COLECCIÓN POPULAR
812
MÉXICO INSURGENTE
Traducción
IRVING ROFFE
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2020
[Primera edición en libro electrónico, 2021]
D. R. © 2020, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-7120-2 (ePub)
ISBN 978-607-16-7057-1 (rústica)
Hecho en México - Made in Mexico
John en México, por Paco Ignacio Taibo II
En la frontera
Primera Parte
GUERRA EN EL DESIERTO
I. El país de Urbina
II. El león de Durango en su casa
III. El general sale a la guerra
IV. La tropa en marcha
V. Noches blancas en Zarca
VI. “¿Quién vive?”
VII. Un puesto de avanzada de la Revolución
VIII. Los cinco mosqueteros
IX. La última noche
X. La llegada de los colorados
XI. La huida del míster
XII. Isabela
Segunda Parte
FRANCISCO VILLA
I. Villa acepta una medalla
II. El surgimiento de un bandido
III. Un peón en la política
IV. El lado humano
V. El funeral de Abraham González
VI. Villa y Carranza
VII. Las reglas de la guerra
VIII. El sueño de Pancho Villa
Tercera Parte
LOS IMPECABLES CADETES DE JIMÉNEZ
I. El hotel de doña Luisa
II. Duelo a la fregada
III. Salvado por un reloj de pulsera
IV. Símbolos de México
Cuarta Parte
UN PUEBLO EN ARMAS
I. “¡A Torreón!”
II. El ejército en Yermo
III. Primera sangre
IV. En el vagón de artillería
V. A las puertas de Gómez
VI. Los compañeros reaparecen
VII. Amanecer sangriento
VIII. Llega la artillería
IX. La batalla
X. Entre ataques
XI. Un puesto de avanzada en acción
XII. El asalto de los hombres de Contreras
XIII. Un ataque nocturno
XIV. La caída de Gómez Palacio
Quinta Parte
CARRANZA: UNA IMPRESIÓN
I. Carranza: una impresión
Sexta Parte
NOCHES MEXICANAS
I. El Cosmopolita
II. Valle Alegre
III. La pastorela
Al profesor Charles Townsend Copeland
de la Universidad de Harvard
Querido Copey:
Recuerdo que te extrañó cuando mi primer viaje al extranjero no me indujo a escribir sobre lo que presencié. Ahora he visitado un país que me incitó a hacerlo y, al escribir estas impresiones sobre México, no pude sino pensar que jamás habría visto lo que vi de no haber sido por tus enseñanzas.
Únicamente puedo agregar a esto lo que tantos otros ya te han expresado: escucharte es aprender el cómo ver la belleza oculta del mundo visible; ser tu amigo implica procurar siempre la honestidad intelectual.
Por eso te dedico este libro, sabiendo que tomarás como tuyas las partes que te agraden, y que me perdonarás por el resto.
J. R.
Nueva York, 3 de julio de 1914
El 16 de diciembre de 1913, un joven que viste un traje de pana amarillo brillante llega a El Paso, Texas, en la frontera entre los Estados Unidos y México, al borde del río llamado Grande por unos y Bravo por otros. Es un periodista de 26 años llamado John Reed, nacido en Portland, ex estudiante de Harvard que dispone para su futura aventura de una pequeña cuenta de gastos, además de cargar una farmacia en su maleta: 14 diferentes clases de píldoras y vendajes. Viene a cubrir la revolución en México para el Metropolitan Magazine y el World de Nueva York, una revista y un periódico socialistas. Lo acompaña la relativa fama de ser un hombre de la bohemia de izquierda del Greenwich Village neoyorquino y de haber escrito una serie de maravillosos reportajes en el interior de los Estados Unidos, en particular uno que describía con todos sus dramáticos enfrentamientos la huelga de los textileros de Paterson, Nueva Jersey.
Se inicia así una historia que producirá una de las mejores narraciones de la Revolución mexicana y una historia personal que convertirá a John, Jack, en Juanito, el periodista gringo enamorado de los peones mexicanos y por extensión de los pobres de la tierra, y que forzará su destino.
México está en revolución desde hace tres años. En 1910 se produjo un levantamiento dirigido por Francisco I. Madero contra la dictadura de Porfirio Díaz, que culminó un año más tarde con la batalla de Ciudad Juárez y la caída del dictador; luego, Madero se vio enfrentado por la rebelión de Pascual Orozco y la resistencia de los zapatistas, que sentían traicionado su programa social, pero la contrarrevolución se produciría en marzo de 1913 cuando un levantamiento de los viejos militares porfiristas estallaría en la ciudad de México, rematando con el asesinato de Madero y el ascenso al poder del general Victoriano Huerta. Nuevos alzamientos de milicias populares en el norte se sumaron a los zapatistas, sobre todo en Sonora, Coahuila (éste acaudillado por el gobernador maderista Venustiano Carranza) y Chihuahua. Aquí, un coronel de irregulares maderistas, un ex bandolero, peón de hacienda, arriero y minero, llamado Pancho Villa, que estaba exilado en El Paso, cruza la frontera y en una campaña relámpago unifica brigadas y partidas, guerrillas y alzamientos campesinos, toma Torreón, libera Ciudad Juárez en una brillante operación conocida como el ataque del “tren fantasma” y termina ocupando la capital de Chihuahua y formando un gobierno regional, que atrae profundamente la atención de la prensa estadunidense.
Con este galimatías en la cabeza, en la que lo único que queda claro es que un montón de campesinos están enfrentados a una dictadura militar, Reed renta un coche, se traslada a Presidio, aún en el lado norteamericano de la frontera, “una aldea aislada e inconcebiblemente desolada, de unas 15 casuchas de adobe desperdigadas sin ton ni son por los espesos arenales y la maleza a lo largo del río”. Se mueve entre una fauna de recientes exilados oligarcas y afines a la dictadura, negociantes gringos, contrabandistas; escribe un cuento titulado “Endimión” y un relato periodístico, de esos que llaman una nota de color, que titula “En la frontera”; llega hasta Ojinaga, ya del lado mexicano, donde contempla los restos de las fuerzas del general federal Mercado y retorna a El Paso, donde vuelve a redactar una pequeña nota. Ha pasado una semana dando vueltas por la frontera, supuestamente ambientándose. Finalmente cruza a Ciudad Juárez el 21 de diciembre.
En Juárez atestiguará la revista de la brigada de Aguirre Benavides: “2 000 jinetes y unos 500 de infantería” formados en una gran plaza, bulliciosos, casi uniformados, mejor al menos que los federales que ha visto en Ojinaga:
Al toque de corneta montaron en sus pequeños caballos y se mantuvieron en posición de firmes lo más rígido que podían. Formaban de a cuatro, y a la señal de una clarinada aflojaron riendas, azotaron las ancas, se inclinaron adelante y gritaron en las orejas de los caballos irrumpiendo en una carga ruidosa como el trueno […] Así es como el general pasó revista a sus tropas.
Reed había visto de más. La brigada no tendría más de 1 000 jinetes y estaban adquiriendo experiencia en desconcertar periodistas. Dos días después, al ser filmados por Homer Scott, se pusieron a disparar al aire. Los vecinos se asustaron y el operador de la cámara salió huyendo.
La prensa de El Paso hablaba del “socialismo villista” porque Pancho había nacionalizado los molinos de trigo e inmediatamente distribuido la harina, que pasó de nueve dólares el saco a 1.50. Era un curioso socialismo en el que Villa controlaba el juego en Chihuahua y canalizaba las ganancias hacia la División del Norte, y en que reabría la cervecería de Chihuahua pero no lograba que la cerveza fuera bebible y tenía que volver a cerrarla. El diario The Sun se escandalizaba al enumerar que se había nacionalizado a las 12 familias de la oligarquía de Chihuahua: el sistema de tranvías, las tiendas, la planta de energía eléctrica, la cervecería, una fábrica de ropa, el ferrocarril; todo estaba administrado por la División del Norte. Llegaban en la noche los billetes y las monedas. Villa echaba todo en una caja fuerte y sacaba lo que iba necesitando, no había más contabilidad. The Sun calificaba la situación como “socialismo bajo un déspota”, aunque reconocía la justicia de muchos de los actos.
¿Villa socialista? La verdad es que la gran acción expropiadora era la toma del control de centenares de miles de hectáreas de las haciendas ganaderas con todo y los millones de cabezas de ganado. Villa ordenó inmediatamente que la carne de res se les vendiera a los pobres de Chihuahua al 10% del precio original. Nunca en la historia de México la plebe había comido tanta carne.
El 24 de diciembre John Reed llegó a Chihuahua. Ese mismo día una columna villista avanzó hacia Ojinaga, la única plaza que le quedaba en el estado a los federales. Villa se quedó en la ciudad. Celebrar la Navidad casi le cuesta la vida. Al estar haciendo pruebas con pólvora sin humo, un cañón revienta y casi vuela a Villa y a su Estado Mayor; quedan varios mirones heridos. Se entregan regalos de Navidad a los soldados, se reparten 15 pesos a todos los pobres de Chihuahua y se entregan varias de las mansiones de los barones agrarios, expropiadas, a los generales villistas; a la población se le condona el 50% de las contribuciones siempre que las paguen a tiempo. Debió de resultarle divertido a Pancho esto de ser gobernador, dijera lo que dijera la prensa gringa, alimentada por los oligarcas mexicanos y los deportados españoles, que contaban horror y medio de lo que estaba sucediendo en Chihuahua. Pareciera que se trataba de una ciudad sin ley donde sólo imperaban el abuso y el despojo.
Reed no pareció compartir esa impresión; la ciudad estaba militarizada, pero reinaba el orden y los chihuahuenses parecían estar felices. La palanca de Villa es el nuevo ejército revolucionario. Reed contará:
Tan pronto como se hizo gobernador de Chihuahua ordenó a su ejército hacer funcionar la planta de energía eléctrica, los tranvías, teléfonos, obras hidráulicas y el molino de harina de Terrazas. Asignó soldados para administrar las grandes haciendas confiscadas. Sus soldados se encargaron del rastro […] Movilizó un millar de ellos en las calles de la ciudad como policías civiles. Impuso pena de muerte al robo y la venta de licor al ejército […] Incluso intentó hacer funcionar la cervecería con soldados, pero fracasó porque no pudo hallar un experto en malta.
Villa explicaría: “Lo único que se puede hacer con un ejército en tiempo de paz es hacerlo trabajar. Un soldado ocioso siempre piensa en la guerra”.
El 26 entrevistará a Villa por primera vez y la reportará en el Metropolitan Magazine. Llega antes que el general-gobernador a su despacho y se sienta con su secretario Silvestre Terrazas y el general Aguirre Benavides, que están trabajando. Suena el clarín advirtiendo de la llegada de Pancho Villa, que contempla al periodista y lo deja un rato sentado en la misma sala donde despacha con Silvestre. Luego comienzan a hablar. Reed habla un español bastante pobre (“mi español fragmentario”) y “en 1913 Villa no hablaba ni entendía inglés”; Terrazas y Aguirre Benavides actúan como traductores. Reed cuenta:
Es el ser humano más natural que he conocido […] No habla mucho y es tan tranquilo que parece tímido (Reed aún no conocía bien a Villa, que sin duda lo estaba midiendo) […] Sus ojos nunca están quietos y parecen llenos de energía y brutalidad […] Tiene una manera torpe de caminar, ha andado mucho tiempo a caballo […] Es un hombre temible y nadie se atreve a poner en duda sus órdenes […] Es interesante verlo leer, o más bien, oírlo, porque tiene que hacer una especie de deletreo gutural, un zumbido con las palabras en voz alta.
A Villa parece gustarle el personaje porque Reed registra: “[…] hoy tuve una larga conversación con Villa y me prometió que yo iría a donde él fuese, día y noche”, y le suministran un salvoconducto muy amplio que no sólo le permite moverse por el territorio sino usar trenes y telégrafo.
Sostendrán los días siguientes, en el Palacio, en la calle y en la Quinta Prieto, donde vive el general, largas conversaciones. Villa: “¿Socialismo? —repuso cuando le pedí su opinión sobre el tema—. ¿Qué es eso? ¿Una cosa? Sólo lo he visto en los libros, y no leo gran cosa”. El voto femenino: “¿Qué quiere decir con votar? ¿Se refiere a elegir un gobierno y aprobar leyes?” Se queda un rato pensando cuando Reed le dice que ya lo hacen en los Estados Unidos y responde: “Bueno —respondió, rascándose la cabeza—. Si lo hacen allá, no veo razón para no hacerlo acá”. Reed comenta: “Esto pareció divertirlo enormemente. Le dio vueltas a la idea una y otra vez, mirándome y dejándome de mirar”. Le pregunta a su mujer que está poniendo la mesa para el almuerzo:
—Oiga —le dijo—. Venga. Escuche: anoche capturé tres traidores que cruzaban el río para hacer volar la vía del tren. ¿Qué hago con ellos? ¿Los fusilo o no?
Abochornada, le tomó la mano y la besó:
—No sé nada de esas cosas. Usted sabe mejor que yo.
—No —replicó Villa—. Lo dejo en tus manos. Esos hombres intentaban cortar nuestras comunicaciones con Juárez y Chihuahua. Son traidores, federales. ¿Qué debo hacer? ¿Los fusilo o no?
—Bueno, pues… fusílelos —opinó la señora Villa.
Villa rio, deleitado:
—Hay algo de cierto en lo que usted dice —comentó.
Y se pasó los días siguientes preguntando a la cocinera y a las recamareras quién les gustaría tener como presidente de México.
Las notas de Reed recogen historias inéditas de ese personaje que parece producir anécdotas insólitas todos los días: “Una mañana me encontraba sentado en el palacio de gobierno esperando para hablar con él. De repente la puerta se abrió y entró un oficial. Era un hombre inmenso, coronel de Villa, un tipo de notorio mal carácter. Se tambaleaba al caminar. Era evidente su estado de ebriedad”. Debería tratarse de Rodolfo Fierro. Villa lo fueteó en el rostro, el otro hizo ademán de tirar de la pistola, pero lo pensó mejor y al día siguiente vino a disculparse.
Chihuahua tiene 40 000 habitantes. Pancho crea 50 escuelas en 30 días. John Reed dice que oyó decir a Villa con frecuencia que cuando había pasado por una esquina había visto un grupo de niños jugando; era de mañana, estaban jugando porque no iban a la escuela. Eso era suficiente para fundar una. Francisco Uranga cuenta que Pancho mandó a llamar a unos maestros que conocía, les rogó que se presentaran en la estación del ferrocarril y lo fueran a ver en la noche a la estación; les dijo que era la profesión que más admiraba y les dio alimentos que traía en el tren: azúcar, maíz, frijoles.
John Reed toma nota de que Villa tiene dos mujeres. La que lo acompañó durante los años de proscrito (Luz Corral), que vive en El Paso, y “la otra, una joven esbelta y felina, vive con él en la casa de Chihuahua. Villa habla abiertamente de esta situación, aunque los mexicanos educados y convencionales que ahora lo rodean en números crecientes procuran ocultarla”. Un día el periodista estadunidense le preguntó sobre su fama de violador. Villa, “retorciéndose el bigote, me miró largamente con expresión inescrutable”.
“Pero… dígame: ¿alguna vez se ha topado con el marido, padre o hermano de alguna mujer que haya violado? —tras una pausa, agregó—: ¿O siquiera con un testigo?”
El 1º de enero John Reed viaja hacia el sur, se va a Jiménez donde escribe “Soldados de fortuna”, gringos en busca de emociones y de alguna paga. Se sumará a la columna del compadre de Villa, el general Urbina, otro ex bandolero sumado a la Revolución, que maneja una de las brigadas más combativas de la División del Norte. Estará con él en Magistral, en Santa María del Oro y en Las Nieves. Hacia el 9 de enero entrevista a Urbina y le toma fotos “de pie, con y sin espada […] montando tres caballos distintos […]”, convive con los hombres del general, que marcha acompañado de un inmensa damajuana de sotol, hace amigos y es atrapado en las escaramuzas en La Cadena. Regresa a Chihuahua el 1º de febrero y, como la División del Norte, que ya ha tomado Ojinaga, no avanza hacia el sur, vuelve a cruzar al lado norteamericano para repasar sus notas en El Paso (“Vivir en El Paso cuesta una fortuna, pero yo necesito una buena habitación y montones de cigarrillos”). Sugiere a su editor la posibilidad de viajar al sur y entrevistar a Emiliano Zapata, pero finalmente vuelve a Ciudad Juárez y a Chihuahua, donde el 26 de febrero participa en el entierro de Abraham González. Eso y la medalla que le entrega a Villa la División del Norte constituirán uno de los mejores capítulos de un futuro libro:
Vestía un viejo uniforme caqui al que le faltaban varios botones. No se había rasurado recientemente, no tenía puesto un sombrero, y ni siquiera se había peinado. Caminaba con los pies más bien torcidos, encorvados, con las manos en los bolsillos del pantalón. Al pasar por el corredor entre las rígidas líneas de soldados pareció un poco cohibido […].
Se está preparando la próxima campaña hacia el sur, los villistas compran municiones de máuser 30/40 porque había un caos con las municiones de calibres diferentes; se estaban reparando los cañones capturados a lo largo de la campaña; se compró ácido, detonadores y pólvora, mientras tratan de vender ganado en los Estados Unidos; compran municiones y sillas de montar, pistolas usadas.
John Reed, incapaz de soportar la espera, viaja cruzando de Arizona a Sonora, y en Nogales, entre el 2 y el 4 de marzo, se entrevista con el llamado primer jefe de la Revolución, Venustiano Carranza. Topa con la nueva burocracia, le piden las preguntas por escrito para aceptar la entrevista; su retrato de Carranza es bastante cáustico: parecía “un anciano ligeramente senil, cansado e irritado”; queda convencido de que al primer jefe le importaban un bledo los peones. Escucha en ese ambiente comentarios como el siguiente: “Como combatiente, Villa lo ha hecho bien. Muy bien, a decir verdad. Pero no debería meterse en los asuntos del gobierno porque, como usted ya sabe, Villa tan sólo es un peón ignorante”. John escribe: “Carranza: una impresión”.
Reed retornó con gusto a Chihuahua en los primeros días de marzo. El día 14 asiste a la revista de la brigada sanitaria, que incluía un hospital rodante que dirigía el doctor Andrés Villarreal, un médico que había estudiado en la Johns Hopkins. El tren tenía una gran sala de operaciones y podía atender hasta 1 400 heridos. Todo parecía estar listo.
Reed transmitiría sus primeras impresiones: “Los hombres de Villa han conseguido rápidamente uniformes, instrucción, paga y se han disciplinado. Él va a pelear con cañones, oficiales, telégrafos. El ejército del norte se está volviendo respetable, profesional, no va a distinguirse ni ser auténticamente mexicano”. Villa lo hubiera linchado si lo lee. ¿Ha cambiado esa División del Norte tras la victoria de Ojinaga hace dos meses o John Reed peca de un ataque de folclorismo? Lo de la máquina de escribir no es nuevo, desde la insurrección maderista las partidas sumaban a un secretario que solía llevar a la grupa de su caballo la máquina; lo de los telégrafos ha sido parte de la guerrilla villista desde su origen; lo de los oficiales nace con la revolución en 1910: la única forma de hacer eficaces las partidas fue crear una potente cadena de mando; lo de los uniformes es obligatorio para no andarte dando de tiros en la noche con tus compañeros; las botas son fundamentales para dejar el huarache y proteger los pies y, finalmente, lo de la paga es esencial para un ejército que deja a sus familias atrás y hay que mantenerlas. Las pagas son poco diferenciadas: un soldado gana diariamente 1.50 pesos, un sargento segundo 2 pesos, un capitán 5, un mayor 8 y los coroneles 10 pesos diarios, poco más que los aviadores. La artillería que posee se la ha arrebatado en su totalidad a los huertistas en diversos combates y es difícil pensar que se pueda tomar Torreón sin ella. Queda, pues, lo de la instrucción; es cierto, en estos meses en los cuarteles se ha enseñado a usar un máuser a los que no sabían tirar y se ha insistido mucho en que reconocieran los clarines de órdenes, pero no mucho más. Es un ejército muy disciplinado, terrible ante la deserción o la debilidad en combate, pero como el propio Reed dice: “Cuando el ejército de Villa entra en combate no se preocupa de saludar a los oficiales”. Durante la preparación John Reed registra:
Un mexicano fornido y corpulento de gran bigote, vestido con un sucio traje marrón, abierto el cuello de la camisa, empujaba a patadas a las mulas […] Yo había salido en ese momento de la espléndida antesala del palacio del gobernador, donde había estado durante muchas horas, sombrero en mano con muchos funcionarios, capitalistas, promotores y generales, esperando inútilmente a […] Francisco Villa. Miré al hombrón meter las mulas en el vagón de ganado. Un inmenso sombrero le descansaba en la nuca; de su boca, perfectamente abierta, salía un chorro de maldiciones. Estaba lleno de polvo. El sudor le corría por la cara. Cada vez que intentaba guiar a una mula por la plancha ésta se resistía.
—¡Chingada! ¡Vamos, hija de la chingada! —bramaba el hombrón y pateaba con fuerza a la mula en la barriga. El animal resopló y al final subió la plancha.
—¡Amigo! —le gritó a un soldado que pasaba—, dame un poco de agua.
El hombre sacó una cantimplora que el otro empinó.
—¡Hey, no necesitas bebértela toda! —le gritó el soldado a Pancho Villa.
Un día después, el 16 de marzo, la División del Norte salió hacia el sur. Un espectáculo extraño. Los trenes estaban despedazados, quemados en muchas esquinas, repletos de agujeros de bala. Una foto de Otis Aultman muestra los techos de varios vagones en los que no cabe una persona más. En los trenes villistas los caballos eran los únicos que iban cómodamente en el interior de los carros de ferrocarril, los demás en el techo; incluso había jóvenes que colgaban sus hamacas entre las ruedas y que viajaban jugándose la vida, lamiendo casi las vías y el polvo. En el techo había cocinas, anafres y mujeres que cocinaban tortillas en latas de aceite. Otra foto de autor anónimo muestra el techo de un tren donde está montada una pequeña tienda de campaña y hay tendederos de ropa, sillas de montar y una docena de pelados dando vueltas. En una de esas fotos aparece John Reed sentado en el techo de un tren artillado.
Y la interminable fila de locomotoras comenzó a salir de Chihuahua.
John Reed narró:
Cuando Villa salió de Chihuahua hacia Torreón, cerró las líneas telegráficas al norte, detuvo el servicio de tren a Juárez y prohibió, bajo pena de muerte, difundir noticias de su partida a los Estados Unidos. Su objetivo era tomar por sorpresa a los federales, lo que resultó a las mil maravillas. Nadie, ni siquiera su Estado Mayor, sabía cuándo se iría de Chihuahua […] todos creíamos que tardaría dos semanas más.
Además de la tropa y el tren sanitario, van 29 cañones con 1 700 granadas. A las 6:30 de la tarde arranca el tren del Estado Mayor con Villa; acompaña a Pancho como su médico de cabecera el doctor Rachsbaum, que ha venido insistiendo en que si quiere controlar los arrebatos de furia deje de comer carne. Villa se lo tomó en serio, aunque para él una dieta sin vaca era un sacrificio terrible. Estaba inaguantable y sus oficiales tomaron al médico, lo subieron a un tren y lo mandaron para la frontera. Afortunadamente, en vista de que el carácter no mejoraba, dejó de lado el consejo.
A las tres de la madrugada del 17 de marzo, llegan a Santa Rosalía de Camargo; justo a tiempo para la boda del general Rosalío Hernández, de la que Villa será padrino. Pancho, gran bailador, se pasa la noche dándole a la polka. Reed registra exagerando un poco: “Bailó vigorosamente y sin parar toda la noche del lunes y todo el martes, y llegó al frente el miércoles por la mañana, con los ojos inyectados y un aire de fatiga extrema”. La otra prensa estadunidense frivoliza: “Villa es experto en tango argentino y en el maxixe”.
La batalla por las ciudades laguneras Lerdo, Gómez Palacio y Torreón, a metros una de otra, será terrible, probablemente la más sangrienta de la historia de la División del Norte. Tras una serie de combates, el 22 de marzo una carga precipitada de caballería los pone en las afueras de Gómez Palacio, sufriendo muchas bajas; en la noche John Reed se acerca a la primera línea y descubre sorprendido que todos los combatientes están ensombrerados y con el ala alzada en el frente para distinguirse de sus enemigos. Al día siguiente la División del Norte avanza y enfrenta un contraataque de la caballería federal. Poco pudieron lo sables de los federales contra las pistolas de los Dorados, posiblemente conducidos por el propio Villa. Caen los suburbios de Lerdo. Un día más, nuevos combates nocturnos. Reed ve pasar a Villa con un puro en la mano y se sorprende porque es sabido que Villa no fuma, sin darse cuenta de que lo usa para encender las mechas de las bombas de mano.
En la segunda línea y escuchando lo que dicen los heridos, Reed da la noticia en falso de la caída de Torreón. Pero los federales resisten. La División del Norte enfrenta una defensa artillera que no sabe cómo romper. El 25 de marzo los villistas, dirigidos por el general Felipe Ángeles, el único militar de carrera que estuvo al lado de Madero antes de ser asesinado, necesitan acercar sus piezas. Se produce un terrible enfrentamiento en el Cerro de la Pila. El 26 cae Gómez Palacio, y los federales se repliegan a Torreón. Reed registra el reparto de comida de los villistas entre los pobladores hambrientos. El 27 fecha una de sus crónicas que no puede transmitir a través de las líneas telegráficas cortadas, que titula “El país entero en ruinas”, y decide volver a la frontera. ¿Por qué lo hace? ¿Está harto de su papel pasivo en la carnicería que se está produciendo en Torreón? ¿Los tres meses que lleva en México lo han agotado? Tomará un tren que transporta al norte a los heridos graves, viajando en el techo de un furgón: no verá el triunfo villista en Torreón, pero escribirá sobre él desde El Paso, a donde llega el 30 de marzo.
La aventura mexicana ha terminado. Se establece en Nueva York, donde febrilmente, a toda velocidad, durmiendo pocas horas al día, escribe México Insurgente, que se publicará en julio de 1914 (en México, donde el antivillismo fue política oficial, han de pasar 40 años hasta que se edite en 1954): el libro resulta un éxito. Lo ha armado tomando pedazos de aquí y allá de sus reportajes y sus vivencias. La prensa lo equipara a Rudyard Kipling, se ha vuelto el gran cronista de guerra norteamericano. Pero hay más, mucho más. En sus notas biográficas escribe: “Ahora soy diferente”, y narra que “descubrí que las balas no son aterradoras, que el miedo a la muerte no es tan importante. Y que los mexicanos son maravillosamente simpáticos”.
En los siguientes años escribirá otras crónicas sobre temas mexicanos, pero a distancia: “Las causas de la Revolución mexicana”, “¿Qué sucede en México?”, “La persecución de Villa”, “Villa legendario”.
Luego escribirá sobre la lucha de los mineros en Colorado, narrará la guerra europea desde las trincheras y finalmente seguirá minuciosamente la Revolución rusa, produciendo el gran reportaje, Diez días que conmovieron al mundo; fundará el Partido Comunista norteamericano y morirá de tifus el 17 de octubre de 1920, cinco días antes de su cumpleaños número treinta y tres. Pero esa es otra historia, no menos apasionante que la experiencia mexicana.
Los trabajos de John Reed sobre la Revolución mexicana están recogidos en México insurgente; su autobiografía Almost 30, dos cuentos y dos viñetas en Hija de la revolución, un artículo inédito y los artículos periodísticos directos y menos elaborados para Metropolitan Magazine, New York World, The Masses, New York Times, New York American, que rescata Jorge Ruffinelli en su antología comentada, Villa y la Revolución mexicana. Hay, además, multitud de trabajos biográficos sobre Reed que dedican amplios capítulos a su experiencia mexicana: Granville Hicks, John Reed. La formación de un revolucionario; Tamara Hovey, Testigo de la revolución; Richard O’Connor y Dale L. Walker, El revolucionario frustrado; Robert Rosenstone, John Reed, un revolucionario romántico, y Jim Tuck, Pancho Villa and John Reed. Tomen nota de dos excelentes películas: Reds, de Warren Beatty, y Reed, México insurgente, de Paul Leduc.
PACO IGNACIO TAIBO II
DESPUÉS de una terrible y dramática retirada a través de 600 kilómetros de desierto, luego de replegarse de Chihuahua, el Ejército federal al mando de Mercado se estacionó tres meses en Ojinaga, un poblado al margen mexicano del río Bravo.
Desde Presidio, en el lado estadunidense, bastaba con subir al techo de tierra de la oficina de correos para observar Ojinaga, separada por poco más de un kilómetro de chaparrales, arenas y la escasa y turbia corriente. El poblado sobresalía en la meseta baja del desierto abrasador, circundado por montañas yermas y abruptas.
Ahí estaban sus casas cuadrangulares de pardo adobe y, aquí y allá, la cúpula oriental de alguna antigua iglesia española. Era una zona desolada, sin vegetación, más propia para minaretes que para iglesias. Durante el día los soldados federales, con uniformes blancos y andrajosos, pululaban en el lugar cavando trincheras con desgana, pues corrían rumores de que se aproximaba Villa con sus huestes constitucionalistas victoriosas. Los cañones de campaña emitían súbitos destellos cuando el sol los iluminaba. Gruesas y extrañas nubes de humo rosado se alzaban en la quietud del aire.
Por la tarde, cuando el sol se ponía llameando como un horno metalúrgico, patrullas de caballería a todo galope recortaban sus siluetas contra el horizonte, dirigiéndose hacia los puestos nocturnos de avanzada. Al oscurecer, hogueras misteriosas brillaban en la ciudad.
Tres mil quinientos hombres acampaban en Ojinaga. Era todo lo que quedaba de los 10 000 hombres de Mercado, y de los otros 5 000 de Pascual Orozco que habían llegado desde la ciudad de México como refuerzos. Entre estos 3 500 hombres había 11 generales, 21 coroneles y 45 mayores.
Yo quería entrevistar al general Mercado, pero éste había prohibido la presencia de reporteros en la población desde que un periódico publicó algo que había desagradado al general Salazar. Envié una atenta solicitud al general Mercado, pero fue interceptada por el general Orozco, quien la devolvió con la siguiente respuesta:
“ESTIMADO Y HONORABLE SEÑOR: Si pone un pie en Ojinaga, lo pondré frente al paredón y personalmente me daré el gran placer de llenarle de agujeros la espalda”.
A pesar de todo, un día vadeé el río, entré al poblado y por fortuna no me topé con el general Orozco. Mi presencia no pareció molestarle a nadie. Todos los centinelas estaban echando una siesta a la sombra de las paredes de adobe. Pero casi en seguida fui a dar con un muy cortés oficial de nombre Hernández, a quien expliqué que deseaba ver al general Mercado.
Sin averiguar nada sobre mi identidad, frunció el ceño, cruzó los brazos y me espetó:
—¡Soy el jefe de Estado Mayor del general Orozco! ¡No lo llevaré a ver al general Mercado!
No respondí. Un momento después añadió:
—¡El general Orozco detesta al general Mercado! ¡No se digna ir a su cuartel, y el general Mercado no se atreve a entrar al cuartel del general Orozco! ¡Es un cobarde! ¡Huyó de Tierra Blanca, para luego huir de Chihuahua!
—¿A qué otros generales detesta usted? —le pregunté.
Se contuvo, me miró de reojo con furia, y finalmente repuso con socarronería:
—¿Quién sabe?
Logré ver al general Mercado, un hombrecillo gordo, sentimental, atribulado e indeciso, quien gimoteó y alardeó con una larga historia de cómo el ejército norteamericano cruzó el río y ayudó a Villa a ganar la batalla de Tierra Blanca.
En las calles blancas y polvorientas del pueblo se apilaba la basura y el forraje. La vieja iglesia no tenía ventanas y sus tres enormes campanas españolas pendían de unos tablones en el patio. Una nube de incienso azulado brotaba de su portón ennegrecido, donde las soldaderas rogaban día y noche por la victoria, bajo los rayos de un sol abrasador. Ojinaga había sido tomada y recuperada cinco veces. Casi ninguna casa tenía techo, y en todas las paredes había boquetes de cañonazos. En estas habitaciones destripadas y vacías vivían los soldados con sus mujeres, caballos, gallinas y cerdos, robados de los alrededores. Los fusiles se hacinaban en los rincones y las monturas se apilaban en el suelo. Casi ninguno de los soldados harapientos tenía un uniforme completo. Famélicos, se acuclillaban alrededor de pequeñas hogueras en las puertas, donde hervían olotes y carne seca.
Por la calle principal pasaba una procesión ininterrumpida de seres hambrientos, enfermos, exhaustos luego de una travesía de ocho días por el desierto más infame del mundo, arrojados del interior del país por miedo a los rebeldes que se acercaban. Una centena de soldados federales los detenían en las calles para robarles a su antojo. Los refugiados luego cruzaban el río y, ya en territorio norteamericano, todavía les quedaba eludir las garras de aduaneros, funcionarios de migración y la guardia fronteriza, que los registraban en busca de armas.
Cientos de refugiados cruzaban el río. Algunos a caballo, arreando ganado, otros en carretas y unos más a pie. Los inspectores no eran precisamente amables.
—¡Baja de la carreta! —gritó uno de ellos a una mujer con un bulto en brazos.
—Pero, señor… ¿por qué? —balbuceó la mujer.
—¡Baja ahora mismo o te bajaré yo! —aulló el inspector.
Los registros eran minuciosos, brutales e innecesarios, tanto en hombres como en mujeres.
Yo estaba ahí cuando una mujer vadeó el arroyo, con la faldas despreocupadamente alzadas hasta los muslos. Se cubría con un voluminoso chal, muy abultado al frente, como si cargara con algo debajo.
—¡Eh, tú! —le gritó un aduanero—. ¿Qué llevas bajo el chal?
La mujer abrió lentamente su vestido y respondió con placidez:
—No sé, señor. Quizá es una niña. O un niño.
Aquellos fueron días gloriosos para Presidio, una aldea aislada e inconcebiblemente desolada, de unas 15 casuchas de adobe desperdigadas sin ton ni son por los espesos arenales y la maleza a lo largo del río. El viejo Kleinmann, el tendero alemán, hizo una fortuna abasteciendo a los refugiados y aprovisionando al Ejército federal al otro lado del río. Tenía tres bellas hijas adolescentes que mantenía encerradas en el desván de la tienda, porque una banda de fogosos vaqueros mexicanos enamoradizos merodeaba por ahí como perros, atraídos desde leguas a la redonda por la fama de las damiselas. Pasaba la mitad de su tiempo trabajando febrilmente en la tienda, desnudo hasta la cintura. Durante la otra mitad, deambulaba por todo el pueblo con una enorme pistola al cinto, para ahuyentar a los pretendientes.
Tanto la tienda como el salón de billar estaban atestados, día y noche, de soldados federales desarmados que venían del otro lado del río. Entre ellos circulaban sujetos torvos y misteriosos, dándose aires de importancia: eran agentes secretos de rebeldes y federales. En los alrededores, entre los breñales, acampaban centenares de refugiados míseros. Por las noches, era imposible dar un paso sin tropezar en alguna esquina con una conjura o contraconjura: soldados de élite texanos, policías militares encubiertos y agentes de empresas estadunidenses tratando de transmitir instrucciones secretas a sus empleados en el interior de México.
Un tal MacKenzie pataleaba encolerizado en la oficina de correos. Al parecer, tenía cartas importantes para la minera American Smelting and Refining Company en Santa Eulalia.
—¡Ese Mercado insiste en abrir y leer todas las cartas que pasan a través de sus líneas! —gritaba, furioso.
—Sin embargo, permite que las entreguen. ¿O no? —le dije.
—Ciertamente —replicó—. Pero… ¿no es indignante que un mexicanito abra y lea la correspondencia de una empresa minera? ¡Es un atropello que una compañía estadunidense no pueda remitir una carta confidencial a sus empleados! ¡Si esto no es motivo para una intervención, no sé qué lo es! —puntualizó, ominoso.
Había toda una caterva de representantes de empresas de armas y municiones, además de traficantes y contrabandistas. Y también un hombrecillo, vendedor de una comercializadora de retratos que ampliaba fotografías al lápiz, a razón de cinco pesos por ampliación. Correteaba febrilmente entre los mexicanos y levantaba montañas de pedidos, cuyo importe debían pagar contra entrega de ampliaciones que jamás podrían entregarse. Le complacían mucho los cientos de pedidos levantados, pero ésta era su primera experiencia con mexicanos. Sucede que un mexicano puede ordenar un retrato, piano o automóvil, siempre y cuando no deba pagarlo. Le produce una sensación de prosperidad.
El diminuto agente de ampliaciones a lápiz me hizo un comentario sobre la Revolución mexicana. Opinó que el general Huerta debía ser un hombre muy distinguido porque, según sabía de buena fuente, era pariente lejano por el lado materno de la connotada familia Carey de Virginia.
Destacamentos de caballería patrullaban dos veces al día la margen estadunidense del río. Al otro lado, grupos montados mexicanos marchaban manteniéndose cuidadosamente paralelos a las tropas de caballería. Las partes se vigilaban estrechamente una a otra a través de la frontera. De vez en cuando algún mexicano, incapaz de controlar su nerviosismo, disparaba accidentalmente hacia los estadunidenses. Entonces todos se refugiaban entre los arbustos y estallaba una escaramuza. Un poco más allá de Presidio estaban estacionados dos escuadrones del Noveno Destacamento de Caballería Negra. Un mexicano que hablaba inglés, sentado al margen opuesto, interpeló a uno de estos soldados negros, que abrevaba a su caballo a la orilla del río:
—¡Oye, come-sandías! —le gritó sarcásticamente en inglés—. ¿Alguna vez van a cruzar la línea tú y los malditos gringos?
—¡Chile! —respondió el negro—. No la vamos a cruzar. La llevaremos por delante hasta el Canal de Panamá.
A veces un refugiado rico, con una buena cantidad de oro cosido entre las mantas de su montura, lograba cruzar el río sin que los federales lo descubrieran. En Presidio había seis grandes automóviles de alta potencia esperando a este tipo de víctima. Le sacaban 100 dólares en oro para llevarlo hasta el ferrocarril; en el camino, en alguna parte de los desolados páramos al sur de Marfa, casi siempre lo asaltaba una banda de enmascarados y lo despojaban de cuanto llevaba. En tales casos irrumpía en el pueblo el alguacil del condado de Presidio, montando su caballo pinto, en la mejor tradición de los cowboys. Este sujeto había leído muchas novelas del Oeste y sabía cuál era la pinta que debía tener un auténtico sheriff: dos pistolas al cinto, una más bajo el brazo, un cuchillo largo en la bota izquierda y una enorme escopeta sobre la silla de montar. Salpicaba su conversación con los más horrendos insultos, y jamás había detenido a un solo criminal. Durante el día hacía cumplir las leyes del condado de Presidio contra la portación de armas y los juegos de azar. Por la noche, luego de la ardua jornada, siempre se le podía hallar en la trastienda de Kleinmann, jugando tranquilamente al póker.
La guerra y los rumores de guerra mantenían a Presidio en una tensión febril. Todos sabíamos que tarde o temprano llegaría el Ejército Constitucionalista desde Chihuahua y atacaría Ojinaga. De hecho, la asamblea de generales federales ya había hecho tratos con el comandante de la patrulla fronteriza estadunidense para acordar la retirada del Ejército federal de Ojinaga en tales circunstancias. Afirmaron que, cuando atacaran los rebeldes, resistirían durante un lapso razonable, digamos dos horas, y después pedirían autorización al comandante para cruzar el río.
Sabíamos que a unos 40 kilómetros al sur, en el Paso de la Mula, 500 voluntarios rebeldes tenían tomado el único camino de Ojinaga hacia las montañas. Un día, un mensajero logró burlar las líneas federales y pasó el río con noticias importantes. Refirió que la orquesta militar de los federales estaba de gira por el país cuando fue capturada por los constitucionalistas, quienes la formaron en una plaza pública y, a punta de rifle, la obligaron a tocar 12 horas seguidas. “Y así”, continuaba el mensajero, “se logró aliviar en algo las penurias de la vida en el desierto”. Nunca pudimos saber por qué la orquesta militar estaba tocando a 35 kilómetros de Ojinaga, completamente sola y en pleno desierto.
Los federales siguieron estacionados en Ojinaga un mes más, y Presidio siguió prosperando. Entonces Villa y sus tropas aparecieron en una loma del desierto. Los federales resistieron durante un lapso razonable, digamos dos horas. O, para ser más precisos, hasta que Villa y su artillería galoparon hasta las bocas de los cañones. Los federales cruzaron el río en desbandada, los soldados estadunidenses los encerraron en un enorme corral, y luego fueron transferidos a una prisión de alta seguridad en Fort Bliss, Texas.
Para entonces yo ya estaba muy al sur, en pleno México, cabalgando por el desierto con un centenar de harapientos soldados constitucionalistas rumbo al frente.