Para Donna Bray,
quien es simplemente la mejor.

Capítulo 01

La chica recobró la consciencia, sobresaltada.

La arena la golpeaba sin cesar. Estaba en todas partes. Abajo, sus dedos se hundían en la arena caliente y áspera. Arriba, el viento la arremolinaba y bloqueaba el cielo, lo que hacía que el aire fuera rojo como la superficie de Marte.

Una tormenta de arena.

La chica se incorporó. La arenisca se arremolinaba a su alrededor en millones de partículas color sepia. Por reflejo, las empujó para obligarlas a mantenerse lejos de sus ojos.

La arena permaneció lejos de ella.

La muchacha parpadeó… e hizo otro movimiento de empuje con la mano. Las partículas voladoras retrocedieron más lejos de su persona. La tormenta de arena en sí misma no daba indicios de amainar. De hecho, estaba empeorando: el cielo se oscurecía de un modo amenazante.

Ella controlaba la arena.

En una tormenta de arena, era mucho mejor ser un mago elemental que no serlo. Sin embargo, había algo desconcertante respecto al descubrimiento: el hecho de que fuera uno; de que ella no tuviera idea de la existencia de esa habilidad que debería haberla definido desde el instante de su nacimiento.

Tampoco sabía dónde estaba. Ni por qué. Ni dónde había estado antes de despertar en un desierto.

Nada. Ningún recuerdo del abrazo de una madre, la sonrisa de un padre o los secretos de un mejor amigo. Ninguna remembranza del color de la puerta principal de su hogar, del peso de su vaso favorito ni de los títulos de los libros que plagaban su escritorio.

Era una extraña para sí misma, una extraña con un pasado tan estéril como el desierto; cada característica definitoria estaba enterrada profundamente, inaccesible.

Cientos de ideas revoloteaban en su cabeza como una bandada de pájaros asustados que alzaba vuelo. ¿Hacía cuánto tiempo se encontraba en ese estado? ¿Siempre había sido así? Si no sabía nada sobre sí misma, ¿no debería haber alguien que cuidara de ella? ¿Por qué estaba sola? ¿Por qué estaba sola en el medio de la nada?

¿Qué había ocurrido?

Colocó dos dedos contra su esternón. La presión en su interior le dificultaba la respiración. Abrió la boca, intentando que el aire ingresara más rápido, intentando llenar sus pulmones para que no se sintieran tan vacíos como el resto de su ser.

Pasó un minuto antes de que tuviera la compostura suficiente para inspeccionar su persona en busca de pistas (o respuestas concretamente) que le dijeran todo lo que necesitaba. Sus manos no eran comunicativas: tenía algunos callos en la palma derecha y no mucho más que valiera la pena mencionar. Cuando levantó las mangas, sus antebrazos inexpresivos aparecieron. Asimismo, el vistazo a la piel de su abdomen no reveló nada.

Revela omnia –dijo, y se sorprendió al oír una voz grave y casi áspera.

»Revela omnia –repitió, con la esperanza de que el sonido de sus propias palabras causara una cascada repentina de recuerdos.

No funcionó. El hechizo tampoco reveló ninguna escritura secreta en su piel.

Seguramente, su aislamiento era solo una ilusión. Debía haber alguien cerca que pudiera ayudarla; un padre, un hermano, un amigo. Quizás esa persona ahora mismo estaba dando vueltas, llamándola, ansiosa por localizarla y asegurarse de que ella estuviera bien.

Pero no podía oír ninguna voz por encima de los aullidos del viento; solo la turbulencia de partículas de arena arrojadas de un lado a otro por fuerzas que estaban fuera de su control. Y cuando expandió la esfera de aire a su alrededor, lo único que descubrió fue más y más arena.

Por un momento, enterró su rostro entre las manos. Después respiró hondo y se incorporó. Su intención era comenzar por su propia ropa, pero cuando se puso de pie, se hizo evidente que tenía algo dentro de su bota derecha.

Su corazón dio un vuelco cuando notó que era una varita. Desde que los magos notaron que las varitas no eran más que conductos para el poder de un mago (amplificadores que no eran estrictamente necesarios para la ejecución de hechizos), las varitas habían pasado de ser herramientas veneradas a accesorios adorados, siempre personalizadas y, a veces, a un grado ridículo: al diseño se le dibujaban nombres, hechizos favoritos, o la insignia de la ciudad o de la escuela del portador. Algunas varitas incluso poseían toda la genealogía de sus dueños talladas en letra microscópica.

A la muchacha le hubiera encantado ver su historia familiar desplegada ante ella, aunque habría sido más que suficiente si la varita hubiese tenido inscripto en alguna parte: En caso de pérdida, devolver a _______________.

Sin embargo, la varita era tan sencilla como un tablón del suelo, sin ninguna talla, ni incrustaciones ni diseños decorativos. Y permaneció igual de vacía cuando la inspeccionó con un hechizo aumentador. No tenía idea de que se fabricaran varitas semejantes.

Un peso opresivo se instaló en su pecho. Unos padres amorosos no le darían a un niño una varita como esa, al igual que no lo enviarían a la escuela en prendas hechas de papel. Entonces ¿era huérfana? ¿Alguien que había sido descartada al nacer y que había crecido en una institución? Los magos elementales niños padecían un índice mayor de abandono, dado que causaban muchos problemas durante la infancia.

Sin embargo, las ropas que tenía puestas, una túnica azul larga hasta la rodilla y debajo una prenda blanca, estaban hechas de una tela excepcionalmente elegante: liviana, pero resistente, con un resplandor sutil. Y aunque su rostro y sus manos sentían el calor del desierto, donde fuera que las túnicas cubrieran su cuerpo, estaba perfectamente cómoda.

Las túnicas no tenían bolsillos. Sin embargo, los pantalones que llevaba debajo de ellas, sí. Y en uno de esos bolsillos halló una tarjeta algo arrugada, pequeña y rectangular.

A. G. Fairfax

Rancho Low Creek

Territorio de Wyoming

Tuvo que parpadear dos veces para asegurarse de que estaba leyendo correctamente. ¿Territorio de Wyoming? ¿El oeste estadounidense? ¿La parte nomágica del oeste estadounidense?

La chica intentó hacer varios hechizos reveladores, pero la tarjeta no le entregó ningún mensaje oculto. Exhaló despacio, y guardó nuevamente la tarjeta en el bolsillo de sus pantalones.

Había creído que lo único que necesitaba era un nombre, la más diminuta de las pistas. Pero ahora tenía un nombre y una pista, y era peor que no haber sabido nada. En vez de estar frente a un muro en blanco, ahora miraba solo seis centímetros de pared de color y textura prometedoras, mientras que el resto del mural (las personas, los lugares y las decisiones que la habían convertido en quien era) permanecía rotundamente fuera de vista.

Sin querer, agitó la varita en el aire, por poco gruñendo. La arena flotante retrocedió aún más lejos. Inhaló con rapidez: a dos metros y medio de distancia yacía un bolso de tela medio hundido en la arena.

Se lanzó sobre el bolso y lo desenterró de un jalón. La tira estaba rota, pero el resto del objeto no tenía daños. No era demasiado grande: mediría cincuenta centímetros de ancho, treinta de largo y ocho de profundidad. Tampoco era demasiado pesado: tendría aproximadamente siete kilos. Pero resultaba llamativa la cantidad de bolsillos que poseía: al menos doce en el exterior y muchísimos más en el interior. La muchacha abrió la hebilla de un gran bolsillo exterior: contenía un cambio de ropa. Otro de tamaño similar tenía un rectángulo de tela empacada con firmeza; ella supuso que se expandiría y se convertiría en una carpa pequeña.

Los bolsillos interiores estaban cuidadosa y perfectamente etiquetados: Nutrición: cada paquete dura un día. Refuerzo teletransportador: cinco gránulos por vez, no más de tres veces al día. Manta cálida: en caso de que precises calentarte, pero necesites permanecer oculta.

“En caso de que precises calentarte.

¿Se habría dirigido a sí misma en la segunda persona? ¿O aquello era evidencia de que alguien más había estado íntimamente involucrado en su vida, alguien que supiera que un bolso de emergencia semejante podría resultar útil algún día?

Treinta y seis bolsillos de un compartimento interno entero estaban llenos de remedios. No eran medicinas para curar enfermedades, sino que eran para heridas: desde extremidades rotas hasta quemaduras causadas por el fuego de un dragón. A la muchacha se le aceleró el pulso. Ese no era un bolso para ir de campamento: era un bolso de emergencia preparado para enfrentar un peligro importante, y quizás abrumador.

Un mapa. La persona que había llenado meticulosamente el bolso debía haber incluido un mapa.

Y allí estaba, en uno de los bolsillitos exteriores, hecho de hilos de seda tan delgados que a duras penas podrían distinguirse a simple vista, con los reinos mágicos en verde y los nomágicos en gris. En la parte superior tenía escrito: Colocar el mapa sobre el suelo; o sobre un cuerpo de agua de ser necesario.

Ella apoyó el mapa extendido contra la arena, la cual estaba perdiendo con rapidez su calor debido a que el cielo turbulento bloqueaba el sol. Prácticamente de inmediato, un punto rojo apareció en el mapa, en el Desierto del Sahara, a unos ciento sesenta kilómetros de la frontera de uno de los Reinos Beduinos Unidos.

El medio de la nada.

Los dedos de la muchacha arrugaron los bordes del mapa. ¿Adónde debería ir? El rancho Low Creek, el único lugar que podía nombrar de su vida anterior, estaba al menos a doce mil novecientos kilómetros de distancia. En general, las fronteras de los reinos del desierto no estaban tan custodiadas como las de los reinos insulares. Pero sin papeles oficiales, no podría utilizar ninguno de los portales ubicados dentro de los Reinos Beduinos Unidos para cruzar océanos y continentes. Quizás incluso la detendrían por estar en un lugar donde se suponía que no debía estar: a Atlantis no le agradaba que los magos vagaran sin rumbo en el exterior y sin razones apropiadamente autorizadas.

Y si quisiera probar suerte con las rutas nomágicas, estaba a miles de kilómetros de Trípoli y el Cairo. Una vez que hubiera llegado a la costa del Mediterráneo, suponiendo que lo lograra, aún estaría al menos a tres semanas de distancia del oeste estadounidense.

En el mapa aparecieron más palabras, pero esta vez, sobre el mismo desierto en el que estaba varada.

Si estás leyendo esto, querida mía, entonces lo peor ha ocurrido y ya no puedo protegerte más. Quiero que sepas que has sido la mejor parte de mi vida y que no me arrepiento de nada.

Que la Fortuna te proteja.

Vive para siempre.

La muchacha deslizó la mano sobre las palabras, apenas notando que sus dedos temblaban. Un dolor leve ardía en la parte posterior de su garganta, debido a la pérdida del protector que no podía recordar. Debido a la pérdida de una vida entera que ahora estaba fuera de su alcance.

Has sido la mejor parte de mi vida.

La persona que había escrito eso podría haber sido un hermano, o un amigo. Pero ella estaba prácticamente segura de que había sido su amado. Cerró los ojos y hurgó en su mente en busca de algo. Lo que fuera. Un nombre, una sonrisa, una voz… No recordaba nada.

El viento aulló.

No, era ella, que gritaba con toda la frustración que ya no podía contener.

Jadeaba como un corredor después de una intensa carrera. A su alrededor, un radio de aire limpio y tranquilo se había incrementado diez veces y se extendía treinta metros en cada dirección.

Entumecida, la chica volteó sobre sí misma, buscando lo que no se atrevía a esperar encontrar.

Nada. Nada. Absolutamente nada.

Entonces, vio la silueta de un cuerpo en la arena.

Capítulo 02

el dominio

siete semanas antes

–Su Alteza Serenísima Titus Séptimo –anunciaron los fénix de piedra que custodiaban las cuatro esquinas de la gran terraza. Sus voces graves resonaban como campanadas.

Titus se detuvo al borde de la terraza. El famoso jardín de la Ciudadela se extendía ante él. En cualquier otra parte del jardín, había áreas informales, incluso íntimas, pero no ahí. Allí, hectáreas de arbustos perennes habían sido meticulosamente podados en cientos de parterres, los cuales vistos desde arriba formaban la silueta de un fénix estilizado, el símbolo de la Casa de Elberon.

Las plantas perennes, creadas por los maestros botánicos de la Ciudadela, florecían a fines del verano. Y cada año, el color de las flores cambiaba. Este año, los pimpollos eran de un tono anaranjado intenso y vibrante, del color del amanecer. Dalbert, el ayudante de Titus y su maestro espía personal, informó que había visto el emblema del fénix en los edificios públicos de Delamer pintados en un color similar al del fuego, generalmente acompañado de una escritura garabateada con apremio que decía: ¡El fénix está en llamas!

La última vez que el fénix estuvo en llamas, la Insurrección de Enero no tardó en desatarse.

En el espacio que quedaba entre las dos alas en alto del fénix, una gran carpa blanca se había colocado, resplandeciente bajo la luz del sol poniente. Allí, había una recepción diplomática en pleno auge. Los auxiliares vestidos con el uniforme gris de la Ciudadela serpenteaban entre los invitados, que lucían túnicas de colores diversos como joyas, y les ofrecían entremeses y vasos de vino frío de verano. Una música elegante y etérea se mecía a la deriva en la brisa proveniente del mar, y con ella, los sonidos de risas suaves y conversaciones.

Titus inhaló. Estaba nervioso. Era posible que estuviera respondiendo a la tensión existente debajo de la aparente alegría de la fiesta, pero en realidad se trataba, como siempre, de Fairfax, su poderoso e incandescente mago elemental.

Bajó una escalera de peldaños anchos y bajos, y recorrió un sendero delineado por estatuas, seguido por un séquito de doce acompañantes. Cuando se acercó a la carpa, todos los presentes hicieron reverencias y saludos. Puede que él no tuviera poderes reales, pero aun así era, ceremonialmente hablando, amo y señor del Dominio1.

Una mujer de una belleza excepcional se le acercó con una sonrisa en el rostro. Lady Callista, la anfitriona oficial del palacio, la bruja beleatra más famosa de su generación y una de las personas menos favoritas de Titus sobre la faz de la Tierra.

Eso se debía a que el objetivo de Titus era destruir al Bane, Lord Comandante del Gran Reino de Nueva Atlantis, el mayor tirano que el mundo jamás había conocido, y a que Lady Callista era más bien una sierva del Bane. Sin mencionar que, aunque Titus no tenía ninguna evidencia concreta que apoyara su sospecha, él siempre había creído en lo profundo de su ser que Lady Callista había sido la responsable de la muerte de su madre.

–Milady –la saludó Titus.

–Su Alteza –murmuró Lady Callista con admiración–, estamos felices de que pudiera unírsenos a la fiesta. Por favor, permítame presentarle al nuevo embajador del Reino Kalahari.

Titus estaba bastante feliz de ver bolsas notorias debajo de los ojos de Lady Callista. La vida no había sido fácil para ella desde la noche del 4 de Junio, cuando el prisionero más valioso de Atlantis había desaparecido de la biblioteca de la Ciudadela. En la misma biblioteca, aquella misma noche, la Inquisidora, una de las tenientes más leales y capaces del Bane, había llegado a un repentino e inesperado final.

Lady Callista tuvo la mala suerte de ser la última persona en ingresar a la biblioteca antes de la desaparición de Haywood. También había sido ella quien ordenó que limpiaran el charco de sangre de la biblioteca, cuando a Atlantis le habría encantado poseer algunas gotas de aquella sangre para poder descubrir quién había sido el responsable de la muerte de la Inquisidora.

Como resultado, a pesar de sus años de servicio como agente de Atlantis, a Lady Callista la vigilaban tanto como a Titus, y sus movimientos estaban limitados a las fronteras de la Ciudadela. Además, cada semana ella debía reunirse con unos investigadores atlantes y cada entrevista duraba horas; a veces, hasta un día entero.

Una Lady Callista distraída y angustiada era una amenaza menos para él.

Después de las presentaciones, Lady Callista dejó a Titus para que conversara con el nuevo embajador de Kalahari y con aquellos parientes que lo habían acompañado al Dominio. Titus nunca se sintió completamente cómodo en esa clase de situaciones sociales. Sospechaba que parecía rígido y descortés. Si tan solo pudiera tener a Fairfax a su lado… Ella sabía instintivamente cómo hacer que las personas se sintieran a gusto, y él siempre se relajaba mucho más en su compañía.

Deberían haber pasado un verano idílico, juntos, en las Montañas Laberínticas: observando el movimiento de las cimas, explorando las cascadas ocultas, quizás incluso escabulléndose hasta los nidos colgantes de los fénix en las cimas más altas, con la esperanza de ver un renacimiento fogoso. Aunque también trabajarían mucho: sus planes habían incluido cientos de horas de entrenamiento riguroso, y la misma cantidad de tiempo dedicada al dominio de hechizos nuevos, sin mencionar un proyecto encubierto que constaba en descubrir dónde había terminado el tutor de Iolanthe después de desaparecer de la biblioteca de la Ciudadela. Pero lo más importante era que estarían juntos, lo máximo posible, en cada paso del camino.

Sin embargo, desde el instante en el que bajó del vagón que funcionaba como su medio de transporte privado, se tornó evidente que lo vigilarían cada segundo de sus vacaciones. Un hecho aterrador, si se tenía en cuenta que Titus la llevaba oculta entre sus ropas, en la forma de una tortuga diminuta bajo el efecto de una poción que duraba no más de doce horas.

Logró extraerla a escondidas del castillo en una corrida estresante, y dejarla (aún en forma de tortuga) dentro de la choza abandonada de un pastor. Titus tuvo intenciones de regresar más tarde para acompañarla al refugio que él había preparado, pero diez minutos después de su regreso al castillo lo enviaron repentinamente a la Ciudadela, la residencia oficial del Amo del Dominio en la capital, de la cual no podía escapar con facilidad ni en secreto hacia las montañas.

Él y Fairfax habían hablado de cientos de planes de emergencia, pero nada se acercaba a ese escenario en el cual ella estaría varada sola en las Montañas Laberínticas. Durante días, Titus apenas fue capaz de comer o dormir, hasta que vio un anuncio de tres líneas en la parte posterior de El Observador de Delamer que anunciaba la disponibilidad de varios bulbos para las plantaciones de otoño: era ella, informándole que se reuniría con él en Eton, al comienzo del primer semestre.

Titus por poco estalló de alivio… y orgullo: debía confiar en que Fairfax siempre hallaría una solución, sin importar cuán funesta fuera la situación. A partir de ese instante, la espera por la finalización del verano y por el momento en el cual se verían otra vez fue larga e insoportable.

Por fin, el verano terminó. Titus tenía permiso de partir hacia Inglaterra al término inmediato de la recepción. No sabía cómo se mantenía entero, hablando con grupo tras grupo de invitados. Un minuto, le faltaba el aliento al pensar en sujetarla fuerte; al siguiente minuto, lo mareaba el pavor: ¿y si ella no entraba en la casa de la señora Dawlish?

–… antes de que reine por derecho propio. Debo admitir que había esperado verlo en alguna de mis reuniones este verano.

Pasaron dos segundos hasta que Titus notó que debía responderle a la Comandante Rainstone, la consejera de seguridad en jefe del regente.

–Según la tradición de la corte, debo tener diecisiete años antes de formar parte de las reuniones del consejo y de las sesiones de seguridad –dijo Titus.

Y no cumpliría diecisiete hasta dentro de varias semanas.

–¿Qué diferencia hacen unos pocos días? –preguntó la Comandante Rainstone. Sonaba irritada–. Su Alteza será mayor de edad en un momento de lo más inestable y necesitará toda la experiencia que pueda reunir. Si yo fuera Su Excelencia, habría insistido en que Su Alteza se familiarizara con la administración del Dominio mucho antes.

Su Excelencia era el príncipe Alectus, el regente que gobernaba en lugar de Titus. Alectus también resultaba ser el protector de Lady Callista.

–¿Qué le habría gustado que supiera de antemano? –le preguntó Titus a la Comandante Rainstone.

La Comandante había sido miembro del personal privado de su madre hacía mucho tiempo, antes de que él tuviera la edad suficiente para recordar algo. Conocía a la Comandante Rainstone principalmente de los viajes ocasionales que ella hacía al castillo en las Montañas Laberínticas para ponerlo al tanto de asuntos relacionados con la seguridad del reino, o al menos con aquellos que ella creía que él tenía edad suficiente para comprender.

La Comandante Rainstone miró con rapidez a la multitud y bajó la voz.

–Nos hemos enterado, señor, de que el Lord Comandante de la Nueva Atlantis ha dejado su fortaleza en las tierras altas.

Aquello era una novedad para Titus; una novedad que hizo que un escalofrío recorriera su columna.

–Tengo entendido que cenó aquí, en la Ciudadela, hace poco. Así que no puede ser tan inusual que salga del Palacio del Comandante.

–Pero ese evento en sí mismo fue extraordinario: fue la primera vez que salió del Palacio del Comandante desde el final de la Insurrección de Enero.

–¿Eso significa que Lady Callista debería esperar su presencia en la cena de nuevo?

La Comandante Rainstone frunció el ceño.

–Su Alteza, esto no es una broma. El Lord Comandante no abandona su guarida a la ligera y…

Se detuvo. Aramia, la hija de Lady Callista, se acercaba.

–Su Alteza, Comandante –dijo Aramia amigablemente–. Me disculpo por la interrupción, pero creo que el primer ministro quisiera hablar con usted, Comandante.

–Por supuesto –Rainstone hizo una reverencia–. Si me disculpa, Su Alteza.

Aramia se dirigió a Titus.

–Y es probable que usted, Su Alteza, no haya visto la nueva incorporación a la fuente en honor a la Derrota del Usurpador, ¿verdad?

Hacía aproximadamente cinco meses, en una fiesta igual a la presente, Lady Callista le había dado suero de la verdad a Titus en nombre de Atlantis; y lo había hecho a través de Aramia, a quien él había considerado una amiga. Si la muchacha poseía algún arrepentimiento respecto a su acción, Titus no había sido capaz de percibirlo.

–He visto la nueva incorporación –respondió con frialdad–. La terminaron hace dos años.

Aramia se sonrojó, pero su sonrisa era persistente.

–Permítame señalarle algunas características que quizás no ha notado. ¿Vendría conmigo, señor?

Titus consideró negarse rotundamente. Pero un paseo lejos de la carpa tenía sus beneficios: al menos no debería hablar con nadie.

–De acuerdo.

La Derrota del Usurpador, la fuente más grande y elaborada de las noventa y nueve fuentes de la Ciudadela, tenía el tamaño de una colina pequeña y mostraba decenas de guivernos siendo derribados por los poderes elementales de Hesperia, la Magnífica. El largo estanque poco profundo que reflejaba la luz se extendía ante él casi hasta el borde del cabo artificial sobre el cual se erigía la Ciudadela. Los acantilados tenían una caída de noventa metros directo a las olas virulentas del Atlántico. A lo lejos, una embarcación de recreo, con las velas amarradas, se mecía sobre el mar iluminado por el sol.

Aramia miró hacia atrás. El séquito de Titus, ocho guardias y cuatro asistentes, los había seguido. Pero ahora, con un movimiento de la mano de Titus, ellos se detuvieron y Titus y Aramia permanecieron fuera del alcance de oídos ajenos.

–Madre se enojaría conmigo si supiera lo que estoy a punto de hacer –Aramia extendió la mano hacia el interior de la fuente y rozó con su dedo la superficie ondulante–. Y no lo admitirá, pero está bastante asustada por todas esas reuniones con los investigadores de Atlantis. La obligan a beber suero de la verdad y son… No son en absoluto agradables.

–Así son las cosas cuando uno tiene conflictos con Atlantis.

–Pero ¿no hay nada que pueda hacer por ella, después de lo que ella ha hecho por usted?

Titus alzó una ceja. ¿Después de lo que Lady Callista había hecho por él?

–Sobrestimas mi influencia.

–Pero, de todas formas…

–¡Allí está! –exclamó una voz clara y musical–. Lo he estado buscando por todas partes.

La joven que se acercaba desde el extremo más lejano de la fuente era absolutamente hermosa: tenía la piel del color de la azúcar morena, un rostro de una perfección casi exagerada y una cascada de cabello negro que llegaba hasta la parte posterior de sus rodillas.

Aramia la observaba boquiabierta, como si fuera incapaz de creer que existiera alguien que pudiera competir con su madre en atractivo y encanto.

Titus, quien siempre había sido cauteloso ante una belleza de semejante magnitud gracias a su cercanía a Lady Callista mientras crecía, no reparó en las facciones de la mujer, sino que inspeccionó su túnica. Uno a veces oía burlas respecto al parecido de las túnicas con los tapizados, pero esa parecía realmente hecha con un tapiz; uno perteneciente a una pantalla de lámpara elaborada, se imaginó Titus, con todas las borlas y los flecos aún puestos.

–¿Le molestaría darme un momento a solas con Su Alteza? –la mujer le habló a Aramia. Su tono era cordial, pero definitivamente firme.

Aramia vaciló, mirando a Titus.

–Puedes retirarte –indicó él. No tenía nada más que agregar.

Aramia se marchó mirando hacia atrás todo el camino.

–Su Alteza –dijo la joven recién llegada.

Le había hablado sin esperar a que él se dirigiera a ella primero. Titus no respetaba semejante regla ridícula cuando estaba en la escuela, pero allí se encontraba en su propio palacio, en una recepción diplomática ni más ni menos, donde los invitados amaban el protocolo casi tanto como a sus propias madres (o probablemente más que a ellas).

Se le ocurrió que, si bien ella podía pasar como miembro del entorno del embajador de Kalahari, él no la había visto antes entre la multitud dentro de la carpa; y una mujer con su apariencia no habría pasado desapercibida.

No es que nunca antes hubiera ocurrido que un mago se colara en una fiesta del palacio sin las credenciales apropiadas. Pero la Ciudadela estaba bajo extrema vigilancia, ¿no era así? ¿Después de los eventos de principio de junio?

–¿Cómo entraste?

La mujer sonrió. No tenía muchos años más que Titus; tendría unos veinte o veintiuno.

–Un hombre inmune a mis encantos… Eso me agrada, Su Alteza. Permítame entonces ir al punto. Estoy interesada en el paradero de su maga elemental.

Titus tuvo que luchar contra su sorpresa para evitar apuntarle a la mujer con la varita y hacer algo impulsivo. En cambio, puso los ojos en blanco.

–Tus amos ya me han hecho todas las preguntas. Incluso me han sometido a la Inquisición. ¿Es necesario pasar por más de lo mismo?

El cabello de la joven flotaba como una bandera pirata a causa de la brisa proveniente del mar. Ella extendió un brazo y levantó su manga. En el antebrazo tenía una marca hecha con líneas completamente blancas, un elefante con cuatro colmillos aplastando un remolino bajo sus pies: un símbolo de la resistencia en muchos reinos cercanos al ecuador.

–No soy una agente de Atlantis.

–¿Y por qué eso cambiaría mi respuesta? No tengo conocimiento del paradero de aquella chica.

–Sabemos que ella es de quien hablaba la profecía: un mago elemental más poderoso de los que se han visto en siglos. También sabemos que si ella cayera en manos del Bane, sería desastroso para aquellos de nosotros que anhelamos la libertad. Permítanos ayudarla. Podemos asegurarnos de que el Bane nunca se acerque a ella.

¿Qué harías si el Bane se acercara a ella? ¿La matarías para que él nunca la atrape? ¿Y qué evitaría que la asesines desde el principio si tu único propósito es mantenerla lejos de él?

–En ese caso, buena suerte encontrándola.

La mujer se acercó más a él. Era evidente que no iba a rendirse.

–Su Alteza…

Se oyeron unos gritos. Titus volteó. Los guardias bajaban corriendo las escaleras. Su propio séquito se acercó a toda velocidad hacia él.

–Oh, cielos –dijo la joven–. Parece que debo abandonar a Su Alteza.

De un jalón, se quitó la ridícula túnica. Con un movimiento ágil, la tela se suavizó, se aplanó y se convirtió, por supuesto, en una alfombra voladora mucho más grande y elegante que la que Titus poseía2.

La joven, ahora vestida con una túnica al cuerpo y pantalones del color de las nubes tormentosas, subió de un salto a la alfombra voladora, le hizo un saludo militar en broma a Titus y partió a toda velocidad hacia el barco que la esperaba en la distancia.

Capítulo 03

el desierto del sahara

La chica guardó el mapa en su bolsillo, tomó el bolso y corrió hacia el cuerpo. Pero instintos que ni siquiera sabía que tenía la obligaron a detenerse a medio camino. La pérdida de memoria, las medicinas en el bolso de emergencia, la nota en el mapa (lo peor ha ocurrido y ya no puedo protegerte más), todo respecto a su situación gritaba que estaba bajo grave peligro y, quizás, implacable. Tenía las mismas posibilidades de que la persona que yacía en la arena fuera un enemigo o un aliado.

Extrajo su varita, aplicó un escudo protector sobre sí misma, y se acercó al cuerpo con más cuidado. El cuerpo boca abajo llevaba puesta una chaqueta negra como los pantalones, y un atisbo del puño de una camisa se asomaba debajo de la manga: prendas nómagas de hombre. Prendas nómagas de hombre de una parte diferente del mundo.

Él tenía contextura desgarbada, su cabello era oscuro a pesar de la capa de polvo que lo cubría y tenía el rostro volteado en dirección opuesta a ella. El estómago de la chica se retorció. ¿Acaso él era su amado? Si veía su rostro, si él la llamaba por su nombre y le sujetaba la mano con la suya, ¿recordaría todo de pronto, como la felicidad y la buena fortuna que uno siempre recobra al final de un cuento heroico?

A pesar de sus prendas nómagas, él tenía una varita en la mano. Le habían rasgado la espalda de su chaqueta y los cortes dejaban ver un chaleco oscuro debajo. ¿Había intentado protegerla? Mientras ella se acercaba más, el chico flexionó los dedos y después los cerró, tensos, alrededor de la varita. Una oleada de alivio atravesó el cuerpo de la muchacha: todavía estaba vivo y ella no estaba completamente sola en la enormidad del Sahara.

Le resultó bastante difícil contenerse y evitar correr directo hacia él. En cambio, se detuvo a tres metros de distancia.

–¿Hola?

Él ni siquiera miró en dirección a ella.

–¿Hola?

De nuevo, ninguna respuesta.

¿Había perdido la consciencia? ¿Acaso el movimiento de dedos que ella había vislumbrado antes solo era el reflejo involuntario de alguien que padecía una conmoción cerebral? La chica tomó unos granos de arena y los lanzó con cuidado en dirección a él: un golpe leve, por decirlo de algún modo. A un metro y medio de distancia de él, la arena golpeó una barrera invisible en el aire.

Él volteó la cabeza hacia ella y alzó la varita.

–No te acerques más.

El muchacho era joven y apuesto. Pero su rostro no logró disparar una marea de recuerdos en ella. Ni siquiera le causó un puntapié vago en la memoria: solo le hizo preguntarse si ella era igual de joven que él.

–No quiero hacerte daño.

–Entonces, despidámonos como extraños cordiales.

El corazón de la chica se contrajo al oír la palabra “extraños”. Entonces, sus ojos se abrieron de par en par: lo que ella pensó que era un chaleco debajo de su chaqueta, era en realidad carne viva que había sido… ¿qué? ¿Quemada? ¿Infectada? Lo que fuera que le había sucedido, lucía aterrador.

–Estás herido.

–Puedo cuidarme solo.

Él todavía se comportaba de modo civilizado, pero el significado de sus palabras era bastante inconfundible: Vete. No eres bienvenida aquí.

No quería imponerle su compañía al muchacho, a pesar de que él era la única persona en un radio de ciento sesenta kilómetros. Pero la herida que él tenía… podía causarle la muerte.

–Tengo medicinas que pueden ayudarte.

Él exhaló, como si lo agotara el esfuerzo requerido para hablar.

–Entonces déjalos allí y vete.

Lo que a ella le habría gustado era que él le contara cosas a cambio de la medicina: cómo había terminado él en el desierto, quién o qué lo había lastimado, y si sabía por casualidad cómo podían estar a salvo de nuevo. Quizás, la falta de reciprocidad del muchacho indicaba que no estaba tan gravemente herido como parecía; si ella tuviera heridas muy graves, no sería tan quisquillosa para aceptar ayuda.

O eso suponía. La verdad era que no tenía idea de cómo se hubiera comportado dado que no tenía recuerdos que guiaran sus acciones.

Ella negó con la cabeza levemente y hurgó en su bolso.

–Si pudieras decirme qué clase de herida tienes, eso me ayudaría a decidir qué remedios darte.

–Necesito medicinas que alivien el dolor, desinfecten, purguen toxinas y regeneren la piel y el tejido –respondió él, su voz entrecortada y distante.

Ella estaba comenzando a arrepentirse de haberle ofrecido ayuda. ¿Cómo sabía que ella misma no necesitaría aquellos remedios en el futuro cercano? Pero extrajo las medicinas que él le había pedido junto a algunos cubos nutricionales, y los envió hacia el límite del escudo del muchacho con un hechizo levitador.

–¿Eres un mago elemental con control sobre el agua? –preguntó ella. La respuesta del chico fue una media mueca seguida de silencio.

»¿Lo eres o no? –insistió ella. Ni todas las medicinas en el mundo lo ayudarían cuando la sed lo matara en pocos días.

–¿Cuánto tiempo más prolongarás esta despedida?

Ella por poco dio un paso atrás. Él gruñó como si hubiera nacido para ello, el desdén en su voz era más filoso que los dientes de un guiverno.

La chica tomó con brusquedad un par de odres del bolso y obligó al agua de los ríos subterráneos y de los lagos de los oasis a fluir hacia ella, mientras reprimía las ansias de pronunciar una réplica salvajemente cruel. Quizás él fuera hosco, pero ella no podía simplemente abandonarlo sin nada de agua… Y no tenía sentido insultarlo, si ya estaba en desventaja.

Sin embargo, el agua no se materializó bajo sus órdenes. Se dijo a sí misma que el agua, una sustancia real, tardaría un poco en llegar y que lo haría en cantidades inciertas, dependiendo de la distancia y la abundancia de la fuente más cercana.

Pero ¿y si ella no tenía control sobre el agua? En ese caso, estaría igual de condenada que el chico.

Pasó un minuto antes de que la primera gota se materializara, suspendida en el aire. Cerró los ojos brevemente, aliviada. El chico observaba mientras el glóbulo de agua crecía; permaneció completamente inmutable durante el proceso.

Llenó los odres y los lanzó en dirección a él. Uno aterrizó directo sobre la arena con un borboteo y un golpe seco. El otro, que ella había lanzado un poco más fuerte, hizo resplandecer el escudo del muchacho antes de caer al suelo.

Aquello le llamó la atención. El odre habría rebotado contra un escudo normal. Pero allí, si sus ojos no la engañaban, el escudo, que tenía la forma de un domo, había absorbido el impacto.

Un domo extensible. Si el chico lo había creado, debía ser un mago bastante impresionante.

–Ahora que has demostrado tu amabilidad prodigiosa, ¿podrías marcharte de una vez? –gruñó el chico.

–Sí, lo haré –replicó ella–, ahora que has demostrado tu inmensa gratitud.

Él tuvo la decencia de no responder.

Ella farfulló en voz baja mientras cerraba todos los bolsillos dentro y fuera del bolso y se aseguraba de que no quedara nada abierto. Descartó de inmediato la esperanza de que ese muchacho de rostro dulce pudiera ser su protector: lo único que le importaría a él en la vida era sí mismo.

El corazón de la chica lloraba de dolor por el aliado leal que ya no podía recordar. Sus dedos se extendieron sobre el bolso, la manifestación física del cuidado meticuloso que él se había tomado con ella. Pero ahora, deseaba poder recordar aunque fuera un detalle de él. Su risa, pensó, por lo menos, era el recuerdo que a ella le gustaría llevar consigo por…

Aguzó el oído. La tormenta de arena aullaba más que nunca. Pero ahora, sonaba como si estuviera golpeando objetos grandes en el aire… objetos grandes que se acercaban a una velocidad increíble.

¿El rescate venía en camino? ¿O se trataba de más peligro? En cualquier caso, sería mejor que viera quién se acercaba antes de decidir si les permitiría verla. Antes, había limpiado el aire a casi treinta metros alrededor de ella; ahora, permitió que la tormenta de arena lo invadiera todo, con excepción del espacio entre ella y el chico.

Él también escuchaba atentamente y tenía el ceño fruncido por la concentración.

No había vibraciones en el suelo, así que los objetos que se acercaban debían ser vehículos aéreos, lo cual implicaba la presencia de magos, dado que los globos aerostáticos de los nómagos y las aeronaves endebles no serían capaces de avanzar en contra de una tormenta de arena de semejante magnitud.

El muchacho bufó. Por primera vez, el miedo traicionó su expresión.

–Carros blindados.

El corazón de la chica dio un vuelco. Él tenía razón, el sonido era metálico. Solo Atlantis poseía vehículos semejantes. Y ella debía mantenerse lejos de las garras de Atlantis a toda costa.

No sabía por qué, solo sabía que era imprescindible. De otro modo, todo estaría perdido.

El estrépito de la arena golpeando el metal disminuyó, y luego desapareció por completo. La tormenta no había amainado: los atlantes estaban limpiando el aire como ella lo había hecho antes.

–Déjame entrar a tu domo –le pidió al chico.

Si los carros blindados decidían verter una lluvia mortal, ella estaría bastante indefensa allí afuera: podía hacer mover el aire, pero no podía purificarlo.

–No.

Sería una pérdida de tiempo apelar a su buena voluntad, así que no se molestó en hacerlo.

–¿Quieres que les indique dónde estás? –preguntó ella, mientras tomaba los cubos nutricionales, los remedios y los odres de la arena–. Tengo entendido que no puedes moverte demasiado.

El chico sonrió.

–Tu amabilidad es realmente notable.

–Y contemplar tu gratitud me conmueve. Ahora, déjame entrar o prepárate para enfrentar a Atlantis.

Su propia crueldad la sorprendió. ¿Siempre había sido una negociante tan severa o solo reaccionaba así por la sangre fría del muchacho?

–De acuerdo –dijo él, con los dientes apretados–. Pero no te permitiré entrar sin un acuerdo de no agresión. Coloca una gota de tu sangre en el domo.

Un chico que practicaba magia de sangre; ella se estremeció3. Un acuerdo de no agresión no era tan aterrador como un juramento de sangre, pero aun así, toda la magia de sangre era poderosa y peligrosa; uno debía abordarla con una cautela extrema.

–Solo si es recíproco.

–Tú primero –dijo él.

Ella extrajo un juego de herramientas compactas que había visto en su bolso, pinchó su dedo con una pica delgada y tocó el domo.

Era como tocar la parte superior de una medusa gigante: frío y suave, pero resistente.

El chico hizo una mueca. Ella creyó que se debía a su reticencia, hasta que notó que era a causa del dolor que le provocó moverse para extraer una navaja de su chaqueta. Él extrajo una gota de sangre y la envió hacia el domo, el cual la absorbió como el suelo sediento lo haría con el agua.

Cuando se dio cuenta, estaba hundida en el domo hasta el codo. Retiró su brazo, sorprendida.

–Apresúrate –dijo el chico.

El domo se sentía levemente pegajoso contra su piel mientras lo atravesaba. Cuando tomó asiento junto al chico, obligó a la arena a alzarse y cubrir el domo, y no se detuvo hasta que el interior se sumió en la más profunda oscuridad.

Treinta segundos después, se oyó el golpe seco y suave de los carros blindados aterrizando cerca.

Parecería que Atlantis sabía exactamente dónde encontrarlos.