COLECCIÓN POPULAR
778
LA VENGANZA DEL EMPERADOR
Traducción
CARLOS FORTEA
Primera edición en alemán, 2009
Primera edición (FCE), 2020
[Primera edición en libro electrónico, 2020]
Título original: Die Rache des Kaisers, de Gisbert Haefs
Diseño de portada: Neri Saraí Ugalde Guzmán
D. R. © 2020, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-6893-6 (ePub)
ISBN 978-607-16-6743-4 (rústico)
Hecho en México - Made in Mexico
PRIMERA PARTE
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
SEGUNDA PARTE
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
TERCERA PARTE
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Veintidós
Veintitrés
Veinticuatro
Veinticinco
Veintiséis
CUARTA PARTE
Veintisiete
Veintiocho
Veintinueve
Treinta
Treinta y uno
Treinta y dos
Post scriptum
CUANDO oí los primeros disparos estaba en las profundidades del bosque. Apenas tenía experiencia con armas de fuego, y durante unos instantes me pregunté qué podía significar aquel ruido lejano. Luego me acordé de los soldados del príncipe elector, de la exhibición de sus nuevos arcabuces, y eché a correr, porque los disparos venían del valle. Del pueblo donde estaban los otros, mis padres y hermanos… Ya no pensé más. Algo como una masa pesada y densa parecía llenarme, quería subirme a la garganta; me lo tragué y, sin pensar, supe que era miedo. El rocío en el musgo, que hacía un instante daba un exquisito frescor a los dedos, cortaba como el hielo los pies desnudos.
En la piedra plana bajo el roble me detuve a dejar las dos cestas con setas y frutos del bosque, junto a los zapatos, la chaqueta y la pequeña ballesta. Antes, al quitarme los zapatos y la chaqueta, aún había pensado en la sonrisa de mi madre, a medias de reproche y a medias de diversión, al mencionar el frío otoñal del bosque:
—Vístete más caliente, Jakko, y no te lo quites todo en cuanto no te vea.
Mi madre. Mi padre. Mis dos hermanas. Mi hermano pequeño. Los otros cien hombres, mujeres y niños del pueblo. Reprimí el jadeo y escuché. Disparos, no había duda. Entrechocar de armas. Y gritos.
Volví a tragar saliva, varias veces. Busqué aire y seguí corriendo hacia el borde del bosque, por encima del pueblo. El pie derecho se enredó en un zarcillo y caí cuan largo era.
La caída me devolvió el sentido. Sin la hiedra y la caída hubiera salido corriendo de los matorrales al campo abierto, al pueblo, me dije. ¿Para qué? ¿Para coger las balas y detener los sables con las manos desnudas?
Para morir con los otros sin poder ayudarles.
Estaba tendido a pocos pasos del borde del bosque, en la espesura. Lenta, cautelosamente me arrastré por entre los helechos hasta llegar a un punto desde el que, entre la fronda, pudiera ver el valle.
Me acordaba de mi última mirada atrás, antes, ahora mismo. La mansión todavía medio en sombras, las casas, establos y cobertizos del pueblo delante, dispuestas en forma de herradura. Campesinos de camino a los campos y sembrados, aquí y allá las columnas de humo de un fogón o una chimenea.
Entretanto el sol estaba más alto, la mansión ya no estaba medio en sombras, sino completamente oculta por una nube. Del tejado salían lenguas de fuego, como si quisieran probar el humo. Engullir el humo, alimentarse del humo que ellas mismas creaban. También ardía la mayoría de las otras casas. Entre ellas corrían figurillas negras, y siempre que oía un disparo caía una de ellas.
Al otro lado, más allá del pueblo, alguien corría subiendo el sendero que llevaba al bosque oriental y a las cabañas de los carboneros. Un jinete lo seguía. Algo relampagueó a la luz matinal, y el fugitivo cayó.
Voces de hombres como lejano estrépito de botas sobre tablas. Un largo chillido: el vuelo de un pájaro asustado, y el pájaro desaparece y deja el vuelo, el grito, precipitarse abruptamente en la nada. Había muchas mujeres y muchachas en el pueblo, pero en cada grito que oía sólo estaban las voces de mi madre y mis hermanas.
No sé cuánto tiempo estuve allí tumbado, mirando fijamente y llorando sin ruido, cuántas veces rasgué y limpié el velo de lágrimas para poder ver el horror. Para tener que verlo. Tampoco sé quién era aquel muchacho que estaba allí tendido y temblaba. Un desconocido, cuya larga transformación en lo que hoy soy empezó en aquellos momentos.
Quizá ese desconocido de quince años pensaba en el muro, que no había podido proteger el pueblo. Un muro de tierra restaurado una y otra vez, con trozos de muralla y empalizadas. Arriba estaba la mansión, cuya planta baja no tenía ventanas hacia fuera del pueblo. En el extremo inferior —el izquierdo, desde donde yo estaba— de la herradura estaba la puerta, cerrada por las noches y en caso de peligro. Por las mañanas se abría, y nadie había sabido que hubiera peligro. Por la noche habíamos dejado pasar a los peregrinos, tres hombres cansados que se dirigían a visitar las reliquias de los Tres Reyes Magos en Colonia, en cumplimiento de un voto. Probablemente para no pensar en los otros, había pensado en ellos, en que su peregrinación había llegado a un sangriento final.
Seguían alzándose columnas de humo de los edificios, pero no de fogones ni chimeneas, y se iban haciendo cada vez más tenues. En la mansión, construida casi enteramente en piedra, el fuego había devorado el tejado, luego se había extinguido al no encontrar otro alimento.
Ya nadie gritaba. Había movimientos allí abajo, pero no prisa, y mucho menos fuga. Unos hombres montaban a caballo, otros cargaban en carros objetos procedentes de casas semidestruidas, y de la mansión salían figuras que se tambaleaban bajo el peso que llevaban.
El sol aún no había llegado a su cenit. Media mañana; el incendio y la masacre podían haber durado poco más de dos horas. Me pregunté cómo habían pasado; me daba la impresión de que acababa de tumbarme sobre los helechos.
¿Es posible, pensé, congelarse por dentro de tal modo que se detenga el tiempo? ¿Hay dos tiempos, uno interior, que puede congelarse, mientras el otro, el exterior, sigue su curso? Ni siquiera podía recordar haber tenido otro pensamiento antes de éste. Era como si sacara la cabeza de una larga y dura corriente de horror para tomar aire.
Probablemente aquellos hombres de abajo se habrían llevado unos cuantos carros y animales de carga; cargarían con el producto del saqueo todos los animales y vehículos útiles del pueblo… ¿y los demás? ¿Qué pasaría con los animales que no se llevaran?
Cerré los ojos. ¿Por qué pensaba ahora en vacas, cerdos y gansos? Para no pensar en los muertos, me dije. Tengo que pensar en los muertos. Quiero pensar en los muertos. Quisiera…
De pronto, un sordo estrépito llenó el valle, una ola que rompió contra mí y luego se allanó. Abrí los ojos y miré fijamente abajo, pero no vi nada que hubiera podido causar ese sonido.
Como una campana herida, pensé. ¡La iglesita!
No podía ver la vieja construcción, pero supuse que también habían prendido fuego a la iglesita. Las llamas tenían que haberla destruido o debilitado, y probablemente la campana se había caído de la torre.
Todavía recuerdo las imágenes y los olores, las casas humeantes en el valle, el rastro olfativo de un lince o un gato montés no lejos de los helechos entre los que yo estaba, un soplo de madreselva traído por el viento de la mañana; y me acuerdo de mis pensamientos. Pensamientos febriles, cuyo único sentido era no pensar en lo que había ocurrido allí abajo. Pensamientos como huida, como escapatoria, para velar lo ocurrido; pensar para no pensar; recordar para olvidar. Conté los penachos de helecho y moví la cabeza hasta que un determinado grupo de helechos estuvo exactamente en línea con la casa señorial y pareció soportar otras dos columnas de humo, aisladas, las últimas.
Y pensé en la campana herida. En el estertor de muerte de la campana al caer al suelo desde sus soportes. Del cielo a la tierra. En la iglesia —en cada iglesia, habían dicho los padres cuando yo era pequeño— vivía Dios. Y quizá no vivía en un lujoso recipiente, sino en los muros, en la torre, en la campana. Bien, ahora que su casa había sido destruida y el metal que le había servido de voz había caído, ya no podía estar allí. Quizá llenase el valle, convertido en luz, o flotara en forma de humo, humo enlutado, por entre los restos del pueblo. Pero la luz del valle no era distinta de la de costumbre, y la mayor parte del humo se había disipado. ¿Y si Dios había sido el estrépito? Se había extinguido, Dios y el sonido habían desparecido.
Si Dios había vivido en la iglesia, ¿cómo había podido permitir que todo aquello ocurriera? Habría podido evitarlo, y sin embargo había dejado que sucediera. ¿Le eran indiferentes los humanos? Entonces, también Él debía serle indiferente a ellos. ¿O era todo esto una prueba? ¿Para quién? Aparte de mí y de los hombres de ahí abajo, los asesinos, no había nadie más. ¿Un pueblo entero borrado del mapa para probarme a mí? ¿Para qué?
Pero quizá no se tratara de mí o del pueblo, sino de aquellos que habían estado saqueando y asesinando. ¿Era una prueba para ellos, que habían superado o en la que habían fallado? ¿Qué Dios haría asesinar a un pueblo entero para poner a prueba a los matarifes? ¿No sería al final mi Dios, nuestro Dios, sino el suyo… un dios de asesinos?
Traté de recordar pasajes de la Escritura. Allí había tanta sangre, tanto exterminio de los enemigos de Dios, tantas plagas contra su pueblo… visitationes populi sui. De forma más bien simultánea que sucesiva, me vinieron a la mente dos cadenas de ideas que se enroscaron a mis sentidos y encadenaron mis pensamientos. El horror. Dios. O Dios quiere impedir el horror y no puede, pensé, o puede pero no quiere, o no puede y no quiere, o puede y quiere. Si quiere y no puede, no es omnipotente. Si puede y no quiere, está enfermo. Si no quiere ni puede, es impotente y enfermo. Si quiere y puede… ¿por qué no lo hace?
Mucho más atrás, en un asqueroso rincón de mi granero interior, como podía llamarlo hoy, centelleaban otras dos ideas, fugaces fuegos fatuos, y sin embargo parte de las dos primeras cadenas: No debemos rezar a otro Dios que Él… ¿no significa eso: hay otros dioses, pero vosotros me pertenecéis? Y: Quizá este Dios nuestro sea el horror, y otros…
Entonces se formó la segunda cadena, hecha de pesados y voluminosos eslabones, iguales a frases: Si la Sagrada Escritura, según decía la Iglesia, sólo podía ser leída en latín, el latín era la lengua de Dios, las reglas del latín eran las reglas del cielo, y Deus era inconcebible para el rápido centelleo de las ideas en alemán.
Me tranquilizó. No me tranquilizó. Mientras estaba allí tendido y miraba y cavilaba, mientras trataba de disolver las cadenas de ideas y esconder los eslabones, se formaban otras nuevas. Cadenas, quizá serpientes, como aquella del Paraíso. Una prueba para mí, si me dejaría seducir por el horror terrenal para negar la santidad del cielo.
Pero a uno sólo le seduce algo agradable, atractivo, no el espanto. Y los hombres de allá abajo habían hecho algo espantoso. De lo que ahora escapaban, fuera del valle. Vi cómo se formaba la caravana de jinetes, carros y soldados de a pie; y retrocedí reptando desde los helechos hasta que me creí a salvo y me incorporé.
Mucho más a la izquierda, fuera de las puertas, poco antes de que el camino abandonara el valle, los asesinos tenían que acercarse al bosque, describiendo una larga curva. Corrí allí tan rápido como pude, para encontrar un sitio desde el que verlos mejor. No había ningún motivo para querer verlos mejor, de cerca, pero algo me impulsaba a hacerlo.
La vanguardia —unos cuantos hombres, que no parecían especialmente alerta, sino que charlaban y reían— había alcanzado ya el extremo del valle cuando me dejé caer detrás de unos tocones de haya cubiertos de yedra. Formaban una especie de seto, y desde allí hasta los hombres, hasta la carretera, no había más de quince pasos. Quería ver los uniformes, esforzarme por grabarlos en mi memoria, pero los infantes, que caminaban relajadamente, no llevaban uniformes. ¿Así que no eran soldados en saqueo, sino ladrones? Uno cuyo rostro pude reconocer había estado en el pueblo la tarde anterior como peregrino.
Habían disparado; los arcabuces tenían que estar en los carros, igual que los víveres robados y todo lo demás. Cuatro jinetes iban hacia el centro de la caravana. Pero no sólo llamaron mi atención por los caballos; sus ropas y sombreros eran distintas, más fastuosas que las de los demás. Oficiales, quizá jefes… jefes de una banda de bandidos errante. Nada de uniformes, nada de distintivos; incluso aunque hubiera visto más del mundo, no habría podido distinguir rangos ni reconocer por los uniformes de dónde venían esos hombres, esos asesinos. Sólo pude tratar de memorizar sus rostros.
Para poder buscarlos y encontrarlos mejor. De pronto aquella idea estaba ahí… no una decisión consciente, madurada, sino algo parecido a una revelación, nueva y sin embargo casi familiar. Evidente. Miré los rostros con ojos ardientes y me esforcé por retener la mayor cantidad de detalles posible.
Dos de ellos cabalgaban delante, dos detrás del carro, en medio de la caravana. El primero, el que iba delante a la izquierda, tenía un rostro estrecho, casi afilado, con blancas cejas boscosas y un blanco bigote recortado, pero no parecía viejo en absoluto. Cuando se volvió y gritó algo a uno de los que cabalgaban tras él —quizá también a los del carro—, vi bajo el ala del sombrero sus largos cabellos, atados en la nuca en una especie de cola de caballo; también eran blancos. Pensé: Turón; luego: Armiño; por fin: Comadreja.
El segundo oficial, delante a la derecha, se volvió hacia el primero y pareció hacer una observación. Sus labios carnosos, casi abultados, se movían, el resto del rostro, una ancha superficie que parecía extrañamente inanimada, no seguía los movimientos de la boca. El rostro de una máscara o el de un ídolo que se desmenuza… Moloch, me dije. Cuando levantó la mano izquierda para ajustarse mejor el sombrero, vi un brillo metálico; pero todo fue demasiado rápido como para poder establecerlo con más precisión. Quizá un guantelete de hierro, o un grueso anillo.
En el pescante del carro iban dos hombres; parecían estar pendientes de la ondeante grupa de los dos caballos, como si nunca la hubieran visto antes. El de la izquierda tenía la nariz como el morro de un cerdo; el de la derecha tenía la cabeza baja, así que no pude ver su rostro.
En la plataforma del carro, rodeado de bolsas y sacos, vi a un cura, o en cualquier caso a un hombre con cogulla oscura y tonsura. Tenía los antebrazos envueltos en tela, unidos por algo así como una fina cadena, apoyados en las rodillas. La distancia, así como el juego de las luces y las sombras —estaban pasando por debajo de un tilo— podían engañarme, pero estaba bastante seguro de que el cura o monje movía los labios como si rezara. Y de que le corrían lágrimas por las mejillas. Eran unas mejillas carnosas, casi bolsas, y del centro del cráneo hasta la mitad de la frente tenía una cicatriz ardiente. Un prisionero, quizá, al que habían torturado con fuego.
A la izquierda, detrás del carro, cabalgaba un gigante de casi dos metros de estatura, si es que aquel torso poderoso no se sostenía sobre unas piernas diminutas. Grande, de anchos hombros, aunque no gordo… un gigante, todo músculos. Salvo la carnosa nariz, nada llamaba la atención en su rostro, pero en conjunto sus rasgos resultaban amenazadores; era el rostro de un oso iracundo y hambriento. Llevaba en la cabeza un sencillo casco. Le faltaba la oreja izquierda. El oso desorejado, pensé. Sujetaba las riendas con la mano derecha, y dejaba colgar la izquierda: una zarpa, grande como una tabla de comer o una pequeña pala. Un rayo de sol cayó sobre ella, y antes de que el reflejo me deslumbrara vi una línea negra en el dedo corazón, que tenía que ser el grueso anillo que sostenía la piedra que escupía la luz.
El cuarto jinete, a la derecha detrás del carro, llevaba un enorme sombrero con oscilantes plumas, que en parte ocultaban y en parte sombreaban el rostro. Lo único visible y digno de recordar era la nariz, larga y curvada como el pico de un ave rapaz. Además, en algún momento se la habían roto, de manera que no sólo parecía olfatear el labio superior, sino también la comisura izquierda de la boca. Gavilán, pensé… no, Halcón asesino.
No necesitaba ver más de su rostro, porque ya lo conocía. Pertenecía a uno de los peregrinos que habíamos acogido por la noche. Me había parecido miserable, desfigurado y pobre; ahora resultaba amenazador e inquietante, una maldición hecha carne.
Miré a la izquierda, a la salida del valle: ¿habría allí un lugar, más cercano aún al camino, al que pudiera llegar deprisa y sin llamar la atención?
Por el rabillo del ojo vi un movimiento fugaz. Cuando quise darme la vuelta, una sombra cruzó el aire. El peso de un hombre cayó de pronto sobre mí, casi me aplastó en el suelo, y una mano dura se apretó contra mi boca.
Cuando dejé de defenderme inútilmente, la presión cedió un poco. El hombre acercó su boca a mi oído y susurró:
—Ni un ruido.
Asentir bajo la mano que me apretaba no era del todo fácil, pero conseguí al menos un estremecimiento.
—Silencio, ¿eh?
Se deslizó hacia un lado, de forma que pude incorporarme. Sólo entonces vi que detrás de él había un segundo hombre. Sostenía en sus manos un arco tensado; la punta de la flecha parecía centellear ante mi ojo izquierdo.
Algo en aquellos hombres resultaba extraño, pero sólo poco a poco me fui dando cuenta. Al principio no vi más que la punta de la flecha, luego la ropa —cosas sencillas, como las que llevan los viajeros normales—, y sólo después, en la penumbra del bosque, los rostros.
Eran más oscuros que todos los que había visto hasta entonces. La piel era morena, pero de un moreno distinto al de las caras de los campesinos al final del verano. También los cabellos y los ojos eran oscuros, y los rasgos en su conjunto parecían cortados de otro modo, sin que yo pudiera dar nombre a su peculiaridad.
Los dos llevaban botas con anchos zahones, y mantos de viaje o túnicas abiertas; se veían los cinturones, de los que colgaban puñales metidos en vainas corrientes. De pronto me acordé de las imágenes de extranjeros que tenían un aspecto parecido; pero los puñales y vainas de aquellos habían sido curvos y decorados. Los cuchillos curvos en los cinturones casi me habrían resultado familiares; los puñales normales lo hacían todo aún más extraño.
Naturalmente, esto no es del todo cierto; esa imagen es un añadido de mi memoria, rica en imaginación. Así los he visto a menudo, pero aquel día en el bosque ellos habían tenido que arrastrarse y dejar atrás las túnicas, y como estaban tumbados boca abajo —también el segundo, el del arco, se había tumbado— no puedo haber visto ni los cinturones ni los puñales. Probablemente también pensé mucho después por vez primera los pensamientos que he plasmado arriba sobre lo que Dios puede y no quiere o quiere y no puede… no entonces, con quince años, abrumado por un espanto que no me dejaba ni aire para respirar ni tiempo para cavilar.
Por aquel entonces yo tampoco sabía en qué idioma hablaron esos dos cuando los asesinos abandonaron el valle. Árabe… entretanto he olvidado más de lo que aún domino de él. Pero eso no tiene importancia para la historia que me han pedido que cuente. Igual que lo que ocurrió durante los cinco años siguientes. Sin los conocimientos y destrezas que adquirí en aquellos años, no hubiera vivido ni sobrevivido todo lo que voy a escribir. En ese sentido tiene cierta importancia fundamental, como la tienen los muros que sostienen los palacios o las prisiones. Que otros consideren si la vida que tengo que contar fue palacio o prisión; para eso no es necesario conocer con exactitud los cimientos del edificio. Así que de esos cinco años tan sólo diré lo imprescindible para que el resto del relato se entienda.
El hombre que se había lanzado sobre mí y me había tapado la boca era griego, y por aquel entonces debe haber frisado los treinta y cinco años. Según el lugar en que nos encontrásemos se llamaba Georg, Georges o Giorgio; entre nosotros se llamaba Jorgo. Había sido convertido en esclavo y era criado de Kassem ben Abdulá. Al segundo criado no lo vi enseguida; Ibrahim, que era judío, se llamaba en realidad Abraham y se hacía llamar Avram, cuidaba los caballos mientras los otros se deslizaban por el bosque. Y Kassem, naturalmente, mi señor, mi padre, amigo y guía… pero de él y de los otros se escribirá más adelante.
Cuando los asesinos se hubieron ido, esperamos un rato para estar seguros de que no volverían. Entonces bajamos al valle, hacia las ruinas y los muertos.
Como ésta no es la historia de mis sensaciones, no necesito recordar el horror. Ciento nueve muertos; yo habría sido el ciento diez. Kassem quería seguir cabalgando; los otros dos clamaron e imploraron (así sonaba y así se veía) hasta que estuvo dispuesto a quedarse. Finalmente, él mismo ayudó. Depositamos a mis padres y hermanos en una pequeña tumba en la que clavé una cruz de madera. En el travesaño grabé los nombres, abreviados, lo mejor que pude. Para los otros habitantes del pueblo hubo una gran fosa común.
Más tarde supe que Jorgo y Avram habían insistido en llevarme con ellos, al menos hasta el próximo pueblo grande. Yo estaba demasiado vaciado por dentro como para poder derrochar pensamientos en mi futuro. Más tarde me pregunté si habría habido otra posibilidad… para mí, no para Kassem, Jorgo y Avram. Habrían podido dejarme atrás, o matarme.
¿Y yo? ¿Habría debido quedarme atrás, reconstruir el pueblo, sembrar solo los campos? Desde que habíamos ido de la ciudad a ese pueblo había odiado la vida campesina… cuatro meses, desde la fuga. Ni siquiera sabía por qué habíamos huido allí, con la autorización del conde al que pertenecían las tierras y la mansión.
Pero ¿qué sabía yo? Mis padres me habían enseñado a leer, escribir y contar, además de latín y francés, y nada de eso era útil en el campo, salvo quizá que mientras ordeñaba, roturaba y cavaba había podido enhebrar inútiles pensamientos y deseos, que no hacían más ligero el trabajo, sino más espantoso. No podía llevarme nada más; los asesinos y saqueadores no habían dejado más que lo que había en mi cabeza y lo que llevaba puesto.
Había una cosa más… pero como no conocía ni confiaba en los extraños que estaban conmigo, no podía buscar y abrir el escondite. Lo haría en la primera oportunidad, más tarde, pronto.
Encontré, en cualquier caso, un objeto que pude llevarme y que, durante todos estos años, me ha facilitado, a menudo incluso me ha hecho posible, pensar, reír y vivir. Y se supone que fue ese objeto el que llevó a Jorgo y Avram a emplearse a mi favor: a llevarme consigo, para su entretenimiento y edificación.
En las ruinas de nuestra casa encontré, para mi sorpresa intacta, la dura cajita de mi violín: un amigo al que podía hacer llorar cuando yo no podía mostrar lágrimas, que a menudo se burlaba cuando yo tenía que componer un rostro serio, que a veces hacía bailar los cuchillos hasta que abandonaban mi cuello y que, en ocasiones, levantó una barrera de pedacitos de pan y pequeñas monedas entre la inanición y yo.
Pasaron cinco años de viaje y aprendizaje hasta que regresé al valle.