TARABAS
UN HUÉSPED
DE ESTA TIERRA
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE FELIU FORMOSA
ACANTILADO
BARCELONA 2020
CONTENIDO
Primera parte
LA PRUEBA
Segunda parte
LA CONSUMACIÓN
En agosto del año 1914 vivía en Nueva York un joven llamado Nikolaus Tarabas. Era de nacionalidad rusa. Procedía de una de aquellas naciones que por entonces se hallaban aún bajo el dominio del gran zar y que hoy denominamos «pueblos de la frontera occidental».
Tarabas era hijo de una familia acomodada. En Petersburgo había asistido a la Escuela Técnica Superior. En el tercer semestre de sus estudios, no tanto por verdadera convicción como por una pasión indiscriminada de su corazón joven, se unió a un grupo revolucionario que poco más tarde participó en un atentado; arrojaron una bomba contra el gobernador de Cherson. Tarabas y sus camaradas comparecieron ante un tribunal. Algunos fueron condenados, otros absueltos. Tarabas se hallaba entre estos últimos. Su padre le echó de casa y le prometió dinero en caso de que decidiese emigrar a América. El joven Tarabas abandonó el país sin pensarlo dos veces, de la misma forma que dos años antes se había hecho revolucionario. Se dejó llevar por la curiosidad, por la llamada de lo lejano, despreocupado y fuerte, lleno de confianza en una «nueva vida».
Pero a los dos meses de su llegada a la gran ciudad de piedra, se le despertó la nostalgia. Aunque seguía teniendo el mundo ante sí, más de una vez le parecía que lo tenía ya a sus espaldas. En ocasiones se sentía como un viejo que añora una vida perdida y a quien no queda tiempo para empezar otra nueva. Así que se abandonó, como suele decirse, sin efectuar el menor intento de adaptarse al nuevo ambiente ni de ganarse la vida. Sentía nostalgia de la suave neblina azulada de sus campos paternos, de los bancales helados en invierno, del canto agudo e incesante de las alondras en verano, del aroma dulzón de las patatas asadas a campo abierto durante el otoño, del croar de las ranas en los pantanos y del estridente chirrido de los grillos en las praderas. Nikolaus Tarabas llevaba la nostalgia en el corazón. Odiaba Nueva York, los altos edificios, las calles anchas y todo lo que fuese piedra. Y Nueva York era una ciudad de piedra.
Unos meses después de su llegada había conocido a Katharina, una muchacha de Nijni-Novgorod. Trabajaba de camarera en un bar. Tarabas la amó como a su patria perdida. Podía hablar con ella; le era posible amarla, saborearla, olerla. Le recordaba los campos paternos, el cielo de su tierra, el suave aroma de las patatas asadas en los sembrados otoñales de la patria. En realidad, Katharina no procedía de su misma región. Pero él entendía su lengua. Ella comprendía sus cambios de humor y se adaptaba a ellos. Le calmaba y al mismo tiempo le intensificaba la nostalgia. Cantaba canciones que también él había aprendido en su tierra, y conocía gente semejante a la que él conocía.
Él era celoso, impetuoso y tierno, dispuesto a golpear y a besar. Se pasaba horas rondando por las inmediaciones del bar donde trabajaba Katharina. A menudo se sentaba largo rato a una de las mesas que ella tenía a su cargo y la observaba, y observaba a los camareros y a los clientes, y a veces se metía en la cocina para vigilar también al cocinero. Poco a poco, todo el mundo se fue sintiendo incómodo en presencia de Nikolaus Tarabas. El dueño del bar amenazó a Katharina con despedirla. Tarabas amenazó al dueño con pegarle. Katharina pidió a su novio que no volviese por el bar. Pero los celos le empujaban a regresar allí una y otra vez. Una noche cometió una acción violenta que había de modificar el curso de su vida. Pero antes ocurrió lo siguiente:
Un caluroso día de fines de verano, fue a parar a una de esas ferias ambulantes que no son raras en Nueva York. Sin rumbo fijo, anduvo de un puesto a otro. Sin ton ni son, lanzó unas pelotas de madera contra porcelanas sin valor, tiró con el fusil, la pistola y el arco antiguo contra figuras absurdas y les imprimió un movimiento disparatado; dio vueltas y vueltas en numerosos tiovivos, montando caballos, asnos y camellos, navegó en una canoa por grutas llenas de fantasmas mecánicos y de aguas sombrías y gorgoteantes; en las montañas rusas, gozó de los sobresaltos de los bruscos ascensos y descensos, y en las cámaras de los horrores contempló atroces fenómenos de la naturaleza, enfermedades venéreas y asesinos célebres. Se detuvo finalmente ante la barraca de una gitana que se ofrecía a predecir el destino de las personas leyendo las líneas de la mano. Él era supersticioso. Hasta entonces había aprovechado numerosas ocasiones de echar una ojeada al futuro; había consultado echadores de cartas y astrólogos, y él mismo se había ocupado con toda suerte de opúsculos sobre astrología, hipnosis y sugestión. Caballos blancos y deshollinadores, monjas, frailes y clérigos con quienes se cruzaba, determinaban sus desplazamientos, la dirección de sus paseos y sus más insignificantes decisiones. Por la mañana evitaba con todo cuidado a las mujeres viejas, y también a los pelirrojos. Y consideraba de mal agüero toparse casualmente con judíos en domingo. Con tales cosas llenaba gran parte de sus días.
También ante el puesto de la gitana se detuvo. Sobre el barril boca abajo, tras el cual se hallaba ésta sentada en un escabel, había toda clase de objetos de los que se servía para su magia: una esfera de cristal llena de un líquido verde, una bujía de cera amarilla, naipes y un montoncito de monedas de plata, una varita de madera de color tostado y estrellas de diversos tamaños, barnizadas de oro reluciente. Mucha gente se aglomeraba ante la barraca de la adivina, pero nadie se atrevía a entrar y a enfrentarse con ella. Era joven, bonita e indiferente. Parecía que ni siquiera veía a las personas. Tenía las manos morenas y llenas de anillos, con los dedos entrelazados sobre el regazo, y los ojos bajos, fijos en las manos. Debajo de su blusa de seda, de un rojo chillón, se percibía la viva respiración de su pecho opulento. Temblaban levemente las grandes monedas de oro de su pesado collar de tres vueltas. Llevaba idénticas monedas en las orejas. Y era como si saliese un tintineo de todo aquel metal, aunque en realidad no se oía sonido alguno. Parecía que la gitana no concediese importancia a ser la intermediaria pagada entre unas fuerzas ocultas e inquietantes y unos seres humanos, sino más bien a ser una de las potencias que no interpretan el destino de los hombres, sino que lo determinan ellas mismas.
Tarabas se abrió paso entre la masa de gente, se plantó frente al barril y tendió una mano sin decir palabra. Lentamente, la gitana levantó los ojos. Miró a Tarabas a la cara hasta que éste, ya inseguro, hizo un movimiento como si quisiera retirar la mano. Sólo entonces la aferró la gitana. Tarabas sintió el calor de los dedos morenos y el frío de los anillos de plata en su mano abierta. Poco a poco, muy suavemente, la mujer le atrajo hacia ella, por encima del barril, hasta que el codo rozó la esfera de cristal y su rostro quedaba muy próximo al de ella. La gente se agolpó tras él, que sintió a sus espaldas la curiosidad general. Era como si aquella curiosidad le empujase hacia la pitonisa... y habría saltado gustoso por encima del barril, para quedar finalmente separado de la gente y solo con la gitana. Tenía miedo de que hablase de él en voz alta y de que los demás la oyesen... y estaba ya a punto de renunciar a su propósito.
—No tenga miedo—le dijo ella en el idioma del país de Tarabas—, nadie me va a entender. Pero déme antes dos dólares y hágalo de forma que todo el mundo lo vea. Así se marcharán muchos.
Él se asustó al reconocer su lengua materna. La gitana tomó con la mano izquierda el dinero y lo mantuvo en alto unos momentos, para que la gente lo viese; luego lo puso encima del barril. En la lengua materna de Tarabas, continuó diciendo:
—¡Es usted muy desgraciado, caballero! ¡Leo en su mano que es un asesino y un santo! No hay en este mundo destino más infeliz. Usted pecará y expiará sus pecados... y todo ello aún en este mundo.
Después la gitana soltó la mano de Tarabas, bajó los ojos, entrelazó los dedos sobre su regazo y quedó inmóvil. Tarabas se dio la vuelta para marcharse. La gente se apartó llena de respeto por un hombre que había dado dos dólares a una gitana. Cada una de las palabras de la adivina se había fijado en su memoria sin conexión con las otras; podía repetirlas tal y como ella se las había dicho. Indiferente, avanzó entre barracas de tiro y de magia, retrocedió, decidió abandonar la fiesta, pensó en Katharina, a quien, como de costumbre, no tardaría en ir a buscar; creyó sentir que ella se habla vuelto para él una extraña, y se defendió contra dicha sensación. Era a fines de agosto... El cielo era gris, plomizo, un estrecho cielo de piedra en estrechas calles, entre altas casas de piedra. Se anunciaba un temporal hacía días. Y no venía. Otras leyes regían este país; la naturaleza se dejaba influir por los hombres prácticos de este país, que no necesitaban por el momento un temporal. Tarabas deseaba un rayo, un relámpago en zigzag entre las pesadas nubes, en un cielo que colgase, grávido, sobre extensos campos de oro. No había temporal. Tarabas abandonó el ajetreo de la feria. Se encaminó al bar a ver a Katharina. Así pues, era un asesino y un santo. Era llamado a grandes cosas.
Cuanto más cerca estaba del bar de Katharina, más claro veía—así se lo pareció—el sentido de la profecía. Las palabras de la gitana empezaron a unirse en un encadenamiento lleno de sentido. «O sea—pensó Tarabas—, que primero seré un asesino y luego un santo». (No era posible salir al paso del destino, que tendía sus hilos, ciertamente sin tener en cuenta para nada a Tarabas, y detenerlo, por así decirlo, a medio camino, modificando voluntariamente la vida a partir del momento inmediatamente posterior).
Cuando Tarabas entró en el bar, al echar una primera ojeada, no vio a Katharina entre las muchachas de servicio, y al preguntar dónde estaba, le contestaron que había pedido un día libre y se lo habían dado. Tenía que regresar hacia las nueve de la noche. Tarabas quedó consternado y vio ya en este incidente el principio del destino que le habían profetizado. Se sentó junto a una mesa y pidió una ginebra a la camarera, que le conocía muy bien como novio de Katharina, y ocultó su agitación tras una de las usuales frases chistosas que los antiguos parroquianos suelen utilizar con los camareros. Pero el tiempo se le hacía excesivamente largo y por ello, después del primero, pidió un segundo vaso, y luego un tercero. Y como era un mal bebedor, no tardó en perder el sentido certero de las cosas de este mundo y de las circunstancias en las que se encontraba, y empezó a armar jaleo sin necesidad.
Se acercó entonces el dueño del bar, un tipo robusto y bien alimentado, que desde hacía ya algún tiempo veía con malos ojos a Tarabas, y le pidió que abandonase el bar. Tarabas blasfemó, pagó, salió del bar, pero, con gran disgusto del patrón, se quedó en la puerta a esperar a Katharina. Unos minutas después llegó la muchacha con la cara enrojecida, el pelo en desorden, como si hubiese venido corriendo, con miedo en los ojos y, así se lo pareció a Tarabas, más bonita que nunca.
—¿Dónde has estado?—preguntó él.
—En el correo—dijo Katharina—. Llegó una carta, certificada. He tenido que pasar a recogerla porque no estaba en mi casa cuando la trajo el cartero. Papá está enfermo. Puede morirse. ¡Tendré que ir a casa! ¡Lo antes posible! ¡Tú puedes ayudarme! ¿Tienes dinero?
Celoso y desconfiado, Tarabas intentó descubrir en los ojos, en la voz y en el rostro de su amada una mentira y un engaño. La miró largamente, con una tristeza inquisitiva y llena de reproches, y al ver que ella, en plena confusión, bajaba la cabeza, le dijo, con la rabia hirviéndole ya en su interior:
—¡O sea que estás mintiendo! ¿Dónde has estado realmente?
En este mismo instante recordó que era miércoles y que el cocinero tenía día libre... y su sospecha tuvo ya algo real a lo que agarrarse, una figura viva. Horribles escenas pasaron a la velocidad del rayo por el cerebro de Tarabas. Entonces cerró el puño y lo proyectó con fuerza contra las costillas de Katharina. Ella se tambaleó, perdió el sombrero y dejó caer el pequeño bolso. Tarabas lo recogió velozmente, lo revolvió sin dejar de preguntar una y otra vez dónde estaba la carta del padre. La carta no apareció.
—¡Debo haberla perdido! ¡Estaba tan excitada!—balbuceaba Katharina, y grandes lágrimas asomaron a sus ojos.
—Sí, ¿eh? ¡Perdida!—rugió Tarabas.
Algunos transeúntes se sintieron atraídos por el incidente y se detuvieron. Entonces salió el dueño del bar. Protegió a Katharina con su brazo izquierdo y la colocó tras él; tendió el brazo derecho hacia Tarabas y gritó:
—¡No me haga escenas frente a mi establecimiento! ¡Márchese! ¡Le prohíbo que siga aquí!
Tarabas levantó el puño y lo dejó caer como una tromba en plena cara del patrón. Una gotita de sangre asomó junto a la ancha nariz del propietario del bar, se deslizó hacia un lado, por la mejilla, y se convirtió en un hilillo rojo. «Buen golpe», pensó Tarabas; se le alegró el corazón y le invadió una furia todavía más violenta. La sangre que había derramado encendió sus deseos de ver más sangre. Era como si el patrón, en el preciso momento en que había comenzado a correr su sangre, se hubiese convertido en su verdadero y gran enemigo, en el único enemigo existente en la enorme y pétrea ciudad de Nueva York. Y cuando el enemigo se llevaba la mano al bolsillo en busca de un pañuelo para secarse la sangre, Tarabas creyó que el patrón buscaba un arma. Se lanzó pues contra él y le atenazó el cuello con las manos como garras, y apretó hasta que el patrón se desplomó, dando con la cabeza en la puerta cristalera del bar. Un enorme estruendo llenó la cabeza de Tarabas. El cristal que estallaba en pedazos con estrépito, la sorda caída del cuerpo enemigo, el grito simultáneo de los transeúntes boquiabiertos, divertidos y a la vez aterrados, de las camareras y clientes del bar, se confundió en un océano de tremendos ruidos. Junto al patrón, con las manos aferradas al poderoso cuello de éste, había caído también Tarabas. Sentía el vientre tenso y musculoso del patrón a través de la chaqueta y el chaleco. La boca abierta del enemigo mostraba las rojas fauces, el paladar de un color gris pálido, con la lengua que se movía dentro como una extraña bestia, el blanco deslumbrante de los dientes fuertes. Tarabas veía la espuma que rezumaba en las comisuras de la boca, los labios azulados y tumefactos, la mandíbula que avanzaba hacia fuera. Un puño desconocido agarró entonces a Tarabas de la nuca, lo agarrotó, lo ahogó, lo levantó. Su puño se aflojó. No miró ya a su alrededor. No vio nada más. El pánico se apoderó repentinamente de él. Dando violentos empujones, apartó a la multitud, con la algarabía aún en sus oídos y un terror enorme e indefinido en el pecho. A grandes saltos se plantó al otro lado de la calle; tenía detrás a sus perseguidores, y los gritos y el ruido agudo del silbato de un policía. Corrió. Se sentía correr. Corrió como si tuviese diez piernas, una inmensa fuerza en los muslos y en los pies, la libertad ante sus ojos, la muerte a sus espaldas. Se metió en una calle lateral y echó una ojeada hacia atrás. Ya no le seguía nadie. Se refugió en un portal oscuro y se agazapó debajo de la escalera; vio y oyó el tropel de sus perseguidores pasar corriendo frente a la casa.
Oyó gente que bajaba la escalera. Contuvo la respiración. Una eternidad, o así se lo pareció, permaneció agachado en silencio. Como en una tumba. Encogido dentro de un ataúd. En alguna parte gimoteaba un bebé. Se oían gritos de niños en el patio. Estas voces calmaron a Tarabas. Se arregló la camisa, el traje, la corbata. Se levantó y se dirigió cauteloso hacia la puerta de salida. La calle tenía un aspecto normal. Tarabas salió de la casa. Era ya de noche. Los faroles estaban encendidos y los escaparates de las tiendas se hallaban ya completamente Iluminados.
Pronto Tarabas se dio cuenta con terror de que estaba a punto de aproximarse de nuevo al bar. Dio media vuelta, dobló la esquina, se perdió en una calle lateral, convencido de que debía encaminarse siempre hacia la izquierda; pero unos segundos después vio que había trazado un rectángulo al ir doblando esquinas, y de que se hallaba por segunda vez en las proximidades del bar. Mientras tanto, como era su costumbre, miró a su alrededor en busca de los signos que pudiesen traerle suerte o desgracia: un caballo blanco, una monja, un pelirrojo, un judío pelirrojo, una anciana, un jorobado. Al no presentarse ni uno solo de aquellos signos, decidió atribuir a otras cosas una significación fatídica. Se puso a contar faroles y adoquines, las pequeñas rejas cuadradas de los agujeros del alcantarillado, las ventanas cerradas y abiertas de esta o aquella casa y el número de sus propios pasos desde un punto determinado de la calle hasta el cruce siguiente. Ocupado pues en el examen de los más variados oráculos, se encontró ante uno de aquellos locales cinematográficos alargados, estrechos y de una oscuridad benéfica, que en aquel entonces se llamaban aún «bióscopos» o «cinematógrafos» y que a veces proyectaban sin interrupción durante toda la noche, hasta la madrugada, su variadísimo programa. Como a Tarabas le pareció que aquel cine se le había aparecido de pronto (y no que sus pasos le habían llevado a él), lo tomó como una señal, compró una entrada y penetró en el oscuro local, guiado por la linterna amarilla del taquillero.
Se sentó, y no en un ángulo, como solía hacerlo, sino en el centro, entre los demás, cerca de la pantalla, aunque desde allí podía ver las imágenes con menos precisión. No obstante estaba resuelto a poner toda su atención en lo que sucedía en la pantalla. Estuvo un buen rato sin conseguirlo, sea porque había llegado justamente a la mitad de la acción, sea porque había ocupado una localidad demasiado próxima a la pantalla. Tenía que levantar la cabeza, porque la fila donde estaba sentado quedaba demasiado baja y no tardó en dolerle la nuca. Poco a poco le fue captando la acción, cuyo principio intentaba adivinar como si se tratase de resolver uno de los acertijos que aparecen en las revistas ilustradas y con los que solía matar a menudo las horas en las que tenía que esperar a Katharina. Y entonces se dio cuenta de que en la pantalla se trataba del destino de un hombre singular que, inocente e incluso con nobles fines—proteger a una mujer indefensa—, se había convertido en un criminal, en un asesino, un gánster y un ladrón, y que, incomprendido por la indefensa dama, por quien tantos horrores había cometido, daba con sus huesos en la cárcel, en una celda horrible, era condenado a muerte y conducido finalmente al patíbulo. Cuando, como es habitual, le preguntaban cuál era su último deseo, pedía que le permitieran pintar con su sangre el nombre de su amada en la pared de la celda, y a las autoridades que le prometiesen no dejar nunca que aquel nombre fuese borrado. Con el cuchillo que le había prestado el ayudante del verdugo, se hacía un corte en la mano izquierda, mojaba en la sangre el índice de la mano derecha y escribía en la pared de piedra de la celda el más dulce de los nombres: «Evelyn». Toda la historia, a juzgar por el vestuario, no se desarrollaba en América, ni tampoco en Inglaterra, sino en uno de aquellos legendarios países balcánicos de Europa. Impasible, el héroe moría en el patíbulo. La pantalla se quedó vacía y silenciosa. El agradable zumbido del aparato enmudeció, así como el piano que acompañaba aquellos dramas. Durante unos momentos, Tarabas se abandonó a sus reflexiones sobre si la historia que acababa de ver podía incluir una alusión tan clara a su propia experiencia como para considerarla una de aquellas señales particulares que el cielo solía enviarle. En cualquier caso, había sin duda una relación entre él y el protagonista de la películas, entre Katharina y Evelyn. Antes de que Tarabas pudiera establecer con mayor exactitud esta relación, volvió a iluminarse la pantalla y comenzó una nueva película.
El tema de la misma era una historia bíblica: la forma en que Dalila cortó los cabellos a Sansón para que perdiera sus fuerzas y se sometiera a los filisteos. Si Tarabas, bajo la influencia del drama precedente, se había inclinado ya a entregarse a la justicia terrena y a sufrir el heroico destino que parecía aproximarlo al hombre del patíbulo, ahora la figura de Sansón, quien aun después de quedar ciego se vengaba de los filisteos y de Dalila, le indujo a desear una muerte como la de éste, mucho más heroica. Y al relacionar a Dalila con Katharina, empezó a confundirlas. Pensó de qué manera era posible, en unas condiciones tan distintas de las bíblicas como las americanas, vengarse del mundo de los filisteos al modo de los héroes hebreos. Seguro que también en Nueva York tenía que haber milagros como en la vieja tierra de Israel. Y con ayuda de Dios, que probablemente era un protector de Tarabas, se podían derribar las resistentes columnas de las prisiones y de los tribunales. Tarabas sentía fuerza en sus músculos. Una fe inconmovible habitaba en su corazón. Era católico, aunque llevaba mucho tiempo sin poner los pies en la iglesia. De joven y de estudiante, adicto a la revolución, había rehusado la obediencia y la fe al temido Dios de la infancia, y poco después había caído en la superstición de los deshollinadores, caballos blancos y judíos pelirrojos. Pero seguía conservando y amando la idea de un Dios que no abandonaba a los creyentes y amaba a los pecadores. No había duda: Dios le amaba a él, Nikolaus Tarabas. Estaba decidido, cuando terminase el programa de cine, a presentarse ante la justicia terrenal con una piadosa confianza en la gracia celestial.
Sin embargo, se sintió dominado por el cansancio, y además el programa volvió a empezar. Tarabas permaneció sentado, mientras delante, detrás y al lado de él se marchaban unos espectadores y entraban otros nuevos. Cinco veces vio el programa del cinematógrafo. Hasta que por fin llegó la mañana y cerraron el local.
Había llovido durante la noche. La mañana era fresca, los adoquines seguían mojados. Pero se secaron pronto bajo la acción de un viento matinal seco y persistente. El coche de riego pasaba ya con su fragor continuo por las calles y mojaba de nuevo el pavimento.
Tarabas decidió entregarse al primer policía que encontrase. Pero como por el momento no pasaba ninguno, Tarabas pensó que sería mejor dirigirse al tercero que se le acercase... justamente por lo del número tres, que siempre le habla traído suerte. Que el dueño del bar estuviese muerto o vivo dependía muy probablemente de ello.
El primer policía adelantó a Tarabas. Aquello no era un encuentro. Sólo los que venían hacia él en sentido contrario constituían «encuentros» para Tarabas. Finalmente se acercó uno bamboleando la porra de goma, con el cansancio propio de aquella hora tan temprana y dando bostezos: era, por, consiguiente, el número uno. Para retrasar todo el tiempo posible el encuentro con el segundo, Tarabas dobló por la siguiente calle lateral. Pero en ella se topó con otro que tenía un aire alegre y vivaracho, como si acabase de entrar en servicio. Tarabas le sonrió y dio media vuelta Inmediatamente. No tenía miedo de la ley, que ya debía perseguirlo, sino de que la profecía pudiera cumplirse más deprisa de lo que había pensado. «Bueno, ya sólo me queda el último—pensó Tarabas—, y luego estará todo en las manos de Dios».
Pero por la calle principal, a la que había regresado, no se dejó ver ni un policía en media hora. Tarabas empezaba casi a desear la aparición del tercero. Pero justo en el momento en que apareció uno, en el extremo opuesto de la ancha calle y en el centro de la misma—y el negro casco se destacaba contra el verde oscuro del parque que cerraba la calle—, en ese momento resonó la voz clara y distinta de uno de los primeros vendedores de periódicos de Nueva York.
—¡Guerra entre Austria y Rusia!—atronaba la voz del chiquillo—. ¡Guerra entre Austria y Rusia! ¡Guerra entre Austria y Rusia!
Uno de los ejemplares más frescos—humedecido aún por el rocío de la mañana y el relente de la noche—lo compró Tarabas. «Guerra entre Austria y Rusia», leyó.
El policía se acercó y lanzó una ojeada al periódico fresco de la mañana por encima del hombro de Tarabas.
—Es la guerra—dijo Tarabas al policía—, ¡y yo voy a ir a esa guerra!
—¡Pues que vuelva usted con vida!—dijo el policía. Se llevó la mano al casco y siguió su camino.
Tarabas corrió tras él y le preguntó cuál era el camino más corto para ir a la embajada rusa. Y una vez recibida la información, corrió a pasos largos hacia la embajada, hacia la guerra. Y Katharina, el dueño del bar y su propia fechoría quedaron borrados y olvidados.
Ante el gigantesco puerto de Nueva York, ante los grandes buques de un blanco nupcial, ante el eterno batir de monótonas olas de color verde oscuro contra planchas y piedra, ante el ajetreo de los mozos de cuerda, marineros, empleados, espectadores, comerciantes, Nikolaus Tarabas perdió completamente todo recuerdo del día anterior. Los corazones de los hombres audaces, alocados y de fácil entusiasmo, son insondables; son como pozos nocturnos en los que los pensamientos, sentimientos, recuerdos, temores, esperanzas, y aun el mismo remordimiento, pueden hundirse, y por algún tiempo también el temor de Dios. Hondo y oscuro, un verdadero pozo, era el corazón de Nikolaus Tarabas. Pero en sus ojos grandes y claros brillaba la inocencia.
De todos modos, cuando subió al barco, compró todos los periódicos que pudo conseguir en la última hora, para ver si venía en ellos alguna información sobre el asesinato que un tal Tarabas había cometido en la persona de cierto patrón de cierto bar. Era como si Tarabas buscase el informe de un suceso del que hubiese sido el único testigo. Mucho más importante le parecía el buque, la cabina que debía ocupar, y también los extraños pasajeros que navegaban en él, la guerra y la patria hacia las cuales se dirigía. Navegaba hacia los campos de su patria, hacia el canto de las alondras, el chirriar de los grillos, el olor dulzón de las patatas asadas en los sembrados, la empalizada de reflejos plateados que rodeaba la granja paterna como un anillo entrelazado de madera de abedul; navegaba hacia su padre, que a Nikolaus le había parecido antes tan cruel y por quien volvía a sentir nostalgia. Dividido en dos imponentes guías de color grisáceo, el bigote del padre se extendía sobre la boca como una enorme cadena de pelos hirsutos, cepillados y peinados a menudo a lo largo del día, símbolo natural de la omnipotencia doméstica. Dulce y rubia era la madre de Tarabas. Predilectas del padre habían sido Lusia, de doce años, y la prima Maria, hija de un tío muy rico, muerto prematuramente. Maria era una muchacha de quince años, bonita y de carácter pendenciero, que se peleaba a menudo con Nikolaus Tarabas. Todo estaba muy lejos, aún invisible, pero ya perceptible tras las crestas de color verde oscuro de las olas del océano, y mucho más allá, donde éste se arqueaba hacia el cielo para unirse con él.
Los periódicos no decían nada sobre el asesinato del dueño de un bar. Tarabas los arrojó, todos juntos, al mar. Probablemente el patrón no había muerto. Había sido una pelea sin importancia, nada más. En Nueva York y en todo el mundo se producían diariamente millares de altercados semejantes. Cuando Tarabas vio que el viento y el agua se llevaban los periódicos, pensó que América había concluido definitivamente para él. Unos instantes después pensó en Katharina. Había sido bueno con ella, y ella le había reemplazado la lejana patria... y sólo una vez le había mentido. Tarabas se sentía feliz en aquel instante. (Sólo la dicha podía despertar su generosidad). «Que vea—pensó—qué clase de hombre soy y lo que ha perdido conmigo. Se pondrá triste por mi causa, y puede que, si es cierto lo que me ha contado, vaya a reunirse con su padre enfermo. ¡Seguro que se pondrá triste al recordarme!». Y se apresuró a escribir unas líneas a Katharina. La guerra le llamaba. Y Katharina tenía que sacrificarse y tener paciencia. Él esperaba de ella fidelidad. Le mandaría dinero. Y le mandó efectivamente cincuenta rublos, la mitad del dinero que había recibido de la embajada para el viaje.
Aliviado (y también un poco orgulloso), continuó dedicándose a la holganza propia del pasajero de un buque; jugó a las cartas con desconocidos, tuvo conversaciones ociosas; miró a las mujeres bonitas, a menudo con ojos ávidos, y si llegaba a entablar conversación con una de ellas, no olvidaba mencionar que era un teniente ruso de la reserva que iba a la guerra. Alguna que otra vez le parecía ver admiración—y promesas—en los ojos de las mujeres. Pero dejaba las cosas como estaban. El viaje por mar le agradaba. Tenía un apetito formidable y dormía perfectamente. Bebía coñac y whisky en cantidad. En el mar, las cosas se soportaban mucho mejor que en tierra.
Bronceado, fortalecido, con curiosidad por ver su patria y lleno de ardor guerrero, Tarabas desembarcó una mañana en el puerto de Riga.