Atrevidas: mujeres que han osado
La presente obra está dividida en dos partes. En la primera se erige homenaje a Elena Poniatowska, cuya alumna, amiga, confidente y compañera, Guadalupe Loaeza, nos comparte textos que ha elaborado a lo largo de los años en torno de su relación con la ganadora del Premio Cervantes 2013, textos que han sido publicados en distintos periódicos, entre ellos el Reforma, y que están cargados de nostalgia, unas veces, de admiración, otras, pero todas de un absoluto respeto y reconocimiento a la “Princesa menos snob”, como llama Guadalupe a su amiga Poniatowska, por ser uno de los principales pilares tanto para las letras mexicanas como para una inmensa cantidad de mujeres, pero sobre todo por mostrar siempre al México de los oprimidos, de los pobres, de los ciudadanos de a pie a través de su vasta cantidad de artículos, entrevistas, novelas, etcétera.
Loaeza presenta a la escritora, pero también a la madre, a la hija, a la amiga y a la niña que viven y han vivido en el espíritu de Elena, a quien Octavio Paz describiera como una persona llena de “celo moral, que quiere salvar, exaltar, ayudar…”.
La segunda parte de este libro comprende una compilación biográfica realizada igualmente por Guadalupe Loaeza, además de cartas que ella misma ha escrito, en donde destaca la lucha emprendida por mujeres de todo el mundo en sus distintas ocupaciones y particularidades, y que finalmente continúan con la tradición feminista que tuvo su primer gran momento en Europa, desde el siglo XVIII.
A partir de entonces, la lucha de las mujeres, no sólo en aquel continente, sino también en la realidad latinoamericana, ha dado pie al surgimiento de movimientos sociales que buscan derribar los lastres generados por una sociedad opresora, patriarcal, que se ha valido de los cuerpos y de las mentes de aquéllas para cimentar su poderío y sumisión. Es por ello que ante el temor del posible olvido por el que muchas mujeres ilustres pudieran atravesar, Loaeza contribuye con este material para darles su justo lugar.
Estas mujeres han luchado no sólo como seres existentes en una realidad concreta, sino como quienes han sufrido de distintas maneras su condición de género: la moral judeo-cristiana recalcitrante, el impedimento de la interrupción del embarazo, la represión sexual, la entonces prohibición del ejercicio del voto, etc. Desde la política hasta las artes, han hecho uso de sus voces para denunciar y enaltecer al mítico ser que encarnan.
Actrices como Ofelia Medina, Jesusa Rodríguez, la cantante Eugenia León, la escultora Helen Escobedo, la fotógrafa Mariana Yampolsky, la ya famosa Frida Kahlo; mujeres de política y economía como Ifigenia Martínez, Guadalupe Rivera Marín (hija de Diego Rivera), pero también las que lucharon desde su posición humilde y no por ello menos fuerte y combativa, como Benita Galeana o Evangelina Cadena; teóricas como Marta Lamas y Marcela Lagarde, y muchas otras más, dan el ejemplo y el impulso por la lucha a las nuevas generaciones de mujeres, con el fin de que continúen para conseguir la anhelada liberación.
Las causas sociales, la defensa de grupos vulnerables tales como los indígenas, los niños con hambre o que viven en pobreza extrema, los desaparecidos y presos políticos, se han convertido en estandartes de lucha de las protagonistas de esta obra. Su común denominador es la solidaridad para con sus semejantes, la búsqueda de la igualdad y el derribo de prejuicios y ataduras, basadas algunas en justificaciones erróneas de corte biológico (genitales, precisamente).
El ejercicio del arte destaca en este libro como ejemplo de una herramienta potencial para destruir sexismos, para transgredir formas del patriarcado, pero principalmente, para existir plenamente.
Loaeza se convierte por ello mismo en una de estas mujeres que utiliza su voz para rescatar y posicionar en la memoria histórica a quienes pugnan a favor de un colectivo que merece situarse en las conciencias de los lectores, en su justa dimensión y con su merecido valor.
Por último y a modo de apéndice, incluimos el texto de agradecimiento que escribió la autora en memoria de Miguel Ángel Granados Chapa, líneas significativas por el gran aprecio que le tuvo Guadalupe. Pero además, el escrito tiene lugar en esta obra ya que la fotografía de portada fue tomada justamente en el funeral de Miguel Ángel, en uno de esos extraños momentos en donde converge el dolor por la partida de un grande y la amistad de dos más: Elena Poniatowska y Guadalupe Loaeza.
Aunque, aprovechando la ocasión, en este mismo apéndice no pudimos dejar de incluir el extraordinario relato La cena, que igual trata sobre Miguel Ángel Granados Chapa… toda una experiencia.
Valentina Tolentino Sanjuan
Atrevidas: Mujeres que han osado / Guadalupe Loaeza
Primera edición electrónica: 2014
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DISEÑO DE PORTADA: Anabella Mikulan / Victoria Aguiar
PUMPKIN STUDIO holapumpkin@gmail.com
FORMACIÓN Y CUIDADO EDITORIAL: Jus, Libreros y Editores, S. A. de C. V. y Valentina Tolentino Sanjuan
• ALIOS • VIDI •
• VENTOS • ALIASQUE •
• PROCELLAS •
El cuidado editorial de
Atrevidas: mujeres que han osado
de Guadalupe Loaeza
estuvo a cargo de Jus, Libreros y Editores S. A de C. V. y Valentina Tolentino Sanjuan
Brindamos tanto por Elenita, que muy a pesar mío en estos momentos, veo dos computadoras, dos pantallas y centenas de teclas. Les confieso que me encuentro un poquito tipsy; sin embargo, no quiero dejar de contarles por qué brindamos tanto por Elenita.
Que, ¿cuál Elenita? Pues la única. La Poniatowska. “La princesa menos snob” del mundo. La escritora. Mi maestra. La güerita. La periodista. La autora de uno de los libros más vendidos de México, La Noche de Tlatelolco (1971). La que vive en Chimalistac, allá por Coyoacán, en una callecita empedrada que se llama Federico Gamboa, en una casita que parece de cuento. La que siempre está pensando en los que menos tienen. La patrona de las costureras del temblor de 1985. La entrevistadora más impertinente y encantadora a la vez que se haya dado en las letras mexicanas. La que tiene una voz de niña y una sabiduría de viejita.
La hija más buena que hay sobre la Tierra que no deja de velar las veinticuatro horas del día por su madre. La amiga más solidaria que siempre está allí para sus “cuatachas azotadas”. La más honesta y auténtica de las periodistas de este país. La mamá más permisiva y preocupona que haya existido. La mujer de letras más modesta que jamás haya aparecido en las enciclopedias de las grandes plumas universales. La novelista cuya obra es de las más estudiadas en las universidades de los Estados Unidos. La biógrafa mexicana más trabajadora, tierna y perceptiva del siglo XX. La mujer más distraída, más desorientada y más atarantada que una se pueda imaginar. La feminista menos “rollera” pero de las más comprometidas. La cronista política menos “grilla” y convenenciera del periodismo mexicano.
En suma, una de las autoras más queridas y respetadas de un México tan ávido de hijos de la calidad humana y profesional como la que tiene Elena Poniatowska.
Por todo lo anterior, ayer brindamos por ella, con motivo de su libro Juan Soriano, niño de mil años (1998, Plaza & Janés) en una comida espléndida que le ofreciera Carlos Abedrop, aquel banquero que una vez, a finales de 1982, llegó a ser el ave más triste. No obstante, han pasado tantos años de la nacionalización de la banca, y todavía lo vemos llevando la cabeza hacia atrás y dándose un golpe con su mano contra la frente justo en el momento en que José López Portillo anunció en su último Informe que los bancos ya eran de todos los mexicanos. ¡Ah, cómo ha de haber sufrido el pobre de don Carlos en esos momentos! Sin embargo, y como bien dice el refrán que “no hay mal que por bien no venga”, andando el tiempo, La Providencia y Miguel de la Madrid quisieron recompensar el terrible derramón de bilis que hiciera don Carlos aquel 1o. de diciembre de 1982, y resultó que ahora Abedrop es el ave más feliz y más rica de todas las aves del universo.
De ahí que también resultara tan rica y copiosa la comida con la que honrara a nuestra Elenita, en medio de amigos y admiradores. Sí ya sé que se mueren de ganas, mis queridos, queridísimos lectores (¡¡¡¡hip!!! aquí entre nos se me pasaron un poquito las cucharadas, por eso me atrevo a confesarles mi amor y mi respeto por cada uno de ustedes; ya saben que pueden contar conmigo para lo que quieran y gusten. Gracias por leerme. Gracias por ser tan benevolentes. Gracias por haber llegado hasta estas líneas. ¿De veras no los estoy aburriendo? ¡Híjole, creo que me urgen unos Alka-Seltzers, de lo contrario, ya no veo el teclado y no puedo seguir escribiendo, ¡¡¡hip!!! Perdón. Ahorita vengo. Voy en busca de ellos. A ver si encuentro el botiquín. A ver si no me caigo en el camino...)
Ya, ¡qué diferencia! Ahora sí, déjenme platicarles de la comida. He aquí la lista de invitados: don José Iturriaga estaba en una forma magnífica. Juan Soriano se veía feliz. A pesar de que sus ojos azules tenían una mirada de un niño de mil años, él se veía como de cincuenta. No obstante, todos los invitados le rogamos que hiciera un discurso… se negó. “Por lo menos da las gracias por la comida” le sugirió Marek, muerto de la risa enfundado con su traje azul pavo.
Margarita González Gamio, vestida con un traje sastre negro y blanco, nos contó que había leído el libro en el avión durante un viaje a Holanda y que al llegar al aeropuerto le llamó a Juan para decirle cuánto le había gustado.
Emilio Carrillo Gamboa se veía muy sonriente y comentó que su padre, don Antonio Carrillo Flores quería mucho a Elenita.
Panchita Reanaud, más guapa que nunca, festejaba con ojos muy brillantes todo lo que decían los demás comensales. Fernando Soriano dijo unas palabras en honor de Elenita, llenas de luz y de inteligencia. Marie Jo Paz narró que un día Octavio le había contado que hacía muchos años, en una recepción, Juan Soriano había invitado a bailar al Presidente de la República, que en esos momentos era nada menos que el General Lázaro Cárdenas. “De plano sí me atreví porque lo admiraba mucho”, declaró el pintor con una sonrisa larguísima que le daba toda la vuelta a la cabeza.
Marie Jo también contó la impresión que tuvo la primera vez que vio a Elena en 1967 en el departamento de Julissa que les había prestado Carlos Fuentes: “Me pareció comme une poupeé”.
El pequeño pero profundo discurso que hizo María de los Ángeles Moreno al referirse a Elenita, a mi manera de ver, fue el más hermoso y contundente. Lo aprecié tanto que hasta en esos momentos pensé que también ella debería de estar entre los cuatro precandidatos a la Presidencia.
A mi derecha se encontraba sentado Jacobo Zabludowsky. Lo vi igualito que cuando lo descubrí por primera vez en la televisión. Creo que entonces yo tendría diez años con algunos meses. Por tantito y le pregunto cuál era su secreto, pero no me atreví. Cuando a Elenita le tocó comentar algo de cada uno de los comensales, refiriéndose al periodista dijo que no se le olvidaba lo del ’68, pero que también recordaba el respeto con el que siempre la trataba. Cuando escuché lo anterior, yo también tuve ganas de decirle a mi compañero de mesa: “oiga, a mí, como a millones de mexicanos tampoco se nos ha olvidado 68, ¿eh?” No lo hice porque me acordé que en el Manual de la Gente Bien (1995, Plaza & Janes) se sugiere que no hay que hacer este tipo de comentarios.
A mi lado izquierdo tenía a Antonio Haas, que llevaba un saco de algodón de rayitas azul y blanco, como los que usaba Bing Crosby en algunas películas. A él, Elenita le dijo que era un “gentleman farmer” a quien le estaba muy agradecida porque le había dado dos veces el Premio Mazatlán, aunque nada más lo había recibido una, pues no se valían dos.
Teresa Márquez se veía encantada con su vestido anaranjado. “Elena siempre está y estará allí donde debe de estar”, comentó alzando su copa de un excelente vino rojo Chateau Bucallou 1989. ¿Saben ustedes quién estaba a su diestra? Cuando lo vi no lo podía creer. No sabía si saludarlo o despedirme de él para siempre, pero en esos momentos me saludó con tal gentileza, que le correspondí con una sonrisa como para foto de Polaroid. Era Joseph Marie Córdoba Montoya. Estaba tan igual a él mismo, que era inevitable no evocar épocas pasadas; épocas que quisiéramos olvidar para siempre... Su compañera de mesa era mi amiga Marie Pierre Colle Corcuera. Como siempre, superguapa, superbien vestida, superbien educada, supersofisticada. Ella dijo que gracias a Elenita ahora se asumía como una escritora mexicana.
Por último, permítanme decirles cuál fue el menú: jamón serrano con higos acompañado con un jerez Tío Pepe; medallones de filete con verduritas, frijoles y enchiladas. Y como postre, pastel de mil hojas y ate con queso.
No nos queda más que volver a brindar con nuestro vaso de agua con tres Alka-Seltzer tanto por Elenita como por Juan Soriano; dos mexicanos por los que vale la pena emborracharse...
Para Paulette, querida Elenita y queridas todas las Elenas que habitan en la Poniatowska:
¿Sabías que sé todo de ti? Sé que naciste en París, un 21 de mayo, que pesaste tres kilos y que tomabas tres onzas de leche cada seis horas. Sé que el primer texto que escribiste en tu vida fue a propósito de Juana de Arco. Asimismo, estoy enterada de que cuando llegaste a México, a los nueve años, lo primero que te llamó la atención fueron las montañas de naranja, el sol y la bondad de los mexicanos. Además, te sorprendió que te "güereaban" muchísimo por la calle, a causa de tu pelo rubio y tus ojos azules.
Sé que entraste como periodista a Excélsior en 1953. Pero lo que también sé es que en estos momentos, a pesar de la felicidad que te provocó el Premio de Novela Alfaguara 2001, estás triste, muy triste. El jueves por la noche se puso mala Paulette. "Veo muy mal a mi abuelita. Ahora sí te tienes que poner las pilas", te dijo Paula, tu hija. Entonces se fueron al Hospital Ángeles e internaron a tu madre. "Tiene bronconeumonía", te anunció el doctor.
Desde ese momento no te has separado de su lado. Llevas dos días en la habitación 530 mirándola cómo hace esfuerzos para eliminar todas las flemas que le bloquean sus ya fatigados pulmones. Y entre más observas, con un nudo en la garganta, a esa mujer con el pelo blanco y con las sábanas que le llegan hasta la barbilla, más te preguntas si de verdad, ese bulto que yace inerme sobre la cama, es tu madre. Tienes ganas de abrazarla y de besarla con todo tu corazón, pero no te atreves. Temes molestarla, quebrarla e importunarla. No, no lo haces. "Pensaría que me estoy despidiendo", te dices con tus ojos fatigados por la falta de sueño. Pero en realidad, eso es lo que deseas, despedirte de ella una vez por todas. Despedirte, para que no sufra. Despedirte para que ya no sientas ese dolor que tienes como clavado en el corazón. ¡Qué terrible, porque lo más seguro es que ella no quiera despedirse y menos de su hija, que tanto la ha cuidado y le ha dado tantas satisfacciones!
Contestas el teléfono, agradeces las felicitaciones que te hacen respecto de tu premio y luego explicas que tu madre hoy, afortunadamente, amaneció mejor, les dices: "Ayer sí la vi muy mal, pero hoy está mejor". A pesar de tu tono de voz aparentemente relajado y cálido, se te siente distante. Es como si no estuvieras allí, del otro lado de la bocina. Pero es normal, porque en estos momentos es como si te encontraras metida en el interior de una pesadilla. Un mal sueño que ya has tenido muchísimas veces. Hasta cuando eras niña temías perder para siempre a tu mamá. Tu mamá, tu mami, tu madre, la autora de los días de la autora, tu mamacita, mi mamá, nuestras mamás.
¡Ay, Elena, tú y yo padecemos de "mamitis", pero de la aguda! ¿Te acuerdas que un día una psicoanalista argentina te dijo: "Ya deje en paz a su madre, que ni la quiere como usted la quiere, olvide esa obsesión, no le conviene". Y tú le respondiste: "No, doctora, soy yo la que no me convengo, aunque antes de niña, sí, solía reír mucho, y cuando reía, entonces sí, me tenía a mí misma, sí, como un pequeño sol de premio entre las manos". Así le dijiste a esa doctora tan metiche.
¿Cómo que tu mamá no te quería con la misma intensidad que tú a ella? ¡Qué tontería! Si desde que eras pequeña eras su manzanita, su pomme, su Myosotis, como también te decía porque te gustaba recitar esa poesía que lleva el mismo nombre. Por eso tu tía Carito te regaló un vestido con puras "nomeolvides".
Por cierto, Elena, ¿dónde estará la fotografía donde sales con tu vestido lleno de florecitas azules como tus ojos? Dice tu mamá que te quedaba muy bien y que entonces tenías el pelo muy rubio. Cómo se ha de haber enternecido con esa niñita que además de recitar en francés, tocaba a Mozart en el piano, a pesar de que tenías las manos muy chiquitas. ¿Sabías, Elena, que desde que naciste, todavía no tenías ni quince días, tu mamá empezó a tener una angustia muy especial por ti? "Pero, gracias a Dios, ese sentimiento fue pasando con los años?, como era mi primer bebé. Le tenía un cariño muy especial y como había nacido en unas condiciones un poco difíciles, puede ser que yo me quedé también un poquito débil. Tal vez fue una especie de presentimiento, pero tenía yo un poquito de miedo por ella y luego con los años fue pasando. Es que era tan tierna conmigo".
¡Qué orgullosa está tu madre de ti! ¡Cuánto te quiso cuando la ayudaste a escribir su libro Nomeolvides!
Volviendo a lo que te dijo la psiquiatra, ¿cómo no ibas a estar tan obsesionada con esa madre tan seductora, tan bella y tan imprevisible? Desde que eras muy pequeña te fascinaba. Ella fue el primer personaje de todos los cuentos que imaginabas. De hecho, siempre has vivido enamorada de tu mamá. Ha sido una constante a lo largo de tu vida. A veces te parecía como un hada, seguramente por elusiva. Siempre tuviste la impresión de que vivía en su universo, donde a veces no tenías permiso de entrar. Ni tú ni tu papá, ni tu hermana ni Jan, tu hermano, ni nadie podía penetrar en su mundo lleno de fantasmas y sueños. ¿Verdad que siempre la querías estrechar entre tus brazos? Pero de alguna manera siempre sentías que se te escapaba.
Ahora, Elena, ya no se te puede escapar. Ya no tiene fuerzas. ¡Abrázala, abrázala antes de que se vaya para siempre! ¡Abrázala por todas las veces que no lo hiciste! Sobre todo en aquella época que estabas internada en el Sagrado Corazón de Filadelfia. Entonces no la extrañabas. Era más que eso, la llevabas adentro. Hablabas con ella todo el tiempo. Con tu maravillosa imaginación, corrías tras de ella, imaginabas su día en México. No era que la extrañabas, era que la vivías entre las paredes de la habitación del convento. En esa época la veías mirarte. Siempre has dicho, Elena, que tu madre es la culpable de tu esperanza. ¿Culpable? ¿De qué tienes culpa, Elena? ¿De quererla demasiado? ¿De que te queramos tanto? ¿De la muerte de tu hermano Jan? ¿De ser tan exitosa? ¿De que tu libro La noche de Tlaltelolco tiene más de sesenta ediciones? ¿De haber escrito libros que nos han acompañado durante tantos años? ¿De haber ganado, entre 584 novelas, uno de los galardones más apreciados por los escritores en lengua española? ¿De ser una princesa polaca de verdad? ¿De tener un antepasado que fue mariscal de Francia, Joseph Poniatowski, que peleó con Napoleón en contra de los rusos y que hacía el amor a caballo? ¿De haber sido una niña que ni siquiera sabía que su mamá era mexicana?, no obstante, te pasabas todo el día haciéndole preguntas, tipo: ¿dónde vas?, ¿con quién vas?, ¿a qué hora regresas?, ¿cuánto tiempo vas a tardar? Oye, Elenita, ¿por qué cuando eras niña te mordías las uñas? Algo me dice que te las mordías, porque desde entonces tus manos estaban muy inquietas. ¡Querían escribir! ¡Querían contar todo lo que sentían y tocaban! ¿Te sudaban, Elena? ¿Sí? ¿Sabes por qué? Porque eres muy sensible. Porque vives a flor de piel. Porque no sabes decir que "no" a nadie.
Porque cuando eras una niña te angustiaba que tu madre no regresara de los cocteles que le ofrecían al Rey Carol y a Madame Lepescu, y porque entre todas las llamadas de teléfono que siempre eran para ella, leías un recado, entre decenas, que decía: "Un señor que no quiso dejar su nombre".
Porque la gente al verte tan güerita, más que mexicana, creía que eras gringa; y tú misma no sabías de dónde eras realmente, ni tampoco dónde estaba tu casa; no obstante, tu tía Pita Amor afirmaba que su casa era ella.
Porque temías que tu papá no regresara de la guerra. Porque cuando finalmente retornó, te lo querías comer a besos. "Niña, no jales así a tu papá, no estés de encimosa", te decían los adultos. Pero a ti no te importaba ni un comino lo que te decían. Tú lo que querías era metértelo adentro para saber de qué estaba hecho, para saber cómo funcionaba, para saber por qué siempre estaba tan callado. "Papá quiero tronarte los huesos en un abrazo fuerte, fuerte, fuerte, abrazo de oso, estrujarte, papá".
Pero en tu casa, este tipo de manifestaciones no existían, no se usaban. "Helen don't do that", creías escuchar a la señora de la pintura que estaba en la sala de tu casa de las calles de Berlín. "Helen, it isn't done", pensabas que te decía Elizabeth Sperry Poniatowska, tu antepasada que fue pintada por Boldini. Por cierto, ¿te acuerdas de la fotografía del señor Tovar que les tomó a tu madre, a tu hermana Kitzya y a ti para la revista Social para la sección "La belleza que se hereda", del número de diciembre de 1952? Esa pintura aparece entre ustedes.
Oye, Elena, el día que les tomaron la foto, ¿no habrá sido el mismo en el que fuiste a una fiesta acompañada por tu flamante novio Javier Carral, y que se enojó contigo porque cuando fue al baño y regresó, te encontró bailando con otro? Creo que hasta te cortó, ¿verdad? "Eres igual de coqueta que tu madre", te dijo furioso. Ay, pues qué delicado. Ahorita el señor Carral ha de estar arrepentidísimo, sobre todo cuando se enteró de que su ex novia obtuvo un premio que representa casi trescientos mil dólares. Cuando te dieron la noticia del premio, también te han de haber sudado mucho las manos, ¿verdad? Algo me dice que desde hace muchos años te sudan, porque cuando escuchabas a tu padre tocar el piano, sabías de antemano que nunca llegaría al final de la pavana, o de la tarantella o del rondó que le había pedido tu mamá. Sentías que tus manos te sudaban, porque a pesar de tu cortísima edad, intuías que las de tu papá, temblaban. Porque sabías que vivía su vida como si hubiera estado fuera de la película. Alguna vez tú misma escribiste: "Porque mi padre es un hombre que tiembla; desde que se levanta a la vida, siempre algo lo desasosiega por dentro y no le permite estar...".
Ah, cómo te han de haber sudado cuando Mother Heuisler te regañó por haberle dado el enfoque que le diste a tu texto sobre las Cruzadas. Qué injusta, y todo porque los describiste todos chamagosos y llenos de piojos.
¿Sabías, Elena, que siempre te he vivido como una mujer que ha inspirado grandes pasiones? Hace poquito, precisamente, me contó Ramón de Florez que cuando tenía diez años se enamoró de ti. Creo que entonces tú tenías nueve. El caso es que te escribía cartas de amor, no con tinta, sino con limón para que nadie pudiera descifrar todo lo que te decía. Cuando las recibías, con tu plancha que tenías para tus muñecas, las planchabas y con el calorcito y como por arte de magia, salían las letras con todos los pensamientos de amor que le habías inspirado a ese niño que todavía usaba pantalón corto.
¿Cuántas cartas de amor has recibido en tu vida, Elena? ¿Cuántas has escrito? ¿Cuántas te quedarán por escribir y cuántas por recibir? Por lo pronto, permíteme enviarte ésta, con el objeto de compartir un poco de la tristeza que te embarga en estos momentos. Sí, ésta es una carta de amor a mi maestra que tanto me enseñó; a mi amiga que tanto me ha apoyado; a mi hermana postiza con la que puedo pasar horas y días platicando, y a mi confidente que tanto me ha consolado.
Sí, ésta es una carta de amor a una hija cuya una de sus tantas obsesiones, es que a su madre nunca le falte nada. Sí, ésta es una carta de amor a una madre generosísima, que le ha dado tanto a sus tres hijos. Sí, ésta es una carta de amor a una abuela muy tierna que le canta canciones francesas a sus nietos. Sí, ésta es una carta de amor a una periodista que desde que empezó a escribir se la ha jugado de verdad y que por añadidura nunca de los nuncas ha hecho ningún tipo de concesión ni con el poder, ni con los de los dineros; la periodista que le hizo la primera entrevista al Subcomandante Marcos, en junio de 1994.
Y, finalmente, sí, ésta es una carta de amor a una escritora mexicana gracias a la cual sus compatriotas nos sentimos muy, muy, muy, muy orgullosos. Dale muchos besos a Paulette de mi parte, a tus hijos, a tus nietos y a Juan Antonio.
Para mi amigo Braulio...
Hoy domingo en nuestro espacio Parejas inmortales, nos toca hablar de una amistad que estamos seguros será inmortal, vivirá por los siglos de los siglos, amén. Se trata de una amistad entre dos ilustres mexicanos, cuyos nombres nada más de pronunciarlos se nos llena la boca de orgullo. Esta amistad nos gusta porque, gracias a ella, nos hemos beneficiado miles y miles de sus lectoras y lectores. Nos referimos a la amistad entre La princesa Polaca y El cronista de la Portales, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis. Más que “juventud divino tesoro”, diríamos convencidísimos, “amistad divino tesoro” porque “un amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable. El que teme al Señor es fiel a la amistad y como él es fiel, así lo será su amigo". (Eccli 69: 14-17)
Antes de escuchar a este par de amigos hablar de la forma en que se ven uno al otro, hablemos un poquito de lo que significa la palabra amistad.
Según el filósofo francés Michel Eyquem de Montaigne: “La amistad es un nombre sagrado, una cosa santa que sólo se da entre gentes de bien y que sólo se toma por mutuo aprecio”. Un sentimiento tan fuerte supone la comunión de dos almas que se convierten en una, cada cual sintiendo inmediatamente lo que la otra piensa y vive. La amistad supone un afecto espontáneo, gratuito, sin motivo, sin interés y sin justificación. “El interés de mi amigo es mi interés”.
Entre Elena y Carlos se dio el encuentro feliz de dos egos, la combinación armoniosa de dos egoísmos, como la de Montaigne y su amigo La Boètie, “Porque era él, porque era yo”. Elena es Elena y Carlos es Carlos. Su amistad fue inmediata, tan entera y perfecta que “nada les es más cercano que el uno del otro”.
Lo peculiar de la amistad no es el sexo, como en la unión conyugal; la ganancia o el interés como en la lucrativa, o una empresa común, como en otro tipo de sociedad, sino el afecto desinteresado, o el amor de la benevolencia, según Santo Tomás, como amor que quiere simple y puramente el amor del amigo. Este amor, es por oposición al egoísmo y dirigido al otro, esencialmente social, pero al mismo tiempo se relaciona con una persona muy determinada y se apoya en sus cualidades individuales específicas.
Aristóteles (Ética Nicomaquea, lib. 8 cap. 8-9) parece considerar también que lo específico de la amistad es el afecto desinteresado. Declara que “la amistad consiste sobre todo en los sentimientos afectuosos” y, por otra parte, afirma que es enormemente exacto que “entre amigos todo es común”.
La amistad es vida. La amistad consiste en una “colaboración vital”, como dice García Morente, es decir, en la ayuda mutua en orden al pleno desarrollo del ser y de la personalidad de los amigos. La amistad implica, pues, esencialmente, algo tan social como la comunicación recíproca de los dones individuales y el cambio mutuo de servicios.
La amistad tiene un valor humano y social muy destacado. Representa en sí uno de los aspectos más nobles de la vida humana y uno de sus goces más puros y elevados. La amistad rodea al hombre de una atmósfera de cariño e influye en todas las facetas de su personalidad. El hombre aparece sin secretos ante el amigo y la función de aquel es ayudarle a corregirse y superarse en todos los aspectos. De aquí que sea un factor de primer orden en la formación humana. La autoformación es siempre imperfecta, de donde se deriva que la función del amigo sea insustituible.
Los amigos están de tal manera referidos uno al otro, que su amistad afecta al núcleo de su ser personal. La amistad se realiza abriéndose el “yo” para admitir al “tú” en su mundo, para hacerlo partícipe de su propia vida. La Biblia nos dice: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos... os he llamado amigos porque os he dado a conocer cuanto oí de mi Padre". El “tú” participa del pensamiento, de la alegría y del dolor del “yo” y se abre y revela para, a su vez, hacer partícipe de su vida al amigo. Gracias a la amistad el hombre rompe el estrecho círculo de su “yo”; se trasciende a sí mismo en el “tú” y se enriquece aceptando el “tú”. Encuentra su riqueza fuera de sí. Debido a este mutuo ofrecimiento y entrega nace sobre ambos amigos una constante unidad, que abarca y comprende a los amigos.
Todo esto se lo puedes adaptar a la amistad entre Elena y Carlos.
Aristóteles dice que la amistad es virtud o acompaña a la virtud. Dice de los amigos que son el mejor de los bienes externos.
“El amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza que se establece con la verdadera amistad: se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos” (J. Escrivá de Balaguer, carta, 11 mar. 1940).
A continuación daremos en primer lugar la palabra a Elena, nuestra queridísima Eleníssima, con el objeto de que nos platique de su Monsi, de su amigo imprescindible, su amigo al que más quiere y su amigo brújula, cuya existencia la guía en medio de sus inseguridades.
“Conocí a Monsiváis en 1957 al lado de José Emilio Pacheco. Siempre los vi juntos. Delgadísimos, ágiles, implacables, pero también consigo mismos. (Mi texto es un bodrio, decía Monsi. No tengo para comer, exponía José Emilio). Ambos de pelo oscuro, mordaces, traviesos, anteojudos, deslumbrantes, caminaban y tomaban café y se leían en voz alta sus engendros. Ambos eran poetas y escribían en la revista Medio Siglo. Desde entonces los tres nos quisimos mucho porque nos unió la risa y nunca nos hicimos confidencias. Monsiváis está obligado a medio quererme porque doña Esther, su madre, se lo ordenó antes de irse al cielo, pero si por él fuera ya estaría yo cuatro metros bajo tierra, en la fosa pantanosa de su maledicencia. Como todos sabemos que es punzante y taimado, su tartufería se transforma en una suerte de cordial virtuosismo que ejerce relamiéndose como el gato de Cheshire, ese que sonreía sin parar a la incauta Alicia, enseñando sus dientes en la oscuridad del país de las maravillas. Que el rostro de Monsiváis es cada vez más felino, sus carcajadas más próximas al maullido, lo comprobamos quienes lo seguimos desde hace cuarenta y tres años y vemos cómo se blanquean prematuramente sus cabellos y se afilan sus uñas. A medida que pasa el tiempo, Monsiváis se parece cada vez más a sus gatos. Rosa Luz Emburgo, Ansia de Militancia, Eva Sión, Fetiche de Peluche y Fray Gartolomé de las Bardas, Chocorroi"...
En el libro La muela del juicio (Conaculta, 1994) de Luis Enrique Ramírez, aparece publicada en la página 28 una entrevista a Elena, en la cual Carlos Monsiváis sale siempre a relucir:
Le voy a decir que es un maldito porque se me seca la lengua de hablar de él y él ni siquiera lee lo que digo. En 1970 él me empezó escribe y escribe de Londres y a raíz de eso ya nos hicimos amigos para toda la vida, amén. Antes él a quien quería era a la China Mendoza y a mí ni me pelaba. Ahora ya no quiere nada a la China y me quiere a mí. Él creo que quiere a Eugenia Huerta, luego a mí y luego otra vez a mí. Quiero mucho a José Agustín también. Pero a Monsi, es al que más quiero. Es el más querido. Sé que él también me quiere, que le importo. Yo siempre veo que Monsiváis está dispuestísimo a hundir a la humanidad entera y mira a la gente socarronamente a ver a qué hora meten la pata; en cambio, conmigo siempre está como dispuesto a ayudarme, se preocupa por mí como si fuera su hermana.
Respecto a la personalidad de su amigo queridísimo, se dijo a sí misma en una autoentrevista publicada en La Jornada, el jueves 21 de septiembre de 1995:
Carlos Monsiváis parece creado por la imaginación de Leonora, su cabello blanco pintado por sus pinceles, su sonrisa felina en la noche... Nadie imagina la capacidad de ternura que guarda ese caparazón de alebrije. Abre la boca y ruge el dragón; uno ya siente que se achicharra entre las llamas del infierno. Los mil gatos que lo rodean viven con los pelos erizados y los ojos fuera de sus órbitas, y de pronto ronronean mimosos con cualquier caricia de los deditos llenos de curitas de Monsi, que por cierto siempre levanta el meñique cuando camina. Resulta que la honestidad es una virtud que sólo he encontrado en personajes tan inverosímiles como Carlos Monsiváis, seres que parecen provenientes de otra dimensión, de alguna otra realidad que debe de haber por ahí. Monsi me es indispensable.
Respecto a lo que piensa y siente el corazón de Monsiváis alrededor de su amiga, nuestra Elenísssima, de ello el cronista no habla. Sin embargo sabemos que la adora, que la necesita y que ella también le es in-dis-pen-sa-ble.
Sin duda, ésta es una amistad muy entrañable que pasará a la historia...
Para toda la familia Antoni
Las clases eran los jueves a las once de la mañana. La primera en llegar (en su Volkswagen del "año de la canica") a la casa de Alicia Trueba en San Ángel, donde se llevaba a cabo el taller de literatura, era la maestra. Su puntualidad aristócrata se le parecía, de allí que no aceptara que sus alumnas fueran impuntuales. Si una de ellas llegaba minutos después de la hora, la maestra, con su eterna sonrisa en los labios, se limitaba a verla de reojo. Jamás se hubiera permitido hacer cualquier tipo de observación, y menos públicamente. Más que maestra era nuestra compañera, nuestra confidente y nuestra amiga incondicional. Era tan solidaria que era capaz de faltar a una de sus clases con tal de ir a consolar a la alumna que no había ido por estar sufriendo el desamor. Que cómo lo sé, porque fue a mí a la que reconfortó. "Elena, ya es muy tarde, vete que te están esperando en la clase", le decía entre sollozos. "No, Lupita, quiero estar contigo. Me duele verte tan triste". Y entre más intentaba reconfortarme, más me entristecía de saber que el resto de sus alumnas pudieran estar esperándola.
De ese calibre es Elena Poniatowska. Siempre dispuesta a escuchar al otro. Así es ella, primero están los demás y luego, mucho después, está Elena o Elenita, o la Princesa o la Pony, como también la llaman, según la antigüedad de la relación (¿cuántas Elenas no habrá en Elena? Elena hija, Elena madre, Elena abuela, Elena escritora, Elena periodista, Elena combativa, etcétera.). Es tan sencilla, tan transparente y tan de a de veras, que a veces quisiera una abrazarla y no soltarla nunca más. Más que como maestra a Elena la veo como a una hermana mayor cuyo ejemplo, como ser humano, quisiera seguir a pie juntillas. Me gustaría ser como ella, así de educada, comprometida, humana, generosa, trabajadora, pero sobre todo, congruente. Vive como piensa y piensa como vive, cada uno de sus días. Como bien dice su hijo Felipe: "es una chingona". Tiene razón, es una chingona porque es valiente, porque nunca ha hecho concesiones, porque nunca le hace la "barba" a nadie, y porque siempre dice la verdad a los políticos. Elena no es frívola. Elena no se toma en serio. Elena no es presumida ni se cree la divina garza. Al contrario, se diría que siempre está pidiendo perdón: a la vida, a su madre, a sus hijos, a sus alumnas y a sus lectores.
A Elena le gusta hacerse chiquita cuando en realidad es inmensa como su ángel de la guarda, su dulce compañía que no se desampara de ella ni de noche ni de día. Por eso Elena tiene mucho ángel. A lo largo de su vida ha inspirado muchos amores. Amores de intelectuales, historiadores, periodistas, caricaturistas, rectores, astrónomos y miles de lectores que la siguen en los diarios o en sus más de cuarenta y dos libros, desde hace más de cincuenta años.