Título
Introducción
La doncella de Tilhouze
El sacristán y la cortesana
Entre ellas
Bajo el alerce
La mujer
El padre Rosell
Las fresas
About the Publisher
La literatura erótica comprende historias ficticias y fácticas y relatos de eros - relaciones apasionadas, románticas o sexuales - con la intención de despertar sentimientos similares en los lectores, en contraste con la erótica, que se centra más específicamente en los sentimientos sexuales. La literatura erótica puede tomar la forma de novelas, cuentos, poesía, memorias de la vida real y manuales de sexo. Una característica común del género son las fantasías sexuales sobre temas como la prostitución, las orgías, el sadomasoquismo y muchos otros temas tabúes y fetiches, que pueden o no expresarse en un lenguaje explícito. Otros elementos comunes son la sátira y la crítica social. Mucha literatura erótica presenta arte erótico, ilustrando el texto.
A pesar de la desaprobación cultural de ese material, la circulación de la literatura erótica no se consideraba un problema importante antes de la invención de la imprenta, ya que los costos de producción de manuscritos individuales limitaban su distribución a un grupo muy reducido de lectores alfabetizados. La invención de la imprenta, en el siglo XV, trajo consigo un mayor mercado y restricciones cada vez mayores, incluyendo la censura y las restricciones legales a la publicación por motivos de obscenidad. Debido a esto, gran parte de la producción de este tipo de material se convirtió en clandestina.
por Honoré de Balzac
El señor de Valesnes, pintoresco lugar cuyo castillo no está lejos de la aldea de Tilhouze, habíase casado con una dama que, por razón de gusto o de disgusto, de agrado o desagrado, de enfermedad o salud, hacía ayunar a su buen marido de las dulzuras y melosidades estipuladas en todo contrato de matrimonio. Para ser justo, necesario es decir que el susodicho señor era un varón feo y sucio, ocupado siempre en cazar fieras, y no más divertido que el humo en un aposento. Además, y para colmo, el tal cazador tenia muy bien sesenta años, de los cuales no hablaba nunca, como la viuda del ahorcado no hablaba de la horca. Pero la naturaleza, que nos colma de inválidos y feos, sin estimarlos en más que los hermosos, pues, cual los que trabajan la tapicería, no sabe lo que hace, da el mismo apetito a todos y a todos la misma afición al potaje. Así, por ley natural, caaa bestia encuentra su cuadra. De ahí el proverbio «No hay puchero, por feo que sea, que no encuentre cobertera».
El señor de Valesnes buscaba en todas partes lindos pucheros que tapar, y a veces, sin dejar de correr tras de la fiera, se ocupaba en perseguir a las mujeres; pero las tierras estaban bien desprovistas de esta caza, y era muy difícil dar con una doncellez.
Sin embargo, a fuerza de husmear, a fuerza de rebuscar, ocurrió que el señor de Valesnes supo que en Tilhouze vivía la viuda de un tejedor, la cual tenía un verdadero tesoro en la persona de una muchachita de dieciséis años, de la que no se había apartado nunca y a quien acompañaba hasta el gabinete del trono, en su gran previsión maternal; además, la acostaba en su propia cama; la vigilaba, hacíala levantar de madrugada, empleábala en tales trabajos que, entre las dos, ganaban muy bien ocho sueldos cada día; y, llegada la fiesta, la llevaba a descansar a la iglesia, dejándole apenas tiempo para cambiar una palabra alegre con los mozos. Y aun era más difícil llegar con la mano a la doncella.
Pero aquellos tiempos eran tan duros, que la viuda y su hija tenían justamente el pan necesario para no morirse de hambre; y, como vivían con unos parientes pobres, a veces carecían de leña en invierno y de ropas en estío, debiendo una suma de alquileres capaz de asustar a un corchete, y eso que a esta clase de personas no les asustan fácilmente las deudas ajenas. Para acabar; si la muchacha crecía en belleza, la viuda crecía en miseria y se entrampaba más y más con la doncellez de su hija, como un alquimista con su crisol en el cual lo funde todo.
Cuando se hubo enterado bien de todo lo referente a estas personas, un lluvioso día, el señor de Valesnes presentóse en la choza de las dos hilanderas y, para secarse, envió a buscar leña al vecino bosque. Luego, esperándola, sentóse en un escabel entre las dos mujeres.
En la semi obscuridad de la cabana, veía el dulce rostro de la doncella de Tilhouze; sus bellos brazos, llenos y recios; sus delanteras duras como bastiones que defendieran su corazón del frío; su bien conformado talle y el conjunto fresco y atrayente de su hermosura. Tenía los ojos de un candido azul y la mirada aun más inocente que la de la Virgen, pues estaba menos adelantada que ésta, por no haber tenido aun ningún hijo.
Al que le hubiese dicho: ¿Queréis que lo hagamos?», le hubiera contestado: «¿Cómo? ¿Por dónde?». Tan ingenua era y tan poco al corriente estaba de la cosa. Así que el buen señor se retorcía en su escabel, olfateaba a la joven y se descoyuntaba el cuello queriendo alcanzar algo que no se le había ofrecido.
La madre, que lo veía, no soltaba ni una palabra, por miedo al viejo señor, que lo era de todo el país.
Cuando la leña empezó a arder en el hogar:
—¡Ajajá!—dijo el de Valesnes a la anciana—. Esto calienta tanto como los ojos de vuestra hija.
—Tal vez, monseñor—replicó ella—; pero nada podemos cocer con ese fuego...
—Sí—contestó el anciano.
—¿Cómo?
—Amiga mía, prestad vuestra muchacha a mi mujer, que necesita una camarera; os daremos dos haces de leña todos los días.