Índice

Cubierta

Portadilla

Prólogo del editor

Berlín y el artista

El Greifensee

Un pintor

¿Qué es el talento escénico?

El teatro, un sueño

¿Conoce usted a Meier?

Velada en el teatro

Buenos días, giganta

Kleist en Thun

Kutsch

El escritor (I)

Guillermo Tell en prosa

El escritor (II)

Fabuloso

Aschinger

La batalla de Sempach

El Paraíso Alpino

En el tranvía

Friedrichstraße

Berlín y el artista

La mujer del dramaturgo

Pantalones

En lo que me he convertido

Sobre La arlesiana de Van Gogh

La historia de Helbling

Carta de un poeta a un caballero

De taberna en taberna

Obrita de cámara

Discurso a un botón

Wurzburgo

Nervios

Vida de poeta

Büren

El secretario

Basta

La salchicha

La última pieza en prosa

Los poemas

Friburgo

La velada de lectura

Fidelio

La conquista de París

Volví al teatro después

Walser sobre Walser

Página de diario

La extraña muchacha

El mono

La novela de Keller

La bella y su fiel amante

Una bofetada y más cosas

Kurt

Vladimir

En este ante todo discreto, delgado y pequeño memorándum, como quien dice…

¿Poetas no reconocidos entre nosotros?

Hubo un día una especie de personalidad

Tendrían que retumbar como serpientes

La perdiz mareada

Minotauro

Por lo que yo sé, hubo una vez un poeta que resultó ser un acompañante de mujeres extraordinariament

Sin muchas vacilaciones llamaré Olivio

El ligero respeto

Érase una vez un guasón que escribía cosas alegres para personas serias

Una especie de relato

Para el gato

Mis afanes

Notas

Créditos

PRÓLOGO DEL EDITOR

Por qué me encanta Robert Walser, sus libros y sus textos

Cada texto, cada libro, cada uno de los libros de Robert Walser, me parece necesario, hasta el texto más breve, el libro más delgado. Porque cada uno de sus libros, cada uno de sus textos, cuenta. Todos los libros y todos los textos son igual de importantes. Importante quiere decir, para mí, significativo. No hay texto ni libro que no sea «significativo» o «relevante», porque también los «libros malos» son significativos; eso es válido para todos los libros. No es una cuestión de relevancia, nunca es una cuestión de relevancia. Es cuestión de que los textos de Robert Walser que he seleccionado son imprescindibles. Son imprescindibles «Vladimir», «Mis afanes» y también «Berlín y el artista». Todos los textos que comprende esta antología son imprescindibles, y en todos ellos se hace valer un significado propio más allá de lo significativo.

Estos textos son reivindicaciones de un sentido propio. Lo esencial es que son afirmaciones y que insisten en esa su condición de afirmaciones, de tesis, frente a un significado en el sentido más estrecho del término. Es esencial elevar estos textos por encima de su mero «contenido», defenderlos por encima de su contenido. Se trata de leer el texto «Una bofetada y más cosas» por encima de su contenido. No para alejarlo de ese contenido, sino para demostrar que esa reivindicación de un sentido propio que representan los textos de Walser va más allá del «puro elemento de contenido». Es esencial comprender que estos textos traicionarían su propio contenido si insistieran en algo distinto de su contenido.

Si me encantan los textos y los libros de Robert Walser no es por su contenido. Me encantan como muestras de resistencia, como muestras de exigencia absoluta, pues son exigentes hasta el punto de que exigen demasiado. En el breve «Walser sobre Walser» se hace patente, y Robert Walser se resiste a que le apliquen la bienintencionada etiqueta de «escritor». Se rebela cuando alguien —algún supuesto entendido— se dirige a él como «el escritor». Se rebela —preciso y cruel, cruel consigo mismo— mencionando sus novelas El ayudante y Los hermanos Tanner, porque sabe muy bien lo que es pagar el precio del «escritoraje»1. Robert Walser fue el primero que pagó ese precio, el precio de hacer su trabajo: ser escritor. Así pues, los años que pasó en Herisau, esos años de «no-querer-escribir-más», de «silencio» de Robert Walser, de 1933 a 1956, siempre me han parecido un gesto artístico absoluto, una postura artística radical, rotunda. Nunca se alcanza a apreciar el valor de su silencio.

En «Carta de un poeta a un caballero», Robert Walser escribe que él —o el pobre poeta joven— es alguien a quien no merece la pena conocer. Lo que podría entenderse como modestia, servilismo o falta de confianza en sí mismo, o falsa modestia, falso servilismo o fingida falta de confianza —y ahí radican esa volatilidad, y al mismo tiempo esa fuerza, que se lleva todo por delante de la escritura de Robert Walser—, no hace sino enfatizar la postura radical del artista y del autor.

Lo determina él: lo único esencial es el texto, únicamente el texto de Robert Walser; no importa nada la persona, la persona de Robert Walser, la persona que ha escrito ese texto. Así lo pone de manifiesto: nunca se trata de la persona, nunca se trata de él, nunca se trata de «lo personal». Ahora bien, juega con eso, claro, primero haciendo alarde de ello y luego pidiendo disculpas. Jugando con fuego, quemándose él mismo, Robert Walser desprecia «lo personal».

En «Obrita de cámara», Walser se disecciona a sí mismo con precisión de cirujano a través de la imagen de un paraguas viejo que cuelga de un clavo igual de viejo. Describe con precisión «cómo lo débil en su debilidad sujeta otra cosa endeble», e insiste —con su infalible «sentido de lo débil»— en cómo ahí se abre un abismo sin fondo y cómo ese abismo se nos ofrece a los lectores para que dejemos que nos engulla también. Con el mismo gusto con el que se deja engullir por el abismo el autor, que, al mismo tiempo, así se libera.

Justo así me lo demuestra: Robert Walser era libre, era libre con lo que le era propio. Ser libre con lo que es propio de uno significa: partir única y exclusivamente de eso, significa «dar forma» a partir de lo propio y de nada más. Lo «propio» con que trabajaba Robert Walser no tiene, en sí mismo, forma alguna. Tampoco la necesita, puesto que la forma no surge hasta el momento en que se dirige a los demás, en que se vuelve hacia el exterior... Eso es lo que hace Robert Walser.

Siempre me ha llamado la atención, una y otra vez, que a muchos les gustaría quedarse a Robert Walser para ellos solos. Es un autor que consigue que lo adoren de una manera particular, egoísta, egocéntrica, posesiva total, con exclusividad total. Muchos piensan —y no soy yo ahí ninguna excepción— que solo ellos entienden «bien», conocen «bien», honran «bien» o aman «bien», «de verdad», a Robert Walser. Esta exclusividad no la alcanzan más que los verdaderamente grandes. Sin embargo, no se trata de fomentar esta exclusividad, como tampoco de suavizarla o de eliminarla, sino de abrirle pequeños huecos y rendijas para hacerla más permeable, más accesible, para encontrar formas de acceder a la obra, incontables formas de acceso.

Robert Walser se perdió a sí mismo, para mí se perdió; es el escritor de la pérdida existencial y de la inseguridad existencial. Se perdió para sí mismo —y para nosotros— en su camino. Robert Walser abrió el camino a lo precario, lo inseguro, lo incierto, lo inestable, lo frágil, lo voluble; trazó un sendero para todo eso a fuerza de frecuentarlo.

Lo que muestra ese camino es el lenguaje de Robert Walser, un lenguaje poroso, sin rumbo, lleno de arabescos, un camino que no conduce a ninguna parte. Su lenguaje se desmigaja, se desvanece, se evapora, como las huellas de pies mojados sobre un suelo de piedra caliente. Es un lenguaje de la autodisolución que me permite tener una vivencia de esta, pero sin necesidad de disolverme yo también. Fue Robert Walser quien pagó ese precio por los demás.

En su radicalismo y su disposición a pagar el precio de su trabajo, es un ejemplo para cualquier artista, cualquier filósofo, cualquier escritor. En la «Carta de un poeta a un caballero» escribe: «Estoy con los pies en la tierra (esa es mi posición)». Con ello me da la clave para adoptar una posición en este mundo complejo, hipercomplejo, si cabe, mi propia posición personal, para encontrarla y saber defenderla. Estoy con los pies en el mundo, y, a izquierda y derecha, detrás y delante, el mundo se curva hacia el abismo; sin embargo, yo estoy ahí, de pie, con los pies encima del mundo.

Robert Walser ilumina lo pequeño, lo desatendido, lo que no parece serio ni aparente. Ilumina lo que está en la sombra, y, por ello, para mí es como si sostuviera una linterna en la oscuridad. He aprendido de él que hay que considerar importante todo, porque todo es importante. He aprendido que todo puede ser importante y que todo puede volverse importante, y he aprendido que no hay nada insignificante. Robert Walser tiene un texto titulado «Cuando los débiles se creen fuertes». No solo escribió esa frase, sino que la experimentó, la dejó anotada para mí, para nosotros. La experimentó de manera rebelde y con regocijo...; sin duda, como una forma de resistencia en el fracaso y, sin duda, rebelándose también contra el éxito.

Robert Walser, para mí, plantea las preguntas: ¿Qué es éxito? ¿Qué es fracaso? ¿Estoy dispuesto a hacer un trabajo por encima de los conceptos de «éxito» y «fracaso»? Hemos de reconocer que no tener éxito no es sinónimo de ser una «víctima»; fracasar puede ser un acto heroico. Robert Walser es un héroe.

Quiero ver a Robert Walser como un héroe, pero no quiero guardármelo para mí solo, y a eso se debe el que me propusiera realizar esta selección de textos en colaboración con Reto Sorg, esta antología que, rescatando una palabra aún más bonita, podemos llamar «florilegio».

Thomas Hirschhorn

BERLÍN Y EL ARTISTA

EL GREIFENSEE2

Hace una mañana fresquita y me echo a caminar desde la gran ciudad, con su famoso gran lago, en dirección a ese otro lago pequeño y casi desconocido. Por el camino no me encuentro más que con lo poco que puede encontrarse una persona corriente por un camino corriente. Les doy los buenos días a unos cuantos segadores afanosos, y eso es todo; contemplo con atención las lindas flores y, de nuevo, eso es todo; empiezo a charlar conmigo mismo tranquilamente y, una vez más, eso es todo. No me fijo en ninguna particularidad paisajística, pues voy caminando y pienso que esto ya no tiene nada de particular para mí. Y ahí voy caminando y, según camino, ya he dejado atrás el primer pueblo, con sus grandes casas anchas, con sus jardines que invitan al descanso y al olvido, con sus fuentes que chapotean, con sus bellos árboles, granjas y tabernas y otras cosas de las que en este momento olvidadizo ya no me acuerdo. Sigo caminando y lo primero a lo que vuelvo a prestarle atención es a cómo resplandece el lago a través de un manto de hojas verdes y las silenciosas copas de los abetos; pienso: ese es mi lago, al que tengo que ir, hacia el que me siento atraído. De qué manera me atrae y por qué me atrae ya lo sabrá el propio lector amigo, si es que tiene interés en seguir con mi descripción, descripción que se permitirá ir saltando por caminos, prados, bosque, arroyo y campo hasta llegar al pequeño lago mismo, donde se detendrá conmigo y no alcanzará a maravillarse lo suficiente ante su belleza inesperada, tan solo sospechada en secreto. Dejemos, con todo, que sea esa belleza la que, con la típica exaltación, hable por sí misma: es un silencio blanco, vasto, delimitado una y otra vez por silencio verde y lleno de aire; es lago y es bosque que lo rodea; es cielo, y además un cielo tan azul claro, medio cubierto; es agua, y además un agua tan similar al cielo que solo puede ser el cielo, mientras que lo otro solo puede ser agua azul; es dulce silencio y amanecer azul cálido; un bello bello amanecer. No me salen las palabras, aunque me siento como si ya estuviera poniendo palabras de más. No sé de qué hablar de tan bello como es todo; todo está ahí sin más, por pura belleza. El sol ardiente cae del cielo en el lago, y este se vuelve todo entero un sol donde se mecen en silencio las sombras somnolientas de la vida que lo rodea. No hay perturbación alguna; adorable, todo está en la cercanía más perfilada, en la lejanía más indefinida; todos los colores de ese mundo interactúan y son un mundo de amanecer encantado y encantador. Con suma modestia asoman a lo lejos las altas montañas de Appenzell, no suponen ninguna fría disonancia, no, únicamente parecen algo verde, alto, lejano y borroso que forma parte del verde, tan maravilloso y suave en todo el entorno. ¡Oh, qué delicado, qué silencioso, qué intacto ha de ser todo ese entorno, cuando hace que el pequeño lago casi anónimo se vuelva él mismo tan silencioso, tan delicado, tan intacto!

Esta es la forma en que habla la descripción, de verdad: una descripción entusiasta, entregada. ¿Y qué más debo decir? Si tuviera que volver a empezar, debería hablar igual que ella, pues es lo que se corresponde por completo con la descripción de mi corazón. En todo el lago no veo más que un pato, nadando de un lado a otro. Me apresuro a quitarme la ropa para hacer lo mismo que el pato; me adentro nadando contentísimo, hasta que a mi pecho le cuesta respirar y se me cansan los brazos y se me quedan rígidas las piernas. ¡Qué placer, machacarse el cuerpo de puro contento! El cielo que acabo de describir, y lo he descrito con demasiado poco cariño, se extiende por encima de mí, y por debajo de mí se extiende una profundidad dulce, silenciosa; y, con el pecho oprimido, atemorizado, me esfuerzo por atravesar la profundidad para volver a llegar a la orilla, donde tiemblo y río y no puedo, casi no puedo, respirar. El antiguo castillo de Greifensee me saluda desde el otro lado, pero lo que me importa ahora no es en absoluto el recuerdo histórico, sino que más bien siento la ilusión de cómo será una noche que pasaré aquí, en este mismo lugar, y me pongo a imaginar cómo se verá el pequeño lago cuando la última luz del día se deslice sobre su superficie, o cómo será esto cuando floten incontables estrellas en las alturas… y vuelvo a echarme a nadar.