Razones y personas
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TEORÍA Y CRÍTICA
Colección dirigida y diseñada por
Luis Arenas y Ángeles J. Perona
© DEREK PARFIT, 1984
© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-261-4
DEREK PARFIT
Razones y personas
Traducción y estudio introductorio de
Mariano RODRÍGUEZ GONZÁLEZ
MÍNIMO TRÁNSITO
A. MACHADO LIBROS
ESTUDIO INTRODUCTORIO
PARFIT O LA VIDA SECRETA DE LAS TEORÍAS por Mariano Rodríguez González
RAZONES Y PERSONAS
Agradecimientos
Introducción
PRIMERA PARTE. TEORÍAS CONTRAPRODUCENTES
Capítulo 1. TEORÍAS QUE SON INDIRECTAMENTE CONTRAPRODUCENTES
Capítulo 2. DILEMAS PRÁCTICOS
Capítulo 3. CINCO ERRORES EN MATEMÁTICAS MORALES
Capítulo 4. TEORÍAS QUE SON DIRECTAMENTE CONTRAPRODUCENTES
Capítulo 5. CONCLUSIONES
SEGUNDA PARTE. RACIONALIDAD Y TIEMPO
Capítulo 6. LA MEJOR OBJECIÓN A LA TEORÍA DEL PROPIO INTERÉS
Capítulo 7. LA APELACIÓN A LA RELATIVIDAD PLENA
Capítulo 8. DIFERENTES ACTITUDES ANTE EL TIEMPO
Capítulo 9. POR QUÉ DEBEMOS RECHAZAR PI
TERCERA PARTE. LA IDENTIDAD PERSONAL
Capítulo 10. LO QUE CREEMOS SER
Capítulo 11. CÓMO NO SOMOS LO QUE CREEMOS
Capítulo 12. POR QUÉ NUESTRA IDENTIDAD NO ES LO QUE IMPORTA
Capítulo 13. LO QUE IMPORTA
Capítulo 14. IDENTIDAD PERSONAL Y RACIONALIDAD
Capítulo 15. IDENTIDAD PERSONAL Y MORALIDAD
CUARTA PARTE. LAS GENERACIONES FUTURA
Capítulo 16. EL PROBLEMA DE LA NO IDENTIDAD
Capítulo 17. LA CONCLUSIÓN REPUGNANTE
Capítulo 18. LA CONCLUSIÓN ABSURDA
Capítulo 19. LA PARADOJA DE LA MERA ADICIÓN
CAPÍTULO DE CONCLUSIÓN
APÉNDICES
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA
Mariano RODRÍGUEZ GONZÁLEZ
Universidad Complutense de Madrid
Uno de los más notorios supuestos de la obra cuya edición española presentamos es el de que los seres humanos no obran sólo a golpes de capricho o al azar, o por la fuerza ciega del mecanismo, sino que en buena medida tienen la posibilidad de levantar la cabeza por encima del nivel meramente evolucionista de la lucha por la vida, para hacer lo que las teorías que hacen suyas les dicen que hagan, una vez que les han proporcionado determinados fines. Se trata de ser racionales y de ser morales, considerados estos modos de ser como fines formales de las diferentes teorías de la racionalidad y la moralidad. Por eso interesa sobre todo investigar la estructura de estos racimos de teorías, y las relaciones que entre sí mantienen, pues las insuficiencias y las inconsistencias redundarían, a no dudarlo, en nuestro fracaso práctico, racional o moral. Hoy en día, cuando no nos dejamos de alarmar ante la constatación de que, por lo menos aparentemente, la gente se mueve cada vez menos por argumentos, las personas parfitianas se hallarían embarcadas en la apasionante tarea de poner en forma sus razones para salvar de alguna manera sus vidas. Algo que a todos nos debería servir de motivo de esperanza.
La cuestión por la que Derek Parfit ha llegado a ser universalmente reconocido como un clásico viviente, la de la identidad de las personas a través del tiempo, digámoslo así para resumir, no se plantea desde luego en el vacío: semejante clase de cuestiones jamás se podría plantear en el vacío de la reflexión seca y desvinculadamente académica. No estamos ante un problema para el estilete ocioso del filósofo especialista, que en eso de ser especialista contradice el sentido que le puede corresponder a la filosofía, y, por tanto, compromete su imperiosa necesidad para la cultura en un tiempo de especialismos exacerbados. Lo de ir en contra del sentir mayoritario en lo que respecta al problema de la constitución de las personas que seríamos, se inserta en las necesidades concretas de una tradición ética muy particular, la utilitarista que domina en los países de habla inglesa. Se trata de resolver el problema de la racionalidad de la elección moral, en dos palabras, de responder a la crítica tan habitual que se hace al Utilitarismo según la cual éste exigiría un sacrificio excesivo al individuo, que se destina a ser una especie de santo ajeno al mundo del egoísmo racional. Esta insoportable tensión entre altruismo y egoísmo, entre moralidad y prudencia, entre la elección que promueve los intereses del otro y la que nos dicta la teoría del Propio Interés, Parfit la va a intentar aliviar en primera instancia, naturalmente, en el plano propiamente ético, que es el que le corresponde. Tenemos así las dos primeras partes de este libro. Pero luego despuntará la posibilidad de que no se pueda zanjar en ese plano en que se plantea, si antes no se ha decidido la cuestión de qué tipo de entidades son las personas. Y así se nos presenta la tercera parte, que al final vuelve a retomar el problema ético, como exigiría la lógica de la investigación parfitiana.
En (Parfit, 1979), por ejemplo, tenemos una muestra de cómo plantea nuestro autor ese problema del Utilitarismo en el plano propiamente práctico, sin involucrarse en la cuestión metafísica de la condición de persona. Se trata de sondear la posibilidad de que, como ocurre en muchas situaciones vitales cuya estructura corresponde a la que se plantea en los Dilemas del Prisionero, la tesis del egoísmo racional sea contraproducente, esto es, que si cada quien hace lo que es mejor para él, esto sea peor para todos. La elección altruista o abnegada resuelve el problema práctico que conlleva el dilema. Pero no lo elimina, porque subsiste un problema teórico. Queda en pie el hecho de que la moralidad ha entrado en conflicto con la racionalidad: sigue resultando mejor para cada cual, aunque no para nosotros, hacer E, la elección egoísta, de manera que para alcanzar las soluciones morales todos tendríamos que actuar irracionalmente. Demostrar, como quieren muchos autores, que, a este nivel teórico de la contraposición cada uno/nosotros, la elección altruista es la racional, no resulta desde luego nada fácil. Parfit nos intenta convencer en este trabajo suyo de que la salida moralista según la cual la prudencia se anula a sí misma, es decir, que incluso en términos prudenciales es la moralidad la que vence, constituiría una opción precipitada. Todo lo más que podríamos decir es que la elección egoísta resulta colectivamente contraproducente.
También es verdad que la prudencia o teoría del Propio Interés, como teoría de la racionalidad que es, tiene sus problemas con otra teoría rival, la instrumental o del fin Presente. Si en relación con la moralidad se enredaba en dilemas interpersonales, con la teoría instrumental se enmaraña en dilemas intertemporales. De lo que se trata no es sino de hacerle la vida incómoda, o hasta imposible, a la teoría del Propio Interés, cerrándole todas las escapatorias en su enfrentamiento con la moralidad y con la teoría del fin Presente. Pero parece que siempre, o casi siempre, se nos acaba escabullendo por entre los espacios que deja libres la red que le hemos echado encima. Hasta aquí, nuestro autor ha tenido que registrar los pasos básicos de la trayectoria vital de ciertas teorías fundamentales sobre la moral y la racionalidad, así como radiografiar sus relaciones conflictivas, y tomar constancia de las refriegas entre las mismas. Pero la fuerza de estos enfrentamientos teóricos —que es el vigor desatado de lo que nos dice qué tenemos que hacer para ser racionales o para ser morales— nos lleva a sospechar que el problema radical, el de las limitaciones que la racionalidad le tendría que imponer a una doctrina moral utilitarista que no atiende a los límites entre las diferentes personas, no es del todo resoluble en el terreno práctico en el que está originalmente planteado. De ahí el desplazamiento al terreno metafísico en el que se representa el drama de la constitución de las personas y de su identidad a través del tiempo. El tratamiento de la cuestión qué hacer, desentrañamiento de complejas teorías que luchan unas con otras, nos ha hecho estrellarnos con dos cuestiones metafísicas mayores, la del tiempo y la de la persona (los dilemas que se planteaban en torno a los conflictos entre PI, P y M eran intertemporales e interpersonales): nos vemos llevados por la dinámica interna de todo el asunto al problema de la identidad personal a través del tiempo.
Queda constancia de la posición defendida respecto de las cuestiones de la naturaleza y la importancia de la identidad personal ya en una serie de artículos de la década de los setenta (Parfit, 1971/1983, 1971, 1973, 1976/1985). Sus tesis se exponen mayormente por la vía del ataque a las creencias de lo que podríamos llamar sentido común. El de Parfit es un auténtico proceso de ilustración que nos llevaría a dar el paso del No Reducionismo al Reduccionismo, y este último se defiende en la forma de una crítica, en verdad demoledora, de aquel. Nuestras intuiciones básicas al respecto serán sistemáticamente desafiadas y minadas por el habilísimo empleo de «experimentos de pensamiento», como por ejemplo el caso de la división, de Wiggins, en el que cada hemisferio del mismo cerebro se lleva a la caja craneal de un cuerpo humano diferente. No podemos sino recordar aquí además otro caso que va a hacer justamente célebre a nuestro autor: el impresionante del teletransporte que se expone al comienzo de la tercera parte de este libro que presentamos. Casos que sugieren que yo sobrevivo como dos personas distintas sin que ocurra que yo soy las dos personas, ni una de ellas y no la otra, pero tampoco está del todo claro que ninguna de las dos. Casos que parecen demostrar que la pregunta acerca de la identidad a través del tiempo no tiene por qué tener siempre una respuesta, y que ponen en obra la ruptura entre lo que importa y la identidad personal. Lo que importa es una relación que generalmente está entrañada y oculta por la de identidad —en verdad, para el Reduccionismo ésta se reduciría a aquélla— la de la continuidad psicológica, que a su vez consiste parcialmente en conexividad, la que, a diferencia de la de identidad, es una relación que admite grados. La palabra «yo» puede emplearse, se nos sugiere, cuando se da el mayor grado de conexividad psicológica. Pero cuando se han reducido las conexiones estaría perfectamente justificado expresarnos diciendo: «No fui yo quien hizo esto, sino un yo anterior», como sugería el gran Proust tan citado por nuestro autor, pudiendo pasar entonces a describir cómo y hasta qué punto estamos relacionados con ese yo anterior. Y pudiera ser que ese yo anterior me parezca ahora un desconocido, que todo lo que ese yo anterior deseaba, creía y admiraba, en suma, cómo vivía y cómo trataba de vivir, hubiera cambiado radicalmente. Lo que Parfit subraya es que no es verdadera la creencia de que haya una persona subyacente que ambos seamos, e insiste además, contra Lewis, por ejemplo, en que estas ideas reduccionistas suyas contradicen frontalmente el sentido común, por cuanto éste considera que lo que importa es la identidad personal. La relación R (continuidad y conexividad psicológicas) es lo que de verdad importa, pero no es la misma relación que la de la identidad personal: ésta es todo- o-nada, aquella cuestión de grado, como los experimentos de pensamiento demuestran (aunque el Reduccionismo sostiene que la identidad personal no viene a consistir más que en la relación R, esto sería un asunto diferente). Por tanto, la identidad personal no es lo que importa en la supervivencia.
Para aclarar lo que quiere decir con su Reduccionismo, con lo que alguna vez denominaba la Concepción Compleja, frente a la Simple del No Reduccionismo, Parfit hará un uso continuo de la analogía humeana de las naciones. Al hablar de la identidad de Inglaterra a través del tiempo podemos estarnos refiriendo a la identidad en el sentido lógico, que es del tipo todo-o-nada, como lo es toda relación lógica de identidad, o bien, más realistamente, a la identidad de esa nación en el sentido de su verdadera naturaleza, que, al contrario, sería una cuestión de grado. (Aunque por nuestra parte podríamos pensar que las preguntas «¿Es la Inglaterra Medieval la misma Inglaterra que la actual?», «¿Era también Inglaterra?» carecen propiamente de sentido, o bien se prestan antes que nada a respuestas de orden puramente convencional. «¿Son la Rusia Imperial y la Unión Soviética naciones diferentes o la misma nación?». Sin duda, en parte sí y en parte no, serían las dos cosas.) Pues bien, si nos desplazamos a la Concepción Compleja a partir de la Concepción Simple que todos al parecer ocupamos naturalmente, la pregunta por la identidad de las personas habrá que responderla como la pregunta por la identidad de las naciones. La identidad de una persona a través del tiempo es sólo en su lógica del tipo todo-o-nada, mientras que en su naturaleza, al contrario, es cuestión de grado. ¿Soy yo a mis cincuenta años la misma persona que la que alguien fotografió a los diez años, esa foto amarillenta que se conserva en el álbum familiar? En gran parte no, en cierta pequeña parte sí. Somos supervivientes parciales de los adolescentes que fuimos, por decirlo de algún modo llano. Una vez más: «La propuesta es que la vida de una persona puede ser dividida en las vidas de yoes sucesivos. Esto puede hacerse donde se da un marcado cambio en el carácter o alguna otra disminución en la conexividad psicológica. Dónde se haga, queda a la elección del hablante. Se hace con observaciones como esta: “Ese era sólo mi yo pasado”» (Parfit, 1971: 686). Pero distinguir entre el joven del que se enamoró hace muchos años y su cínico marido de hoy, en el caso de la mujer que hizo la promesa al primero de no hacerle caso al segundo cuando le dijera que la rompiese, o entre la Rusia Imperial y la Unión Soviética, por referirnos a dos ejemplos de nuestro autor, no hay duda de que se ajustaría más «a los hechos» que no hacerlo, por mucho que pueda parecer que es algo que se deja al arbitrio del hablante.
El Reduccionismo defiende, en resumidas cuentas, que «el hecho» de ser una persona, como algo distinto a ser un simple animal, consiste en tener otras propiedades más específicas, como por ejemplo, tradicionalmente, la racionalidad, propiedades que se tienen en diferentes grados. Por eso a esta posición se la puede llamar «compleja». Mientras que la concepción que se opone al Reduccionismo simplemente sostiene que ser una persona no consiste en nada distinto de ser una persona, que la condición de persona es un «hecho adicional profundo», aparte de la mera continuidad psicológica con base cerebral, que no puede darse en diferentes grados (Parfit, 1973: 137). Es por tanto la concepción «simple». Exactamente igual ocurriría con «el hecho» de la identidad personal a través del tiempo —no se puede separar el problema del criterio de identidad personal del problema de las condiciones de la personhood o cualidad de persona—. Para el Reduccionismo, cuyo representante quizás más señalado sea Parfit, este hecho consistiría en la continuidad física y psicológica, es decir, en otros hechos más específicos que desde luego son en parte cuestión de grado. Para la posición contraria a la reduccionista, en cambio, el hecho de la identidad personal a través del tiempo tiene una naturaleza especial, de algún modo profunda, en el preciso sentido de que sería totalmente independiente de los otros hechos más específicos: se añadiría a ellos, por así decir, de manera que o bien se da por completo o no se da en absoluto (Parfit, 1973: 138). De forma similar, lo que es importante en la identidad personal serían las dos relaciones mencionadas de la continuidad y la conexividad. Son lo que interesa en la supervivencia. La lógica de la continuidad es también todo-o-nada, pero la conexividad, que la continuidad implica, es evidente que admite grados, de manera que, como diría el propio Parfit, en su naturaleza la misma identidad personal tiene que admitir grados. Con lo que vamos a insistir una vez más en la doctrina contraria a la del sentido común. En todo caso, parecerá que si aceptamos la Concepción Compleja la identidad personal importa menos porque implica menos.
El verdadero problema radica en comprender cómo es posible que, como él mismo afirma una y otra vez, con su posición radicalmente reduccionista Parfit no pretenda negar la realidad de las personas (¿tal vez no se atreva a declararlo explícitamente porque al fin y al cabo equivaldría a negar nuestra realidad?): a su juicio no seríamos, en sentido estricto, series de sucesos, simples cadenas de pensamientos y de acciones, sino más bien pensadores y agentes. Ahora bien, lo que el pensador oxoniense añade, el sentido de la tremenda matización que hace seguir a esta concesión, es lo que resultaría ciertamente problemático, al menos a las alturas del año en que la realiza: «Pero nosotros consideramos esto un hecho gramatical» (Parfit, 1973: 158). Somos distintos de nuestros cuerpos, de nuestras acciones y nuestras experiencias, ¡pero sólo en un sentido conceptual ! Sin duda que es con este problema contra lo que tendrá que luchar en lo sucesivo, y hasta por lo menos el año en que se publica el escrito que, por una gentileza de su propio autor verdaderamente digna de agradecer, incluimos al final, como epílogo, en esta edición de su obra capital (Parfit, 1995b). Pero en un principio la solución fue poner el problema en la cuenta de nuestra incapacidad natural de asumir la solución reduccionista, porque Parfit tenía muy claro que la raíz de esta, el rechazo del deep further fact, tenía que implicar la afirmación de que somos distintos de nuestras experiencias sólo porque así lo quiere la Gramática.
El paso crucial de la Posición Simple, en la que estaríamos instalados en tanto que somos en cierto sentido siempre ordinary folk, a la Concepción Compleja reconocida como verdadera en el proceso de ilustración filosófica, tiene consecuencias de amplísimo alcance, en primer lugar, para nuestras teorías de la racionalidad y de la moral. Nada más y nada menos: para nuestra misma visión de la vida práctica de todos los días, en sus dimensiones tanto prudencial como ética. Ya comentamos que, para toda la notable tradición de los Bentham, J. S. Mill y Sidgwick, había venido constituyendo un problema de decisiva importancia el de la justificación racional de la conducta abnegada. Maximizar la felicidad general puede enfrentarnos en ocasiones a la conveniencia o incluso la necesidad del autosacrificio, y lo indudable para casi todos estos pensadores es que la racionalidad práctica exige en principio seguir la orientación del propio interés, interprétese este como se interprete. Toda desviación del propio interés levantaría ipso facto la sospecha de haber incurrido en crasa irracionalidad. A la pregunta del individuo concreto: ¿y por qué iba a tener que renunciar a mi propio placer en aras de la felicidad general?, no ha resultado nada fácil encontrarle una respuesta medianamente satisfactoria en el ámbito de una filosofía moral que le tiene alergia al misticismo y que se inclina decididamente por los «hechos» y el naturalismo como es la utilitarista, y esto constituye un colosal obstáculo desde el momento en que es esta misma concepción ética la que hace de la mayor felicidad del mayor número el principio supremo de la acción humana (Scarre, 1996).
Nada más exponer por vez primera su teoría de la identidad personal a través del tiempo, Parfit no pudo por menos que declarar solemnemente que «el principio del interés propio no tiene ninguna fuerza» (Parfit, 1971/1983: 34). Luego el tono de contundencia desaparece. El cambio de creencias respecto de la identidad de las personas tendrá meramente el efecto de debilitar nuestra creencia natural en la teoría del Propio Interés: sobre quién recaiga el beneficio o la pérdida, la felicidad o la desgracia, no tiene al fin y al cabo tanta importancia como la cualidad y la intensidad de la experiencia misma, vistas las cosas desde una perspectiva que ha dejado de tomarse en serio, como ilusoria y falsa, la idea del hecho adicional profundo. Si no hay yo posesivo cartesiano no es tan decisivo quién saldrá ganando, sino la ganancia misma, en cualquier caso. Si seguimos firmes en la falsa idea de la Concepción Simple, por el contrario, la cuestión del quién conservará su importancia, y el Utilitarismo continuará enfrentado a la dificultad de siempre. Mientras que desde la Concepción Compleja resultará más plausible presentar los «datos morales» en una forma impersonal. El incremento en plausibilidad y apoyo no quiere decir, desde luego, que la nueva concepción implique la tesis impersonal utilitarista. No hay nada en una nación diferente de sus ciudadanos y no hay nada en una persona distinto de sus experiencias: de manera que cuando descubrimos esto deja de ser tan importante la nacionalidad de una persona, como deja de ser especialmente significativo quién es el poseedor de estas experiencias (Parfit, 1973: 158). Al final se viene a representar una escena mucho más modesta, casi por vía de sugerencia: Rawls le habría reprochado al Utilitarismo no tomarse en serio la distinción entre personas, y, si en efecto esta distinción es el hecho básico de la filosofía moral, estaríamos ante una objeción de muy grueso calibre. Ahora bien, habría una concepción de la naturaleza de las personas, la parfitiana, que serviría para proporcionar alguna defensa al Utilitarismo (no una defensa suficiente, reconoce con humildad nuestro autor).
Puede que no sea tan racional como habíamos venido creyendo, en suma, orientar nuestra conducta en el sentido de favorecer más y mejor nuestros propios intereses. Sobre todo, puede que no haya por qué denunciar la irracionalidad de toda actitud diferente de la del egoísmo «racional». Es este egoísmo el que nos hace ciegos a las preocupaciones del otro, haciendo nuestras vidas estrechas y mezquinas, encerrándonos en ese túnel de cristal del que confiesa estar harto Parfit, al final del cual sólo habría noche y nada. Por eso no parece importarle mucho a nuestro autor la objeción de que si nos preocupamos menos por nuestra propia identidad nos preocuparemos menos también por la identidad del otro (Parfit, 1986: 837).
Tornar menos creíble la teoría del Propio Interés, disminuir su potencia cultural milenaria declarando la no existencia de egos sustanciales, el fin del error, tendría desde luego también efectos en nuestras emociones y actitudes, determinaría cambios psicológicos que, juzgando sobre todo por su propio caso, Parfit considera beneficiosos (¡y pensar que no encontrar al yo casi pone al borde de la desesperación a Hume!: parece que por lo menos en este terreno de la identidad mucho va en sensibilidades). Tenemos en primer lugar nuestra actitud ante el futuro, la sempiterna y trabajosísima cura sui, la vigilancia siempre alerta por nuestra suerte personal. En las páginas de Parfit afloraría la voz de todo este milenario cansancio, con el eco del Sermón de la Montaña — sermón que contrasta con la acusación, de raigambre nietzscheana, de que el Cristianismo representa históricamente la consagración definitiva del cálculo personal y del propio interés, en su multiplicación al infinito apoteósico de la eternidad— el canto a la despreocupación, al dejarse llevar, al desposeimiento, al abandono de sí, el budismo de la extinción del cuidado del yo. Una nueva vida, sin duda, de la que no se hace mucha propaganda explícita, sólo nos son sugeridos sus encantos.
Todas las partes temporales de nuestra existencia no son nuestras por igual, la conexividad habíamos visto que es cuestión de grado, o, para decirlo a la inversa, todas las partes de nuestra vida son nuestras por igual, pero esto es sólo una verdad trivial, gramatical, que no supone nada profundo, no importaría nada en realidad (Parfit, 1971: 686). Muerde menos, de este modo, el remordimiento. Y cosas tan aparentemente naturales como la tristeza de envejecer y el miedo a morir le parece a nuestro autor que pierden buena parte de su sustancia cuando atacamos a fondo, y con éxito, la Concepción Simple de la identidad personal a través del tiempo, porque en gran medida se basan en esa teoría. Psicológicamente hablando, para Parfit no cabe duda de que son nuestras creencias las que en buena parte determinan el aspecto de nuestras emociones. Por eso la filosofía tiene un alcance psicológico y humano tan grande. Por eso no es cosa de niños andar criticando unas teorías y defendiendo otras... hay que tener cuidado de lo que se dice, sin duda.
Uno puede pensar que no es un objetivo menor de todo el pensamiento parfitiano liberarnos del miedo a morir. No es lugar este para tratar tema tan tremendo, y habría que matizar muchísimo, como hace el mismo autor, que en este terreno como en ningún otro no se hace ilusiones. Sometida al tratamiento al que la somete, hay un momento en que la muerte como tal parece desvanecerse. No que sea impensable, sino que al pensarla resulta casi nada. «Después de que haya pasado un cierto tiempo, ninguna de las experiencias que ocurrirán estará conectada, de modos determinados, con estas experiencias presentes»: en este hecho y en nada más consistiría haber muerto (Parfit, 1986: 837). Con lo que temer a la muerte, temerla directamente a ella, a ella en sí misma, no sería algo muy apropiado para el humano que ha decidido guiarse por la razón. Pero baste decir que, en resumidas cuentas, se recomienda el Reduccionismo no sólo, aunque sí fundamentalmente (Parfit al fin y al cabo no es un psicólogo), porque se piense que es verdadero, sino también porque se está convencido de que es mejor en general para nosotros que sea verdadero. No se trata entonces de que se cumpla la verdad y perezcamos, como quiere el lema de los suicidas por el conocimiento, sino de que nos viene muy bien que la verdad sea la que es, y por tanto conocerla. Habríamos descubierto que la relación en que me encuentro hoy conmigo mismo mañana es igual de «íntima», no en absoluto más, que la relación en la que me encontraría con una reproducción mía obtenida por clonación, por ejemplo.
Hay otras repercusiones más técnicas y tal vez de menor interés directamente humano, pero en absoluto desdeñables, todas en el sentido general de una confirmación de las ideas utilitaristas. Se refieren sobre todo al merecimiento y al compromiso, a las promesas y la justicia distributiva. Vamos a mencionarlas nada más. Está claro que merecer premio o castigo parece presuponer la identidad personal, o la importancia moral de la identidad personal. Y que sin duda la Concepción Compleja haría menos plausible tal presupuesto. Así que en el Reduccionismo está contenida la tendencia a debilitar los principios del merecimiento. Pero también, por el mismo razonamiento, el principio que fundamenta la obligación de respetar los compromisos y de cumplir las promesas que hicimos en el pasado distante. No hay por qué pensar, insiste Parfit en ello, que su concepción de la identidad a través del tiempo termine con el respeto a las promesas y a los compromisos, y liquide toda justificación para aplicar castigos y otorgar recompensas, así como para encontrarle un sentido al concepto de culpa. Según él, la continuidad psicológica bastaría para que todos estos conceptos morales retuvieran su importancia, si bien debilitada. Lo que a nuestro autor parece importarle especialmente es el hecho, para él indudable, de que todas estas repercusiones irían directamente a favor del Utilitarismo. Ya no sería, sin embargo, tan directo el sentido pro- utilitarista de las consecuencias del cambio a la Concepción Compleja en el caso de la justicia distributiva y de la compensación. Lo que buscan los utilitaristas es «maximizar» —la mayor suma neta de beneficios menos cargas, cualquiera que sea su distribución— de manera que rechazan los principios distributivos, desatendiendo los límites entre las diferentes vidas. Hay dos clases de distribución, entre las vidas y dentro de las vidas. Y hay dos maneras de abandonar los principios distributivos, o bien no darles ningún alcance o bien no darles ningún peso. La Concepción Compleja justificaría tal vez conceder un alcance más amplio a estos principios, extendiéndolos al interior de cada vida (de la misma manera que pensamos que un sacrificio de una persona no sería compensado por un beneficio de otra, seríamos del parecer de que un sacrificio impuesto a un menor no podría ser compensado por un beneficio obtenido por su yo adulto). Pero sin duda apoyaría más enérgicamente el debilitamiento de los mismos (la compensación presupone la identidad personal, así que desde la Concepción Compleja podemos pensar que el hecho de la compensación es en sí mismo menos importante moralmente). De forma que el efecto neto del cambio a esta concepción también iría en la dirección de un fortalecimiento del Utilitarismo (Parfit, 1973: 153). Con todo, buen cuidado se pone aquí, sin duda en parte por la influencia de las críticas recibidas, en equilibrar el impacto de estas repercusiones. Por ejemplo, aunque si nos hiciésemos reduccionistas tendríamos que reconocer que no puede haber una compensación absoluta a través del tiempo, eso no quita que pudiéramos pensar que sí que podría darse «cuasi-compensación»: igual que podemos ser cuasi-compensados de nuestros sufrimientos por las ganancias que vayan a recibir los seres que a los que queremos, podemos ser cuasi-compensados de nuestros sufrimientos por las ganancias que obtengamos en otras partes de nuestra vida que ahora nos preocupan. Esto es, aunque seamos reduccionistas seguiríamos estando preocupados por nuestro futuro en cierta medida, responde nuestro autor a sus críticos (Parfit, 1986: 862).
En muchos de sus trabajos ha conectado Parfit los asuntos de la identidad personal y de la moralidad, aunque no sea en un sentido tan directo y estricto como en el esquema básico que venimos de analizar. Y en todos ellos se ha mostrado sumamente receptivo a sus numerosos críticos, desde recopilaciones tempranas como las de Perry (1975) y A. O. Rorty (1976), hasta obras colectivas en que se examinaba Razones y personas desde todos los puntos de vista imaginables, como el número 96 de Ethics, en cuyos «Comments» nuestro autor daba respuesta a numerosas voces críticas, o como la edición tardía de J. Dancy (ed.) (1997) Reading Parfit, que en vez de facilitar la lectura de su obra capital introduciendo de manera accesible los diferentes temas abordados en ella, lo que hace más bien es presentar enjundiosas impugnaciones a sus principales tesis, a veces impugnaciones a la totalidad. El talante exhibido ante la recepción crítica de sus teorías lo representa muy bien el siguiente fragmento, en el que, después de resumir en lo esencial las objeciones presentadas en Ethics por diversos autores a Razones y personas, nuestro autor nos demuestra una vez más que si el filósofo, como decía Heidegger, siempre se encuentra pensando en rigor lo mismo, ese pensar lo mismo por su parte tiene el carácter de un work in progress impulsado en su dialéctica interna por las observaciones críticas de la comunidad filosófica de referencia: «No trataré de resumir esta larga conclusión, pero parece que vale la pena enumerar mis conclusiones. Wolf señala que si nos volviéramos reduccionistas, esto tendría ciertos efectos negativos. Kagan advierte una brecha en mi defensa de la Teoría del fin Presente. Gruzalski muestra que, dado que yo no resolví el Problema Sorites, mi discusión de los efectos imperceptibles no respondió a todas las preguntas que hice surgir. Kuflik corrige mi descripción de la Moralidad del Sentido Común. Hay desde luego muchas otras maneras en que mi libro necesita ser revisado [cursiva mía]» (Parfit, 1986: 862).
Se entrelazan también moralidad e identidad personal en el planteamiento y la discusión del tema de la justicia intergeneracional. No se puede dejar de constatar en este punto que, aunque el trabajo de referencia sea el artículo seminal de Narveson de 1967, el que llevaba el nombre de «El Utilitarismo y las nuevas generaciones», así como que al que debemos la primera discusión sistemática de nuestras obligaciones para con las personas futuras sea desde luego J. Rawls, haya sido la obra de Parfit, en especial en la forma madura que asume en la cuarta parte de Razones y personas, la que ha definido para todos los estudiosos posteriores el sentido en que se plantean los problemas de cómo podemos y debemos relacionarnos con las personas futuras (Meyer, 2003). Esta cuarta parte titulada «Las generaciones futuras» se ha venido considerando con excesiva frecuencia la menos importante del libro, y ha sido en consecuencia la menos estudiada, sin duda, pero frente a este equivocado modo de ver las cosas se ha levantado, sin embargo, la voz de quienes insisten en que «es uno de los trabajos más ricos y más profundos de la filosofía contemporánea» (Temkin, 1997: 290): en ella los argumentos de Parfit se despliegan con una originalidad verdaderamente impactante, enfrentándose directamente al núcleo de nuestras creencias más profundas.
Se pretende aquí, entre otras cosas, discutir el Problema de la No Identidad o las elecciones de diferentes personas: las personas que en la actualidad se hallan viviendo pueden afectar con sus acciones a la existencia misma de las personas futuras, o a su número e identidad, desde el momento en que adoptamos la concepción genética de la identidad personal, según la cual la identidad de una persona se hallaría, al menos en parte, constituida por el ADN que la persona tiene como consecuencia de qué óvulo fue fertilizado por qué espermatozoide en la creación de esa persona, de manera que nuestras acciones tienen un efecto en la identidad genética de las personas futuras en la medida en que afectan al hecho de a partir de qué pares particulares de células esas personas futuras se originarán. Que yo sea yo, que exista yo, depende de haber sido concebido en el espacio de un mes alrededor del día en que de hecho fui concebido. Algo tan importante aparentemente como mi individualidad única e irrepetible dependería parcialmente de un hecho tan contingente y nimio como el del día concreto de mi concepción. Así, el problema se plantea en los siguientes términos: ciertas elecciones nuestras pueden tener efectos muy negativos en las personas del futuro, efectos que nos aportan razones para no hacerlas; pero puede ocurrir que sea predecible que si no tomamos tales decisiones estas personas futuras particulares nunca vayan a existir, de manera que tomarlas no va a ser peor para ellas. Para Parfit, esto no elimina nuestras razones morales para no hacer esas elecciones. Es su Tesis de la No Diferencia, para la cual las razones que tenemos para no perjudicar a futuras personas posibles, aquellas que podrían ser concebidas, son tan fuertes como las que tenemos para no dañar a personas reales, las ya concebidas. Y ¿cuáles serían estas razones? ¿Cómo podríamos explicarlas? No pueden ser explicadas completamente ni recurriendo a los intereses de la gente ni a sus derechos, sino que necesitamos una nueva teoría que por ahora no conocemos. Asimismo, otro enigma que Parfit intenta descifrar es el de la Asimetría: mientras que los candidatos a ser padres no tienen ninguna obligación de engendrar por consideración a los intereses de los posibles futuros hijos resultantes, sí que tendrían la obligación de no traer al mundo hijos que se pueda pronosticar que vayan a llevar una existencia miserable. De esta intuición de sentido común se derivarían consecuencias paradójicas que nuestro autor se aplicará a examinar pacientemente, con esa casi omnipotente paciencia que es la suya.
La filosofía moral tiene que ver necesariamente con las personas y su identidad porque aquí nos movemos por regla general en una concepción ética que sería person-affecting, o sea, aquella para la que la cualidad moral de una acción tiene que ser estimada sobre la base de cómo afecta a los intereses de las personas. Por eso se puede detectar la implicación personalista, si así lo podemos decir, en la mayoría de los trabajos éticos de Parfit, aun en aquellos que aparentemente nada tendrían que ver con la identidad personal. Como el que se abre con la pregunta de cómo podemos hacer la mejor distribución, si tratando de conseguir la igualdad entre las diferentes personas, o antes bien dando prioridad a las que están en la peor situación, un trabajo de argumentaciones cristalinas que se dedica a dibujar las complejas relaciones entre las posiciones utilitaristas, por un lado, y las igualitaristas y las que buscan priorizar los intereses de los menos favorecidos, por otro (Parfit, 1995a).
La influencia de un filósofo contemporáneo se mide sobre todo constatando cómo ha podido erigirse su obra en el centro de importantes debates a los que han contribuido pensadores procedentes incluso de tradiciones filosóficas diferentes, y desde luego la intensidad con la que las críticas han arreciado contra sus posiciones es asimismo un infalible índice de su relevancia y su centralidad. La obra de Derek Parfit es una perfecta ilustración de la utilidad de estos dos indicadores. No hay discusión del problema de la identidad personal a través del tiempo a partir de los años setenta del siglo XX que no la tome como uno de sus referentes básicos, en muchas ocasiones para someterla a todo tipo de refutaciones más o menos supuestas o más o menos logradas. Nuestro autor sabe muy bien que su tesis va en contra de nuestras creencias «naturales» —fomentadas por nuestra cultura milenaria— y que en muchos casos desequilibran la dinámica más habitual de algunas de las emociones más constitutivas de nuestra vida psicológica. Tal vez esto explique toda esa filosófica formación de combate que se ha venido organizando en los últimos treinta años contra las ideas que alcanzaron la más nítida expresión en 1984 en Razones y personas. No muchos parfitianos podemos encontrar en las publicaciones internacionales, si queremos decir la verdad, pero los que insisten en contradecir a Parfit son legión, y su número y la calidad de sus objeciones dejan pocas dudas sobre la considerable importancia del filósofo de Oxford, y la relevancia de su revitalización de un problema secular, profundo y repleto de implicaciones éticas, jurídicas y hasta políticas.
Desde la tradición filosófica a la que pertenece su obra, nutridas y de índole diversa son las críticas que la razón analítica ha dirigido contra las tesis de nuestro autor. Pero nos vamos a referir sólo a dos, sin duda de las más sobresalientes, y aparecidas ambas en la antología de J. Dancy, si bien la primera había visto la luz en 1985 en Mind, como magistral recensión de Razones y personas. Coinciden en rastrear contradicciones, por regla general, pero ya dejó dicho Ricoeur, en la revisión crítica a la que para cerrar estas páginas nos referiremos, que el pensamiento de Parfit, un pensamiento de extraordinario vigor, resulta inatacable si lo abordamos en su propio nivel analítico. De la riqueza del escrito de Shoemaker (1984/1997), extraemos nada más que dos consideraciones fuertemente críticas dirigidas contra la misma idea parfitiana de la identidad personal a través del tiempo, y algunas observaciones que desmentirían las supuestas repercusiones de la misma. La primera consideración se nos antoja inconsistente. Desde una perspectiva que habría que denominar funcionalista, lo que Parfit tiene que considerar que constituye la existencia de una persona es simplemente el sistema de los estados y los procesos mentales. Ahora bien, según Shoemaker, tal consideración implicaría el reconocimiento de una dependencia ontológica necesaria de las experiencias psicológicas respecto de la existencia de personas o sujetos mentales. Pero me parece que esta implicación no está nada clara, como tampoco lo estaría, en consecuencia, que la descripción impersonal de las personas a la que se tiende tenga que significar en el fondo la disolución de la mente, su proceder como tal descripción impersonal en términos simplemente físicos o funcionales. ¿No habíamos partido, desde el comienzo, de una funcionalización de la mente? Y no encuentro que la impersonalidad que busca Parfit sea incompatible con la concepción general del Funcionalismo, sino todo lo contrario.
Pero lo que Shoemaker considera más criticable no es esto, sino el sentido de la refutación parfitiana del No Reduccionismo, que procede como si la concepción del ego cartesiano pudiera haber sido verdadera, resultando, sin embargo, falsa, según nos llevaría a creer todo lo que sabemos. Es decir, parece que para Parfit la falsedad del No Reduccionismo es empírica más que a priori. Y no se trata tanto, evidentemente, de que Shoemaker esté convencido de que este es incoherente en sí mismo y, por tanto, no podría haber sido verdadero en absoluto. El problema radicaría en que Parfit trabaja muy a menudo la discusión del No Reduccionismo empleando casos imaginarios, lo que produciría la impresión de contradecir su pretensión en relación con él, porque entonces parece que lo que de verdad está en juego, en consecuencia, son una posibilidad y una necesidad conceptuales antes que nomológicas, o metafísicas en el sentido de Kripke. Hay aquí sin duda motivo de crítica, y esto ha sabido verlo muy bien Shoemaker, aunque no podamos olvidar que Parfit también ha pretendido mostrar la posibilidad de la verdad de la tesis del ego cartesiano empleando otros experimentos mentales de no menor significación. Si respetamos el procedimiento argumentativo de los casos imaginarios como procedimiento general, habría que aplicarse a la tarea de mostrar en concreto por qué algunos no funcionan como se espera cuando tratan un asunto del que estamos convencidos que no se presta a este tratamiento porque el autor supone que es un asunto de naturaleza empírica más que conceptual.
Por lo demás, somos de la opinión de que, contrariamente a lo que parece pensar Shoemaker, habría un sentido en que resulta intuitivamente correcto afirmar que si el No Reduccionismo fuera verdadero, la preocupación especial por nuestro futuro estaría más justificada racionalmente que en caso contrario, como también las nociones morales de merecimiento y compromiso tendrían una aplicación menos problemática, y los principios distributivos de justicia un peso mayor. Aparte de eso, si bien es verdad que, como creo que en algún momento reconoce el mismo Parfit, el Reduccionismo puede llegar a hacerse compatible con la Teoría del Propio Interés, en la medida en que la identidad personal consistiría en la famosa relación R, y ésta no vacía de sentido completamente a la preocupación por nuestro futuro, esta compatibilidad resultaría mucho más «natural» en el caso de la posición contraria.
J. McDowell (1997), en su artículo contra la pretensión de someter al tratamiento reduccionista el punto de vista de la primera persona, insiste en que, en relación con lo que él mismo llama «el fenómeno de Locke» (el hecho de que a las personas la consciousness les proporcione una perspectiva interna sobre su propia persistencia en el tiempo), tenemos que desenmascarar como totalmente falso el que la alternativa a la que nos enfrentemos sea la de reducción o admisión del ego puro cartesiano. Habría por el contrario una tercera posibilidad, que es la que McDowell defiende y que echa de menos en la obra de Parfit: que exista, de forma continua, una entidad a la que conocemos como persona, uno de cuyos aspectos sea precisamente esa continuidad de conciencia. El Reduccionismo al estilo de Parfit sería falso, pero no porque la identidad personal suponga un hecho adicional profundo, sino porque no hay en absoluto ningún sustrato más básico al que se pueda retrotraer por análisis. Hay que suponer entonces que la condición de persona sería ella misma strawsonianamente inanalizable. Pero lo esencial en la crítica que ahora atendemos es la denuncia de un rasgo que por lo visto sería común a Parfit y a los cartesianos, la idea de que la consciousness es «autocontenida», la convicción de que el fenómeno de Locke debe ser entendido de forma aislada, con independencia del contexto de hechos que da sentido a la continuación de las vidas humanas en el tiempo. Pero ocurre que sólo ese contexto objetivo es capaz de hacer inteligible que la conciencia continua nos presente una identidad a través del tiempo. Haber prescindido Parfit de él le sirve a McDowell de ocasión para practicar la hermenéutica de la sospecha: impulsaría las ideas de nuestro filósofo la tentación de trascender la finitud de la vida humana individual, nuestra misma realidad de animales racionales, y en esta fantasía tan usual no habría que ver en absoluto una supuesta liberación de los prejuicios de la razón práctica, sino todo lo contrario, una distorsión filosófica más, «impuesta a la reflexión sobre la razón y la vida humana por nuestro olvido, como es de entender un olvido buscado por encima de todo, de cómo mantener una concepción firme e integrada de nosotros mismos como animales racionales» (MacDowell, 1997: 248). Sería el curso que nuestra vida va trazando entre las cosas del mundo lo que constituye nuestra identidad como personas a través del tiempo, como personas terrenales, y esto es precisamente lo que ha querido negar la tradición de la conciencia autocontenida, con la intención de levantar demasiado la cabeza sobre el nivel biológico en el que nos encontramos como especie animal que somos. La crítica de MacDowell sólo parece hacer mella en el discurso parfitiano en la medida en que lo impugna en su totalidad, casi con un pie fuera del ámbito que le es propio. Porque en ese ámbito no se puede pasar por alto que los estados intencionales representan el mundo y significan lo que las causas mundanas determinan: no hay manera de hurtarse al contexto objetivo del que pretendía hacer abstracción toda esa concepción de la conciencia autocontenida, a menos que se trate de una conciencia sin ningún contenido, o sea, propiamente, una no-conciencia.
Desde el terreno que corresponde a la razón trascendental, pasando a otro orden de críticas, se ha podido aseverar que Kant habría refutado a Parfit (S. Blackburn, 1997). Fue Ch. Korsgaard la que, en un trabajo justamente célebre publicado en 1989, llamó nuestra atención sobre la existencia de una clara diferencia entre dos conceptos de persona que no podían ser confundidos: las tesis del utilitarista Parfit sólo tendrían sentido en el interior del marco de uno de ellos pero se revelaban totalmente erradas desde la perspectiva del otro: «Una persona es tanto activa como pasiva, tanto un agente como un sujeto de experiencias. Los filósofos morales utilitaristas y kantianos, sin embargo, ponen un énfasis diferente, de una forma que les caracteriza, sobre estos dos aspectos de nuestra naturaleza. El utilitarista subraya el lado pasivo de nuestra naturaleza, nuestra capacidad de estar contentos o satisfechos, y está interesado en lo que nos sucede. El kantiano subraya nuestra capacidad de actuar y está interesado en lo que hacemos. De manera alternativa, podemos decir que el utilitarista se concentra en primer lugar en las personas como objetos de interés moral, y pregunta “¿qué debería hacerse por ellas?”, mientras que el kantiano se dirige al agente moral, que se pregunta “¿qué debo hacer yo”?» (Korsgaard, 1989: 101). Las personas pueden ser contempladas como «locus de experiencias», tal y como hace Parfit siguiendo a toda la tradición a la que pertenece, pero también como seres fundamentalmente activos, comprometidos en sus acciones. Lo que tenemos que preguntarnos entonces es qué aspecto ofrecen las cuestiones de la identidad personal y de su importancia desde este segundo punto de vista, que no sería el parfitiano.
Situados en esta óptica, podremos ver que las razones que tenemos para considerarnos los mismos que nuestros «yoes» futuros no serían en absoluto «metafísicas» (no tendrían que ver con la existencia o no existencia de un deep further fact, por ejemplo), sino simplemente prácticas. Es decir, somos personas unificadas en un momento temporal dado porque tenemos que actuar, lo que significa que ocupamos lo que Korsgaard denomina el deliberative standpoint: sería como si Razones y personas agency