Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Leah Martyn
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Miedo de amar, n.º 5421 - noviembre 2016
Título original: The Visiting Consultant
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9043-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
LA NIÑA se estaba recuperando muy bien.
Joshua Faraday, médico de la unidad maxilofacial de Sydney, sonrió a la pequeña de diez años.
–Te puedes ir a casa pasado mañana, Gracie. Iré a decírselo a tus padres.
Había sido otro largo día en cirugía. Josh relajó la tensión de sus hombros y cuello mientras se sentaba a escribir las notas de Grace Cavell.
Era una niña valiente. Las últimas semanas habían sido muy duras para ella. Había estado ingresada a consecuencia de unas graves heridas en la cara cuando se vio atrapada por la cosechadora en la finca de sus padres en el oeste de Nueva Gales del Sur. La habían llevado en avión a Sydney para realizarla las primeras curas en el hospital infantil y luego la habían enviado a St. Cecilia para someterse a cirugía reparadora, que le habían devuelto su joven belleza.
Josh recordaba la complicada operación como si hubiera sido el día anterior. Había aplicado una técnica relativamente nueva en cirugía craneofacial, cortando a través de la mandíbula de Grace y colocando estratégicamente unos clavos conectados a unas placas atornilladas a cada lado del corte. Había sido todo un éxito.
Ahora, girando un poco los tornillos cada día podían asegurarse de que la mandíbula de la niña podría empezar a colocarse por sí misma, aunque fuera lentamente.
Se pasó la mano por la frente, pensativo. Seguramente escribiría algo para las revistas médicas sobre este caso en particular, cuando tuviera tiempo...
–¿Es que no tienes una casa a donde ir? –le preguntó la enfermera jefe Georgia Maitland.
–Buenas noches, Georgia –respondió Josh sonriendo–. La verdad es que ahora tengo dos.
–¿Dos casas?
–He comprado una casa para las vacaciones en la Costa Norte –dijo Josh dejando la pluma–. En la bahía Horseshoe, para ser más precisos.
–¡Qué suerte! –exclamó Georgia con tono soñador, pensando en las blancas playas y tranquilas aguas del norte de Nueva Gales del Sur–. Neil y yo pasamos algunas vacaciones encantadoras allí cuando nuestros hijos eran más pequeños. Y, además de las playas, también tienes el interior, con sus preciosos paisajes. Y centros turísticos cercanos, como Mullumbimby y Bangalow para lo que quieras.
Josh tomó la taza de té que tenía en la mesa.
–Pienso encontrar suficientes cosas que hacer en la misma bahía. Tiene unas magníficas térmicas.
–¿Qué? ¿Ropa interior?
Josh se rio.
–Corrientes de aire. Perfectas para el parapente.
–¿No eres ya un poco mayor para hacer esas locuras?
–Todavía no estoy para jubilarme. Aunque sospecho que esta semana en el quirófano me ha acercado bastante más a esa posibilidad.
–¿Por qué no te tomas unas vacaciones, Josh? Hace años que no tienes unas decentes.
–La verdad es que pretendo hacer precisamente eso. Y, desde el próximo lunes me voy de vacaciones un mes.
–Bien por ti –dijo la enfermera con aire pensativo.
¿Sería porque era soltero y sin ataduras por lo que Josh Faraday centraba todas sus energías tratando de hacerles la vida soportable a sus pacientes jóvenes? Ella sabía que había estado casado hacía años, ya que se lo había contado él. Pero se preguntaba por qué no había vuelto a buscar a alguien más con quien compartir su vida. Por Dios, ese hombre tenía más que suficiente para atraer a las mujeres a manadas.
–Te echaremos de menos, por supuesto –dijo–. Pero estoy segura de que nos las podremos arreglar sin ti.
–Seguro que sí.
–¿Vas entonces a inaugurar la nueva casa de vacaciones?
–Tenlo por seguro –dijo Josh y volvió al trabajo.
Alex tomó el camino a casa a lo largo de la costa. Sus pensamientos eran un torbellino, que rodaban y rompían como las olas en la playa.
Ya era oficial.
El hospital de la bahía Horseshoe se cerraba.
¿Qué podían hacer? Se pasó una mano distraídamente por la nuca cuando una racha de viento le agitó el cabello.
No era solo el hecho de que sus trabajos desaparecerían, eso también significaría la incertidumbre y la aprensión para los habitantes del lugar.
–¡Malditos burócratas del gobierno! –murmuró con ojos llameantes.
La carta que habían recibido se refería a ello como una racionalización, pero ella lo llamaba una estupidez.
Pero aún no habían renunciado a toda esperanza de que se reconsiderara esa decisión. Bryan Westerman, el único abogado del pueblo y presidente del consejo de administración del hospital había organizado una reunión extraordinaria con la gente del pueblo para la tarde del jueves siguiente.
En un alarde de entusiasmo, Alex se había ofrecido voluntaria para realizar algunos panfletos. Ahora necesitaba algunas manos para que la ayudaran a pegarlos y echarlos al correo, pensó. De hecho, había que lograr que todo el mundo los viera durante el fin de semana. ¡Como si no tuviera ya bastante! Rio amargamente mientras cruzaba la carretera hacia su apartamento.
Abrió la puerta trasera, entró y, automáticamente, se puso a recoger lo que había dejado tirado por tener que salir corriendo esa mañana.
Cuando llegó al dormitorio de su hija, le hizo la cama y puso el payaso de peluche sobre la almohada.
El nudo que tenía en el pecho le apretó más todavía. Todo iba a cambiar en sus vidas. En menos de un mes ella no tendría trabajo en la bahía Horseshoe. Ni trabajo ni ingresos.
La pequeña sala de reuniones del ayuntamiento estaba llena.
–No te sorprende, ¿verdad? –le preguntó a Alex su amiga Libby Rankin–. Debe ser por tus panfletos.
Alex sonrió.
–El mérito no es todo mío. La verdad es que fue a Rachel a quien se le ocurrió que fueran de color amarillo brillante.
–¿Cómo está la pequeña?
Todo el personal del hospital estaba encantado con su hija.
–Maravillosa, como siempre –respondió Alex volviendo a notar el nudo en el estómago.
Si el hospital cerraba, sus vidas se iban a ver bastante afectadas.
Aunque estaba razonablemente segura de poder conseguir otro trabajo, el hospital más cercano, en Lismore, estaba a cosa de una hora de coche. Eso significaba que tendría que cambiar guardias y trabajo con otros compañeros o que tendría que vender su casa e irse a vivir allí. Su vida cambiaría por completo.
–Vamos a sentarnos –dijo Libby y lo hicieron en las sillas reservadas para el personal del hospital–. Yo creo que toda esta gente no puede ser de aquí. ¡Vaya! ¡Estoy segura de que ese no lo es! ¿Has visto a aquel tipo?
–¿Qué? ¿Dónde?
Alex levantó la mirada con curiosidad y entonces el corazón le dio un salto. Evidentemente, ese hombre, más alto que la mayoría, debía haber entrado por una puerta lateral y, como no había encontrado sitio, estaba apoyado contra la pared.
–¿Ves lo que quiero decir? –le preguntó Libby.
–Tiene buena pinta.
–¡Por favor! –exclamó Libby levantando las cejas significativamente.
Alex se sintió como si hubiera mirado a una lámpara y se hubiera deslumbrado.
El hombre en cuestión era muy atractivo. Y no tenía nada que ver con ella. Bajó rápidamente la mirada a la carpeta que tenía en el regazo mientras que un calor ya casi olvidado aparecía en todas las partes femeninas de su cuerpo, mezclado con algo parecido al pánico.
¿Quién era él?
Si estaba allí de vacaciones, seguramente tendría algo mejor que hacer que asistir a una reunión acerca de la clausura de un pequeño hospital local, ¿no?
¿Quién era ella?
Josh Faraday se apoyó más cómodamente contra el marco de la ventana. Esa mujer era impresionante. Y, con un cabello como ese, podría parar el tráfico. Unos rizos sorprendentes de color miel dorado que parecían tener vida propia cada vez que ella movía la cabeza.
¡Cielo santo! Josh soltó el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta. Si seguía así, se iba a poner a escribir poesía. Cruzó los brazos, fijó la mirada decididamente al frente, en el tipo que iba a tomar el micrófono.
Según avanzaba la reunión, Alex no se podía creer la poca atención que le estaba prestando. ¡Por Dios! Debería estar escuchando lo que estaba diciendo Bryan con todas las fibras de su ser. Su forma de vida estaba en juego, y la de Rachel. Pero por alguna razón, estaba despistada. Sus pensamientos, como su mirada, se veían atraídos por el desconocido que estaba apoyado en la pared a poca distancia.
Josh escuchaba con interés. El panfleto amarillo brillante que había encontrado en su buzón le había hecho pensar en los problemas de un pueblo sin hospital, en la gente sin una adecuada atención médica. En estos días eso no era nada bueno. La medicina debería tratar de la gente, no del dinero, o de la falta de él.
Movió la cabeza. Alguien tenía que decirlo y bien podía ser él. Se enderezó con una cierta arrogancia en su compostura y le dirigió una pregunta al moderador:
–¿Puedo preguntar qué capacidad tiene el hospital?
–Ah...
Bryan miró sus notas apresuradamente.
–Catorce plazas.
Josh entornó los párpados.
–¿Y las de emergencias?
Bryan miró a Alex.
–Me gustaría llamar a Alex Macleay, una de nuestras enfermeras para que le dé esa información. ¿Alex?
Ella se puso en pie lentamente y tragó saliva. Sabía que era por una buena causa, pero no le gustaba nada ser el centro de atención. Se volvió hacia el desconocido y lo miró. Era alto y con anchos hombros, un cuerpo esbelto, y un rostro atractivo. Llevaba el cabello negro muy corto y sintió sobre ella todo el peso de su mirada. Se humedeció los labios y dijo:
–Como ha indicado Bryan, hay catorce camas. Seis son para emergencias y el resto son para permanencias.
–Ya veo –dijo el desconocido–. Así que parece que el hospital de la bahía Horseshoe llena un vacío en la salud pública de esta región.
–Por supuesto –dijo Alex mirándolo a los ojos.
En esa mirada, además de compasión, se leía una cierta profesionalidad.
–Un alto porcentaje de nuestra población son jubilados. Nuestras camas de permanencias están ocupadas a menudo.
–¿Y por qué no nos pueden dejar terminar nuestros días en paz en nuestro propio entorno? –dijo Nell Chapman, la historiadora local, una anciana alegre que agitó su bastón, como retando la decisión de cerrar el hospital.
–¡Eso! ¡Eso! –dijo una voz de hombre desde el fondo de la sala–. Cuando me llegue el momento, me gustaría morir aquí, no en otra parte, donde no conozca a nadie y mi gente no me pueda venir a visitar.
–Mirad, amigos. Yo solo estoy dando el mensaje del departamento de salud –dijo Bryan levantando las manos–. El consejo de administración quiere, por supuesto, que el hospital siga abierto, pero lo cierto es que no se puede hacer mucho al respecto.
–¡Es nuestro hospital! –gritó Nell Chapman–. En el pasado hemos conseguido dinero para mantenerlo en funcionamiento. ¿Por qué no podemos hacerlo de nuevo?
–No es tan sencillo –respondió otra mujer–. Al parecer, para el ministerio, el hospital no es rentable y, por lo tanto, no merece la pena.
–Ni la gente que lo usa. Por ellos nos podemos ir a paseo.
Josh se preguntó si el consejo habría realizado un análisis de costes o habría establecido una política de actuaciones. ¿Tendrían la experiencia para hacerlo?
–Aproximadamente, ¿qué se necesitaría para mantener abierto el hospital? –preguntó entre los murmullos de la gente.
Bryan se frotó la nuca y mencionó una suma que hizo que Alex y Libby se miraran espantadas. No podían esperar recaudar semejante cantidad de dinero antes de que cerraran el hospital, si es que podían recaudarla.
–Esto es como estar esperando un aplazamiento de una ejecución –dijo Libby–. ¿Y dónde crees tú que encaja ese hombretón?
Alex se había estado preguntando eso mismo.
–Tal vez sea un periodista buscando una buena historia.
Libby hizo una mueca.
–¡De eso nada! Mira esos músculos. Seguro que es un entrenador profesional.
Alex levantó la mirada al cielo.
–¿No se supone que entras de guardia?
–Dentro de un par de minutos.
Libby sonrió y se puso en pie antes de añadir:
–Relaciónate un poco, Alex. De esa forma podremos averiguar algo.