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© 2019 Janice Maynard
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Más que una noche de pasión, n.º 178 - junio 2020
Título original: Bombshell for the Black Sheep
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-425-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Si te ha gustado este libro…
Hartley Tarleton había cometido muchos errores en su vida, pero abandonar a Fiona James dos veces había sido lo más estúpido. Había tenido sus razones: circunstancias extenuantes y obligaciones familiares. Además, no se había portado bien. Era más que probable que la mujer en cuestión no estuviera de ánimo conciliador. Para colmo, había ido a pedirle un favor.
A pesar de sus recelos, aparcó frente a su casa, un pequeño bungaló. Aquel vecindario de clase media en Charleston conservaba lo mejor del encanto de la ciudad en un rango de precios que seguía siendo asequible para solteros y familias jóvenes. Fiona era pintora de paisajes. Tenía talento y una reputación en auge. Con suerte, sus años de penurias como artista habían quedado atrás.
Hartley tamborileó con los dedos en el volante mientras repasaba su discurso. La casa y la mujer le imponían. Había pasado dos noches allí, aunque no consecutivas. Por razones que no quería pararse a analizar, recordaba cada detalle.
En los días más difíciles del último año, había buscado tranquilidad recordando el comedor de Fiona. La mesa era amarilla, con motas grises. Se había imaginado a Fiona, con sus rizos pelirrojos y sus grandes ojos azules grisáceos, sentada en una de las sillas de patas cromadas, delante de un caballete.
Salió lentamente del coche y se estiró. No era normal en él procrastinar. Más bien todo lo contrario, pecaba de ser demasiado impulsivo. De adolescente, la gente le decía que aquel rasgo suyo era señal de inmadurez. Él prefería pensar que se tomaba el toro por los cuernos. Siempre le había gustado ser dueño de su destino.
Unas gotas de sudor se deslizaron por su espalda. Estaba siendo un día muy caluroso y húmedo. Tal vez había estado fuera demasiado tiempo. Charleston era su hogar. ¿Por qué se sentía como un intruso?
Sintió el corazón rebotando contra sus costillas al cruzar la calle y avanzar por el camino de entrada. Había temido que Fiona no estuviera, pero su coche, un escarabajo restaurado, estaba allí aparcado. Era rosa con pequeños caballitos de mar pintados por todo el capó, muestra de la imaginación de una artista.
En el porche, se aflojó la corbata y recordó que no debía perder el control. Le invadían el dolor y muchas otras emociones. Sentía la garganta seca. Alargó la mano y tocó el timbre.
Fiona oyó el timbre y suspiró aliviada. Había hecho un pedido de pinturas de varios cientos de dólares y había pagado un sobreprecio para recibirlo de un día para otro por no haber sido previsora.
Llevaba una camiseta manchada de pintura y unos vaqueros viejos con agujeros en las rodillas, pero el mensajero ya estaba acostumbrado a verla de esa guisa. Su espalda protestó al ponerse en pie. Pasar tanto tiempo en la misma postura tenía sus consecuencias. Cuando estaba concentrada en su trabajo, podía pasar horas dibujando y pintando sin darse cuenta.
Apenas tardó unos segundos en llegar a la puerta. En su carrera, se dio un golpe con el sofá y llegó saltando a la pata coja. Tenía que darse prisa porque tenía que firmar la entrega del paquete.
Abrió la puerta jadeando y la brillante luz del sol la cegó unos instantes. El hombre que estaba en el porche no era un mensajero, tampoco un desconocido.
–¿Hartley?
Su sorpresa inicial dio paso a la furia. Aquel hombre había herido su ego y tal vez incluso le había roto el corazón.
Cerró la puerta, o al menos lo intentó. Un gran pie, cubierto con un zapato italiano de piel, se interpuso en el marco de la puerta. Su dueño gruñó de dolor, pero no cejó en su intento.
–Por favor, Fiona, necesito tu ayuda.
Había dado con su talón de Aquiles. Después de haberse criado en varios hogares de acogida, había aprendido que haciéndose indispensable se aseguraba un techo sobre su cabeza.
Llevaba más de una década arreglándoselas ella sola. Tenía dinero en el banco y su solvencia crediticia era impecable. Casi tenía pagada su pequeña casa. Agradar a los demás había dejado de ser una necesidad para convertirse en una costumbre. Una costumbre que estaba decidida a saltarse.
Pero cuando miró a Hartley a la cara, su determinación flaqueó.
–Tienes mal aspecto –murmuró con la mano en el pomo, bloqueándole el paso.
Su afirmación no era del todo precisa. A pesar de sus ojeras, Hartley Tarleton era el hombre más guapo que había visto jamás. Tenía hombros anchos, caderas estrechas y una seductora sonrisa.
Se habían conocido hacía un año en la boda de unos amigos. Como padrino y dama de honor respectivamente, habían formado pareja durante la ceremonia. Esa misma noche, después de la fiesta, la había despojado del horrible vestido fucsia de dama de honor en la intimidad de su dormitorio, después de que lo invitara a acompañarla.
Esa noche, había surgido entre ellos una atracción física y emocional imposible de resistir. A la mañana siguiente, cuando ella se despertó, él ya se había marchado.
En aquel momento, sus ojos color café, casi negros, brillaron intensamente.
–Por favor, Fiona. Dame cinco minutos.
¿Qué tenía aquel hombre que conseguía echar abajo sus defensas? La había dejado plantada no una sino dos veces. ¿Acaso era masoquista? No se dejaba llevar por las lisonjas de un hombre, pero le había parecido que Hartley se sentía tan atrapado como ella por la magia de aquella atracción.
Suspiró, se hizo a un lado y abrió la puerta.
–Está bien, cinco minutos, ni uno más.
Era una forma lamentable de fingir desinterés. Al pasar a su lado, su olor le recordó las dos noches que tanto empeño había puesto en olvidar.
Hartley atravesó la habitación y se sentó en el sofá. Ella permaneció de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. La primera vez que se habían visto en la boda, él vestía de esmoquin. Nueve meses más tarde, cuando había aparecido en la puerta de su casa sin ni siquiera justificar su larga ausencia, llevaba unos vaqueros desgastados y una camisa amarilla con las mangas subidas.
En ese momento, vestía un traje hecho a medida que se veía caro. A pesar de su mala cara, su aspecto denotaba una buena posición económica. En otras palabras, no era la clase de hombre con el que Fiona saldría ni se acostaría ni incluiría en sus planes de futuro.
El silencio se alargó. Hartley se echó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y agachó la cabeza. Siempre sabía qué decir y cómo despertar el interés de una mujer con tan solo arquear una ceja.
–¿Qué quieres, Hartley? –preguntó rompiendo el silencio.
A pesar de que quería transmitir impaciencia y desinterés, su voz tembló. Maldijo para sus adentros, confiando en que no se hubiera dado cuenta. Tenía que mantener el control de la situación y jugar aquella baza a su manera. No se merecía su compasión.
Por fin, Hartley se irguió y cerró los puños sobre sus muslos. Tenía las mejillas hundidas.
–Mi padre ha muerto.
La expresión de sus ojos era una mezcla de incredulidad infantil y resignada aceptación.
–Vaya, lo siento. ¿Ha sido inesperado?
–Sí, un infarto.
–¿Estabas en Charleston?
Habían descubierto en la boda que ambos vivían en aquella bonita ciudad, aunque se movían en diferentes círculos.
–No, pero no hubiera servido para nada. Fue fulminante.
–Solo puedo decir que lo siento mucho.
–Era mayor, pero no tanto. Nunca se me pasó por la cabeza que no pudiera despedirme.
Quiso sentarse a su lado y abrazarlo, pero conocía sus propios límites. Era preferible mantener las distancias. Cada vez que se dejaba abrazar por él, perdía la capacidad de razonar.
–Necesito que vengas conmigo al funeral. Por favor –dijo, y se puso de pie–. No te lo pediría si no fuera importante.
Tragó saliva y con un gesto nervioso se apartó un mechón de pelo de la frente. Necesitaba un corte de pelo.
Lo había visto desnudo. Había sentido sus manos recorriendo cada centímetro de su piel. Ese otro Hartley había hecho que su cuerpo vibrara de placer, convirtiéndola en una soñadora romántica. Pero no lo conocía bien.
–No creo que eso sea una buena idea, Hartley. No hay nada entre nosotros y lo has dejado bien claro. No quiero ir contigo al funeral.
Quería mostrarse firme y rotunda, muy diferente a la mujer que tres meses después de que desapareciera le había vuelto a recibir en su cama.
–No lo entiendes –dijo, acercándose a ella.
Fiona lo frenó con la mano.
–No me toques –saltó.
No estaba dispuesta a dejarse ablandar.
–De acuerdo, no te toco, pero necesito que me acompañes al funeral porque estoy asustado, maldita sea. Hace más de un año que no veo a mis hermanos. Las cosas están tensas entre nosotros y necesito alguien en quien parapetarme.
–Estupendo, justo lo que a las mujeres nos gusta oír.
–Por el amor de Dios, no te pongas difícil, Fiona.
–Soy una persona razonable y racional, señor Tarleton. Eres tú el que parece que ha perdido la cabeza.
Hartley se pasó la mano por la nuca y su rostro se ensombreció.
–Tal vez sea así –murmuró.
Comenzó a dar vueltas inquieto y se detuvo a recoger una concha de nautilo que le había traído una amiga de Australia. Hartley la acarició de una forma casi sensual.
–Acabo de traerla del estudio. He estado preparando una serie de acuarelas. Una galaxia, un huracán, una concha… Es un patrón que se repite en la naturaleza más de lo que parece.
–¿Y la cuarta?
–Por extraño que parezca, es un tipo de brócoli. Se llama romanesco.
Por primera vez, la tensión de los músculos de sus hombros pareció relajarse y una sonrisa apareció en sus labios.
–Nunca había conocido a nadie como tú.
–¿Qué significa eso?
–Eres especial. Ves el mundo de una manera muy diferente al resto de los mortales. Te envidio.
Su sinceridad y aquel cumplido le hicieron recordar todas las razones por las que se había dejado llevar por sus encantos la primera vez. Y la segunda. Su sonrisa era una mezcla de dulzura y sensualidad. Para un hombre de uno noventa y porte de atleta, aquella imagen de candidez infantil la sorprendía una y otra vez.
¿Qué mal podía hacerle acompañarlo al funeral de su padre? Sería una hora de su vida, tal vez menos. Suspiró, dando por perdida la batalla.
–¿Qué día es el funeral?
–Hoy –contestó con gesto de culpabilidad.
–¿Hoy?
–En hora y media.
–¿De verdad pensabas que ibas a aparecer aquí, sin más, y conseguir lo que querías?
–No, pero tenía esperanzas, Fiona.
Se metió las manos en los bolsillos y no se movió, algo que agradeció. Por sus encuentros con él en el pasado sabía que conseguía lo que quería con poco más que un beso. Pero Hartley no había intentado ninguna de sus maniobras, simplemente, se había limitado a pedírselo.
Antes de que Fiona pudiera preguntarle nada, Hartley hizo una mueca.
–Sé que te debo una explicación. Si tienes la amabilidad de acompañarme esta tarde, te prometo que luego te contaré todo lo que quieras saber. Esta vez no saldré corriendo.
–¿Por qué no tienes buena relación con tus hermanos? Creo que me dijiste que tu hermano y tú erais gemelos. ¿No se supone que hay un vínculo especial entre gemelos?
–Hice algo que molestó a mi padre y a Jonathan, mi hermano, y me dejaron fuera del testamento. Si te soy sincero, me lo merecía. Quiero a mi familia, ellos lo son todo para mí. Me gustaría limar asperezas, pero no sé si es posible.
Podía haberla seducido o haber insistido hasta convencerla, pero simplemente se quedó donde estaba, mirándola. Sus pezones se endurecieron bajo el suave tejido de algodón del sujetador. Nunca habría imaginado aquella atracción física entre ellos. Era tan real como las otras veces que había irrumpido en su vida.
–De acuerdo, te acompañaré. Puedo estar lista dentro de media hora, ¿te parece bien?
–Gracias, Fiona –asintió muy serio–. No sabes cuánto te lo agradezco.
–Espérame aquí. Si llaman a la puerta, abre, por favor. Estoy esperando unos paquetes.
Hartley la observó marcharse y deseó acompañarla a la ducha y olvidarse de que su vida estaba patas arriba. Era un milagro que hubiera accedido a acompañarlo. Dada la situación en la que se encontraba y el nerviosismo de volver a ver a su familia, tuvo que apartar todos aquellos recuerdos eróticos que le traía aquella pequeña casa.
Tenía el estómago hecho un nudo, pero parecía estar superando el resquemor. Con Fiona a su lado, lograría soportar la tarde que tenía por delante.
Justo cuando iba a sacar el teléfono para consultar su correo electrónico, alguien llamó a la puerta. El mensajero uniformado que estaba en el porche borró la sonrisa de sus labios al ver que no era Fiona.
–Traigo unos paquetes.
–Ya veo –dijo Hartley sin más explicación.
El muchacho, de apenas veinte años, trató de echar un vistazo al interior de la casa.
–Fiona tiene que firmar la entrega.
–La señorita James está en la ducha –replicó marcando distancias.
El joven percibió el tono de reprimenda y se sonrojó.
–Supongo que puede firmar usted.
–Eso imaginaba.
Hartley garabateó su nombre en el dispositivo electrónico.
–Salúdela de mi parte.
Las tres cajas cambiaron de manos y Hartley le dio las gracias con una leve inclinación de cabeza antes de cerrar la puerta. No podía culpar al chico por sentirse interesado por Fiona.
Se preguntó qué habría estado haciendo durante los últimos meses mientras él había estado recorriendo el mundo. ¿Habría algún hombre en su vida?
Por el pellizco que sintió en el estómago supo que estaba más pillado de lo que quería admitir. Parecía imposible que pudiera estar obsesionado con una mujer a la que apenas conocía. Aun así, de toda la gente que conocía y que podía haber persuadido para que lo acompañara al funeral de su padre, Hartley había elegido a Fiona.
La sensación de paz que invadía su corazón le decía que había tomado la decisión correcta.
Un montón de cosas iban a cambiar en los siguientes meses. Aunque su hermano no confiara en él y su hermana le reprochara haber estado fuera tanto tiempo, los tres iban a tener que trabajar juntos para resolver los asuntos de su padre. Hartley sabía muy bien lo difícil que iba a ser.
Un ruido en el pasillo le hizo levantar la cabeza. Se le cortó la respiración.
–Fiona, estás estupenda.
Llevaba un vestido negro clásico, sin mangas y hasta la rodilla. Unas sandalias negras remataban sus finas piernas. Había tratado de sujetarse la melena con unas peinetas antiguas de nácar. Unos rizos enmarcaban su rostro delicado.
–¿Estoy bien? –preguntó–. Hace mucho tiempo que no voy a un funeral –añadió, acariciando uno de los pendientes de perlas que llevaba a juego con el collar.
–Estás perfecta.
Por lo general, Fiona evitaba los funerales, así que acudir a aquel del brazo del hombre que la había tratado tan mal no tenía sentido.
Sin embargo, allí estaba.
Charleston resplandecía bajo el sol de verano. Aquella ciudad era una amalgama de elegancia sureña y un doloroso pasado: palmeras, carruajes tirados por caballos, patios señoriales y, por todas partes, la pátina de viejas fortunas.
Para cuando llegaron al funeral, Fiona supo que estaba en apuros. Hartley apenas había hablado en todo el tiempo, pero su cercanía la alteraba. Conducía con gran destreza, a pesar de que la tensión se palpaba. Era imposible no recordar las otras veces que habían estado juntos, al menos para ella. Seguramente, Hartley estaba demasiado distraído como para pensar en sexo.
–¿Qué necesito saber? –preguntó–. No me gustaría decir algo inapropiado.
Hartley la miró de reojo mientras aparcaba.
–Sígueme la corriente. Mi hermana estará muy emocionada por varias razones. No sabe por qué me fui.
–Bienvenida al club –murmuró Fiona.
Hartley ignoró su sarcasmo.
–El marido de Mazie es J.B. Ha sido amigo nuestro desde niños. No hace mucho, él y Mazie se enamoraron. Y para confundirte aún más, J.B. es el mejor amigo de mi hermano.
–Entendido.
–Jonathan, mi hermano gemelo, se sometió recientemente a una intervención en el cerebro y ya está completamente recuperado. Su esposa es Lisette. Hace tiempo que trabaja para Tarleton Shipping.
–¿Y tu madre? No me has contado nada de ella.
Fiona salió del coche y se alisó la falda con las manos húmedas. No le gustaba conocer gente nueva, y menos en aquellas circunstancias. Hartley se bajó también del coche, cerró la puerta y se quedó mirándola.
–Mi madre no habrá venido. Los únicos con los que vas a tratar serán mis hermanos y sus parejas.
Si pretendía tranquilizarla con sus palabras, había fracasado. Por el aire misterioso de Hartley intuía que la familia Tarleton tenía más de un secreto. ¿Por qué si no iba a estar Hartley tan nervioso por ver a sus hermanos?
Llegaron pronto al tanatorio. Cuando la tomó de la mano para subir la escalera, estaba convencida de que lo había hecho sin darse cuenta.
Antes de que abriera la puerta, tiró de él para que se detuviera. Quería darle ánimos.
–Todo va a salir bien –dijo suavemente–. Todas las familias pasan por esto. Lo superarás. Todos lo superaréis…
–Una cosa es la muerte –dijo Hartley muy serio–. Tratar con los vivos es algo muy diferente.
Fiona no dejó de dar vueltas a aquellas palabras.
Mazie fue la primera en ver a su hermano. Corrió hacia él y se arrojó a sus brazos sin poder reprimir las lágrimas.
–Sé que no debería perdonarte, pero me alegro de que hayas venido.
Fiona se quedó atrás mientras Hartley abrazaba a su hermana. Su elegancia la hizo sentir desaliñada. Llevaba unas esmeraldas que debían de costar una fortuna.
Hartley dio un paso atrás e incluyó a Fiona en el pequeño círculo.
–Mazie, ella es mi amiga Fiona James. Ha sido muy amable al acompañarme hoy.
Fiona puso los ojos en blanco.
–Ya le dije que nadie necesita ir acompañado a un funeral, pero no acepta un no por respuesta.
Mazie sonrió a pesar de las lágrimas.
–Sí, así es Hartley. Espera un momento, ¿eres Fiona James, la pintora? Mi marido y yo tenemos un par de cuadros tuyos, Puesta de sol en la marisma y El puente al atardecer. Los guardo como un tesoro. Tienes un gran talento.
–Gracias –replicó Fiona.
Seguía sorprendiéndose cuando la reconocían.
Mazie se secó la cara con un pañuelo.
–Jonathan está al lado. Será mejor que acabes con este encuentro cuanto antes.
La mirada de Hartley se oscureció.
–¿De verdad está bien?
–Fresco como una lechuga –contestó–. No se molestó cuando supo que Lisette te había mantenido informado. Al parecer, ver la muerte cara a cara ablanda a cualquiera.
Hartley rodeó a Fiona por la cintura.
–Se equivocaron al darle el primer diagnóstico, pero por suerte se dieron cuenta a tiempo.
–Qué espantoso –intervino Fiona.
–Aterrador –asintió Mazie–. Pensamos que íbamos a perderlo.
Giraron por un pasillo y se dieron de bruces con el tercer hermano Tarleton. Jonathan había oído el final de la conversación.
–Al parecer, soy difícil de eliminar.
Los dos hermanos se miraron. La tensión resultaba dolorosa. Eran gemelos idénticos, pero cualquiera sabría diferenciarlos. Ambos eran de piel morena, con ojos marrones y pelo castaño. Hartley llevaba el pelo más largo, revuelto y algo decolorado por el sol. Tenía aspecto de pasar mucho tiempo al aire libre. Jonathan, por su parte, era un guapo de revista: mentón marcado, corte de pelo estiloso y vestía un traje conservador. Eran dos tipos atractivos, cada uno a su manera.
–Hola, Jonathan –dijo Hartley sin apartar el brazo de la cintura de Fiona.
–Por el amor de Dios –intervino Mazie–, daos un abrazo.
Los hermanos la ignoraron. Fue Jonathan el que tomó la iniciativa y tendió la mano.
–Bienvenido a casa, Hartley.
Era un momento épico. Podía leerse en el gesto desconfiado de Jonathan y en la postura rígida de Hartley.
–Gracias –dijo Hartley–. Me alegro de haber vuelto, aunque no por esta razón. Siento no haber estado cuando pasó.
–Ninguno estuvimos a su lado –terció Mazie–. Al parecer, murió mientras dormía. El ama de llaves lo encontró.
–Sabía que no estaba bien, pero pensé que todavía tenía mucha vida por delante.
–Lo mismo pensábamos todos –dijo Jonathan, y miró la hora–. ¿Quieres verlo?
–Sí.
Unos minutos más tarde, los cuatro estaban ante el ataúd. Gerald Tarleton había sido un hombre corpulento, pero se le veía delicado y frágil. Fiona sabía que había construido un imperio que, tras su muerte, pasaría a sus hijos. De nuevo, sintió curiosidad por la señora Tarleton.
Enseguida se unieron a ellos J.B. Vaughan y Lisette, la esposa de Jonathan. Mazie se encargó de hacer las presentaciones. Su marido la envolvió entre sus brazos y la besó en la cabeza.
–Deja de llorar, cariño. Se te va a levantar dolor de cabeza –dijo J.B. secándole las mejillas a su esposa con un pañuelo.
Fiona sintió envidia. ¿Alguna vez la miraría un hombre con la misma devoción?