El último tren no vendría. Era casi la medianoche, y durante una hora había estado en la parada del autobús del hospital universitario, aferrada a mi portfolio de arte y al poco orgullo que aún conservaba, junto a un puñado de estudiantes de premédica; una anciana china, que empuñaba un paraguas como si fuera un arma; un mendigo charlatán llamado Will (que vivía en el estacionamiento del hospital), y un predicador callejero borracho y entusiasta que deseaba prevenirnos del fuego ardiente del apocalipsis o vendernos boletos para la primera fila del ring..., o tal vez ambas cosas.
–Un tranvía de dos coches de la línea N Judah tuvo una avería en el túnel de Sunset –leyó uno de los estudiantes de Medicina en su celular–. Parece que no tendremos más remedio que tomarnos el Owl.
Se oyó un quejido del grupo. El temido autobús Owl que circulaba toda la noche.
Fuera del horario diurno, cuando termina el servicio de tren ligero de San Francisco y la mayoría de la ciudad está durmiendo, los autobuses Owl se ocupan de las rutas de superficie. Me había tomado el Owl solo una vez, justo antes de que comenzaran las vacaciones de verano. Heath, mi hermano mayor, había cometido el error de intentar levantarme el ánimo con entradas para participar de un karaoke de La sirenita –incluidas las barritas luminosas y el sujetador de caracoles– en el teatro Castro, y después de una cena a medianoche en un bar de mala muerte, nos perdimos nuestro tranvía habitual.
Los autobuses Owl son más lentos, más sucios y están llenos de personas que salen de fiestas, discotecas y bares que cierran, lo cual aumenta automáticamente las posibilidades de toparse con una riña callejera o con vómitos explosivos. Tomarme el Owl acompañada de Heath era una cosa; arriesgarme a hacerlo sola era otra, especialmente cuando nadie sabía dónde me encontraba.
Sí, ya sé. No era la idea más brillante del universo, pero no llevaba conmigo dinero para un taxi. Me mordí un pellejo de la uña y levanté la mirada para observar la neblina que colgaba de la farola; esperaba no parecer tan ansiosa como me sentía.
Solo para que conste: se supone que no debo tomar transporte público después de las diez de la noche. Es el límite científico que estableció mamá para evitar los delitos violentos. No se trata de algo arbitrario. Es enfermera titulada y tres o cuatro veces por semana trabaja durante el turno noche en una sala de emergencias justo enfrente (en donde se encontraba en ese preciso instante), así que sabe exactamente cuándo comienzan a entrar las camillas con los heridos de bala. Y aunque Heath tiene el mismo límite de horario, soy consciente de que las posibilidades de ser una víctima resultan mayores en mi caso porque soy mujer y tengo una contextura menuda, además de que aún no cumplí los dieciocho. Así que, tal vez desde el punto de vista estadístico sea presa fácil, pero por lo general no deambulo por la ciudad después de la medianoche, poniendo en peligro mi preciosa vida adolescente. Me refiero a que no era que corría un riesgo tan grande. No era una zona peligrosa de la ciudad, y había tomado el muni desde pequeña. También contaba con gas pimienta y un dedo que se moría por gatillar.
Además, andaba a escondidas por una buena razón: quería mostrar mis ilustraciones a la profesora que está a cargo del departamento de Anatomía, para convencerla de que me diera acceso al Programa de Cuerpos Donados. Al menos, ese había sido el plan original. Pero después de esperar durante horas a una persona que jamás apareció, todo el asunto se estaba pareciendo más a una estúpida pérdida de tiempo.
Mientras los estudiantes de premédica hacían apuestas sobre el horario de llegada del Owl, Will el mendigo levantó la mano para saludarme brevemente y se abrió paso hacia mí. No tenía problemas con que lo hiciera. Me sentía más segura si había una cara conocida entre el predicador borracho y yo; me ponía muy nerviosa cuando lanzaba sus maldiciones hacia mí.
–Oye, viejo –gritó Will mientras se acercaba.
¿Viejo? Antes de que pudiera responder, pasó a mi lado arrastrando los pies como si no me hubiera visto. Vaya. Acababa de ser desairada por un tipo sin techo. La noche se estaba volviendo cada vez mejor.
–¿Qué hay de nuevo, Willy? –preguntó una voz masculina con buen ánimo–. Es bastante tarde para que sigas trabajando.
–Los guardias de seguridad del hospital están haciendo su ronda de vigilancia. Solo espero que se larguen.
Mi curiosidad pudo más, así que me di vuelta para ver quién había acaparado la atención de Will: un tipo oculto entre las sombras, que estaba apoyado contra el poste de teléfono. Will me tapaba la vista, así que no lo distinguía demasiado, pero ambos conversaron un instante antes de que el mendigo siquiera se percatara de mí.
–Chica triste –dijo y sonrió, dejando entrever sus dientes. Así me llama, porque cree que estoy deprimida. Por cierto, no lo estoy. Solo soy moderadamente seria y retraída, pero es difícil explicarle la diferencia a una persona que duerme en un cobertizo de cartón–. ¿Cómo va todo?
–No tan bien –dije–. Hoy no tengo nada –a veces le doy mis monedas, pero si tuviera algún dinero, a estas alturas ya estaría en un taxi viajando a casa.
–No te preocupes. Tu madre me invitó hace un rato a cenar de camino al trabajo.
No me sorprendía para nada. Tal vez fuera la enfermera que llevaba dentro, pero mamá tenía una manía de darle de comer a todo aquel que estuviera en su línea de visión, y estaba prácticamente obsesionada con las sobras; si eran más grandes que un grano de arroz, pasaban a guardarse en el refrigerador, a ser parte del almuerzo de alguien o a repartirse entre los vecinos o los compañeros de trabajo, y ahora, aparentemente, se incluía el popular mendigo Will, que había ubicado a otra persona que conocía y ya se dirigía a saludarla, dejándome sola con su misterioso amigo.
Cualquiera tenía que ser mejor que el predicador callejero. Pero no se trataba solo de cualquiera. Era un chico. Un chico de mi edad. Un chico de mi edad realmente guapo, con un cuerpo delgado y tonificado. Se apoyaba contra el poste de teléfono, y se apartaba un rebelde mechón de pelo oscuro que le caía sobre un ojo. Vestido de negro de pies a cabeza, lucía como si le acabaran de ofrecer el papel protagónico en una película italiana de intriga y estuviera listo para entrar a robar un banco: usaba jeans, una chaqueta ceñida y un gorro tejido ajustado hacia abajo. Un par de guantes negros apretados le cubrían las manos, y una mochila gastada (probablemente repleta de artefactos explosivos pensados para hacer estallar la caja fuerte del banco) estaba apoyada sobre la acera, contra su pierna.
Solo cuando el predicador volvió a comenzar su arenga, me di cuenta de que lo había estado mirando fijo. Él y yo, junto con la mujer que blandía el paraguas, escuchamos las frases balbuceadas del predicador acerca de la salvación y la luz, algo que no alcancé a escuchar, y sobre prostitutas, bestias y hogueras. El fuego eterno, amigo. ¡Mis pobres tímpanos! Apreté mi portfolio aún más, pero un segundo después se extinguió su diatriba, y se apoyó contra la parte posterior de la parada del autobús como si se fuera a quedar dormido.
–Parece que se quedó sin aire –señaló el chico con tono de conspiración. ¿Se había acercado aún más? Porque... guau, era alto. La mayoría de las personas lo eran desde mi perspectiva enana, a ras del suelo, pero él debía de ser por lo menos medio metro más alto que yo–. Creo que, si intenta quitarte tu carpeta, no tendrás problema en derribarlo. ¿Son ilustraciones?
Eché un vistazo rápido a mi portfolio como si jamás lo hubiera visto.
–Sí, ilustraciones.
No me preguntó por qué andaba acarreando obras artísticas en un campus de Medicina. Solo me dirigió una mirada pensativa con los ojos entornados.
–Espera. Déjame adivinar. Ni naturaleza muerta ni paisajes. Tus ojos escépticos me hablan de algo posmoderno, pero tus botas dicen –su mirada descendió, recorriendo mi falda negra y el cuero gris de caña alta que me tapaba las pantorrillas– logos con diseños audaces.
–Mis botas dicen “tenía una reunión con la directora del laboratorio de Anatomía y la plantaron”. La doctora Sheridan debía reunirse conmigo después de su última clase, que se extendía de siete a nueve de la noche, y cuando terminó, esperé y esperé, mientras observaba una cantidad cada vez menor de estudiantes de posgrado que salían del edificio. Cuando finalmente llamó a las once para disculparse y aseguró que había tenido una emergencia familiar, tuve la clara sensación de que era demasiado orgullosa para admitir que se había olvidado.
”Y mis obras no son posmodernas –añadí–. Dibujo cuerpos.
–¿Cuerpos?
–Su anatomía.
Eso es lo mío. No soy una de esas chicas geniales y creativas en mi curso de arte que fabrican faldas con bolsas de basura y pintan con colores estrambóticos. Al menos, ya no. Durante los dos últimos años, me he limitado al lápiz y la tinta negra, y solo dibujo cuerpos –viejos o jóvenes, masculinos o femeninos, me da igual–. Me gusta el modo en que se mueven los huesos y la piel, y me gusta ver cómo encajan a la perfección todas las cámaras del corazón. Y en ese momento, mi mente obsesionada por la anatomía estaba apreciando la manera en que las partes del cuerpo de mi nuevo amigo también encajaban a la perfección. Era un estudio viviente de las líneas bellas y los músculos delgados de la figura humana, con kilómetros de pestañas oscuras, y pómulos que parecían lo suficientemente fuertes como para resistir el peso de todo el cuerpo.
–Yo soy esa que realmente disfrutaba haciendo la disección de la rana en el curso de Biología de noveno año –aclaré. No quiero parecer trágica, pero ese detalle en particular jamás me había ganado una multitud de amigos, así que no entiendo por qué lo arrojé al ruedo. Creo que era la forma de descargar la excitación que me provocaba estar junto a un chico tan atractivo.
Emitió un silbido grave.
–A nosotros nos tocaron fetos de chancho, pero yo pude librarme y hacer el mío en la computadora. Por motivos filosóficos.
Lo detalló como si quisiera que le preguntara cuáles eran esos motivos, así que le seguí la corriente.
–A ver... te dan asco las ranas muertas...
–Estoy filosóficamente en contra –corrigió.
–Vegetariano –adiviné.
–Uno pésimo, pero sí –señaló el cuello de su chaqueta. Tenía prendida una pequeña insignia que decía vive el momento.
Sacudí la cabeza confundida.
–Es mi excusa filosófica. El zen.
–¿Eres budista?
–Un budista terrible –repitió. Los bordes de sus labios se curvaron en una leve sonrisa–. Y entre paréntesis, ¿hace cuánto disecaste esa rana? ¿Cuatro años? ¿Dos años...?
–¿Estás intentando adivinar mi edad?
Esta vez sonrió de verdad, y un hoyuelo atractivo se marcó en la curva de su mejilla izquierda.
–Oye, si estás en la universidad, no tengo ningún problema. Me encantan las chicas mayores.
¿Yo? ¿En la universidad? Solté una carcajada neurótica y estridente. ¿Qué diablos me pasaba? Gracias a Dios, el silenciador defectuoso de una furgoneta que doblaba en la esquina ahogó mi aullido de hiena. Cuando terminó de pasar, lo señalé con el bote de gas pimienta que tenía sujeto a mi llavero.
–¿Qué hace un budista vegetariano vestido como un ladrón de joyas?
–¿Un ladrón de joyas? –se miró con detenimiento–. ¿Demasiado negro?
–No si estás planeando un robo a mano armada. En ese caso, es lo adecuado, especialmente si guardas un antifaz en tu bolsillo.
–Maldición –dijo, dándose unas palmadas en la chaqueta–. Sabía que me olvidaba de algo.
La acera comenzó a temblar bajo los tacos de mis botas. Levanté la vista para ver el letrero digital del N-Owl sobre el parabrisas del autobús que se detenía en nuestra parada. Una luz blanca y fría brillaba desde las ventanas.
–Milagro de los milagros –murmuró el chico–. El Owl realmente llegó.
Me puse de puntillas para ver lo que me esperaba. Me pareció distinguir que algunos asientos estaban ocupados, pero no iba apretada como sardinas... todavía.
Una fila se formó en el borde de la acera, así que me apuré para adelantarme a los estudiantes de Medicina y al predicador borracho. ¿Se subiría también el chico? Para que no se notara demasiado, contuve las ganas de darme vuelta y, en cambio, saqué mi pase mensual. Con una pasada de la tarjeta por el lector de la entrada, quedé adentro. Esperé no estar sola.
La primera regla para andar en transporte público muy de noche es pegarse al conductor, así que me aseguré un buen lugar adelante, sobre uno de los largos asientos corridos que daban hacia adentro. Se supone que están reservados para personas con discapacidades, mujeres embarazadas y ancianos, pero como la mujer con el paraguas ya se había apropiado del asiento contiguo, del otro lado de mi tubo de pasamanos, no me preocupé demasiado. Me metí el portfolio detrás de las pantorrillas mientras recorría rápidamente con la vista el resto del autobús para identificar cualquier otro riesgo. Para mi gran alivio, no se veía al predicador borracho por ninguna parte.
Pero sí a otra persona.
Las puertas del autobús se cerraron con un chirrido, y el chico guapo se dejó caer en el asiento que estaba frente al mío, del otro lado del pasillo, y colocó su mochila sobre el suelo entre sus pies. Soltó un resoplido dramático y se acomodó en el asiento antes de dar un respingo, fingiendo sorpresa al verme.
–Ah, eres tú otra vez.
–Por lo que parece, tu target anda por mi barrio. Espero que no estés planeando asaltar mi casa. No tenemos joyas, señor ladrón.
–“Jack el ladrón” suena bien. Tal vez debería considerar seriamente esta profesión.
Jack. ¿Era ese su verdadero nombre? Bajo el brillo feroz de las luces fluorescentes del autobús, sombras profundas marcaban los surcos de sus mejillas y la hendidura debajo de su labio inferior. La manera de ocultar burlonamente su sonrisa le daba un aire temerario.
–Conocías a Will, el tipo sin techo –dije, entrando en modo Sherlock Holmes al tiempo que el autobús se alejaba ruidosamente del cordón de la acera–. Eso significa que vives cerca de Parnassus o que tienes una conexión con el hospital o con el campus.
–Te haré el favor de eliminar una de las dos opciones –observó–. No vivo aquí.
–Hmm. Pues no estás cursando la carrera de Medicina.
–Yo no emitiría juicios apresurados. Algunos ladrones de joyas podrían tener habilidades quirúrgicas.
–Pero hiciste ese comentario sobre las “chicas mayores”, lo cual quiere decir que estás en la escuela secundaria, como yo...
–¿Como tú? ¡Ajá! –dijo alegremente–. A propósito, este otoño paso al último año.
–Yo también –admití–. Así que si no estás tomando clases en Parnassus, supongo que conoces a alguien que cursa aquí o trabaja en el hospital. O es posible que hayas venido a visitar a alguien en el hospital.
–Bonita lógica, chica triste. Espera. Yo no era el único que conocía a Will. Dijo que tu madre le dio la cena, así que conoce a tu mamá. Y como ahora estás preocupada porque vaya a cometer un hurto en tu casa...
–¿Un hurto? No creo que esa sea la palabra exacta.
–Claro que lo es. Después de todo, soy un ladrón, ¿recuerdas? –dijo y levantó una mano enguantada–. De cualquier modo, tú y tu mamá podrán conocer a Will, pero tampoco viven cerca del hospital. ¿Están en Inner Sunset o en Outer Sunset?
–Sí –dije, evitando una respuesta real.
–Nunca me dijiste por qué te reunirías con la directora de Anatomía que no apareció. ¿Estás intentando obtener una pasantía o...? –dijo, probando una nueva estrategia, sin mostrarse afectado en lo más mínimo.
–No, solo intentaba obtener permiso para dibujar sus cadáveres.
–¿Te refieres a cuerpos muertos? –preguntó, entrecerrando uno de los ojos.
–Cuerpos donados con fines científicos. Quiero ser ilustradora médica.
–¿Cómo los dibujos para los manuales?
–Y para las compañías farmacéuticas, la investigación médica, los laboratorios... –asentí–. Es supercompetitivo. Solo hay cinco maestrías acreditadas y, para entrar en una de ellas, cualquier ventaja viene bien. Un par de museos locales están patrocinando en forma conjunta un concurso estudiantil de dibujo a fines de julio, y quiero ganarlo. Hay dinero asignado para una beca y, si gano, se vería bien en la solicitud para la universidad.
–¿Y dibujar cadáveres te ayudará a ganar?
–Dibujar cadáveres disecados me ayudará a ganar.
El chico puso una cara rara.
–Da Vinci dibujaba cadáveres –dije, usando el mismo argumento que no logró conseguir el apoyo de mamá cuando anuncié mi intención de seguir los pasos del pintor italiano–. Y también Miguel Ángel. Los paneles de la Capilla Sixtina se ven repletos de diseños anatómicos que están escondidos. Si miras bien la mortaja que se encuentra detrás de Dios en La creación de Adán –ya sabes, aquella en la que Dios extiende el brazo para tocarle el dedo a Adán–, la mortaja es, en realidad, un diagrama del cerebro humano.
–Guau. No estabas bromeando con lo de la rana, ¿no?
–No –me rasqué la parte de atrás de la cabeza; las horquillas que me sujetaban la maraña de trenzas encima de la nuca me estaban provocando una picazón–. Lo único que quiero es dibujar cadáveres fuera del horario de clases. No molestaría a nadie ni interferiría con el trabajo de nadie. Pero ahora debo volver el miércoles antes de su clase. Si tengo suerte, esta vez sí aparecerá –¿hablaba demasiado? No estaba segura, pero no podía parar. Cuando estoy nerviosa, me pongo verborrágica–. Por lo menos, la próxima vez no arriesgaré la vida en el Owl hablando con chicos desconocidos.
–Vale la pena correr el riesgo para sentirse vivo.
–Sentirse vivo es solo una descarga de adrenalina.
Él soltó una risita y luego me estudió durante un momento.
–Eres una chica interesante.
–Dicho por Jack, el ladrón de joyas budista y vegetariano.
Su sonrisa lánguida resultaba increíblemente peligrosa.
¿Saben? Siempre creí que era bastante buena seduciendo, que eran los chicos a los que yo seducía quienes no eran buenos dejándose seducir. Pero Jack era un sujeto de seducción extraordinario, y esa noche mi juego estaba que ardía. Su mirada se paseó rápidamente sobre mis piernas cruzadas... específicamente, sobre los pocos centímetros de rodilla desnuda que asomaban entre mi falda y mis botas.
Maldición. Definitivamente me estaba examinando. ¿Qué debía hacer? Aquí planeta Tierra llamando a Beatrix: ese era el autobús nocturno, no una canción de Journey. Acá no había dos desconocidos que tomaban el tren de la medianoche a cualquier lugar. Yo iba a casa, y él probablemente iba a asaltar una tienda de bebidas alcohólicas.
En cuestión de idilios románticos, a veces estaba convencida de que me habían echado una maldición encima. No me malinterpreten: no soy el tipo de chica que anda diciendo: “Ay de mí, soy tan fea que los chicos ni siquiera me miran”. Los chicos me miraban (como ahora). Algunos incluso me miraban fijo (en serio, como ahora mismo). Era solo que, cuando me conocían de verdad –o veían mis extrañas ilustraciones médicas–, las cosas se iban al diablo.
Era demasiado excéntrica para los chicos clásicos y no lo suficiente para los modernos. No era ni freak ni geek, y eso me dejaba sola en tierra de nadie. No tenía problema con ser una marciana –en serio, no me importaba, incluso cuando el invierno pasado alguien garabateó “Morticia Adams” en mi locker con un marcador indeleble. Quiero decir, en primer lugar, aunque podría considerarse que compartimos de algún modo el apellido, el de Morticia se escribe con dos d, y dudo de que quien fuera que me haya pintarrajeado el locker haya tenido la capacidad mental para darse cuenta de la diferencia, pero da igual. Y en segundo lugar, en realidad me parezco más a la hija de los Addams, Merlina –esa chica flemática que decapita muñecas–, que a Morticia, principalmente debido a mi pelo. Siempre me lo trenzo, y conozco mil y un estilos estrambóticos, desde los rodetes de la princesa Leia, pasando por la clásica trenza suiza, hasta la trenza de diosa griega, o la obra de arte de esa noche: la princesa medieval moderna.
Pero lo gracioso es que realmente me gustan Los locos Addams, así que quienquiera que me haya bautizado con ese apodo no hirió mis sentimientos. Por lo pronto, no me quitó el sueño para nada. Y tampoco es que sea una inadaptada social. Tengo un par de amigas (y cuando digo “un par” quiero decir exactamente dos, Lauren y Kayla, que estaban pasando el verano en una zona más cálida del estado). Y he tenido un par de novios (y cuando digo “un par” quiero decir que salí con Howard Hooper dos meses y con Dylan Norton dos horas, durante una fiesta antigraduación en el sótano de Lauren).
Así que puede ser. No tenía la agenda precisamente atiborrada de compromisos y jamás me podía poner vestidos negros en el colegio sin que la gente se riera de mí a mis espaldas y me preguntara dónde estaba Homero. Pero pensé que podía librarme de todo ello en la universidad, donde me reinventaría como una estudiante sofisticada de arte, rebosante de chispa y de una alegría de vivir aún no explotada. Empezaría mis diálogos con incontables observaciones sobre la piel y los huesos, cautivando el corazón de algún pícaro profesor (que casi siempre tenía acento británico y también era un exnadador entrenado para las Olimpíadas, pero solo por el cuerpo), y nos escaparíamos juntos a alguna isla tropical y fabulosa del Mediterráneo, donde me transformaría en la ilustradora médica más famosa del mundo.
En esta fantasía, yo siempre era mayor y más ocurrente, y siempre había sol. Pero aquí estaba, en una noche fría y brumosa, sentada en un autobús Owl sintiendo... no sé. Sintiendo como si tal vez no necesitara esperar hasta el último año para alcanzar alguna isla de fantasía cuando terminara la escuela secundaria. Quizás podía seducir a un chico peligrosamente guapo en un autobús ahora mismo.
Él levantó la vista y se encontró con la mía. Y nos quedamos mirándonos.
Y mirándonos.
Y mirándonos...
Un extraño calor se despertó en mi pecho y se extendió sobre mi piel. Debió ser contagioso, porque dos manchas rosadas le tiñeron las mejillas, y jamás había visto a un chico como él sonrojarse. No sabía lo que sucedía entre nosotros, pero de verdad no me hubiera sorprendido si de pronto el Owl se hubiera prendido fuego, salido de la carretera y estallado en un infierno de llamas.
Las paradas de autobús llegaron y se fueron, pero no dejamos de mirarnos. Mi yo más adulto e ingenioso estaba a un segundo de abalanzarse al otro lado del pasillo y de arrojarse sobre él, pero mi verdadero yo era demasiado sensato. Por fin, él rompió el silencio.
–¿Cómo te llamas? –preguntó con una voz suave y desesperada.
La mujer con el paraguas emitió un sonido gutural. Me miró frunciendo el ceño con desaprobación en un gesto que habría hecho palidecer a mi madre. ¿Nos habría estado observando durante todo ese tiempo?
–Maldición –Jack jaló de la cuerda amarilla que colgaba delante de la ventana para indicar su parada y se inclinó sobre su mochila. Irving y Ninth. Una parada clásica. La mía todavía estaba a unas manzanas más allá, lo cual quería decir una sola cosa: mi fantasía nocturna sobre el autobús tocaba a su fin. ¿Qué debía hacer? ¿Pasar por alto la advertencia de la señora del paraguas y darle mi nombre?
¿Y si no lo volvía a ver en mi vida?
El autobús se detuvo bruscamente. La mochila de Jack se inclinó hacia un lado. Un objeto salió rodando de un hueco en el cierre y golpeó contra la punta de mis botas.
Una bonita lata de pintura en aerosol, con una tapa de metal dorado. La levanté e hice una pausa. Por la manera en que se puso tenso y apretó la mandíbula hacia un costado, fue como si hubiera tenido un letrero luminoso encima de la cabeza que anunciara ¡nervioso! ¡nervioso!
Le extendí la pintura en aerosol. Metió la lata en la mochila y se la arrojó hacia atrás sobre un hombro.
–Suerte con tus dibujos de cadáveres.
Mi respuesta se perdió en el indicador electrónico de titulares recientes que se desplazaban dentro de mi cabeza. Lo único que logré fue mirar en silencio su larga silueta que se escabullía entre las sombras, al tiempo que la puerta se cerraba y el autobús se alejaba de la acera.
Ya sabía quién era.
Desde que las clases terminaron en mayo, habían comenzado a aparecer de repente grafitis en San Francisco: palabras sueltas pintadas con enormes letras doradas asomaron sobre puentes y frentes de edificios. No eran inscripciones furiosas y apenas legibles, sino obras hermosamente ejecutadas, realizadas por alguien hábil y talentoso.
¿Podría ese alguien ser Jack? ¿Sería un tristemente célebre artista callejero, buscado por la policía por cometer actos de vandalismo?
El tramo restante del viaje pasó como una nebulosa mientras recordaba todo lo que había escuchado decir en los blogs locales sobre los grafitis dorados. Me hubiera gustado haber prestado más atención. Necesitaba investigar un poco, y debía hacerlo ya mismo. Cuando el autobús llegó a mi parada sobre la calle Judah, eché a correr a toda velocidad, pensando justamente en hacer eso.
Vivo en el barrio de Inner Sunset, que es la broma más graciosa del mundo, porque es una de las zonas con más neblina de la ciudad. El verano es lo peor, cuando las noches son frías y a veces pasan semanas en que no vemos el sol. Pero salvo la niebla, me gusta vivir aquí. Solo estamos a pocas cuadras del parque Golden Gate. Hay un tramo de tiendas bastante cool sobre Irving, y estamos justo colina abajo de la parada del muni. Vivimos en los dos pisos inferiores de una casa adosada de tres pisos color amarillo pálido, de estilo eduardiano, y compartimos un pequeño trozo de jardín con nuestra vecina Julie, una estudiante de premédica que alquila el apartamento que está encima de nosotros. Ella es la que me consiguió la cita en el laboratorio de Anatomía.
Subí corriendo los doce escalones que conducen a nuestra puerta de entrada. Mientras hurgaba buscando mis llaves, un taxi se detuvo al lado del borde de la acera. Mi hermano salió de un salto y rápidamente le pagó al conductor antes de verme.
–¡Mamá viene camino a casa! –vociferó Heath al tiempo que subía las escaleras a toda velocidad, imitando la sirena de una ambulancia. Llevaba una chaqueta ceñida, jeans ceñidos y una camiseta negra aún más ceñida con tachones plateados que decía joven metálico del siglo xxi. También apestaba a cerveza, motivo por el cual no le creí.
–¿Dónde has estado? –pregunté.
–¿Yo? ¿Dónde has estado tú?
–Seduciendo delincuentes en el autobús.
Emitió un bufido equivalente a “sí, claro, lo que digas”, mientras se pasaba los dedos por el pelo erizado, de la misma tonalidad castaña que el mío. De pie en un escalón más arriba, yo era casi más alta que él; ambos salíamos a mamá en la cuestión de la altura. Echó un vistazo a mi falda y mis botas.
–Oye, ¿por qué estás tan elegante?
–Es una larga historia. A propósito, hueles como una cervecería. ¿Estás borracho?
–Ya no –se quejó–. Apúrate y abre para que entremos. Te estoy hablando en serio. Vi la furgoneta saliendo del estacionamiento de empleados cuando mi taxi pasó delante del hospital.
La furgoneta es el antiguo Toyota familiar blanco de mamá. Tiene 300.000 km y una abolladura en el parachoques.
–Le pagué extra al taxista para que se pasara la luz roja y pudiéramos ganarle. ¡Grrr! –rugió impaciente–. En cualquier momento, Bex.
Bex es el apodo con que me llaman mi familia y mis amigos, el diminutivo de Beatrix, y es solo Bex... ni Bea, ni Trixie, ni ningún otro nombre que pueda hacer que la pesadilla de mi nombre suene incluso más arcaico de lo que ya suena.
Mientras Heath me daba golpecitos en la espalda, abrí el cerrojo y entramos. Aunque nuestro departamento ocupa dos pisos, oficialmente tiene un solo dormitorio. Es mamá la que lo ocupa, y Heath vive abajo, en el piso inferior, en el territorio inhóspito de la lavandería, que en teoría es un sótano diminuto pegado a un garaje con espacio para un automóvil. Y mi habitación es teóricamente el comedor, pero comemos en la mesa de la cocina o en el sillón delante de la TV, –“como cerdos”, dice mamá, pero la vergüenza no le impide hacerlo.
La falta de vergüenza es un gen que viene de familia, porque tampoco le impide a mi hermano de veinte años instalarse aquí en casa, en lugar de tener la suya propia. Y como todavía le faltan cuatro meses para ser mayor de edad, mamá le daría una patada en el trasero si se enterara de que había estado colándose en las discotecas con un falso carné de identidad.
–¿Por qué vuelve a casa en el medio de su turno?
–¿Y cómo demonios tengo que saberlo? –me lanzó Heath a su vez mientras se dirigía al baño–. Tengo que hacer pis. Quédate en la ventana y pega un grito cuando aparezca su automóvil.
–Olvídalo. Me tengo que cambiar. Tampoco sabe que yo salí –corrí a mi habitación y oculté el portfolio al lado de mi mesa de dibujo antes de quitarme el abrigo. Dos puertas ventana me separaban de la sala. Había cubierto todos los cristales con placas radiográficas viejas recortadas en forma de cuadrados, para que cuando las puertas estuvieran cerradas, tuviera un mínimo de privacidad. Pero como no es un dormitorio de verdad, no tengo ventanas, y toda mi ropa está amontonada dentro de un armario desvencijado de Ikea que no cierra.
De todos modos, no está tan mal. Como iluminación tengo un genial candelabro de techo antiguo estilo art déco, que cuelga en el centro de la habitación, y una gigantesca vitrina para vajilla estilo misión, empotrada contra una pared, que uso para exhibir mis colecciones: libros de Anatomía vintage, una Mujer Visible de los años sesenta (se trata de una muñeca acrílica con órganos removibles), algunos viejos moldes dentales, y varios sets de anatomía (corazón, cerebro, pulmones). A los pies de mi cama se encuentra Lester, un esqueleto didáctico tamaño real que cuelga de un soporte con ruedas. Los esqueletos suelen ser caros, pero mi mamá lo consiguió por monedas en el campus del hospital, porque le falta un brazo.
Heath se detuvo derrapando justo fuera de mis puertas de placas radiográficas con la respiración agitada.
–Dime en serio, ¿dónde estuviste esta noche?
–Tratando de reunirme con la directora del laboratorio de Anatomía, pero jamás apareció.
–¿Así que con esas otra vez? Mira que eres testaruda. Creí que mamá te había dicho que no los fastidiaras.
–Ya había hecho la cita –dije, defendiéndome–. No es que haya entrado a escondidas en el laboratorio y manoseado los cuerpos. No estaba haciendo nada malo –salvo desobedeciendo las órdenes de mi madre, tomándome el Owl y coqueteando con alguien que podría o no ser un vándalo–. Al menos, no algo terriblemente malo –me corregí.
–Sería un milagro –masculló Heath–. Tú no sabes cómo ser mala.
Conseguí bajar el cierre de mis botas y las arrojé dentro del armario desvencijado.
–Ah, claro, ¿y tú sí? ¿Estabas con Noah, o siquiera estaba enterado? Si lo estás engañando...
–¡Shh! Escucha –inclinó la cabeza a un lado y apoyó la mano sobre la puerta de entrada–. ¿Es la furgoneta? –susurró.
El áspero golpe familiar de la puerta del garaje sacudió el suelo.
–¡Yo estaba durmiendo cuando llegaste a casa! –ordenó Heath mientras corría hacia abajo.
Arrojé mi falda bajo la cama y conseguí saltar dentro de los joggings, mientras jalaba las puertas para cerrarlas. Justo cuando acabé de apagar mi candelabro de techo, se oyeron los pasos de mamá que subía corriendo las escaleras del sótano y entraba en la sala. Maldición. Eso fue rápido. Debía de estar apurada.
–Es la una de la mañana. ¿De dónde diablos me llamas? –se oyó la voz de mamá por encima del chirrido de sus suelas de goma–. Olvídalo. No me importa. Solo ve al grano y dime qué quieres.
¿Con quién diablos hablaba?
–De ninguna manera. Si envías algo por correo, lo arrojaré a la basura. ¿Me oyes? –su voz pasó rebotando por mi habitación mientras se dirigía a la cocina. Se oyó el estrépito de frascos. Había abierto el refrigerador. ¡Claro! Le había ofrecido el almuerzo al mendigo Will y ahora buscaba comida para reemplazarlo–. Qué pena. Nada ha cambiado. Deja de intentarlo y no te sentirás decepcionado. Ahora, si me disculpas, aunque no lo creas, estoy trabajando. Disfruta de tu vuelo desde Londres –el nombre de la ciudad fue pronunciado con sarcasmo. Un golpe sordo finalizó la llamada.
Epa. Estaba enojada en serio.
Volví a oír el chirrido de pisadas cerca de mi habitación.
–Que tu avión se caiga en el maldito Atlántico –masculló para sí antes de volver a descender las escaleras corriendo. Un minuto después, el motor de la furgoneta arrancó con un rugido y volvió a desaparecer.
Mamá rara vez se enoja. De verdad, casi nunca algo la afecta. Jamás. Es una de las cosas que he heredado de ella: una personalidad sin vueltas. Sin dramas, sin lágrimas, sin gritos. Ambas operamos con un ajuste no emocional, a diferencia de Heath, que opera con el malsano defecto de altibajos cambiantes. Lo sacó de nuestro padre, que nos dejó hace tres años por la dueña de un club de striptease que conoció en un viaje de negocios al sur de California. No lo vimos desde entonces y, para ser totalmente honesta, no lo extraño.
Es cierto que se gritaron de todo antes de que se marchara, pero después de que se fue, mamá se recuperó bastante rápido. Cuando salió el divorció no lloró, y no habló mal de papá cuando no hizo ningún pago de alimentos. La última vez que recordaba haberla visto emocionarse por algo fue hace un par de años cuando Heath y yo sugerimos cambiar legalmente nuestro apellido por “Adams”, el de soltera de ella, como un gesto de solidaridad.
De todos modos, la única persona que podía ponerla remotamente de mal humor era mi papá, y por lo que sabía no tenía ningún contacto con él. No estaba saliendo con nadie –“no quiero saber nada más con ningún hombre”, había anunciado–, y ninguno de sus amigos estaba en Londres. Entonces, ¿a quién le había gritado en el teléfono?
Entreabrí una de las puertas con placas radiográficas cuando Heath volvió a precipitarse escaleras arriba. Levantó una palma al pasar al lado mío, y chocamos los cinco.
–Nos salvamos por un pelo –exclamó alegre, volviendo a avanzar a grandes pasos al baño.
–Tienes brillantina en la nariz –respondí.
Cualquiera fuera su respuesta, no alcancé a oírla. Tenía preocupaciones más urgentes, así que lo ignoré y me acurruqué en la cama con mi laptop. Solo me llevó unos pocos segundos encontrar lo que estaba buscando: un post sobre el blog de la ciudad, cuyo título sensacionalista era “El artista callejero de las manzanas doradas: ¿poeta o vándalo que busca llamar la atención?”.
La entrada del blog explicaba en detalle lo que yo ya sabía, pero me enteré de un par de cosas nuevas, como que los grafitis o las “piezas” (diminutivo de obras de arte) eran realizadas con un aerógrafo profesional y un aerosol especial para pintura de grafitis, cuya venta es ilegal en la ciudad. Pensé en la lata bonita de la mochila de Jack –definitivamente no era algo que se pudiera comprar en la ferretería local– y sentí un aleteo en el estómago.
Cinco palabras habían sido escritas a lo largo de las dos últimas semanas:
COMIENZA, VUELA, PERTENECE, SALTA, CONFÍA
Comienza era, acertadamente, la primera palabra, pintada con letras de tres metros de alto sobre el pavimento que estaba alrededor de la fuente de Lotta, el monumento más antiguo de la ciudad. La palabra más reciente, confía, había sido aplicada con estarcido sobre el techo de la boletería que se hallaba en la entrada del zoológico de San Francisco.
El post citaba a un oficial de la policía a cargo del Programa de Reducción de Grafitis del Departamento de Policía de San Francisco. Advertía que la diferencia entre el grafiti y el arte era el “permiso”, y señalaba que, dado que los costos acumulativos de limpieza superaban los cuatrocientos mil dólares, el artista que pintaba las palabras doradas enfrentaría un cargo por delito grave.
Pero ahí no acababa la cosa. El artista firmaba todas las palabras con una pequeña manzana dorada al pie de la última letra, y esto hacía que el bloguero se preguntara si no habría una conexión con una “cooperativa de artistas” anónima local llamada Discordia.
No era una buena noticia.
Los miembros de Discordia eran conocidos por practicar comportamientos hostiles contra la oficina del alcalde, y habían causado daños por decenas de miles de dólares a la propiedad pública: rompían ventanas, destruían tiendas, ocasionaban incendios, y habían vertido pintura sobre una estatua de bronce de Ghandi, ubicada fuera del edificio de la terminal del trasbordador del Embarcadero. El bloguero especulaba que la firma de los grafitis dorados podía ser un guiño a la manzana de la discordia de la mitología griega, en la que se había escrito la leyenda “para la más bella”, y generó una pelea virulenta entre Afrodita, Hera y Atenea.
Pensar en todo ello me hizo sentir como si estuviera en uno de esos paseos del barco pirata en un parque de diversiones, tironeada de un lado a otro entre la excitación y la terrible sensación de que, en cualquier momento, se rompería un tornillo y el aparato saldría eyectado con violencia.
Mi hermano tenía razón acerca de una cosa: yo realmente no sabía cómo ser mala. Así que tal vez debí haberme sacado a Jack de la cabeza y regresado a mi aburrido verano sin sol y sin amigos.
Pero más fácil era decirlo que hacerlo.
La tarde siguiente, mientras mamá y Heath seguían durmiendo, ella recuperándose del turno noche, y él de su recorrida por las discotecas de la ciudad, me tomé el tranvía muni de siempre a la calle Irving, a pocos pasos de la entrada sudeste del parque Golden Gate y a una parada de donde Jack se había bajado del autobús la noche anterior.
También era el lugar donde yo trabajaba a tiempo parcial como una glamorosa cajera en un mercado gourmet de lujo llamado Alto.
Como atendíamos a los ricachones, todo el mundo, salvo el personal de mostrador del sector de carnes y pescados, tenía que llevar una camisa blanca de vestir, pantalones negros, corbata negra y un delantal también negro, provisto por la tienda, con la leyenda Alto Market, que me hacía sentir como la camarera de un restaurante de lujo... sin el beneficio de las propinas de lujo.
Muchos de mis compañeros de colegio se quejan de sus trabajos de verano, pero salvo la corbata negra, yo no tenía problema con el mío. No requería demasiado esfuerzo pasar cosas por un escáner. Además, disfrutaba en secreto al apilar los productos en las bolsas, porque era como resolver una especie de rompecabezas: ubicando lo más pesado en el lugar adecuado y agrupando las cosas frías –un poco como cuando volvía a colocar los órganos de plástico dentro de la Mujer Visible, mi modelo de anatomía humana: resultaba extrañamente gratificante.
Además de todo eso, la tienda siempre olía a pan recién horneado y a flores frescas, y la música clásica ambiental alimentaba las fantasías que tenía de ser una estudiante de arte adulta y sofisticada. Podría ser peor.
Después de fichar mi entrada y de contar lo que tenía en la caja, marché hacia la caja registradora que me habían asignado. La última persona que la usó había cambiado de lugar las banditas elásticas y los bolígrafos. Mientras volvía a acomodar todo, una mujer de cabello oscuro asomó la cabeza desde un anaquel de dulces importados.
–Buenas tardes, Beatrix.
La señorita López era una de las gerentes de la tienda. Es una madre soltera de treinta y pocos años, con una hija de once llamada Joy. Ha sido mi jefa desde que comencé a trabajar aquí el verano pasado. Como jefa, es bastante razonable y justa, y básicamente una persona agradable: otro de los motivos por los cuales no me quejo de mi empleo.
–Maldición, parece que hoy estamos atrapadas –dije.
–No puedo dejar de bostezar –admitió la señorita López con una sonrisa, cruzando los brazos sobre el delantal. Un pequeño prendedor rojo y negro brillaba en la mitad de su corbata, justo debajo del nudo. Tenía algo con los bichitos mariquitas y siempre llevaba el bichito de la suerte en algún lado: medias, suéter, prendedores. Para Navidad le regalé una mariquita disecada, incrustada en acrílico; la tenía sobre el escritorio de su oficina–. ¿Qué tal anduvo tu reunión secreta?
La señorita López estaba al tanto de mi arte y no le impresionaba el hecho de que dibujara cadáveres disecados, otra razón por la cual nos llevábamos bien.
–Lamentablemente, fue un fiasco total –le conté casi toda la historia, pero evité decirle que había llegado a escondidas a casa en el autobús Owl y mi encuentro con Jack–. De todos modos, tengo una nueva oportunidad el miércoles. Por suerte no me toca trabajar, así que no tengo que rogarle a mi jefa que me dé la noche libre.
–Por fortuna tienes una jefa cool, de modo que no hubieras tenido que rogarle con tanta insistencia.
Era cierto.
–¿Y cómo va todo por acá? –pregunté mientras me inclinaba para revisar mi provisión de bolsas de papel–. ¿Algún chisme jugoso?
–Se nos acabaron los filetes de salmón que estaban de oferta.
–Qué chisme terrible.
–Hmm –dijo, pensativa, tratando de recordar algo más jugoso–. ¡Ah! Ese vándalo de los grafitis dorados atacó la entrada de la Novena Avenida del parque Golden Gate.
Mi corazón pasó de aburrimiento a ¡FUEGO!
–¿Q-qué? –pregunté, levantándome bruscamente de detrás del mostrador.
–Lo hizo sobre la acera. Esta mañana, cuando salí a pasear a Beauty antes del trabajo, se habían reunido allí los canales de noticias. Las letras son casi tan altas como yo y están colocadas de costado –arrancó un trozo de cinta de la registradora y garabateó una ayuda visual:
F
L
O
R
E
C
E
–Colocadas de costado –dijo con un ademán de la mano, que alcanzaba su máxima perfección con unas impecables uñas rojas que jamás parecían romperse.
Florece. Seguía en estado de shock.
–Es muy bonito y femenino. Las letras están rematadas con florituras y enredaderas.
–El Jardín Botánico –reparé. Estaba ubicado específicamente justo dentro de esa entrada del parque.
–Sí, sobre el camino que conduce a los jardines. La policía dice que es la primera vez que hay una conexión directa entre una de las palabras y el lugar donde fue pintada. Ahora todo el mundo está excitado pensando que se trata de algún tipo de mensaje complicado en código morse.
Pensé en el prendedor sujeto a la chaqueta de Jack: vive el momento. ¿Acaso los budistas no debían ser pacifistas? Imaginé a ancianos amables trazando dibujos con un rastrillo en jardines de arena zen y bebiendo té, tal vez haciendo un poco de yoga por la tarde. No, vandalizando bienes públicos.
–Quienquiera que haga esto es muy sigiloso o tiene mucha suerte, o ambas cosas –reflexionó la señorita López–. Pero la suerte no dura para siempre. Creo que solo es cuestión de tiempo antes que alguien pille al vándalo con las manos en la masa.
Ese alguien podría haber sido yo.
Pero ahora probablemente jamás lo volvería a ver. Me refiero a que lo único que conocía era su nombre y su postura filosófica ante el tocino.
Oh, y algo más que casi olvidé: nuestro amigo en común.