EL VIEJO DIOS
Esmirriado, un poco encorvado, con un trajecito de tela que le quedaba grande, el paraguas abierto y apoyado en el hombro, y el viejo sombrero de jipijapa en la mano, el señor Aurelio iba cada día hacia su precioso lugar de veraneo.
Había descubierto un lugar… un lugar que no se le ocurriría a nadie. Y le hacía feliz pensar en ello, frotándose las manitas nerviosas.
Algunos veranean en la montaña, otros en la playa o en el campo; él: en las iglesias de Roma. ¿Por qué no? ¿Acaso allí no se está más fresco que en un bosque? Y también en santa paz. En los bosques hay árboles; aquí, columnas en las naves. Allí, a la sombra de las frondas; aquí, a la sombra del Señor.
Eh, ¿qué se puede hacer? Tener paciencia.
Antaño, él también poseía un hermoso campo, cerca de Perugia, con muchos cipreses pequeños y frondosos; y a lo largo del canal, la elegancia de unos sauces delgados y morados y el dulce azul de la sombra que inunda. Y una villa magnífica, con una preciosa colección de obras de arte en el interior: ¡ah, la envidiada decoración de la casa Vetti!
Le quedaban las iglesias, ahora, para veranear en ellas.
Eh, ¿qué se puede hacer? Tener paciencia.
Llevaba muchos años en Roma, pero aún no había conseguido visitar todas las iglesias más famosas. Lo haría este año, durante el verano.
Por el camino de la vida el señor Aurelio había perdido esperanzas, ilusiones, riqueza y muchas otras cosas bonitas: solo le quedaba la fe en Dios, que actuaba, en la oscuridad angustiosa de su arruinada existencia, como un pequeño candil: un candil que él, avanzando así, encorvado, resguardaba como mejor podía, con cuidado temeroso, del soplo helado de las últimas desilusiones. Vagaba como perdido en el torbellino de la vida, y ya nadie se ocupaba de él.
«No importa: ¡Dios me ve!», exclamaba para sus adentros.
Y el señor Aurelio estaba muy seguro de que Dios lo veía gracias a su pequeño candil. Tan seguro, que el pensamiento del final inminente, en vez de desalentarlo, lo consolaba.
Las calles, bajo el sol caliente, estaban casi desiertas. Sin embargo, para él siempre había alguien —un golfillo, un mozo de estación— que, al verlo pasar con su lúcido y descubierto cráneo, su barbita leve y trémula en el mentón y su cabellera gris, también trémula en la nuca, le dirigía un insulto jocoso.
—¡Mira: dos barbitas! ¡Una adelante y la otra atrás!
Pero, en verano, el señor Aurelio no podía soportar el sombrero en la cabeza. Sonreía y aceleraba, casi sin querer, sus pequeños pasos de perdiz, para evitar la tentación de nuevas burlas.
Eh, ¿qué se puede hacer? Tener paciencia.
Entrando en la iglesia designada aquel día para veranear en ella, quería en primer lugar gozar de la propia llegada: sentarse. Y respiraba; se secaba el sudor; luego, con diligencia, doblaba en cuatro el pañuelo y se lo ponía en la cabeza, así doblado, para protegerse de la húmeda frescura.
Algunas de las pocas devotas que se volvían para mirarlo, viéndolo con aquel gracioso gorro, sonreían ligeramente.
Pero el señor Aurelio, en aquel momento, se sentía feliz respirando aquel aire húmedo con sabor a incienso, que se estancaba en la solemne y silenciosa vacuidad del interior sagrado; tampoco sospechaba que alguien, incluso allí, en la casa de Dios, se divirtiera riéndose de él.
Tras descansar un poco, empezaba a examinar la iglesia, muy lentamente, como si tuviera que pasar allí el día entero. Y estudiaba la arquitectura y los detalles con atención amorosa. Se detenía ante cada retablo, ante cada mosaico, cada capilla, cada monumento fúnebre, y con el ojo experto descubría enseguida las peculiaridades de la época y de la escuela a las cuales se adscribía la obra de arte, y si era auténtica o había sido desfigurada por retoques de infelices restauraciones. Luego volvía a sentarse; y si en la iglesia, como a menudo ocurría a aquella hora y en aquella estación del año, estaba solo, aprovechaba para tomar en una modesta libreta alguna nota, las dudas que quería aclarar, sus impresiones.
Una vez satisfecha de esa manera la curiosidad inicial y cumplida, por aquel día, la tarea artística que se había propuesto, sacaba del bolsillo algún libro de lectura amena, que por sus dimensiones pudiera parecer un libro de oraciones, y se ponía a leer. De vez en cuando levantaba la cabeza para resumir o imaginar la escena descrita por el poeta. Con la lectura de libros profanos no temía ofender la casa del Señor. Según su manera de ver, Dios no podía resentirse por las cosas hermosas que los poetas creaban para delicia inocente de los hombres.
Cansado de la lectura, se abandonaba, con los ojos clavados en el vacío y frotando el índice y el pulgar de sus dos manitas, a sus fantasías y a los recuerdos de los años perdidos. A veces, mientras fantaseaba así, completamente absorto, veía en el nicho de la columna de enfrente algún busto, que parecía estar asomado, mirando en la iglesia.
—¡Oh! —decía entonces, meneando la cabeza con una sonrisa—. Eres tú, feliz amigo mío. ¿Se está bien una vez muerto?
Y se levantaba de nuevo para leer en la inscripción fúnebre el nombre de aquel sepultado, luego volvía a sentarse y conversaba con él mentalmente, mirándolo.
«¡Aquí estamos, mi querido Hieronymus! Lástima que ya no esté permitido hacerse sepultar en la iglesia. Haría que me excavaran un bonito nicho en el pilar de enfrente y, tú allí, yo aquí, ambos asomados, ¡verías qué conversaciones sostendríamos! Tienes cara de buen hombre, pobrecito, y por eso seguramente me contarías problemas. ¡Bah! ¿Qué se puede hacer? Tener paciencia. Pero me parece que en la iglesia se está mejor, una vez muertos. Este buen olor a incienso, y misas y oraciones todos los días. En el cementerio, si queremos decir la verdad, llueve.»
Pero la muerte, incluso en el cementerio, eh… era una liberación, cuando en la tierra, más que para vivir bien, se aguanta para prepararse a morir sin miedo. El señor Aurelio no esperaba recompensas al otro lado; le bastaba con tener aquí, hasta el último paso, la conciencia tranquila de no haber hecho nunca el mal por voluntad propia. Conocía las dudas temerosas, acumuladas por la ciencia como tantas nubes sobre la luminosa explicación que la fe propone acerca de la muerte, sí, por haberlas leído en algún libro, y sí, por haberlas quizá respirado en el aire; y añoraba que el Dios de sus días, incluso para él, creyente, no pudiera ser el que en seis días creó el mundo, y al séptimo descansó.
Aquella mañana, al entrar en la iglesia, le había sorprendido a él el aspecto del sacristán, un viejo de apuesto aspecto, muy barbudo y cabelludo y orgulloso de su gran barba lanosa y de aquella cabellera peinada con raya en el medio y los mechones ondulados en los hombros. Bella, solo la cabeza. El cuerpo achaparrado, encorvado y cansado, parecía cumplir una pena sosteniéndola, con todo aquel volumen de pelos.
Ahora bien, el señor Aurelio, reflexionando sobre la vida y la muerte, considerando amargamente los mezquinos beneficios del alma en ese tan célebre Siglo de las Luces, con el pensamiento dirigido hacia el viejo Dios de la intacta fe paterna, poco a poco se durmió. Y aquel viejo Dios, en sueños, vino a verlo, envorvado, cansado, sosteniendo con fatiga sobre los hombros la enorme cabeza barbuda y cabelluda del sacristán de la iglesia; se sentó a su lado y empezó a desahogarse, como hacen los viejitos sentados en los bancos de las residencias geriátricas:
—¡Corren malos tiempos, hijo mío! ¿Ves a qué estado me he rebajado? Estoy aquí como guardián de los bancos. De vez en cuando, entra algún forastero. Pero no entra por Mí, ¡sabes! Viene a ver los antiguos frescos y los monumentos; se subiría a los altares, ¡para apreciar mejor las imágenes de los retablos! Malos tiempos, hijo mío. ¿Has oído? ¿Has leído los libros nuevos? Yo, Padre Eterno, no he hecho nada: todo se ha creado por sí mismo, naturalmente, poco a poco. No he creado Yo primero la luz, luego el cielo, después la tierra y todo lo demás como te enseñaron cuando eras niño. ¿Qué? ¡Qué! Yo no pinto nada. Las nebulosas, ¿entiendes?… La materia cósmica… Y todo se ha creado por sí mismo. Te hago reír: incluso ha habido un científico que ha tenido el coraje de proclamar que, después de haber estudiado el cielo en todos sus aspectos, no ha encontrado el mínimo rastro de mi existencia. Dime: ¿te imaginas a ese pobre hombre, con su catalejo, tratando de cazarme por los cielos, sin sentirme dentro de su mísero y pequeño corazón? Me reiría de buena gana, hijo mío, si no fuera porque los hombres asumen una expresión interesada ante tales tonterías. Recuerdo bien cuando Yo los mantenía a todos en un terror sagrado, hablándoles con la voz de los vientos, de los truenos, de los terremotos. Ahora han inventado el pararrayos, ¿entiendes?, y ya no me tienen miedo; han explicado el fenómeno del viento, de la lluvia y de todo lo demás y ya no se dirigen a Mí para obtener algo en gracia. Es necesario que me decida a dejar la ciudad y me decida a ejercer de Padre Eterno en los campos: ahí todavía viven algunas (no muchas) ingenuas almas de campesinos, para quienes no se mueve hoja de árbol si Yo no quiero, y soy siempre Yo el responsable del buen y del mal tiempo. ¡Vamos, hijo! Tú también estás mal aquí, lo veo. Vámonos, vámonos al campo, entre gente honesta, entre la buena gente que trabaja.
Ante estas palabras, el señor Aurelio, en sueños, sentía que su corazón se estremecía. ¡El campo! ¡Su suspiro! Lo veía como si estuviera allí, respiraba su aire balsámico… cuando, de pronto, se sintió sacudir y, abriendo los ojos, aturdido, oprimido por el estupor, vio —vivo— al Padre Eterno, precisamente a él, que seguía repitiéndole:
—Vamos, vamos…
—Pero si hace mucho que… —masculló el señor Aurelio, con los ojos desorbitados, aterrado por la realidad de su sueño.
El viejo sacristán sacudió las llaves:
—¡Vamos! La iglesia cierra.
TANINO Y TANOTTO
Por los campesinos que cada día iban desde el campo hasta la ciudad, con las mulas cargadas de provisiones, el barón Mauro Ragona sabía que su mujer seguía enferma y que también su hijo, ahora, había enfermado gravemente.
Lo de su mujer no le importaba. El suyo era un matrimonio equivocado, contraído por ambición juvenil y tonta.
Hijo de un campesino enriquecido, que, bajo el pasado Reino de las dos Sicilias,1 junto al feudo se había comprado la baronía, se había casado con la hija del marqués Nigrelli, educada en Florencia desde niña y que, según ella misma decía, no entendía el dialecto siciliano; pálida, rubia y delicada como una flor de invernadero. Fuerte, de una pieza, moreno, más bien negro como un africano, rostro duro, ojos duros, gruesos bigotes y pelo fino, encrespado y muy negro, él ahora se decía campesino y se vanagloriaba de ello.
Ambos habían entendido pronto que la convivencia era imposible. Ella lloraba siempre; sin razón, creía él. Por su parte, se aburría y, como respuesta a aquellas lágrimas, resoplaba. Pero de la unión había nacido un niño, rubio, pálido y delicado como su madre, quien desde los primeros días se había mostrado muy celosa de él, hasta el extremo de que su padre nunca había podido tocarlo y casi ni siquiera mirarlo.
Y entonces se había alejado de la ciudad sin dar explicaciones a nadie. Para hacer lo que quería. Se había ido al campo donde había nacido; había acogido a Bàrtola, la hermosa hija de un granjero muerto un año atrás, una campesina sana y alegre, llena de humilde bondad, que había recibido como un gran honor, como una verdadera condescendencia el amor de su joven amo; también había tenido un hijo, pero moreno como él, robusto y regordete; y por fin se había sentido satisfecho.
Su mujer, contentísima.
Se habían alejado del todo, abiertamente, por un capricho estúpido: Mauro Ragona lo reconocía ahora. Un día al verse tratado de cualquier manera por su aristocrática mujer, las pocas veces que iba a la ciudad para ver a su hijo, había sentido que le hervía la sangre en las venas. Ah, ¿de verdad ella sentía tanto desprecio por él? ¿De verdad no lo consideraba digno de otra mujer que no fuera aquella Bàrtola que estaba en el campo con él?
—¡Te deseo! —le había gritado, exacerbado por el desdeñoso rechazo de ella—. ¡Sigues siendo mi mujer!
Pero ella se había rebelado fieramente a la violencia que él quería imponerle, por orgullo. Cegado, Ragona había dejado que su ofendido amor propio lo llevara demasiado lejos, y se había ido, riéndose.
—¡Aquella, por otro lado, vale cien veces más que tú!
Desde aquella vez no había vuelto a la ciudad.
No le importaba, pues, que su mujer estuviera enferma. Pero que ahora hubiera enfermado también su hijo sí, y mucho. Hacía cinco años que no lo veía, pobre pequeñito, y sentía remordimientos: era su sangre, llevaba su nombre, el suyo, el nombre de los Ragona; sería el heredero de su riqueza, y mientras tanto crecía como un Nigrelli, completamente de su madre, que a traición le hablaba mal de su propio padre, de quien el pequeñito no podía ni acordarse, claro. Pero él se acordaba: ah, era tan bonito, como un angelito, con aquellos rizos rubios y aquellos ojos límpidos, color del cielo. Quién sabe cómo sería, después de cinco años… y enfermo, ahora, gravemente… ¿Y si moría, si moría sin conocer a su propio padre?
Bàrtola, en aquellos días, mantenía lejos a Tanotto, su hijo, viendo al amo tan preocupado por el otro. Comprendía, con su devoto corazón, que la visión de Tanotto, alegre y despreocupado, no podía resultarle grata a su amo, en aquellos momentos; temía que actuara de manera agresiva con el pobre e inocente pequeñito, temía que lo rechazara, como a un perro inoportuno. Ella misma apenas se arriesgaba a pedirle noticias.
—¡No sé nada! ¡No me saben decir nada! —le contestaba él, duramente, agitándose.
Y Bàrtola no se ofendía por aquella dureza. Pensaba que era provocada por el dolor por el hijo, y juntaba las manos, levantando la mirada al cielo. ¡La Virgen Santa tenía que curar pronto a aquel niño! No podía ver a su amo tan angustiado.
—Deja en paz a la Virgen —le dijo él un día, irritado—. ¡Sé que te gustaría que mi hijo se muriera!
Bàrtola abrió los brazos y los ojos, asombrada, con el corazón herido, sin poder creer que el amo hubiera podido pensar algo semejante de ella.
—¿Qué dice su Señoría? —balbuceó—. ¿No sabe que por el señorito daría incluso la vida de mi propio hijo?
Se tapó el rostro con las manos y se puso a llorar.
El barón, poco antes, con la frente apoyada en los cristales del balcón, había visto a Tanotto en el patio delantero de la villa jugando con el perro y con los pavos, y se le había ocurrido aquel mal pensamiento. Ahora se arrepentía por haberlo manifestado tan cruelmente; pero en vez de expresarle su arrepentimiento a Bàrtola, se irritó por el llanto que le había injustamente provocado.
—¡Mi hijo no tiene que morir! —gritó, cerrando los puños y agitándolos en el aire—. ¡No tiene que morir! No quiero, ¿lo entiendes?
Bartola sí que lo entendía; entendía que para el amo su hijo, el hijo verdadero, era aquel. Este, Tanotto, era el hijo de ella, y nada más: hijo de una pobre campesina, que, si muriera, evitaría los sufrimientos y las duras fatigas que ya lo estaban esperando, mientras aquel, el señorito, si muriera (¡Dios nos libre!) causaría un gran daño, porque era rico y hermoso y había nacido para vivir y para disfrutar, y el Señor tenía que protegerlo siempre.
Hacia el atardecer de aquel mismo día, el barón Ragona hizo que le ensillaran el caballo y se fue a la ciudad, con la escolta de dos campesinos.
Llegó ya avanzada la noche, y encontró en casa al marqués Nigrelli, que había venido a propósito desde Roma, donde, como viejo mujeriego impenitente, malgastaba sus últimos bienes. Pequeño, seco, con la espalda rígida, los largos bigotes teñidos y engominados, recibió a su yerno con su habitual y ceremoniosa amabilidad, como si no supiera nada de nada:
—Oh, mi querido barón… mi querido barón…
—Mis respetos —masculló Ragona, mirándolo, sombrío, a los ojos, y dejándolo allí, con la mano extendida; luego, viendo que el marqués levantaba aquella mano para darle amorosamente una palmadita en el hombro, añadió, irritado—: Le ruego que no me toque. ¿Dónde está mi hijo?
—¡Eh, está malito! —suspiró el marqués, desenvuelto, llevándose las manos a las puntas de los bigotes engominados—. Malito, mi querido barón… Venga, venga conmigo…
—¿Está en la habitación con su madre? —preguntó, deteniéndose, Ragona.
—Eh, no —contestó Nigrelli—. Han tenido que trasladarlo a otra habitación porque, ¿entiende?, necesita aire, mucho aire, y a Eugenia le haría daño. Se trata de tifus, desgraciadamente, mi querido barón… Por eso he pensado…
—¡Dígame dónde está! —lo interrumpió, seco y agitado, el barón—. ¡Acompáñeme!
Después de cinco años, se sentía un extraño en su propia casa; estaba desorientado por todos los cambios que su mujer había realizado en ella. En la habitación donde yacía el niño, vio antes que nada, al lado de la cama, a una monja de caridad, y se turbó profundamente.
—La he llamado yo —explicó el marqués—. Quería decirle esto. Al no poder la madre, ¿qué asistencia sería más amorosa?
Y terminó la frase con una graciosa sonrisa dirigida a la joven monja, que enseguida bajó la mirada, protegida por las dos alas blancas de su cofia.
—¡Ahora estoy yo aquí! —dijo el barón, acercándose a la cama; luego, viendo al pequeñito en los huesos, amarillo como la cera, casi calvo, exclamó—: ¡Hijo! ¡Hijo! ¡Hijo mío! —con tres suspiros que parecieron petrificarle el corazón.
El pequeñito lo miraba desde la cama, perdido, consternado, sin saber quién era aquel que lo llamaba así. Él comprendió la expresión de aquella mirada y estalló en sollozos.
—¡Soy tu padre, hijo mío! Tu padre, tu padre que te quiere tanto…
Y se arrodilló al lado de la cama y empezó a acariciar el pequeño y esmirriado rostro de su hijo, a besarle las manitas, tiernamente: todos los deditos, y luego el dorso y la palma, que quemaban, de aquella manita querida, demacrada… ¡Ah, Dios, cómo quemaba!
No se alejó de aquella cama, ni de noche ni de día, durante un mes. Despidió a la monja de caridad, aquella fea cofia le parecía de mal augurio; y quiso ocuparse él de todo, sin concederse un momento de tregua, sin pegar ojo durante varias noches, rechazando incluso la comida, rechazando cualquier ayuda. No preguntó por su mujer; ni siquiera quiso saber qué enfermedad tenía: en aquellos días vivió solo para su pequeñito, quien, poco a poco, por gratitud instintiva, al calor de aquel amor siempre atento, no pudo vivir sin el barón, y lo abrazaba fuerte, y lo acariciaba mientras él se sentía ahogar por la emoción.
Una vez vencida la enfermedad, los médicos le aconsejaron que se llevara a su hijo al campo, para favorecer la convalecencia con el cambio de aires.
—No era necesario que me lo aconsejaran. Ya lo había pensado —les dijo Ragona a los médicos.
Y dio órdenes para la partida, ocupándose de todos los detalles, para que su hijito enfermo tuviera en el campo todas las comodidades, para que no le faltara de nada.
Pero cuando su mujer enferma se enteró de aquellos preparativos, temiendo que su marido quisiera llevarse al niño para siempre, montó en cólera y pagó las consecuencias el pobre marqués Nigrelli, que tuvo que correr de uno a otra, refiriendo invectivas, preguntas, respuestas, que él, como educado caballero, se esforzaba por atenuar, disfrazándolas como mejor podía.
En cierto punto, el barón cortó por lo sano:
—¡Oh, en fin! Dígale a su hija que yo soy el padre y que mando yo.
—Sí, pero usted… allí, en el campo tiene —intentó objetar el marqués por cuenta de su hija— sí, digo… su situación.
—Dígale a su hija —continuó el barón con el mismo tono— que conozco mi deber de padre, ¡y que con eso basta!
De hecho, les había ordenado a los campesinos que venían del campo que avisaran a Bàrtola para que dejara la villa y se fuera con Tanotto a la casa colonial. Antes de irse, estableció con su mujer que el hijo, de ahora en adelante, estaría con él en el campo durante los meses grandes, como él, tal como hacían los campesinos, llamaba al tiempo que corre entre marzo y septiembre, y el invierno, los meses pequeños, con ella.
Aquella orden de su amo le había parecido a Bàrtola muy justa. Claro, al llegar el señorito, ella no podía permanecer en la villa. Pero el amo —sin pensar en nada malo— tenía que concederle una gracia: dejarla servir al señorito, porque ninguna otra mujer asalariada podría hacerlo con más amor y más celo. Segura de obtener esa gracia, trabajó como un mozo para limpiar la villa y preparar la habitación donde el amo dormiría junto con el señorito.
Pero el día de la llegada sintió que se le caían los brazos cuando, del carruaje, vio bajar a una mujer de servicio que parecía una señora, a quien el barón ofreció a su hijo envuelto en un chal, y luego al ver que de otro coche bajaban un cocinero y un pinche…
¿Qué? ¿De verdad la consideraba una mujerzuela? ¿No la admitía ni siquiera en la cocina para ocuparse de las tareas más humildes? Sus ojos se llenaron de lágrimas; pero el barón le dirigió una mirada tan imperiosa que las retuvo enseguida, bajó la cabeza y se fue a llorar, con el corazón partido, a la habitación donde se alojaba con su hijo.
Lloró y lloró; luego desde la ventana miró a Tanotto que, en la colina, por vez primera estaba al cuidado de los pavos. ¡Pobre hijo! Lo había enviado allí para que no molestara en el momento de la llegada. Y para él, tan pequeñito, ya empezaban las faenas… Pero si el amo la trataba de aquella manera, si se había llevado al señorito al campo, tal vez era señal de que se había reconciliado con su mujer, de modo que ella se iría, volvería a su pueblo, al lado de su vieja madre, o iría a servir a otro lugar. Luego Tanotto, una vez crecido, se ocuparía de procurarle un pedazo de pan para su vejez.
Decidió despedirse de inmediato; pero ni aquel día ni tampoco los días siguientes pudo acercarse al amo, que estaba completamente concentrado en su hijo. Cansada de esperar en aquel estado de ánimo, se disponía a irse sin decir nada, a escondidas, cuando el barón fue él mismo a verla a la casa colonial.
—¿Qué haces? —le dijo, al ver el fardo ya listo en medio de la habitación.
—Si usted me da permiso —dijo Bàrtola con la mirada baja—, me voy.
—¿Te vas? ¿Adónde? ¿Qué dices?
—Me voy al pueblo de mi madre. ¿Qué hago aquí, si su señoría ya no me necesita?
El barón se enfureció, la miró severamente, con el ceño fruncido; luego entornó los ojos y le dijo:
—¡Tranquilízate y no me molestes! ¿Quién te ha echado? Mi hijo está en la otra casa, no tengo tiempo ni ganas de pensar en algo diferente.
Bàrtola se sonrojó completamente y se apresuró a contestarle humildemente:
—¡Si su señoría no piensa en ello, yo tampoco lo hago, se lo juro, y con gusto! No hablo por eso: ¡sería una desvergonzada! Pero digo que podría quedarme como sirvienta suya y del niño que ha llegado… ¿Acaso llevo mi vergüenza escrita en la frente? ¿O mis manos amorosas no son dignas de servirlo?
Pronunció estas palabras con tal aflicción que el barón se apiadó de ella y le explicó con buenas maneras las delicadas razones por las cuales la había mantenido alejada. El niño, además, necesitaba cuidados particulares que tal vez ella no sabría prestarle.
Bàrtola meneó amargamente la cabeza y dijo:
—¿Y qué se necesita, arte, para cuidar a los niños? Se necesita corazón. Y quien se siente atendido con el corazón puede renunciar al arte. ¿Acaso no he sabido criar a mi hijo? Y al señorito lo hubiera servido mejor que a un hijo mío, porque, además de amor, demostraría hacia él respeto y devoción. Pero si su señoría no me ha creído digna, dejemos de hablar del tema. Que su voluntad se cumpla.
Para cambiar de tema y para agradarla, el barón le preguntó por Tanotto.
—¡Ahí está! —contestó Bàrtola, señalándoselo desde la ventana, en la colina, entre los pavos—. Hace las veces de vigilante. Todas las noches, al volver a casa, me pregunta por el señorito; se muere de ganas de verlo, incluso de lejos, dice; quisiera llevarle unas flores; pero ya le he dicho que al señorito no lo puede ver porque está enfermo y que las flores le harían daño. Así se ha calmado.
¿Calmado? Tanotto, entre los pavos, se atormentaba durante días enteros tratando de entender cómo unas flores podían dañar a un niño. A menos, pensaba, que estuviera hecho de otra pasta… Pero… ¿cómo? Miraba las flores: a él no le hacían daño, excepto las de cardo, ya se sabe, que eran espinosas; pero claramente no le ofrecería estas, él ni siquiera las tocaba. ¿Cómo tenía que ser aquel niño? Y meditaba e ideaba la manera de verlo sin ser visto.
Al no encontrarla, incapaz de resistir a la tentación, un día dejó a los pavos en la colina y se fue al patio delantero de la villa, mirando decidido hacia los balcones de la habitación donde dormía su amo. Si su madre lo sorprendía así, mirando hacia arriba y las manos tras la espalda, le pegaría; pero quería quitarse la curiosidad a toda costa.
Esperó así un buen rato y finalmente vio, detrás del cristal de un balcón, la cabeza del niño misterioso. Tanotto se quedó pasmado, mirándolo. De verdad le parecía hecho de otra pasta, no sabía decir cuál, y pensaba que, al ser así, las flores podrían hacerle daño. También él, el pequeñito convaleciente, aún tan pálido y tan delgado, lo miraba con curiosidad a través de los cristales del balcón, pero poco después, detrás de aquellos cristales, apareció la figura del barón y Tanotto se escapó corriendo, asustado. Oyó que el amo lo llamaba varias veces por su nombre, y se detuvo con el corazón que le galopaba en el pecho; se giró y vio que seguía llamándolo, también con las manos. ¿Qué podía hacer? Volvió sobre sus pasos, nervioso, y estaba a punto de entrar por el portón de la villa, cuando su madre lo aferró por una oreja y empezó a pegarle en el culito con la otra mano.
—¡Me ha llamado el amo! ¡Quiere que vaya! —gritaba Tanotto.
—¿El amo? ¿Dónde? ¿Cuándo? —le preguntó Bàrtola, sorprendida.
—¡Ahora mismo, me ha llamado desde el balcón! —le contestó Tanotto, con rabia y llorando más por la injusticia que por el dolor.
—Bien; sube; quiero ver —contestó la madre, llevándoselo.
Tanotto entró, frotándose los ojos lacrimosos. El barón había ido a recibirlo, con su hijo.
—¿Por qué lloras, Tanotto?
—Le he pegado, pobrecito —contestó Bàrtola—. No sabía que su señoría lo había llamado.
—Pobre Tanotto —dijo el barón, inclinándose para acariciarle el pelo fino, encrespado, moreno, exactamente como el suyo—. Ahora basta. Jugad un poco juntos, ¿sí?
Los dos niños se miraron y se sonrieron; luego Tanotto, con los ojos todavía lacrimosos y la cabecita inclinada, se metió una mano en el bolsillo, sacó algunas conchas que había recogido en la colina y se las ofreció, preguntando con un sollozo, eco del llanto reciente:
—¿Las quieres, si no te hacen daño?
Bàrtola se rio, pero enseguida le dijo:
—¿Cómo se dice, impertinente? ¿Se dice quieres? ¿No sabes que estás hablando con el señorito?
—Deja que hablen entre ellos —le dijo el barón—. Son niños.
Pero Bàrtola, sobre este punto, no obstante la intercesión de su amo, no quiso ceder, y poco después reprendió de nuevo a Tanotto que le preguntaba al señorito: «¿Cómo te llamas?».
El barón propuso que su hijo saliera por primera vez al aire libre y que paseara un poco. Bàrtola se sintió feliz al llevarlo en brazos por la escalera.
—¡No pesa nada! Es una pluma, una pluma… —decía, y lo besaba en el pecho, amorosamente, como una esclava.
—Bien —le dijo el barón a los dos niños, al final de la escalera—. Cogeos de la mano y caminad despacio bajo los árboles. Así…
Tanotto y el señorito se encaminaron con la torpeza de los niños que por vez primera avanzan cogidos de la mano. Tanotto, unos dos años menor, parecía sin embargo mucho mayor; lo guiaba y lo protegía. Después de un trecho, con su mano izquierda cogió la mano derecha del niño y se la puso tras la espalda para que él pudiera caminar con más facilidad. Cuando se habían alejado bastante y no había peligro de que los oyeran, Tanotto le preguntó de nuevo:
—¿Cómo te llamas?
—Tanino, como mi abuelo —contestó el otro.
—Pues como yo —contestó Tanotto riendo—. Yo también me llamo Tanino, como mi abuelo, me lo ha dicho el granjero. Pero a mí me llaman Tanotto, porque soy robusto, y mi mamá no quiere que se diga que me llamo como mi abuelo.
—¿Por qué? —preguntó Tanino, preocupado.
—Porque no he conocido a mi abuelo —contestó, serio, Tanotto.
—¡Pues como yo! —repitió Tanino, riéndose a su vez—. Yo tampoco he conocido a mi abuelo.
Se miraron sorprendidos y se rieron de ese bonito descubrimiento, como si se tratara de un caso muy extraño y, sobre todo, de un caso interesante, del cual era posible reírse larga y alegremente.
1 El Reino de las dos Sicilias comprendía los territorios de Nápoles y de la isla de Sicilia que, entre 1816 y 1861, pertenecieron a la casa real de Borbón. (Esta nota y todas las siguientes son de la traductora.)
AL VALOR CIVIL
Llamando a los hombres tigres, hienas, lobos, serpientes, simios o conejos, Bruno Celèsia temía ofender a estos animales que no merecían semejante ofensa, porque cada uno es conforme a su naturaleza y obediente a ella, mientras que el hombre… ¡el hombre es falso! Y por tanto: escupitajos a la cara del hombre y, si es posible, patadas en otro lugar.
—¡Yo sé lo que llevo aquí dentro! —decía, ceñudo, poniéndose una mano sobre el vientre.
—¿Un hijo?
—¡El infierno, liante!
Y hubiera querido tener un cráter de volcán en lugar de la boca, ¡palabra de honor! El cráter del Etna,2 para vomitar encima de la humanidad todo el fuego que rugía en su interior.
Sin embargo, asistiendo aquel día en la plaza del ayuntamiento a la solemne distribución de las condecoraciones al valor civil, Bruno Celèsia, para sus adentros, no podía evitar reconocer sinceramente que era una celebración bonita y digna.
¡Qué liante matriculado, oh, aquel alcalde! Pero era un orador nato. Y varias veces, durante el magnífico discurso que exaltaba las virtudes nativas de la gente siciliana, recordando sus actos heroicos, Bruno Celèsia había sentido que un escalofrío eléctrico le recorría la espalda. Mientras tanto, se metía en la boca los dedos inquietos y mordía los pelos de sus bigotes o la punta de su seca y áspera barba. De vez en cuando se pasaba rápidamente la otra mano por el farseto lúcido y enverdecido. ¿Por qué? Porque la humanidad es cerda, ¡por eso! Toda compuesta por hijos de perra, ¡por eso! Hacía unos días que estaba de moda la estúpida broma de pegar detrás de la gente, con un alfiler, un pedazo de papel con un mote indecente o con un garabato vulgar. Ya dos veces, le había tocado a él una cabeza de ciervo y una mano que hacía los cuernos.
—¡Cerdos! ¡Bravo!
La segunda exclamación era para el alcalde, que en aquel momento recordaba lo que el pueblo de Palermo había sabido hacer durante las históricas jornadas de su glorioso rescate.
Una vez terminó, entre aplausos estrepitosos, el discurso del alcalde, a quien Celèsia, exaltado, no había sabido evitar el tributo también de los suyos, empezó la entrega de premios.
En el amplio balcón de mármol del palacio municipal, donde junto al alcalde sudado estaban, plácidos, con los abanicos en la mano, los consejeros comunales y sus señoras y los notables del pueblo, se presentó en primer lugar un joven moreno, vigoroso, con la mirada valiente, bellísimo, que dos veces se había metido en una casa en llamas para salvar a una vieja y a un niño.
La multitud lo recibió entusiasmada:
—¡Viva Sghembri! ¡Viva Carluccio Sghembri!
Alguien observó que aquellos señores del ayuntamiento hubieran hecho mejor instituyendo un cuerpo de bomberos, del que el pueblo aún carecía, y nombrando bombero a Carluccio, que se lo había merecido, en vez de entregarle aquella medalla al valor civil, con la cual —a fin de cuentas— no sabría qué hacer, pobre mozo de puerto que se partía la espalda todo el día en la descarga o en los embarques, bajo los sacos de carbón y los sacos de azufre.
«Eres guapo», observaba para sus adentros Bruno Celèsia, «pero crece, querido, ¡y verás en qué flor de canalla te convertirás tú también! ¡Viva! ¡Viva!».
Aplaudía con los demás y se pasaba la mano por el farseto.
Uno por uno, ante las aclamaciones de la multitud, se presentaron para recibir su medalla los otros cuatro héroes del día.
—En un momento… —comentaba Celèsia entre la multitud—. Bribones antes, bribones después… toda la humanidad… ¡Puaf! Asquerosa… ¡Viva! ¡Viva!
Cuando la entrega terminó, la multitud empezó a disgregarse. Bruno Celèsia vagó un rato más, circunspecto y desdeñoso, entre aquel torbellino de gente. Admiraba las farolas multicolores, preparadas para la iluminación de la noche y de vez en cuando retorcía la boca.
—¡Si empieza el siroco!
Y levantaba la mirada al cielo, que poco a poco se oscurecía.
«Volvamos a casa», se dijo, decidido, en cierto momento, «porque este pueblo de perros, si no, es capaz de creer y de proclamar que la fiesta será arruinada por la lluvia solo porque yo hoy he venido a la plaza».
Divisó a lo lejos a aquel tarugo de su padre, que tantas amarguras le había provocado y que quizás, por tercera vez, buscaba en los bolsillos del prójimo la manera de volver a la cárcel, de donde había salido pocos meses atrás: con desdén se dio media vuelta y se encaminó con prisa hacia su casa.
«Dicen que las ranas», pensaba, andando, «acostumbran a pasar el invierno en el barro de los charcos. Mi padre es peor: en el barro de la vida, durante las cuatro estaciones…».
La primera vez había empeñado hasta sus propios ojos para salvarlo. Ahora no quería ni siquiera verlo de lejos. El ensuciado nombre que llevaba le quemaba la frente como una marca de fuego.
—¡Por otro lado, yo no soy el único que ha avergonzado tu nombre! —había tenido el coraje de decirle su padre, una vez—. Mejor piensa en tu mujer, que lo tortura desde hace años, públicamente.
Y Bruno Celèsia se había mordido una mano hasta hacerse sangre para no contestar. Porque su mujer…
Públicamente no: con uno solo.
No la había matado porque estaba segurísimo de que peor que la muerte sería para ella su amante, quien antes o después la abandonaría, arrojándola a la calle como a una bolsa de basura. ¡Qué! Vivían felices, maritalmente, aquellos dos, desde hacía tantos años, y eran respetados por todo el pueblo. Y tenían tres hijos, tan bonitos… pobres inocentes: ¡bastardos! A él, aquella buena mujer no había sabido darle ni uno, legítimo… Ahora no se sentiría tan solo… no envidiaría a nadie… Pero, después de todo, era mejor así. Nada, en su vida, había ido como él quería, y tal vez también de los hijos, si los hubiera tenido, hubiera recibido quién sabe qué amarguras y dolores.
Fatalidad. Eh, sí, fatalidad: ¿cómo no creerlo? ¿Qué había hecho él para convertirse en el blanco de todas las flechas, como hijo, marido y ciudadano? Malquerido y rehuido por todos por su fama de gafe; y ridiculizado en vez de compadecido por sus desventuras domésticas.
Nunca se había embarcado en empresas arriesgadas: sin embargo, de las pocas y seguras que había protagonizado, siempre había salido dañado y ridiculizado. Muchos se habían enriquecido con las contratas para la manutención de la falsabraga del puerto; lo había hecho él y, por la violencia del mar, medio espigón, recién construido, se había caído. El mar había aceptado, sí, en santa paz, las rocas de los otros contratistas, como pedazos de pan.
—De Bruno Celèsia no, no las acepto.
Volcán siciliano, uno de los mayores del mundo.