcadas de madre y Henk, de vacas de cientos de miles de litros con rosetones, con los abuelos y conmigo, muestras de bordado de nuestro nacimiento (no una, sino dos) y la boda de padre y madre. Entre los cuadritos hay seis de setas: una serie muy buena de acuarelas.

—¿Qué significa todo esto? —me pregunta padre.

—Así tendrás más cosas que mirar —le digo.

Cuando ya lo he colgado todo, vuelvo a fijarme por última vez en las fotografías. Hay una de madre en la que está sentada en una silla con reposabrazos. Se la ve allí como una señora distinguida, con las piernas castamente juntas, inclinándose levemente hacia un lado —lo que le hace girar un poco el torso— y las manos entrelazadas sobre el regazo con la máxima corrección. Mira al fotógrafo de una manera en absoluto propia de ella. Un poco seductora y altanera al mismo tiempo, lo que se ve aun más reforzado por esas piernas inclinadas hacia un lado. Descuelgo la foto de la pared y la meto en la caja de patatas, junto con los clavos y el martillo.

—Déjala aquí —dice padre.

—No —le digo yo—. Me la llevo abajo.

—¿Hay mandarinas?

—¿Quieres mandarinas?

—Sí.

Despliego el soporte que hay en la parte posterior del marco y coloco la foto de madre sobre la repisa de la chimenea. Después voy a la recocina por dos mandarinas y se las subo. Se las dejo en la mesilla de noche y me dirijo a la ventana. La corneja cenicienta todavía sigue posada en el fresno y, vista desde aquí, se halla a mi altura.

—¿Te mira de vez en cuando esa corneja cenicienta? —le pregunto.

—No —contesta padre—. Mira un poco hacia abajo.

De pronto, recuerdo lo que he olvidado. Desciendo por la escalera y entro corriendo en la cocina. En un rincón, junto al escritorio, se encuentra la escopeta de caza de padre. La cojo y me pregunto si estará cargada. No lo compruebo. Me produce una sensación extraña sostenerla en las manos. Antes no se nos permitía tocarla, después yo ya no quería. Subo el arma y la dejo apoyada en el lateral del reloj de pie. Padre se ha quedado dormido. Está tumbado boca arriba, con la cabeza torcida hacia un lado y un hilillo de saliva que le gotea sobre la almohada.

6

Madre era una mujer feísima. Para alguien que no la haya conocido, la foto en la repisa de la chimenea puede que le pareciera ridícula: una granjera huesuda, con ojos saltones y un peinado de esos que se hacen una vez cada cuatro meses en la peluquería, que se esfuerza por adoptar una postura distinguida. Yo no me río de la foto. Es mi madre. Lo que sí que me pregunto es por qué padre, que cuando no duerme seguro que se pasa las horas muertas contemplando su hermosa figura de buen mozo en esas fotos de antaño, se casó con ella. O no, ahora que llevo un tiempo mirando la foto, y después de haber pensado en ese hombre de arriba, me pregunto por qué ella se casó con él.

Sobre la repisa de la chimenea, que es de mármol negro, no hay muchas más cosas. Un candelabro de bronce con una vela blanca y una antigua cajita de pizarra en la que aparece pintada una vaca de Lakenveld. El resto de los trastos está en una caja guardada en el dormitorio de Henk, junto con algunos otros cachivaches superfluos. La habitación de Henk se ha convertido en el trastero. Junto a su cama, que nunca hizo las veces de cama de invitados, se amontona todo tipo de trastos que él también llegó a ver y a conocer; se ha convertido en un gran pasado acumulado, y la pieza de museo aún viviente en el dormitorio de al lado sigue respirando. Respirando y hablando. Incluso ahora, aquí, le oigo farfullar. ¿Estará charlando con la corneja cenicienta? ¿Con las fotografías o con las seis setas de acuarela?

Henk y yo nacimos en 1947; yo soy un par de minutos mayor. Al principio creían que no llegaríamos al día siguiente (24 de mayo), pero madre nunca dudó de nuestras posibilidades. «Las mujeres están hechas para tener gemelos», parece ser que dijo después de darnos el pecho por primera vez. No me lo creo, es una de esas sentencias que surgen de un conjunto de acontecimientos y observaciones —en aquella época, naturalmente, se dijeron muchas más cosas—, y con el transcurso del tiempo quedan aisladas, mientras que lo más probable es que se tratara de una distorsión de algo que padre o el médico de cabecera habían dicho. Madre habrá dicho poco.

Yo tengo un recuerdo que no puedo tener. Veo su rostro desde abajo, más allá de un ligero y suave abombamiento. Su barbilla y, sobre todo, sus ojos ligeramente saltones que no están dirigidos a mí, sino a un punto de la lejanía, a la nada, el campo, posiblemente el dique. Es verano y mis pies sienten otros pies. Madre era una mujer callada, pero lo veía todo. Padre era el conversador y él apenas veía nada. Siempre estaba desgañitándose.

Dan unos golpecitos en la ventana. Teun y Ronald están gritando y gesticulando en el jardín delantero. Voy a la puerta principal.

—¡Helmer! ¡Los burros andan sueltos! —Eso lo dice Ronald, en un tono de voz en el que puedo percibir que le gustaría que los burros anduvieran sueltos todos los días.

—Siguen andando sueltos por la finca. —Eso lo dice Teun, en un tono de voz en el que percibo que también ha percibido lo que en realidad le gustaría a su hermano.

Corren delante de mí, doblando la esquina de la parte delantera de la casa. «¡Tranquilos!», les grito.

Los burros se encuentran entre los árboles, a unos cinco metros delante de la valla que está un poco abierta. La soga, con la que normalmente se sujeta al poste de hormigón, cuelga ahora suelta.

Me doy cuenta de lo que ha pasado.

—Bueno —digo—. A ver cómo conseguís volver a meterlos.

—¿Nosotros? —pregunta Ronald.

—Sí, vosotros.

—¿Por qué?

—Porque sí.

Ahora que los burros se han escapado, Teun y Ronald les tienen miedo. Es igual que un grifo de agua: cuando eres pequeño, es agradable y divertido hasta el momento en que lo abres y te entra el pánico al ver todo ese caudal de agua que sale y no tienes ni idea de cómo volver a cerrar el cacharro.

—¿Porque sí? —dice Teun—. ¿Qué significa eso?

—Eso significa —le digo— que sé que has sido tú quien ha abierto la valla, porque fuiste demasiado vago como para saltar por encima, y que Ronald vino detrás de ti, y que él la abrió un poquito más.

—Sí —admite Ronald.

Teun le mira, enfadado.

—Vamos —digo—. A empujar.

—¿Empujar? ¿La valla?

—No, los burros. —Me dirijo tranquilo hacia la valla, la levanto y la abro de par en par. Los muchachos no se mueven de donde están y me miran incrédulos y un poco temerosos.

En el invierno, los burros suelen pasar la mayor parte del tiempo en su cuadra, junto al gallinero. Los burros no soportan las patas húmedas. La cuadra está seca y cuenta con una buena alfombra de paja en el suelo, tiene unas dimensiones de seis metros de profundidad por cinco metros de ancho. La parte delantera está abierta y tiene un tejadillo. El box de los burros es de cuatro metros por cinco, y en los dos metros que sobran, en la parte delantera, hay balas de heno y un saco de avena. En una caja pueden encontrarse casi siempre algunas remolachas azucareras y zanahorias. Sobre una tabla hay un cuchillo grande, una rasqueta, un cepillo, una manzana reineta, una lima gruesa y un rascador de pezuñas. Cuando los burros están dentro, no pasa ni un día sin que Teun y Ronald vayan a la cuadra a sentarse, ya sea en las balas de heno, en el box o sobre la paja esparcida. Cuando más les gusta estar allí es cuando fuera empieza a oscurecer y he encendido la lámpara. Una vez me los encontré tumbados a todo lo largo debajo de los burros. Les pregunté qué hacían allí tumbados. «Queremos vencer el miedo», dijo Teun, que entonces tendría unos seis años. Ronald estornudó, porque el largo pelaje invernal de su burro le colgaba delante de la cara. Ahora que los burros andan sueltos, tienen miedo.

—¿Y cómo? —pregunta Ronald.

—Pues es fácil. Te pones detrás de ellos y empiezas a pegarles empujones en el culo.

—Sí, claro —dice Teun.

—No hacen nada —le aseguro.

—¿De verdad que no? —pregunta Ronald.

—De verdad que no.

Cada uno se pone detrás de un burro y Ronald empieza a empujar de inmediato con todas sus fuerzas. Teun da primero unos golpecitos con cautela en la grupa de su burro para ver si no cocea. Siento curiosidad por lo que va a pasar.

No ocurre nada. Me voy al granero.

—¿Adónde vas? —pregunta Teun.

—Vuelvo en seguida —le digo.

En el granero lleno un cubo con un par de puñados de pienso compuesto y, antes de regresar donde están los muchachos, miro dentro del establo para controlarlo. No se ha producido ningún cambio. Cuando veo que Teun gira la cabeza con miedo, voy hacia ellos.

—¿No podéis? —pregunto.

—No —dice Ronald—. Estúpidos animales.

—¿Qué dices? —pregunto.

—Pues… —se cohíbe.

—No mueven ni una pata —dice Teun.

Me dirijo al campo y agito el cubo. Ronald se cae cuando el burro que estaba empujando sale disparado en mi dirección. Vacío el cubo y cierro la valla. Después seguimos apoyados los tres un momento en la valla para ver cómo los burros devoran el pienso. Yo estoy con los pies en el suelo, Teun en la tabla más baja y Ronald en la inmediatamente superior.

—No volváis a hacerlo, ¿eh? —les digo.

—No —responden ellos a la vez.

Saltan al suelo y salen corriendo por la finca. Cuando ya han llegado casi a la presa, Teun se da la vuelta.

—¿Dónde está tu padre? —grita.

—Dentro —le digo.

No tiene por qué saber más. Cruzan la presa y tuercen a la derecha.

Me quedo solo con los burros. No tienen nombre. Cuando los compré hace algunos años, no se me ocurrió ningún nombre y, al cabo de un tiempo, ya era demasiado tarde; se habían convertido en los burros. Padre me preguntó si me había vuelto loco. «¿Burros? —dijo—. ¿Qué demonios vamos a hacer con esos burros? ¿Cuánto te han costado?». Yo le dije que no eran nuestros burros, sino mis burros. Al tratante de ganado le pareció un buen negocio, algo distinto. Son burros bastardos, no son burros de raza francesa, irlandesa, italiana o española. Tienen un color gris muy oscuro y uno tiene el hocico gris claro. «¿Dónde está vuestro padre?», les pregunto en voz baja chascando la lengua. Vienen hacia mí y me pasan por el pelo sus hocicos de diferente color.

Las vacas están inquietas; dos me han coceado cuando quería ponerles el ordeñador. Hace poco pensaba que era porque ya no salían del establo, pero ahora empiezo a creer que el inquieto soy yo y, en este sentido, las vacas son igual que los perros, que parece que puedan percibir el estado de ánimo de sus dueños. Yo no tengo perro. Aquí nunca hemos tenido perro.

Padre no se ha acabado todas las mandarinas. En realidad, no quiero ni oírlo ni verlo. Yo ya se las he llevado y ahora, por lo que a mí respecta, puede ir a sentarse en el tejado y después en las copas más altas de los chopos que jalonan la finca para, a continuación, desaparecer esfumándose en el aire sin dejar rastro, como llevado por una ráfaga de viento. Eso sería lo mejor, que desapareciera de repente sin más.

—No puedo pelarlas —me dice.

Intento no mirar las mandarinas en la mesilla de noche y sus dedos torcidos sobre la manta. Empieza a oler verdaderamente mal aquí, aunque siga teniendo la ventana entornada. Si se empeña en no desaparecer, tendré que lavarle. Antes de correr las cortinas, pongo las manos en el cristal de la ventana para bloquear la luz de la lámpara. Con la cabeza entre las manos, miro el fresno del jardín delantero. La corneja cenicienta se ha ido. ¿O es que la oscuridad es tal que se desvanece entre las ramas y el cielo nocturno?

Entonces veo a alguien. A lo largo de la carretera hay farolas, una por cada casa o por cada granja, lo que significa siete farolas en total. Desde hace un par de semanas algo anda mal con mi farola. Se enciende, pero eso es todo; ni siquiera si te pones justo debajo llega a alcanzarte la luz. La persiana del cuarto de estar está cerrada. Hay tanta oscuridad fuera que sólo puedo ver que alguien anda por ahí y, ahora, que alguien se detiene ante la granja. Una mancha oscura, sólo visible con el canal de fondo. Ni siquiera puedo ver qué es lo que mira la mancha.

—¿Qué pasa? —pregunta padre.

—Hay alguien en la carretera —susurro.

—¿Quién?

—No puedo verlo bien. —Entonces, la mancha se mueve y de pronto le sale una luz trasera roja. Voy siguiendo la luz trasera hasta que desaparece por el marco de la ventana. Corro las cortinas de un tirón. Tengo el corazón en la garganta. «Venga, vamos», le digo mientras cojo las mandarinas de la mesilla de noche. Pelo las dos, les quito las amargas tiritas blancas y se las voy dando en gajos a padre. Pronto empieza a caerle el zumo de la fruta por la barbilla.

—¡Qué ricas! —dice.

7

He tenido miedo durante toda mi vida. Miedo al silencio y a la oscuridad. También me ha costado siempre conciliar el sueño. Cualquier mínimo ruido que oiga sin poder identificar es suficiente para que ya pueda ir olvidándome de dormir. Sin embargo, nunca me había parado a pensar en todo lo que sucede fuera de casa por las noches. Naturalmente, antes había visto pasar de todo por la ventana, cuando sabía que la ventana se encontraba a metros de altura por encima del sendero de guijarros. Veía hombros; hombros tensos y encogidos, de alguien que intentaba escalar por la fachada como una pantera, a veces con un brazo que doblaba aferrándose al alféizar. Entonces escuchaba la respiración de Henk, que dormía a mi lado, y después me lo imaginaba durmiendo, en el dormitorio junto al mío, y desaparecían los hombros o lo que quiera que fuera que yo creía ver. En mi fuero interno, sabía que veía cosas que no podía ver.

Ahora, tras lo que vi en la carretera y después de haber dado de comer a padre, estoy tumbado en la cama apretando bien los párpados. Duérmete, pienso, duérmete. Pero veo ovejas tumbadas en el campo, gimiendo y rumiando, manchas grisáceas en una llanura de un verde negruzco, y grajillas en los chopos con las cabezas entre las plumas, y los burros que están frente a frente, cerca de la valla, con los cuellos gachos como si estuvieran dormitando con la cabeza apoyada en la del compañero, y el pequeño molino Bosman, que he vuelto a detener, solitario en un rincón, alzándose gris claro como si se hubiera producido un agujero en la nubosidad, y junto al pequeño molino alguien que levanta la mirada hacia la cola y lee el «Nº 40832». Cuando se me presentan estas imágenes, abro los ojos. ¿Es normal que haya alguien inmóvil delante de la granja en una noche otoñal? ¿Y habría llegado a descubrirlo si la casualidad no hubiera hecho que mirara por la ventana del dormitorio?

Más tarde veo a los muchachos en la canoa. Uno de ellos, el que decía que éste era un lugar atemporal, vuelve a desaparecer vaga y rápidamente. El otro, el bermejo con los rojos hombros quemados, se queda allí enganchado. Dijo algo, pero no importaba lo que dijo. Él lo vio y me vio. Un granjero bastante mayor con un mono azul desteñido cuyos dos botones superiores estaban desabrochados porque ese día hacía mucho calor. Que estaba al lado de una granja, a la sombra, sin que se le hubiera perdido nada allí, salvo la observación inmóvil, con la respiración contenida. Que a partir de 1967 iba haciéndose cada día mayor sin que, por lo demás, nada cambiara; bueno sí, una cosa sí que ha cambiado: los burros, y precisamente fue sobre los burros que el muchacho bermejo dijo algo. Que eran anticuados. De modo que sí importa lo que dijo. Van remando por el canal de Opperwoud, riéndose, jóvenes, egoístas y, por tanto, olvidándose rápido de las cosas. El sol se pone en la prolongación del canal. Eso no puede ser de ninguna de las maneras, porque el canal fluye hacia el este y el sol nunca se pondrá aquí por el lago IJssel, pero ahora es posible y los muchachos se convierten en siluetas con voces cada vez más débiles. Luego desaparecen. Ahora, pienso, ahora me quedaré dormido. Pensar es poder olvidar. El sol imaginario me recuerda el mar, que está quizá a treinta y cinco kilómetros al oeste en línea recta. Hace tiempo estuvimos allí, dos veces en un solo verano. En las dos ocasiones fue nublándose a lo largo del día. Madre quería ver ponerse el sol en el agua y consiguió convencer a padre para que dejara solo al mozo ordeñando. Yo nunca he visto ponerse el sol en el mar, a pesar de tenerlo tan cerca para poder verlo.

Oigo algo, me parece que es bajo mi ventana, y siento que se me erizan los pelos de la nuca. Pienso en padre, arriba. Nunca ha servido para nada, pero ahora le necesito para ahuyentar el miedo.

Quizá el muchacho bermejo esté pensando todavía en mí, en ese granjero mayor que estaba allí, sin más, ese bonito día de verano.

8

—¿Viejo? Helmer, pero si tú no eres viejo —Ada, la madre de Teun y Ronald, está sentada a la mesa de la cocina frente a mí—. Tu padre, sí; él sí que es viejo.

A Ada le habían contado cosas sus hijos. Cosas sobre burros y «láminas de madera» para las ventanas. Siente curiosidad.

—¿Sabes quién sí que es viejo? Klaas van Baalen, el que vive a las afueras de Broek. Tiene la misma edad que tú, pero está hecho un asco. No puede ni cuidar de sí mismo. Hace poco le quitaron las ovejas porque estaban totalmente desatendidas; eran bolitas de lana con huesos que se zarandeaban.

Me había olvidado de que Ada ahora tomaba el café sin leche y no se me había ocurrido nada más que decir que estaba haciéndome viejo.

A Ada le parecieron «bárbaras» las cosas que había hecho en el cuarto de estar y el dormitorio. El azul de los suelos y las maderas era «divino» y, sobre todo, hablaba mucho del espacio. En su opinión, tenía que comprarme un edredón. Las mantas, qué va, eso ya no se llevaba, eran «muy anticuadísimas», y dormir bajo un edredón era «muchísimo más reconfortable». («¿Existía esa palabra?», se preguntó después). Quiso saber lo que había pagado por las persianas, porque ella también quería deshacerse de las cortinas de casa («esos nidos de polvo»). ¿Y había tirado las sillas? No, espera, si ya lo sabía, de repente se acordaba de que se lo habían contado Teun y Ronald y le habían dicho algo sobre una «casa alfombra». «Delicioso», le parecía, tirar las cosas así, sin más, crear espacio, no querer guardarlo siempre todo. Volvió a entrar una vez más en el dormitorio. ¿Por qué seguía durmiendo en una cama individual? En una cama de matrimonio tendría un «espacio estupendo». Me miró picarona cuando lo dijo. Y esos edredones, «los tienes que comprar de veras, oye», porque así podría poner esas bonitas fundas azules y le daría a todo un aspecto aún más bonito y «fresco».

Mientras iba a la cocina, abrió los brazos y señaló las paredes vacías del cuarto de estar. Arte. ¿Por qué no me compraba «algo de arte»?

Ada es joven todavía, debe de tener unos treinta y cinco años. Su marido es por lo menos diez años mayor, tal vez quince. Rebosa energía y, si por ella fuera, se pasaría todas las semanas por casa a limpiar y no, como ahora, una vez al año, en abril. Es tesorera de las mujeres del campo, hace centones, es miembro de un club de lectura, sirve a los intereses del pueblo y está empeñada en conseguir «el jardín más bonito de Waterland». Me recuerda a madre porque es casi igual de fea, pero la fealdad en Ada se debe a un labio leporino que no quedó muy bien curado. Sus hijos son muy guapos, con el pelo blanco, largas pestañas y bocas en buen estado. No es de aquí, y quizá por eso esté enterada de lo que le pasa a todo el mundo en muchas leguas a la redonda.

Le sirvo una segunda taza de café y reprimo un bostezo. Ada me cae bien, pero tanto entusiasmo y tanta charla franca me abruman, sobre todo cuando acabo de ordeñar y dar de comer a los terneros.