Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Harlequin Books S.A.
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Caprichos de la fortuna, n.º 89 - mayo 2014
Título original: Expecting Fortune’s Heir
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4298-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Nochevieja
Natalia Serrano no había visto nunca unos ojos tan azules como aquellos. Cierto que estaba a una distancia considerable de aquel hombre y quizá solo fuese una ilusión óptica, pero aun así era un espécimen magnífico. El esmoquin que llevaba le sentaba como hecho a medida. Era alto, esbelto, de complexión atlética, y sus rasgos eran de una belleza clásica. Un mechón de cabello negro le cayó sobre la frente, y el hombre lo apartó con impaciencia.
Debía ser unos años mayor que ella, que tenía veinticinco. Probablemente rondaría los treinta y pocos. Por la seguridad que denotaba en sí mismo dedujo que estaba acostumbrado a dar órdenes, no a recibirlas. Sin embargo, cuando sus ojos se encontraron, le dio la impresión de que, aunque seguramente tenían poco en común, había algo que sí compartían: la soledad. Esbozó una sonrisa tímida. La conexión que sentía era tan fuerte que por un momento creyó que cruzaría la sala para entablar conversación con ella, o que al menos le devolvería la sonrisa, pero en vez de eso frunció el ceño, se dio media vuelta y salió al pasillo.
Natalia giró la cabeza hacia la pista de baile, donde la gente bailaba y reía, dispuesta a dar la bienvenida al nuevo año con besos, abrazos y un brindis con champán. Todos parecían felices, disfrutando del momento.
Casa Paloma, el elegante hotel de la ciudad de Red Rock, en Texas, donde se encontraba, no había reparado en gastos para hacer de aquella una Nochevieja inolvidable. Habían contratado a una famosa orquesta, habían elaborado un menú exquisito para la cena y se habían esmerado con la decoración de la sala de fiestas.
Miró la esfera de su reloj de pulsera, rodeada por pequeñas cuentas de colores, y gimió para sus adentros. Aún faltaban noventa minutos para la medianoche. Entre las parejas que giraban en la pista vio a su amiga Selina, pegada al hombre que había estado toda la noche flirteando con ella. A la vista de aquello era evidente que, aunque habían acudido juntas a la fiesta, no se marcharían juntas. Y quizá fuera lo mejor, porque ella estaba deseando largarse, mientras que para Selina la noche apenas acababa de empezar. Sus amigos Dori y Jax, que eran pareja, estaban allí también, pero permanecían en su mundo, y hacía un rato que no los había visto.
—Eh, preciosa. ¿Quieres bailar?
Natalia se giró y vio a un tipo que saltaba a la vista que ya llevaba unas cuantas copas de más. Era más joven que ella y le recordaba un poco a su hermano Eric hacía años, cuando acababa de cumplir los veintiuno e iba por ahí queriendo comerse el mundo.
—Lo siento —respondió, suavizando su negativa con una sonrisa—. Estoy con alguien.
Hasta hacía poco aquello había sido cierto. David Francisco y ella habían estado saliendo durante casi un año, pero hacía un par de meses lo suyo había empezado a hacer aguas y el mes anterior habían roto.
El tipo parpadeó y miró a ambos lados de ella.
—Yo no veo a nadie —dijo confundido.
—Es que ha ido al servicio.
—Ah —el tipo esbozó una sonrisa idiota y se tambaleó ligeramente—. Pues yo voy para allá; si lo veo le diré dónde estás.
Natalia reprimió una sonrisilla.
—Gracias.
Cuando hubo desaparecido entre la multitud, Natalia salió por la puerta más cercana a los cuidados jardines que discurrían por toda la parte trasera del hotel.
El guarda que había sentado junto a la puerta, un hombre mayor de pelo cano, alzó la vista hacia ella.
—Si luego va a volver dentro tengo que ponerle un sello en la mano.
Ella sacudió la cabeza, y la larga melena negra que le caía sobre la espalda se meció de lado a lado.
—No será necesario; me voy a casa.
El hombre parpadeó sorprendido.
—¿No va a quedarse siquiera hasta que den las doce?
—No, me temo que no —Natalia se llevó una mano a la sien—. Me está empezando a doler la cabeza.
No era una mentira. Se había pasado una semana luchando contra una persistente sinusitis, y aunque con el antibiótico que estaba tomando se sentía mucho mejor, la música y el ambiente cargado había hecho que empezase a dolerle otra vez.
—Bueno, pues que se le pase pronto —el guarda le dio un par de palmaditas en el hombro—, y feliz Año Nuevo.
Su tono amable conmovió a Natalia, que se dejó llevar por un impulso y le dio un abrazo.
—Gracias; feliz año a usted también.
El guarda se sonrojó.
—Si cambia de opinión no dude en volver —le dijo con una sonrisa—; la dejaré pasar.
Natalia le devolvió la sonrisa y se despidió con la mano antes de alejarse. Como no tenía dónde ir, salvo a su silencioso y vacío apartamento, caminaba despacio, disfrutando de la belleza de los jardines desiertos adornados con pequeñas luces blancas.
Cuando estaba a solo unos pasos de la verja que conducía a la calle, retrocedió para sentarse en un banco de hierro forjado que había pasado hacía un momento.
Los Manolo Blahnik que había comprado en una tienda de segunda mano en San Antonio eran muy elegantes, pero le quedaban pequeños. Sabía que corría el riesgo de no poder volver a metérselos, pensó mientras se los desabrochaba para quitárselos, pero la estaban matando.
Merecía la pena correr el riesgo, se dijo con un suspiro de alivio, masajeándose el empeine. Era el primer momento de relax que había tenido en toda la noche. Hasta la música le sonaba mejor ahora que volvía a sentir los dedos de los pies.
Y todo sería perfecto si se le hubiese ocurrido ponerse un chal antes de salir de casa. Aunque la temperatura era de unos diez o doce grados, lo cual no estaba mal para una noche de finales de diciembre, el vestido corto y sin mangas que llevaba no la abrigaba lo suficiente.
Se rodeó el cuerpo con los brazos. Se quedaría allí sentada un rato más antes de levantarse y dar la vuelta hasta la parte delantera del hotel para tomar un taxi. Aunque se había ido en mitad de la fiesta, le encantaba esa época del año. Le gustaba esa promesa que traía el Año Nuevo de un nuevo comienzo.
En ese momento se oyeron pasos que se acercaban, y cuando alzó la vista vio al apuesto desconocido de la fiesta rodeando un arbusto del camino. Por un instante se le pasó por la cabeza la descabellada idea de que hubiera salido a buscarla, pero la expresión de sorpresa de él al verla la disipó de inmediato.
De todos modos era una idea absurda. No habían cruzado una palabra, y ni siquiera los habían presentado.
—No pensé que hubiera nadie aquí fuera —su voz era profunda, y tenía un ligero acento sureño.
A pesar de las mariposas que le revoloteaban en el estómago, Natalia consiguió que su voz sonara indiferente y casual.
—Si venía a este banco, hay sitio de sobra. Además, estaba a punto de marcharme.
—Por mí no lo haga —dijo él, y se sentó, dejando una distancia respetuosa entre ambos—. Además, aún no es medianoche. ¿Quién se va de una fiesta de Nochevieja antes de medianoche?
—Bueno, yo acabo de hacerlo. Y por lo que parece usted también —respondió ella con una sonrisa—. Ya somos dos.
Él no hizo ningún comentario al respecto, sino que bajó la vista a sus pies desnudos, y a los zapatos en el suelo frente a ella.
Natalia reprimió el impulso de menear los dedos de los pies y preguntarle qué pensaba del color del esmalte con que se había pintado las uñas. A ella le parecía que iba de maravilla con el vestido, que era casi del mismo tono.
—¿Le estaban haciendo daño los zapatos?
Natalia dejó escapar un suspiro.
—Me quedan pequeños.
Él parpadeó sorprendido.
—¿Y por qué los compró?
—Porque eran una ganga.
Lo que no iba a decirle era que los había conseguido en una tienda de segunda mano. El corte de su esmoquin era demasiado perfecto como para que fuese alquilado. Probablemente no hubiese pisado una tienda de segunda mano en su vida ni hubiese comprado nada que estuviese rebajado de precio. Jamás comprendería lo que era poder comprarse por doscientos dólares unos zapatos que valían mil quinientos.
—Son unos Manolos.
Los labios de él se arquearon con una sonrisilla divertida.
—Ah, bueno, eso lo explica todo.
—Seguro que en la fiesta de la que viene la mayoría de las mujeres llevaban zapatos como estos.
Él se quedó callado un momento.
—¿La fiesta de la que vengo?
Natalia no se molestó en disimular su irritación ante aquella pregunta. Puso los ojos en blanco y le contestó:
—Lleva un esmoquin; va demasiado elegante para esta fiesta.
Los ojos de él brillaron con humor.
—¿No le gusta cómo voy vestido?
—Yo no he dicho eso —protestó ella—; pero es que se le ve fuera de lugar. Bueno, ¿y de dónde viene?
—De Georgia —contestó él con una sonrisa encantadora.
—No me refería a eso.
Él encogió un hombro.
—¿Acaso importa?
Probablemente no. Natalia recogió sus zapatos del suelo y se levantó.
—En fin, yo me voy ya —dijo.
Pero, antes de que pudiera dar un paso, él alargó la mano y le tocó el brazo.
—Quédese, por favor.
Cuando aquellos increíbles ojos azules se encontraron con los suyos, a Natalia le fue imposible decir que no. O quizá fuese el aroma embriagador de su colonia.
—Huele usted muy bien —le dijo.
Él esbozó una media sonrisa.
—Gracias; usted también.
Natalia suspiró.
—Adelante, dígalo.
—¿Que diga qué?
—Que huelo como su madre.
Él la miró confundido.
—¿Y por qué tendría que decir eso?
—Porque el perfume que llevo es Chanel. Todos los tipos con los que he salido me han dicho que les recordaba a su madre o a su abuela. Pero me da igual —dijo alzando la barbilla—; a mí me gusta.
—Bueno, pues para que quede claro, a mí también me gusta. Y ni mi madre ni mi abuela han olido nunca tan bien como usted.
—Oh.
—Ni han sido nunca tan bonitas como usted —añadió él.
Alargó el brazo y, antes de que Natalia pudiera detenerlo, le puso la mano en el muslo, y sus dedos se deslizaron por debajo del dobladillo del vestido. Ignorando la ola de calor que afloró entre sus piernas, le dio un guantazo en la mano.
—¿Pero qué hace?
—Es que me estaba preguntando si la tela era... elástica —respondió él, enrojeciendo hasta las orejas.
—¿Qué le parecería a usted si yo le metiera la mano en los pantalones?
En cuanto esas palabras abandonaron su boca se dio cuenta de lo que había dicho y notó que a ella también se le subían los colores a la cara. Él sonrió divertido.
—Me encantaría; no se corte.
Natalia sacudió la cabeza. Estaba algo mareada por las copas de champán que había tomado, pero no tan borracha como para meterle la mano en los pantalones. Aun así, no pudo evitar preguntarse qué encontraría allí si lo hiciera. David no había estado muy bien dotado. Sabía que lo importante no era el tamaño del miembro de un hombre si no lo que fuese capaz de hacer con él, pero David siempre se había preocupado más por procurarse propio placer a sí mismo que por proporcionárselo a ella. ¿El de aquel hombre sería también de un tamaño normalito, o tal vez...?
Interrumpió sus pensamientos antes de acabar la pregunta. En la última discusión que habían tenido, David le había dicho que era un témpano en la cama y que por eso había buscado en otras mujeres lo que ella no le daba. Era cierto que nunca la había excitado demasiado, y con aquel extraño, en cambio, se sentía... acalorada. Solo el pensar cómo sería que la tocara, que la tocara de verdad, la hizo estremecerse de deseo.
—Tiene usted frío —murmuró el hombre, y se quitó la chaqueta para echársela sobre los hombros.
La prenda retenía el calor de su cuerpo y el maravilloso olor de su colonia, y Natalia se arrebujó dentro de ella, agradeciendo el gesto.
—Ya que me ha puesto su chaqueta debería al menos saber su nombre —lo picó con coquetería.
—Shane.
Ah, de modo que nada de apellidos... «Bueno, por mí bien». Podrían charlar, quizá flirtear un poco, y luego irse cada uno por su lado.
—Yo me llamo Lia.
Solo la gente con la que no tenía mucho trato la llamaba Natalia. Su familia y sus amigos la llamaban Lia.
—Lia... —repitió él con esa voz aterciopelada—. Un hermoso nombre para una hermosa mujer.
Natalia alzó la vista hacia él sin poder reprimir una sonrisilla.
—¿Te funciona esa frase con otras mujeres?
Él se rio.
—A veces. Pero es verdad que eres preciosa. Tu cabello negro brilla con la luz de la luna como si fuera de seda —dijo tocando ligeramente un mechón. Al ver que ella no se apartaba, dejó que sus dedos se enredaran entre las oscuras hebras—. Y es tan suave como la seda.
Bajó la vista a sus labios, y cuando volvió a levantarla y la miró a los ojos, Natalia supo lo que quería. Un beso. Bueno, ¿y por qué no? Al fin y al cabo era Nochevieja. Montones de gente besaban a un extraño en fiestas como aquella cuando el reloj daba las doce. Cierto que aún no eran las doce, pero hora arriba hora abajo...
—¿Crees en el amor?
Lia frenó los lascivos pensamientos que estaban cruzando por su mente y lo miró a los ojos.
—Bueno, quiero a mi madre y a mis hermanos.
—No me refiero a esa clase de amor —replicó él—. Hablo del amor entre un hombre y una mujer.
Lia se tensó, y por un momento le preocupó que fuera a soltarle aquello de que lo suyo era amor a primera vista. Una vez había mordido ese anzuelo, pero no volvería a ser tan tonta como para volver a hacerlo. Sin embargo, cuando lo miró a los ojos no vio en ellos la intención de embaucarla con palabras bonitas.
—Me gustaría creer que existe, pero no estoy segura de que así sea —respondió con sinceridad.
—No existe —dijo él—. Yo creía que sí, pero ya no lo creo.
Lia bajó la vista a su mano, pero no vio en ella anillo alguno. Era verdad que algunos hombres no lo llevaban; o tal vez se hubiese divorciado.
—¿Estás casado? ¿Tienes novia?
—No. Ni lo uno ni lo otro —Shane frunció el ceño—. Si estuviese casado o comprometido no estaría aquí hablando contigo.
—¿Y has estado casado alguna vez?
Él soltó un gruñido, como si la sola idea lo desagradase, y sacudió la cabeza.
—¿Y nunca has estado a punto de casarte?
—Pues no —Shane la miró fijamente, como escrutándola—. ¿Y tú?
—No estoy casada, ni tengo novio —respondió ella en un tono calmado e indiferente— . Y en cuanto a lo de haber estado a punto...
David le había hablado muchas veces de sus planes para el futuro, un futuro en común, pero ahora sabía que ese futuro no había sido más que un castillo de naipes. O más bien parte de la tela de araña que había tejido con un montón de mentiras para atraparla en sus redes. Había sospechado que no era sincero con ella, pero no había confiado en su instinto.
—Mi novio y yo rompimos hace poco —dijo finalmente—. ¿Cómo puedes querer a alguien en quien no puedes confiar? ¿Sabes a qué me refiero?
Él asintió con una sonrisa amarga.
—Soy un experto en la materia.
De modo que no era la única a la que habían dejado. Aunque mal de muchos era consuelo de tontos, por algún motivo aquello la hizo sentirse mejor. Dejándose llevar por un impulso, puso su mano sobre la de él y le dijo con convicción:
—No necesitamos a gente que nos miente y nos engaña. Estamos mejor solos.
—Amén.
Shane se llevó su mano a los labios y le plantó un beso en la palma. Aunque a Lia volvió a invadirla una sensación de calor, no intentó siquiera luchar contra ella.
—Pero a veces es agradable tener a alguien a quien abrazar. Sentir su piel contra la tuya. Dejarse llevar... —murmuró él.
Su voz era como una caricia, y sus ojos... esos ojos tan azules... Estaban tentándola a aventurarse en esas aguas tan azules, a dejar atrás tierra firme, todo lo que conocía y adentrarse en lo desconocido.
—¿Te interesa? —la instó Shane.
Lia se quedó callada un buen rato, mirándolo, y finalmente ladeó la cabeza y le dijo:
—¿Estás preguntándome si quiero acostarme contigo?
Él se echó a reír.
—Vaya, no te andas por las ramas. Sí, eso es exactamente lo que estoy preguntándote.
«¡Dile que no!», gritó la vocecilla de su conciencia. «Levántate y aléjate de él».
Aunque no había estado con muchos hombres, de hecho, David había sido el segundo, nunca se había acostado con un extraño. Ni se le había pasado por la cabeza. Hasta esa noche.
—¿Tienes preservativos? —le preguntó, como si de verdad estuviera considerando su proposición.
Porque no lo estaba considerando; en absoluto.
—Siempre enfundo mi pistola.
Lia se tomó eso como un sí. Aunque tampoco le importaba si usaba preservativos o no, porque no iba a acostarse con un completo desconocido, por sexy que fuera, ni aunque la hiciera sentirse acalorada. Su madre le había inculcado que el sexo era algo que solo tenía cabida en una relación con el hombre al que una amaba.
—Shane... —Lia se quedó callada; no estaba segura de lo que quería decir.
—Quizá esto te ayude a decidir...
Apenas había pronunciado Shane esas palabras cuando la atrajo hacia sí para besarla. Como si tuvieran voluntad propia, los brazos de Lia le rodearon el cuello y su dedos se enredaron en el cabello de Shane mientras respondía al profundo beso.
La mano de él se cerró sobre uno de sus senos y sus dedos juguetearon con el pezón. Lia abrió los ojos, presa de un pánico repentino, pero se tranquilizó diciéndose que aquello solo era un beso, no un preludio al sexo.
Si él advirtió su vacilación momentánea, no dio muestra alguno de ello, sino que continuó besándola de un modo tan sensual que, cuando despegó sus labios de los de ella, se quedó temblorosa e insatisfecha.
—Sube conmigo a mi suite —le susurró Shane.
—¿Crees que es buena idea? —inquirió ella aturdida. Su voz sonaba muy lejana.
—No —Shane tomó los zapatos de su mano, y le susurró al oído—: Pero hagámoslo de todos modos.