Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Patricia Wright. Todos los derechos reservados.
CAMINOS CRUZADOS, N.º 71 - septiembre 2012
Título original: Once a Cowboy…
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-0813-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
LLEGABA tarde otra vez. Alisa Merrick apretó el acelerador de su descapotable plateado y el motor rugió antes de salir disparado por la carretera del condado. Necesitaría alas para llegar a tiempo a la reunión y necesitaba el apoyo de los comerciantes de Kerry Springs si quería que la eligieran para el Ayuntamiento.
Entonces, se acordó del atajo. Estaba en una propiedad privada, pero conocía a los propietarios. Los Rafferty eran sus vecinos y no les importaría… hasta que se acordó de Matt Rafferty. Quizá a él le importara.
No tuvo tiempo de pensar y giró para tomar el camino polvoriento y flanqueado por árboles. Los desmesurados árboles y los arbustos espinosos le dificultaban la visión. No tardó en darse cuenta de que había sido una mala idea y tenía que encontrar algún sitio donde dar la vuelta y volver a la carretera. Su coche no era apto para ese terreno. No quería romper los bajos del vehículo, pero tenía que seguir con la esperanza de poder salir de ese laberinto. Entonces, los árboles fueron separándose y llegó a un claro, donde vio al caballo y al jinete. Ya era demasiado tarde.
Alisa pisó el freno y dio un volantazo para esquivarlos.
El caballo se encabritó y tiró al jinete de espaldas.
Ella consiguió parar el coche y se bajó.
–Dios mío, Dios mío –repitió mientras se acercaba apresuradamente al jinete tumbado.
El caballo estaba encima del hombre boca abajo.
–Vamos, tienes que apartarte.
Al animal obedeció y ella se arrodilló al lado del hombre. Temblorosa, le buscó el pulso y, gracias Dios, lo encontró. Reconoció inmediatamente a Matt Rafferty.
–Vamos, Matt, despierta –le pidió ella intentando mantener la calma–. Matt, por favor.
Él gruñó, se puso de costado, parpadeó y abrió los ojos. Ella vio que tenía la mirada perdida.
–Matt, ¿estás bien?
Él volvió a gruñir. Estaba herido. Lo tocó y él se apartó bruscamente.
–Matt, soy yo, Alisa. Por favor, por favor que no te pase nada…
Matt Rafferty hizo un esfuerzo para respirar e intentó enfocar la mirada, pero notó que se deslizaba a ese sitio adonde no quería ir. Oyó el conocido sonido de los rotores del helicóptero que surcaba el cielo despejado. La ayuda estaba llegando. ¿Sería suficiente? ¿Llegaría a tiempo?
Oyó una voz de fondo. Era una voz delicada, pero ronca, de una mujer. ¿Quién era? ¿Qué hacía allí? Levantó la mirada y apareció lentamente.
–¿Puede saberse qué…? ¡Ponte a cubierto! –él gritó la orden, pero ella no se movió–. ¡Maldita sea! –la agarró y la tumbó a su lado–. ¡Pueden alcanzarte!
–¡Matt! –gritó ella.
Él se quedó petrificado cuando esa voz tan conocida se abrió paso entre los sonidos difusos que tenía en la cabeza. Entonces, notó su contacto y la miró.
–Alisa…
Ella sonrió vacilante y todo el cuerpo de él reaccionó a su sonrisa. La nebulosa empezó a disiparse y quiso salir corriendo, pero estaba débil como un gatito. Era la última persona que quería ver cuando estaba en ese estado. Miró un poco más allá y vio el coche que había asustado a su caballo. Inclinó la cabeza mientras oía el lejano sonido del helicóptero privado que lo había desorientado.
–¿Estás bien? –le preguntó ella otra vez.
–Estaría mejor si no hubiera tanto ruido que molesta a mi ganado y a mi tranquilidad.
–Lo siento, era el helicóptero de mi padre.
–Podía tomar otra ruta… –gruñó él mientras se sentaba dolorido–. ¿Qué haces aquí?
–¿Me creerías si te dijera que pasaba en coche? –contestó ella sentándose también.
–Deberías seguir, es más seguro para todos.
–No puedo dejarte –replicó ella–. El caballo te ha tirado.
Él quería levantarse, pero no sabía si podría.
–Bueno, ya estoy bien. Puedes marcharte.
Ella negó con la cabeza, se levantó y se sacudió la falda.
–Necesitas ayuda. Voy a llamar a Emergencias.
–¡No! Estoy bien.
Ella frunció el ceño.
–No lo parece. Estás pálido y te has caído sobre el hombro. Has podido dislocártelo. Además, ¿puede saberse qué te pasó cuando el helicóptero nos sobrevoló? Parecías presa del pánico.
Matt no pensaba hablar de eso con ella.
–Lo que me preocupa de verdad es que alguien quisiera atropellarme.
Él reunió todas las fuerzas que le quedaban, se arrodilló, tomó aliento y se levantó. Sintió dolor durante un instante, pero miró a un árbol y vio a su caballo.
–Nick…
Silbó levemente, pero fue suficiente para que el caballo acudiera a él. Recogió el sombrero del suelo y se lo puso. Podía hacerlo. Ya había mostrado bastante debilidad y no quería que ella lo viera en ese estado. Alisa se interpuso en su camino.
–No vas a montarte en ese caballo, Matt Rafferty.
Ella medía un metro y sesenta centímetros y le llegaba justo hasta la barbilla a pesar de los tacones.
–¿Quién va a impedírmelo? –preguntó él.
Matt fue a sortearla, pero lo agarró del brazo y él hizo una mueca de dolor.
–¿Lo ves? Estás herido.
–Puedo apañarme. Me han tirado caballos desde que era un niño –entonces, él se fijó en el deportivo plateado–. Además, ¿qué haces en las tierras de los Rafferty?
–Había tomado el atajo. Llegaba tarde a una reunión.
–Y eso justifica que lastimes a lo que se cruce en tu camino, ¿no?
Ella se puso en jarras.
–No quería lastimar a nadie. No te vi.
Alisa Merrick era una mujer impresionante. Un hombre tenía que estar ciego para no sentirse atraído por ese pelo largo y moreno y por esos ojos marrones y aterciopelados. Su ascendencia hispana se reflejaba en sus pómulos marcados y en su cutis aceitunado.
–Entonces, no deberías ir a toda velocidad por una propiedad privada.
–Ya te he dicho que tenía una reunión importante en el pueblo.
–¿Para desayunar con tus amigas?
–No, pero para que lo sepas…
Él levantó una mano.
–No quiero saberlo –le dolía el hombro–. Tengo que comprobar qué tal está mi caballo.
Matt miró a su precioso caballo castaño. Él mismo lo había adiestrado. Le pasó una mano por el flanco y le habló con delicadeza. Afortunadamente, estaba bien.
Introdujo la bota en el estribo, agarró el cuerno y sintió un dolor muy agudo en el hombro. Soltó un improperio y retrocedió.
–Se acabó –Alisa volvió a su coche y tomó el móvil del asiento del acompañante–. Si no me dejas que te ayude, llamaré a alguien para que lo haga.
–Espera un minuto.
Cuando lo miró, sintió el mismo estremecimiento en las entrañas que hacía tres años, cuando hicieron el amor y luego él se despidió de ella.
–¿Me dejarás que te lleve al hospital?
Él asintió con la cabeza y Alisa suspiró con alivio, pero al mirar al curtido y guapo cowboy se dio cuenta de que todavía se le aceleraba el corazón y se le humedecían las palmas de las manos. No podía soportarlo. Matt Rafferty era el hombre que menos necesitaba en su vida en ese momento. ¿A quién quería engañar? Él no la quiso hacía tres años y estaba deseando librarse de ella en ese preciso instante. Bueno, ella tampoco lo quería. En cuanto lo dejara en el hospital, volvería a desaparecer.
–Déjame que llame a alguien para que se ocupe de Nick.
Matt sacó el móvil del bolsillo de la camisa y marcó el número del establo.
–Hola, Pete –saludó a su capataz–, necesito que me hagas un favor. Estoy en el camino del viejo molino, como a ochocientos metros de la carretera. ¿Te importaría venir a por Nick?
–¿Pasa algo? –preguntó Pete.
Matt miró a Alisa.
–No, nada que no pueda solucionar –mintió él.
Sabía que Alisa lo había obnubilado una vez y no podía permitir que volviera a hacerlo.
Una hora más tarde, en Urgencias, Alisa se sentó en la sala de espera e hizo algunas llamadas. La primera, a su padre para cancelar la reunión. No era como le gustaba empezar un lunes… ni ningún otro día. Cerró los ojos. Matt podía haber resultado gravemente herido por su culpa. Su padre y su hermano Sloan le habían avisado muchas veces para que condujese más despacio. El año anterior la habían multado dos veces por exceso de velocidad, por no decir nada de las veces que se había librado solo con una advertencia por apellidarse Merrick. Hubo momentos en los que disfrutó por ser la hija de un senador, pero esa vez había causado un accidente. Peor aún, había un herido. Esperaba que fuese leve. Fuera como fuese, Matt estaba herido por su culpa. Independientemente de lo majadero que fuese hacia tres años, nunca quiso hacerle nada.
No había visto mucho a Matt desde que volvió del ejército pero, a juzgar por el incidente de ese día, no había vuelto indemne. Podía decir lo que quisiera, pero ella sabía que había rememorado algo visualmente, lo que era frecuente entre los hombres y mujeres que habían estado en el frente. Matt había servido en el extranjero y había vuelto como un héroe, pero ¿a qué precio?
Se abrieron las puertas automáticas y vio entrar precipitadamente a un hombre mayor, Sean Rafferty. Evan, el hermano de Matt, entró justo detrás de su padre. Como ella lo había llamado, Sean se le acercó.
–¿Qué tal está? –le preguntó con preocupación.
–Cuando lo dejé, estaba quejándose a la enfermera.
–Es una buena señal –comentó Evan con una sonrisa–. Iré a comprobarlo.
Observaron a Evan mientras se dirigía al puesto de las enfermeras y ella se volvió hacia el padre de Matt.
–Lo siento, Sean, si no hubiera tomado el atajo por vuestras tierras… No vi a Matt hasta que fue demasiado tarde.
El imponente irlandés le tomó una mano.
–Sabemos que no querías hacerle nada, Alisa. Tienes permiso para usar ese camino cuando quieras.
–Bueno, fue mi culpa, y me haré cargo de las facturas médicas de Matt.
–No nos preocupemos por eso ahora.
–Pero ni siquiera pudo montarse en el caballo. ¿Cómo va a trabajar?
Ella sabía que llevaba el rancho Triple R con su hermano y su padre. Él se ocupaba del ganado.
–Hay bastantes empleados que pueden hacer el trabajo –le tranquilizó Sean–. Aunque su lesión podría retrasar la reforma del bar.
–¿El bar?
–Efectivamente. Hace tiempo que no pasas por el pueblo. Hace poco compramos el bar de Rory.
–Mi madre me comentó algo sobre la jubilación de Rory. Habéis comprado el bar… –Alisa sonrió–. Tiene sentido porque has trabajado mucho tiempo allí y allí nació tu famosa salsa barbacoa. ¿Vas a seguir trabajando en él?
Sean era un hombre atractivo con el pelo blanco y tupido y un marcado deje irlandés. Se había casado con Beth Staley hacía poco tiempo.
–Lo siento, pero me he retirado. Quiero estar con mi mujer y los dos promocionaremos la salsa barbacoa Rafferty. Evan y yo seremos socios, pero el bar será asunto de Matt. Naturalmente, mi barbacoa estará en el menú con los vinos Legado Rafferty.
Alisa se alegró por ellos.
–Al parecer, me he perdido muchas cosas mientras estaba fuera.
–Bueno, tú también has estado ocupada. He oído muchas cosas buenas de ti.
Como sus padres eran amigos íntimos de Beth y Sean, supo inmediatamente de qué estaba hablando.
–Lo comuniqué oficialmente hace poco.
–Si mi opinión importa para algo, creo que lo harás muy bien en el Ayuntamiento. Necesitamos a más gente joven que lleve las cosas por aquí. Tu padre está muy orgulloso.
Ella siempre había sido la niña de sus ojos, aun cuando chocaban porque tenía algunas ideas progresistas para el pueblo.
–Algunas personas no quieren cambios. Eso significa que tengo que recaudar fondos. Voy a enfrentarme a alguien tan asentado en el Ayuntamiento como Gladys Peters.
Alisa tenía que demostrar a su distrito que era digna de apostar por ella.
–Hay que agitar un poco a este pueblo y tú eres la persona indicada para hacerlo –los ojos azules de Sean resplandecieron–. Tengo una idea. Dentro de unas semanas vamos a inaugurar el bar por todo lo alto. ¿Por qué no haces también una recaudación de fondos?
Ella dudaba mucho de que a Matt le gustara esa idea.
–Me honra que lo hayas pensado, Sean, pero estás intentando que el bar despegue y no sé si es buena idea.
–¿Qué no es una buena idea?
Los dos se dieron la vuelta y vieron a los hermanos Rafferty. Eran altos y anchos de espalda, unos auténticos cowboys texanos. Matt llevaba el brazo en cabestrillo.
–¿Qué tal estás, hijo? –le preguntó Sean.
–Un poco dolorido –Matt miró a Alisa–. No hacía falta que te quedaras.
Matt captó la expresión de congoja en su rostro y se arrepintió de haberlo dicho.
–Estaba diciéndole a tu padre que quiero hacerme cargo de tus facturas médicas.
Él no quería que ella lo ayudara, solo que lo dejara en paz.
–El seguro se ocupará de todo. Tenía el hombro dislocado y el médico lo ha puesto en su sitio.
Alisa frunció el ceño porque sabía que había pasado mucho más; la reacción de Matt al ruido del helicóptero. Le espantaba pensar que había desencadenado algo.
–Me alegro, podría haber sido mucho peor.
Lo miró a esos hipnóticos e irlandeses ojos azules y, de repente, todo el mundo desapareció.
–Sí. El médico me reconoció y dijo que estoy bien. Lo único que no puedo hacer es levantar peso durante unos días –miró a Alisa–. Te has librado.
Una hora más tarde, Alisa entró en Puntada con Hilo, la tienda de colchas de retazos. Casi todos los días se encontraba allí con su madre. Louisa Merrick, muy aficionada a hacer colchas de retazos, pasaba mucho tiempo con sus amigas del rincón de las costureras. Había participado en varios proyectos como las colchas para bodas o para bebés. También habían organizado una feria de artesanía en verano y entregado el dinero a la beneficencia.
Alisa saludó con la mano a Jenny Rafferty, que estaba atendiendo a una clienta tras el mostrador. Su amiga llevaba la tienda e impartía clases de colchas de retazos. Estaba casada con el hermano Rafferty encantador, con Evan, y tenían dos hijos adorables, Gracie y Mick. Había muchos motivos para envidiar a Jenny, pero ella la quería demasiado como para que le importara.
Avanzó entre las mesas con muestras de telas y los estantes con cualquier cosa que pudiera necesitar una aficionada a las colchas de retazos y llegó al local contiguo, donde se impartían las clases. En la parte delantera había una mesa redonda con un grupo de mujeres alrededor. Allí estaban Millie Roberts, quien también trabajaba media jornada en la tienda, Beth Staley-Rafferty, recién casada con Sean, y Louisa Merrick, su madre.
–Hola, mamá –saludó Alisa a la mujer de casi sesenta años.
Louisa tenía un pelo oscuro que le llegaba justo por debajo de las orejas y unos profundos ojos marrones. Había quien decía que la única diferencia entre madre e hija era la edad.
–Me alegro de verte –la saludó Louisa–. He intentado llamarte. ¿Qué ha pasado esta mañana? Tu padre me ha dicho que has cancelado la reunión y Beth me ha contado que has llevado a Matt a Urgencias.
Ella dejó escapar un gruñido. Naturalmente, todo el pueblo lo sabía.
–Lo siento, mamá, por eso no he llamado –Alisa miró a Beth–. Por lo que veo, Sean te lo ha contado.
–Sí. Me ha contado que Matt se cayó del caballo, pero que no le ha pasado nada.
Todas la miraron para que diera más información.
–Fue culpa mía. Estaba atajando por el camino del Triple R. Debí de asustar al caballo porque se encabritó y lo tiró. Me alegro de que no haya pasado nada.
–No te lo reproches –replicó Beth–. Ese caballo es muy bronco. Nadie puede montarlo excepto Matt.
–Pues me parece que no va a montar ninguno durante una temporada.
–Es posible que le venga bien. Matt ha estado trabajando en el rancho durante el día y en el bar por la tarde. Quiere abrirlo lo antes posible.
Hacía tres años, ella había tenido la oportunidad de estar con Matt, pero él impuso una regla: sería una relación sin ataduras y solo para el fin de semana. Ella, como había estado enamorada de él desde el instituto, aprovechó la ocasión y aquellas cuarenta y ocho horas juntos fueron increíbles. Aunque se enamoró más de Matt, a él no le costó gran cosa marcharse cuando todavía estaba dormida dejándole solo una nota. Le dolió que no significara lo bastante como para que la despertara y se despidiera de ella.
Matt había pensado ser soldado profesional y se quedó sorprendida cuando volvió hacía dieciocho meses como un civil. Aun así, no hubo ningún problema porque ella trabajaba en Austin. Él se puso en contacto con ella una vez, pero ella rechazó sus llamadas y le dejó un mensaje bastante poco amable diciéndole que no quería volver a verlo. Seguramente, era una de las poquísimas mujeres que lo habían rechazado.
Luego, ella volvió a Kerry Springs con un empleo en la promoción inmobiliaria de Vista Verde. Aun así, Matt pasaba el tiempo en el rancho y ella estaba centrada en su trabajo y en su carrera política. No quería complicaciones.
–Debería hablar con papá –le dijo ella a su madre.
–Buena idea. A lo mejor puedes organizar otra vez la reunión con los comerciantes.
–Voy a intentar hablar con ellos de uno en uno.
Se despidió y fue hacia la puerta. Hacía un día muy agradable y decidió ir andando a la oficina de su padre. Como ya estaba retirado, le había dejado un poco de sitio para su campaña. Cruzó la calle principal y sonrió al ver las tiendas con sus antiguos escaparates. Allí estaban los comercios de toda la vida, la ferretería Sayers y la heladería Shaffer, justo una manzana más abajo de Puntada con Hilo. Aminoró el paso al ver el bar de Rory. Era agradable ver otro negocio que se ponía en marcha, el negocio de Matt. Él estaría en el pueblo en vez de en el rancho y sería muy probable que lo viera con frecuencia.
Dejó a un lado la idea de que su examante estuviera por allí cerca. Lo que menos soportaba era que todavía la alterara. Vio una conocida camioneta oscura aparcada junto al bordillo. ¿Estaba Matt allí… trabajando? Se detuvo ante la puerta, entró y vio el barullo. Había montones de maderos por todos lados y el antiguo suelo de madera estaba cubierto de serrín. Habían remodelado las paredes con paneles de madera teñida de color claro y los marcos de las ventanas y los rodapiés eran más oscuros. También habían lijado la larga barra de roble y los asientos de plástico rojo habían desaparecido.
Oyó una sierra y siguió el sonido hasta un pequeño cuarto pasada la improvisada pista de baile. Allí estaba Matt, inclinado sobre una sierra de mesa con unas gafas protectoras y un cinturón de herramientas que colgaba de sus esbeltas caderas. Se le aceleró el corazón. ¡Fantástico! Otra imagen sexy de ese vaquero. Empezó a retroceder para no molestarlo. Estaba absorto y no sabría que estaba allí. Sin embargo, chocó con un montón de tablones que empezaron a caer mientras ella intentaba mantener el equilibrio. Matt se dio la vuelta bruscamente mientras paraba la sierra y se acercó mirándola con furia.
–Al parecer, no te conformas con el daño que has hecho esta mañana. ¿Has venido a rematar la faena?
ALISA no había salido corriendo de nada desde que Cody Grayson se rio de ella en segundo curso, pero tuvo que hacer un esfuerzo para hacer frente a Matt.
–Por lo visto, sigues enfadado por lo de antes.
Él se levantó las gafas protectoras y se las puso en lo alto de la cabeza.
–¿Por eso has venido? ¿Quieres cerciorarte de que no voy a demandarte?
Se negó a permitir que la alterara aunque, hasta el momento, no había tenido mucha suerte.
–No, he venido porque estoy preocupada por ti –no podía librarse de esa sensación protectora que había tenido al verlo desorientado–. ¿Vas a negarme que estabas rememorando algo muy intenso cuando me acerqué a ti?
–No voy a negar nada. El médico me ha dado el alta –arqueó una ceja–, pero si quieres hacer de enfermera conmigo, no voy a oponerme.
Le costó, pero no le hizo caso. Además, aquello no era de su incumbencia.
–Por lo que parece, tampoco estás haciendo lo que dijo el médico. No deberías trabajar durante un tiempo.
–No debo levantar peso –él señaló con la cabeza un listón de madera–. Estoy terminando unas molduras y puedo hacerlo.
Matt se cruzó de brazos. Se había quitado la camisa y llevaba una camiseta negra y ceñida sobre el musculoso pecho y los anchos hombros. Intentó tomar aliento, pero el aire no le entraba en los pulmones.
–Entonces, te dejaré que sigas trabajando.
Él sonrió. Ella detestaba esa sonrisa de suficiencia.
–¿Qué pasa?
–Hoy me has hablado más que en todo el tiempo que llevo aquí. ¿Significa eso que por fin me has perdonado?
Ella no quería hablar de su breve historia del pasado.
–Tampoco hemos tenido muchas ocasiones de vernos. He estado muy ocupada con mi trabajo y, al parecer, tú también. Además, tú fuiste quien se marchó.
Alisa se arrepintió de haberlo dicho. Los ojos azules de él se clavaron en los de ella.
–Intenté explicártelo cuando volví, pero tú no estabas muy dispuesta a escucharme.
Ella no se habría creído su endeble excusa, ni entonces ni en ese momento.
–Mira, Matt, no hay ningún motivo para volver a hablar de todo eso –replicó ella con una mano levantada–. Los dos hemos seguido con nuestras vidas.
Él asintió con la cabeza.
–Entonces, vas a entrar en el Ayuntamiento. Será mejor que me porte bien o podrías cerrar Rafferty’s Place antes de que lo inaugure.
–Rafferty’s Place… –a ella le gustó el nombre–. ¿Por qué iba a cerrarlo? Vas a traer actividad al pueblo. Además, todavía no me han elegido.
–Es un mero trámite. No puedo imaginarme que un Merrick pierda una elección, al menos, en Texas.
–No soy mi padre –ella no había querido mostrar su inseguridad–. Soy nueva en todo esto.
–Eres de aquí, Alisa, y la gente te aprecia.
–¿También tú?
Alisa quiso morirse en ese instante. ¿Por qué se lo había preguntado? Él volvió a sonreír.
–Siempre te he apreciado, pero no quería darte falsas esperanzas. Estaba comprometido con el ejército.
Efectivamente, en ese momento, lo que menos le importó fue haberle roto el corazón. Esbozó una sonrisa forzada. Ya era mucho mayor y más sensata y no iba a dejar que volviera a hacerle daño.
–Lo que pasó entre nosotros fue hace mucho tiempo.
–Y ya es hora de dejarlo atrás –terminó él mientras se acercaba a ella–. ¿Puedes, Alisa? ¿Puedes olvidar lo bien que estuvimos juntos?
Ella se negaba a echar la vista atrás.
–Creo que lo he conseguido bastante bien.
Matt sabía que jugaba con fuego cuando se trataba de Alisa Merrick. La verdad era que lo había atraído como no lo había hecho otra mujer. En otras palabras, era peligrosa. Se mordió la mejilla por dentro mientras le miraba la falda ceñida y los tacones altos. Si no tuviera esas piernas… Volvió a mirarla a la cara para intentar recomponerse.
–Me alegro, porque voy a pasar mucho tiempo en la calle principal y nos veremos con frecuencia –replicó él–. Espero que vengas por el bar.
Ella miró alrededor.
–Es verdad. No te había felicitado por tu nueva iniciativa. Veo que ya es muy bonito –Alisa sonrió–. Os han pasado muchas cosas buenas a los Rafferty. Sois muy emprendedores.
–Sí. Es posible que algún día lleguemos a la altura de los Merrick.
La mirada de ella dejó escapar un destello de dolor y él se arrepintió de haberlo dicho.
–Los Merrick no somos mejor que nadie del pueblo. ¿Alguna vez alguno de nosotros os ha hecho creer lo contrario?
Él se encogió de hombros para intentar que ella no se diera cuenta de lo mucho que lo afectaba.
–Ya me conoces. ¿Crees que me importa lo que piense la gente?
Los ojos de color ébano de Alisa lo miraron fijamente y Matt estuvo a punto de confesar cuánto lo había alterado, cuánto lo alteraba todavía.
–Al parecer estás cambiando, lo hayas planeado o no. De soldado has pasado a vaquero y a empresario.
–Sí, los dos estamos moviéndonos. Sin embargo, no te confundas, seguiré siendo ese vaquero polvoriento.
Alisa se puso muy recta.
–Los dos vamos a estar muy ocupados durante los próximos meses. Yo con la elección y, tú, con el restaurante y el rancho.
Él asintió con la cabeza.
–Estoy todo el día metido aquí y pronto tendré que reunir el ganado en el rancho. No tengo mucho tiempo para juergas aunque quisiera.
–No te pareces nada al Matt Rafferty que recuerdo.
Él tenía muchos planes que no conocía nadie.
–Quiero concentrarme en labrarme un porvenir.
–Bueno, te deseo suerte.
–Gracias. Lo mismo te digo.
Ella miró hacia otro lado.
–Te dejaré que sigas trabajando. Tengo que ir a una reunión.
–Conduce con cuidado –le pidió él–. Estaré cruzándome en tu camino.
–No tiene gracia, Rafferty, no tiene gracia.
Era un disparate, pero quería retenerla. Sin embargo, sonrió mientras ella se dirigía hacia la puerta y admiró el suave contoneo de sus caderas. Resopló y no hizo caso de la reacción de su cuerpo.
–Juega en otra liga, vaquero –se dijo en voz alta–. Como Jody. Fue una lección amarga que no quiero repetir. Algunas veces es mejor retirarse con las pérdidas.
Deseó que esas palabras le sofocaran el anhelo que sentiría cuando volviera a verla, algo que, al parecer, iba a ser bastante frecuente.
–Alisa…