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Créditos

Ediciones Siruela

Jordi Sierra i Fabra

Banda Sonora

 

 

Y DIJO LA ESFINGE:
SE MUEVE A CUATRO PATAS
POR LA MAÑANA,
CAMINA ERGUIDO
AL MEDIODÍA
Y UTILIZA TRES PIES
AL ATARDECER.
¿QUÉ COSA ES?
Y EDIPO RESPONDIÓ:
EL HOMBRE.

A mi hijo Daniel

Gracias a los personajes reales de este libro, por permitir me utilizar sus nombres, y a los escenarios auténticos que en él se citan.

Gracias a todo, lo bueno y lo malo, de mi tiempo y mi generación, que me ha ayudado a escribirlo.

Y gracias a la música por darme siempre tanta energía.

Vallirana, Barcelona 1990-2003

1

Dejó de canturrear «Stairway to heaven» y se detuvo.

Le sorprendió el edificio. No era nuevo, pero tampoco parecía viejo. Esperaba otra cosa, guiado por las palabras de su madre, aunque tampoco hubiera podido precisar de qué tipo un minuto antes, al doblar la esquina y seguir la numeración hasta dar con la casa. Los automóviles pasaban cerca, zumbando, pegados al bordillo que culminaba la estrecha acera. Junto a la puerta de entrada vio un videoclub lleno de gente dada la hora. Los consumistas devoraban su alimento visual inmediato.

No tenía miedo, pero tampoco un excesivo valor. La palabra quizás fuese simplemente expectación.

Y nervios.

Después de todo, la última vez había sido hacía mucho tiempo, probablemente demasiado.

Suspiró de forma prolongada y entró en el vestíbulo de la escalera. Una portera, entregada a la contemplativa paz de su cubículo acristalado, junto al ascensor, le examinó mientras se acercaba. No le dejó abrir la puerta del camarín.

–¿Dónde va, joven? –quiso saber la celosa guardiana.

–Julián Prats –respondió él.

–Tercero primera.

–Sí, lo sé. Gracias.

Se coló dentro, cerró la puerta y pulsó el botón de su destino. El aparato se elevó a buen ritmo. Volvió a pensar en lo que iba a decir, a hacer. Una vez más se reconoció incapaz de llegar a tanto. No tenía por qué ser algo traumático.

A fin de cuentas era su padre.

¿Sería suficiente?

–¡Joder! –suspiró.

El ascensor se detuvo. Salió de él y se orientó en la penumbra del rellano. La primera puerta quedaba a su izquierda. Cerró la del aparato y ya no esperó más. Un timbre cantarín y agudo anunció su llegada. Tardó tres segundos en oír el primer movimiento al otro lado de la madera. Su corazón comenzó a latir a buen ritmo.

La puerta se abrió.

Todavía no la conocía, así que fue la primera sorpresa. Tendría unos treinta años y era muy guapa, considerablemente guapa. Su madre la había descrito a menudo como «la infeliz que le aguanta», y también con otra suerte de comentarios más despectivos, desde «una loca como otra cualquiera» hasta «el petardo con la que vive ahora». La primera impresión no se correspondía con nada de aquello. Claro que su madre también decía que él era muy confiado. La mujer que le sonreía llena de prudencia desde el quicio de la puerta destilaba energía. En sus ojos brillaba la determinación. En su cuerpo la plenitud. Esto último era visible pues llevaba unas mallas de ballet, muy ajustadas. Parecía estar haciendo ejercicio.

–¿Sí? –le preguntó curiosa ante su silencio.

–¿Está Julián?

–No, pero no puede tardar –los ojos de ella se dilataron de golpe–. ¿Tú no eres...?

–Vic –confirmó él–. Bueno, Vicente.

–Ésta sí que es una sorpresa. Adelante, pasa.

Mantuvo el ánimo, la sonrisa, y no ocultó un comedido asombro que no tenía nada de prevención, sino más bien de perplejidad. Cerró la puerta tras él y sin dejar de mirarle le señaló el pasillo.

–Podría volver...

–¡Pasa hombre, pasa y espérale! –le interrumpió decidida–. ¿He de decirte que estás en tu casa?

La precedió por el pasillo hasta una sala no muy grande coronada por una mesa, varios estantes con libros, un televisor y un vídeo. Las paredes del pasillo estaban llenas de pósters simbólicos, casi todos de los viejos grupos de su padre y también de algunos conciertos en los que intervino con ellos o solo. En algún lugar del camino su anfitriona recogió una toalla y se la puso por encima de los hombros. Al detenerse ambos cambió súbitamente de expresión, considerando una incierta posibilidad.

–¿Está bien tu madre? –preguntó.

–Oh, sí –la tranquilizó.

–Entonces me alegro aún más de esta visita. Por cierto, me llamo Montse –le tendió su mano.

–Hola –correspondió Vic estrechándosela con fuerza.

Le gustaba. Lo había hecho y dicho todo relajada y distendida. Tal vez fuese sólo una primera impresión, pero le gustaba. En realidad, y por lo que recordaba de su padre, era natural que fuese así.

Nadie puede vivir junto a una energía musical con piernas sin formar parte de su ritmo, o sin tenerlo por sí mismo.

–¡Dios mío! –suspiró Montse–. Eres su vivo retrato, ¿lo sabes? ¿Qué edad tienes ahora?

–Acabo de cumplir diecisiete.

–He visto fotos de Julián a tu edad. Es increíble. Ahí en el estudio hay más de una. Pasa, será mejor que le esperes allí. Así podrás husmear entre sus cosas... aunque, por tu bien, no remuevas nada ni se lo cambies de sitio. Es un quisquilloso con lo suyo, ¿sabes?

Indicó una puerta lateral situada a la derecha, y al mismo tiempo estornudó ruidosamente.

–Salud –dijo Vic.

–Será mejor que me seque el sudor y me cambie –admitió ella–. Lo dicho, estás en tu casa, ¿de acuerdo? Vuelvo en cinco minutos. El tiempo de ducharme y todo eso.

Le dejó sin esperar respuesta, así que acabó de entrar en lo que Montse había llamado «el estudio». Pronto entendió el motivo. Realmente era un estudio, no de grabación, pero sí de trabajo, ensayo y cualquier menester relacionado con la música. Se encontró en una gran sala de unos cuatro por seis metros cuadrados en la que, pese a todo, no quedaba mucho espacio para moverse. Las paredes estaban acolchadas, lo mismo que el techo, para aislar el ruido de fuera adentro y de dentro afuera. Dos de las paredes aparecían cubiertas de estanterías llenas de discos. La colección de su padre. Alrededor de unos diez mil álbumes. Todos en vinilo. Las otras dos quedaban reservadas a otros muebles más bajos y pequeños, cerrados, a las fotografías que colgaban de ellas apretadamente y a un buen número de aparatos y equipos, entre los que vio un par de magnetófonos de bobina, de dos y cuatro pistas, un excelente sistema de alta fidelidad y amplificadores, altavoces, ecualizadores, sintonizadores y demás. En el suelo descansaban dos cómodas butacas, varios taburetes, un piano eléctrico, un sintetizador, un órgano, una batería y un sinfín de pedales. No vio ninguna guitarra, pero no abrió los muebles para comprobar si se hallaban tras sus puertas como esperaba.

Todo era diferente allí. En el otro piso, hacía ya cuatro años de ello, no lo tenía tan bien puesto ni arreglado. Ni siquiera recordaba tantas cosas ni tanto instrumental. Claro que aquélla había sido una época difícil, una de las peores según escuchó y creía recordar. Su madre y los abogados marcaron precisamente entonces las diferencias.

Cuatro años. Ya no estaba siquiera seguro de conocerle.

Miró las fotografías. A muchos ni los identificaba, pero a otros sí. Los conjuntos de los años sesenta, Bravos, Sírex, Mustang, Lone Star, Canarios, Salvajes, Ángeles, Brincos; y también los de los años setenta, Máquina, Agua de Regaliz, Iceberg, Companyia Eléctrica Dharma, Orquesta Mirasol, Fusioon, Música Urbana, Triana, Asfalto. De los años ochenta apenas había fotos de músicos saltando a través del tiempo, veinte años después. Buenos tipos, como Max Suñer, Santi Arisa, Carles Benavent, su propio padre y otros. Julián Prats le sonreía desde la distancia, asomando en cada imagen. Allí estaban algunos de sus grupos, Los Agresivos, Talión, Mercado Persa, JJJ, Caña Brava...

Se acercó a los discos. Él apenas tenía un centenar de CD’s, comprados con todo el amor y la buena administración de sus ahorros, propinas y chanchullos. Se le hizo la boca agua y el oído música al ver las colecciones completas de Led Zeppelin, Muddy Waters, B. B. King, Eric Clapton a través de todas sus etapas y formaciones, Jimi Hendrix, Dire Straits, Jeff Beck y joyas varias, desde guitarras puros como Lee Ritenour, Pat Metheny o Larry Carlton a grupos del calibre de los Beatles, Rolling Stones, Police, Genesis, Yes, Deep Purple, Pink Floyd, Creedence Clearwater Revival y un larguísimo etcétera. Daría su vida por escuchar aquello detenidamente, y más por poseerlo.

En otro tiempo...

Si las cosas se hubieran producido de una forma diferente, ahora todo estaría en su propia casa, o él allí.

Sin embargo tampoco tenía ningún sentido pensar en ello.

Continuó mirando la colección de discos. De vez en cuando escapaba de sus labios un gemido, un gruñido o cualquier otro signo de admiración. Alvin Lee, John Mayall, John McLaughlin, Peter Green, Stephen Stills, Santana, incluso Robert Johnson, la leyenda del Delta. Un tesoro artístico. La historia recogida en apenas unos metros de estanterías.

Iba a abrir uno de los muebles, vencido por la curiosidad, para comprobar si su padre tenía aún las guitarras, cuando escuchó dos cosas.

Primero, la voz de Montse, gritándole desde alguna parte y con potencia, si quería tomar algo, que ya estaba lista. Segundo, casi al mismo tiempo de terminar ella y antes de que pudiera responder, el ruido de la puerta del piso al cerrarse después de que alguien hubiese entrado en él.

 

2

Volvió a sentir los mismos latidos fuertes y descontrolados de unos minutos antes.

La puerta del estudio estaba abierta, así que oyó la voz de su padre. A continuación la de Montse, esta última envuelta en un cuchicheo, aunque ni mucho menos sonase conspirador.

–Tienes una visita sorpresa.

–¿Ah, sí?

–Está en el estudio.

–¿Quién...?

–Vamos, quiero ver la cara que pones.

Vic estuvo a punto de sonreír. Montse parecía alegrarse, disfrutar de la situación. Sin recelos ni tensiones.

Se aproximaron unos pasos.

–No me digas que Carlos ha vuelto de Nueva York. ¡Te advierto que si es él...! –por la puerta del estudio asomó la figura de su padre. Montse quedó inmediatamente después, pero ya no le siguió.

El hombre dejó de hablar al verle.

Primero frunció el ceño. Fue apenas una fracción de segundo. Casi al momento dilató los ojos.

–¡Vicente! –logró exclamar venciendo la sorpresa.

–Llámale Vic –apuntó ella. Y agregó–: Os voy a dejar solos, ¿de acuerdo? Estaré por ahí.

Desapareció envuelta en su abierta sonrisa. Su ausencia les dio una extraña sensación de soledad. El silencio sólo quedó roto por la voz de la propia Montse, canturreando más allá de sí mismos.

–Vicente –repitió Julián Prats.

–Hola, papá –dijo él.

Pero no se movió.

Lo hizo su padre, dos, tal vez tres segundos después. Cubrió el escaso par de pasos que le separaba de su hijo y entonces vaciló. Sus miradas convergían. La del muchacho sostenía la de su padre, la de éste era como si quisiera abarcarle por completo y al mismo tiempo penetrar en él. A continuación Julián levantó una mano. Vic quiso estrechársela, pero no pudo. La mano subió hasta su hombro, se asentó en él, lo apretó.

Y entonces le atrajo hacia sí, con fuerza.

No fue un abrazo largo, pero sí intenso. En su brevedad brillaron todos los estímulos, alcanzaron la plenitud y se atemperaron de la misma forma, suave, contenida, vital. Cuando se separaron, en los ojos del hombre titilaba una luz.

–Bueno... esto sí es una sorpresa, de verdad.

Vic le observó. De vez en cuando, de forma esporádica, todavía salía alguna foto en los periódicos, o se le preguntaba algo en plan «vieja gloria». Pero el tiempo era el tiempo. Dos años antes le entrevistaron en TV3. Dos años después Julián Prats parecía el mismo. El cabello largo, ligeramente teñido de canas, como la barba y el bigote, la primera muy corta. Había oído decir que los cuarenta años de un músico eran más años que en cualquier otra cosa. Más desgaste.

Pero también más energía.

–¿Cómo estás, Vicente? ¡Oh, perdona, Montse ha dicho algo de Vic!, ¿no?

–No importa. Estoy bien, papá.

–¿Y tu madre? ¿No le ocurrirá nada? –se alarmó él de pronto.

–Está bien, muy bien.

–Me alegro –se tranquilizó el hombre–. ¿Sabe ella...?

–No. Esto es cosa mía.

–Entonces... me alegro aún más –reaccionó, superando su súbita inmovilidad, y señaló las dos butacas del estudio–. Vamos, siéntate. Tú no sé, pero a mí se me están doblando las rodillas.

Le obedeció. Ocupó la butaca que tenía más próxima y su padre se sentó en la otra. Volvieron a intercambiar sendas miradas, de reconocimiento, de reencuentro. Julián vestía de la forma en que lo había hecho siempre, muy informalmente, pero Vic no le iba a la zaga. Los dos llevaban pantalones vaqueros, camisetas y cazadoras. El mayor calzaba botas de cuero. El menor, zapatillas deportivas.

–Tienes muy buen aspecto, y has dado un estirón –dijo el hombre–. ¿Recibiste mi regalo el día de tu cumpleaños?

–Sí, gracias.

–¿Y ese pelo?

–¿Qué le pasa a mi pelo?

–Bueno, no sé, pensé que tu madre no te lo dejaría llevar tan largo.

–Oye, no fastidies.

–Sí, claro –volvió a sonreír–. Hace más de diez años que no la veo.

–Ha cambiado en algunas cosas, pero no en otras –advirtió Vic–. Yo estoy aquí por esta razón precisamente.

–Así que no es una simple visita de cortesía.

Su tono se revistió de matices. Por un lado la comprensión de un hecho, pero por el otro una cierta alegría y satisfacción.

De pronto, Vic le necesitaba.

–No –dijo él.

–De acuerdo, ¿qué quieres?

–Que hables con ella.

–¿Con Vicky? –era la primera vez que empleaba el nombre, sin referirse a la que un día había sido su mujer con el habitual y distante «tu madre». Se estremeció visiblemente–. ¿Estás loco? ¿Para qué?

–Quiero ser músico.

Fue toda una revelación, un impacto. Lo asimiló despacio, tratando de entender. Luego distendió la comisura izquierda de sus labios y elevó los ojos al cielo.

–Es increíble –suspiró–. Así que a pesar de todo...

–Supongo que eso se lleva en la sangre, ¿no?

–La mitad de tu sangre también es de ella, no lo olvides. Creía que haría de ti un buen médico, arquitecto... no lo sé, algo así.

–Es que eso es lo que pretende, papá.

Julián miró las manos de su hijo. Apreció los dedos largos, pero también una o dos callosidades delatoras, inapreciables para cualquier ser humano ajeno al oficio. No tuvo que preguntarle cuándo iba a empezar. Ya había empezado.

–¿Guitarra?

–Sí.

–¿Hace mucho?

–Dos años.

–¿Y Vicky...?

–No lo sabe.

–Será mejor que me lo cuentes todo –volvió a suspirar Julián–. Quítate la cazadora y ponte cómodo, ¿quieres? –y exclamó–: ¡Joder!

Esta vez el que sonrió, mientras se ponía en pie y obedecía su indicación, fue Vic. Lo había dicho como solía hacerlo él, alargando mucho la «e» y destacando la fonética de la «o», como si pronunciara dos sílabas en un cierto tono musical.

Cuestión de sangre, desde luego, al margen de tantos por ciento.

 

3

Fue hace dos años, como ya te he dicho –comenzó Vic–. Siempre me ha gustado la música, especialmente el rock y el blues. Un amigo tenía una guitarra y la tocaba siempre que iba a su casa. Se me ocurrió pedirle una a mamá y no veas cómo se puso.

–Sí, supongo que te echaría los perros encima, y te pondría mi ejemplo.

–Más o menos, pero el caso es que ahora necesito una guitarra, para empezar, y después que ella entienda que es mi vida y que quiero elegir por mí mismo las cosas. Está empeñada en que estudie algo, lo que sea, y a mí eso me da tres patadas, qué quieres que te diga. Lo que de verdad me va es la música.

–¿Tocas habitualmente?

–Sí, en un grupo. Bueno, lo formé yo. Soy el cantante y el guitarra, y también compongo la mayoría de los temas. ¡Pero no tengo ni siquiera mi propia guitarra! Hasta ahora he tocado con la de uno que se fue a trabajar fuera y me la pasó, pero vuelve la semana próxima. Además, sea como sea, éste es el momento decisivo.

–¿Por qué?

–Porque voy a terminar la ESO, y si no me planto acabaré perdiendo el tiempo para nada, porque tarde o temprano lo dejaré igual. Yo no quiero fingir, ni engañarla, ¿entiendes? Prefiero aclararlo todo de una vez, pasar el mal trago, los gritos y acabar con ese rollo.

–Y me necesitas a mí para que te apoye.

–Sí.

–Pues a buena puerta has llamado, hermano. A ti te echaría los perros, pero lo que es a mí, es capaz de sacarme los ojos, quitarme la piel a tiras y cocerme a fuego lento.

–Papá, yo no me atrevo a hacerlo solo. Sé que se subirá por las paredes. Tiene la obsesión de que haga una carrera, que sea «un hombre de provecho» –se estremeció al pronunciar estas palabras con reticente entonación–. ¡Yo no me veo de ejecutivo ni de pisamoquetas! Además, si ella se opone tanto a todo lo que suene a música, es por ti.

–Vaya hombre, o sea que la culpa de que lo tengas mal es mía, ¿no?

–Dice que todos los músicos son unos muertos de hambre, y que están locos, así que lo tengo crudo. Yo diría que... me lo debes.

–Oye, oye, no le des la vuelta al asunto según tu punto de vista, ¿vale? Yo ya soy gato viejo. La mayoría de los padres, y algunos en su sano juicio, se opondrían a que sus hijos fuesen músicos. Y lo malo no es que quieran o no quieran, lo malo es que para ser músicos hemos nacido en el peor de los países, aunque ahora parece que las cosas son diferentes y cualquier grupito de mierda incluso vende discos. Esto es España. Aquí a la música se le ha dado por el culo siempre. Ésa es la raíz. Si hubiera estructuras, medios, profesionalidad, circuitos, locales, e incluso una guitarra no fuera un lujo, sino un instrumento de trabajo, las cosas serían muy distintas.

–Ya es distinto, tú lo has dicho. Y en el futuro...

–El futuro es el futuro, y ahora es ahora. Es ahora cuando tú quieres elegir tu camino, no dentro de cinco años.

–No vas a pedirme que siga estudiando y lo intente dentro de cinco años, ¿verdad? –preguntó Vic con horror.

–No, claro que no –dijo Julián–. Lamento decirlo, pero nunca he creído en los títulos. El que vale, vale para todo, siempre y cuando tenga ganas de trabajar y de meterse hasta las cejas en lo que haga, sin medias tintas. De todas formas... es un tema delicado. No soy el mejor de los ejemplos, y tu madre tiene razón. ¿Cómo pretendes que vaya a verla y te apoye?

–Ella siempre dice que no tienes el menor interés por mí. Eso la convencería de lo contrario.

–Sigues dándole la vuelta según tu conveniencia –rezongó Julián–. A lo mejor serías un buen político –se dejó caer hacia atrás y movió la cabeza horizontalmente. Al volver a hablar su voz se revistió de acritud–. ¿Interés? ¡Claro que he tenido interés! ¿Cómo no iba a tenerlo? Pero he tenido que permanecer siempre en la distancia, para evitar líos. Todo lo que pasó fue... triste, desagradable. Una guerra, ¿entiendes? Tú eras demasiado pequeño. Cada vez que te vi después de la separación, y lo hacía de uvas a peras, era un infierno. Vicky te ha protegido de mí como si yo apestara, pero el hecho de no verte no quiere decir que no sepa de ti, al menos lo justo e imprescindible, te lo advierto.

–Lo sé, ¿o crees que estos últimos cuatro años no he esperado el día de mi cumpleaños para ver si seguías acordándote?

–Fueron los abogados los que...

–Vale, papá. A mí no tienes que justificarme nada, en serio.

Julián Prats cerró los ojos.

–¡Mierda! –dijo.

No volvió a abrirlos a lo largo de un buen puñado de segundos, y Vic prefirió no hablar. Mantuvo el silencio que le permitió a su padre recuperarse, estabilizar sus emociones.

–Me gusta que no te cortes –dijo de pronto el hombre, aún con los ojos cerrados–. Vienes aquí, te presentas después de un largo tiempo, y dices lo que piensas. Eso es bueno.

–Para mí esto es muy importante, papá –reconoció Vic–. Haré lo que tenga que hacer de todos modos, pero no quiero que mamá sufra, al contrario: quiero que lo entienda. Tal vez no lo acepte, pero al menos puede entenderlo, y sería suficiente, más de lo que espero ahora mismo. Si lo estropea... tal vez me fastidie unos meses, un año, pero está claro que no quiero estudiar, que sé para lo que valgo, y que a los dieciocho, si es necesario, me largaré de casa.

–¡Eh, eh, calma, no te pases! –le detuvo Julián envarándose.

–¿Que no me pase? ¡Papá, tú te fuiste a los quince!

–¡Eran otros tiempos!

–¡Oh, sí, los años sesenta, la década prodigiosa, el origen!

–¡Y muchas más cosas que tú no sabes! –volvió a gritar el hombre–. Tú tienes un hogar estable, sin padre, pero estable. Yo no tenía nada de eso. Yo tuve que buscarme la vida desde que supe que dos y dos eran cinco. ¡Lo que estás diciendo no tiene ningún sentido!

–Entonces, ayúdame a hacer las cosas bien.

–Pero ¿es que no ves que no puedo hacer nada?

–Di mejor que no quieres. ¿Tanto miedo te da mamá?

–El simple hecho de que quieras ser músico hará que me odie aún más, pero es que si encima voy a decírselo... es capaz de pensar que todo este tiempo he actuado a sus espaldas.

Vic se puso en pie. No ocultó su frustración ni su ira.

–Es la primera vez que te pido algo, papá. La primera vez en la vida si no recuerdo mal, y es probable que sea la última. Creía que tú lo entenderías.

–¡Y lo entiendo! ¡Maldita sea, lo entiendo! Por un lado... me da miedo, porque sé de qué va ese rollo, pero, por el otro... ¿crees que no siento algo aquí? –se tocó la parte superior izquierda del pecho con el dedo índice de su mano derecha–. ¡Me siento orgulloso!

–La última vez que te vi en televisión dijiste que no hay nada mejor que la música.

–Y no lo hay, pero no dije que junto a esto existe otra verdad: que tampoco hay nada peor que el entorno del mundo de la música, el maldito tinglado, la trastienda, de lo que no se entera el público, pero con lo que ha de vivir el músico. ¿Y sabes algo? Ésa es siempre una guerra perdida. Todo lo más se sobrevive, hasta las grandes estrellas, a pesar de sus millones, y en España no hay grandes estrellas, lo sabes. Yo puedo añadirte que sólo hay grandes frustraciones. Dime un solo rockero de mi edad que sea rico o esté aún en el candelero.

–¿Tocaste tú para ser rico o famoso?

Julián expulsó una bocanada de aire. Él también se puso en pie.

–No –reconoció–. Yo sólo quería ser feliz, vivir y sacar lo que tenía dentro.

Abrió uno de los armarios cerrados. En su interior, perfectamente alineadas, vio Vic el gran tesoro profesional de su padre, junto a la colección de discos: sus guitarras. Calculó no menos de una docena, aunque su sola imagen le encogió el ánimo y le hizo rozar el desconcierto. Julián sacó una Ovation Adams. Cerró las puertas del armario y se la puso en las manos.

–Quiero comprobar algo antes de seguir hablando –suspiró–. Veamos qué sabes hacer.

Vic apenas se movió. Sus dedos acariciaron la madera. Su padre probablemente no tuviese un duro, pero sólo aquella guitarra debía superar el medio millón de pesetas, tal vez llegase incluso a los tres cuartos.

–Vamos, toca algo –le apremió él.

–¿Qué quieres que toque?

–Lo que sea. Únicamente quiero ver qué tal andas de técnica, digitación y todo eso.

Vic se sentó de nuevo, esta vez en un taburete. Acomodó la guitarra encajonándola contra su cuerpo y la apoyó sobre su pierna izquierda. Primero la hizo sonar, cuerda a cuerda. Estaba perfectamente afinada, y ese simple sonido ya era como una melodía pura. Después hizo una serie de escalas, para desanquilosar los dedos. Los nervios, más por tocar con aquella maravilla que por hacerlo delante de su padre, desaparecieron con la vibrante cadencia sonora.

De pronto arrancó con los primeros compases de «Layla».

Hizo toda la entrada del tema, hasta el comienzo de la parte cantada. Entonces cambió súbitamente y punteó el inicio de «Smoke on the water». También en este caso al llegar al grueso de la canción optó por una variación que le llevó a la dulce sonoridad acústica de «House of the rising sun». En ella se dejó llevar más por la distensión que la misma música le producía y la interpretó a lo largo de un par de minutos. Ninguno de los dos se dio cuenta de que Montse acababa de aparecer en la puerta del estudio, apoyándose en el marco acolchado. Vic coronó el final de su breve demostración con algo de cosecha propia.

Miró a su padre.

–¿Conoces «Spoonful»? –preguntó Julián.

–¿El original de Dixon o la versión de Clapton?

–Cualquiera me vale.

La tocó a lo largo de otro minuto. Optó por la síntesis pura de Dixon, pero la remachó con unas florituras finales.

Julián Prats estaba muy serio.

–No seas frívolo –dijo–. «Sunshine of your love.»

Le obedeció. Esta vez tuvo un ligero fallo, pero rectificó enseguida. No daba la sensación de ser un examen, pero Julián no varió su actitud atenta. Sus ojos no se apartaban de las manos de su hijo.

–«I’m going home.»

Continuó respondiendo a las peticiones de su padre. «I’m going home», «Black magic woman», «The song remains the same», hasta llegar a una que ya no conocía. Julián se dio cuenta de la presencia de Montse y miró hacia ella. No hizo falta que le dijera en voz alta que Vic era bueno, muy bueno, sorprendentemente versátil y rápido para su edad, sin olvidar sus conocimientos musicales.

Vic comenzó a tocar una vieja canción compuesta por su padre más de veinte años atrás.

Julián le impidió que continuara.

–Parece que te has mamado los orígenes, ¿verdad? –consideró–. Blues, rock, años sesenta...

–Sí, desde luego.

–¿Nada de música actual?

–No nos da por ahí. Preferimos el rock.

–Ahora todo es electrónica, hip-hop...

–Ya.

–¿Y tu grupo?

–Son buenos. Estamos muy unidos y sonamos bien. Al menos es lo que yo creo.

Volvió a mirar la guitarra que esperaba entre sus manos. Hizo ademán de ir a tocarla de nuevo, pero en esta ocasión no lo consiguió. La voz de Montse se lo impidió, al menos de momento.

–Te quedarás a cenar –dijo.

Y no fue una pregunta. Más bien sonó como una orden, o cuando menos como la más natural de las evidencias.

 

4

Vic volvió a ocupar su sitio en la mesa, frente a un buen plato de arroz con leche. Abrió los ojos considerando si iba a poder comer algo más, pero la apetitosa presencia le animó a seguir.

–¿Había llegado ya? –preguntó Montse.

–Sí.

–¿Qué le has dicho?

–Que llegaría más tarde y que estaba en casa de un amigo.

–¿Algún problema? –quiso saber Julián.

–No, de hecho tengo bastante libertad, no puedo quejarme. Mamá tampoco para mucho en casa –probó el arroz con leche y cinceló una sonrisa extática en su rostro–. Está buenísimo.

–No creas que me resultó fácil encontrarla –apuntó Julián poniendo su mano sobre el brazo de Montse–. Puse un anuncio en el periódico y la escogí entre doscientas candidatas.

–Sabes muy bien que te escogí yo a ti, querido –objetó ella–, aunque todavía no entiendo el motivo. Creo que fue una hora baja.

–Te enamoraste de mis manos.

–Eso sí es cierto: era lo único que se veía en aquel agujero.

–¿Dónde fue eso? –inquirió Vic.

–En un pequeño club que ya no existe, cerca de aquí, por la plaza del Diamant.

Sonó el teléfono. Montse, que acababa de ponerse en pie, se dirigió hacia él saliendo del salón-comedor. El aparato estaba en el dormitorio, a mitad del pasillo. Al quedarse solos, Julián le guiñó un ojo a su hijo.

–Es guapa, ¿verdad? –dijo refiriéndose a su compañera.

–Sí, y parece muy... –no encontró la palabra adecuada.

–Vital –le ayudó su padre–. Vital y alegre. Siempre tiene una sonrisa en los labios, y no se arredra por nada. No sé qué habría hecho sin ella, porque en cuestión de mujeres nunca he tenido buena suerte... y no lo digo por tu madre, ¿de acuerdo?

–Tuvisteis un mal rollo, vale. Eso pasa.

–Fue algo más que eso: fue una guerra. Al menos entonces.

No quería hablar de ello. El regreso de Montse le ayudó. La mujer ocupó su puesto mientras decía:

–Es Paco. No te enrolles demasiado, que ése es la leche. Julián hizo un gesto de fastidio. Engulló las dos últimas cucharadas de su postre y se levantó. Al quedarse solos Vic y Montse sobrevino un breve silencio, roto únicamente por la voz de Julián hablando en la distancia por teléfono. El muchacho no supo qué decir, hasta que ella rompió la calma.

–Dale tiempo –dijo.

–¿Qué?

–Dale tiempo –repitió Montse–. En realidad, esta visita, y el hecho de que le hayas pedido ayuda, le ha hecho mucho bien. Habla mucho de ti, y no sabes cuántas veces le he oído lamentarse de que no pudiera verte por miedo a tu madre.

–Bueno, ella tampoco es tan fiera.

–Eso ya no lo sé, pero sí sé lo que él ha estado sufriendo. Encima le has dado una buena sorpresa.

–¿Por lo de que quiera ser músico?

–Sí. Ahora mismo te apuesto lo que quieras a que no sabe si dar saltos de alegría o empezar a preocuparse como nunca lo hizo en la vida.

–No entiendo ese contrasentido.

–Te lo ha dicho él mismo. No he conocido a nadie que ame y sienta la música tanto como tu padre, pero sabe lo que te espera, lo que le espera a cualquiera que esté tan loco como para lanzarse a la aventura. Ya le has oído, y por lo poco que sé de esto en los años que llevo con él, sé que no es Hollywood. Es España. Aquí de la música no se acuerda nadie hasta que hay elecciones y los políticos necesitan montarse en el carro de la marcha para captar votos o llenar una plaza de toros. Es bastante deprimente. ¿Crees que él, por tener cincuenta años, ha de estar ahí, arrinconado en el cajón de las leyendas? ¿Crees que es lógico que le llamen carroza los niñatos saltarines de hoy o que no pueda vivir de su arte porque sólo le llaman de tarde en tarde y siempre para homenajes o rollos «retros»? Si no se lo montasen varios como él de vez en cuando, se pudriría. Y lo increíble es que aún toca la guitarra como nadie. En Estados Unidos daría conciertos, recitales, sería un líder y se le apreciaría, actuaría en festivales como el de Newport o se pasearía por Europa actuando en el de Montreux. Aquí no graba discos, no hay actuaciones, y así es cómo se los entierra a todos en vida.

–Algunos siguen.

–Malviven –le rectificó ella–. Actúan en salas baratas, haciendo música de baile en una orquesta, o graban un disco que se autoproducen y que compran doscientas personas. Son tres especies muy diferentes: los que se arrastran, los que lo dejan por dignidad, y los que siguen a caballo de ella consumiéndose y haciendo lo que pueden.

–Pero ahora es distinto –objetó Vic–, y lo será más en el futuro.

–Mira, yo no quiero desilusionarte, en parte por tu padre, aunque también esté tranquila porque sé que no me harás caso, a Dios gracias, pero esto seguirá siendo España. No digo que no vayas a conseguirlo, sólo digo que has escogido lo más bonito, pero al mismo tiempo lo más jodido. Es tu vida, has de probarlo, vivirlo. Tu padre es consciente de ello, pero eso no impide que esté tan preocupado como sorprendido. Apareces tú, después de varios años, y le dices que vas a seguir sus pasos y que te ayude con tu madre. Es fuerte, ¿no crees?

–¿Me ayudará?

–¡Claro que te ayudará! No quiere que pases por lo que él pasó, ni que cometas los mismos errores u otros nuevos, pero te ayudará. Nunca evitaría que una persona sea libre y haga lo que quiera, al contrario, y menos tú. Para eso hizo «su revolución» en los años sesenta. Y estoy por decirte algo más: pienso que le estás haciendo un favor mayor del que él pueda hacerte a ti.

–¿Por qué?

Montse hizo un gesto vago con las manos.

–Hay algo llamado ilusión –dijo–. Unas veces se tiene y se pierde, otras no se tiene y aparece como novedad. En el caso de Julián digamos que... la tenía dormida. ¿Cantas y compones igual de bien que tocas la guitarra?

Vic se encogió de hombros.

En el dormitorio, Julián se despedía de su interlocutor telefónico. Oyeron el chasquido del auricular al ser depositado en el aparato. Montse le guiñó un ojo.

–Recuerda –apostilló–: dale tiempo.

Julián reapareció inmediatamente. Sonreía. Fluía de él una fuerte vitalidad. Le dio un beso a su compañera en la frente y se sentó de nuevo a la mesa.

–¿De qué habéis hablado? –preguntó.

–De cine –mintió ella.

–¿De cine? Oye, que el chico quiere ser músico, no Tom Cruise.

–Pues menos mal, porque si fuera Tom Cruise, lo tendrías crudo, querido. Me iría con él.

–¡Eh, se va a pensar que lo nuestro es sólo físico! –protestó Julián.

–Y gastronómico –advirtió Montse.

–Ha venido a buscar a un padre. Necesita estabilidad.

Montse se echó a reír y Julián la secundó. Vic se incorporó a ellos entrando de nuevo en el relajado ambiente del que no se sentía ni mucho menos extraño.

–Voy a preparar café –dijo ella.

–Sí, y nosotros hablaremos de cosas serias –el hombre la observó mientras se alejaba. Al quedarse los dos solos no esperó para hacerle la primera pregunta–: Escucha, Vicente... ¿por qué lo de Vic?

–Me pareció más divertido.

–Bueno, pues escucha, Vic, suponiendo que tu madre claudique, cosa que sinceramente veo algo así como imposible, ¿qué planes tienes?

–Acabar la ESO en junio y buscarme la vida, trabajar en algo para sacar dinero y así poderme comprar la guitarra.

–Sé que eres un buen estudiante.

–Sí, pero por obligación. Me fastidia suspender y perder más tiempo en eso, así que lo que quiero es acabar cuanto antes.

–¿Cuántos formáis el grupo?

–Cuatro. Tres tíos y una tía, la teclista.

Vic se movió inquieto en su silla.

–Oye –suspiró–, se hace tarde y tendré que irme dentro de cinco minutos. ¿Vas a hablar con mamá o no?

–¿Voy a saltar por esa ventana o no?

–¡Vamos papá, que tampoco es eso!

Julián Prats movió la cabeza indeciso y volvió a elevar los ojos al cielo, repitiendo un gesto anterior. Fue a decir algo de las prisas de la gente joven, pero se abstuvo. De alguna forma era algo más que un ejemplo para su hijo. Era un héroe.

No tenía ningún sentido establecer distancias generacionales.

–¿Necesitas una respuesta ahora?

–Sí.

–¡Joder! –gimió con la misma cantinela de la primera vez.

–Las cosas no van a estar peor de lo que ya están entre vosotros, y a mí me va todo. Además, lo hago por ella tanto como por mí. Si se lo digo yo empezará a gritarme, se echará a llorar y ya estará todo fastidiado.

–A mí me matará.

–Puede –dijo Vic sin pasión–, pero así sacará lo que lleva dentro y lo más seguro es que luego se quede como una seda.

––