Natsume Sōseki
Traducción del japonés a cargo
de Yoshino Ogata
Echó una cabezada, y cuando abrió los ojos la mujer seguía allí. Ahora hablaba con un hombre mayor, el granjero que se había subido al tren dos estaciones antes. Sanshiro le recordaba. El tipo había logrado encaramarse al interior del vagón en el último momento, mientras daba un berrido. En cuanto estuvo arriba, se desnudó hasta la cintura, descubriendo una espalda plagada de cicatrices de quemaduras. Sanshiro vio cómo se secaba el sudor del cuerpo, se ponía un kimono y se sentaba junto a la mujer.
La mujer había llamado la atención de Sanshiro desde el mismo momento en que se había subido, en la estación de Kioto. Tenía la piel muy oscura, casi negra. Desde que había desembarcado del ferry que le trajo desde Kyushu,[1] y conforme el tren se fue aproximando a Hiroshima, y después a Osaka y a Kioto, Sanshiro pudo observar cómo la tez de las lugareñas cambiaba de modo sutil, y se volvía cada vez más y más pálida; así que, incluso antes de haber podido darse cuenta, Sanshiro ya había empezado a sentir nostalgia. Entonces ella entró en el vagón, y él sintió al momento que había ganado un aliado del sexo opuesto: era una mujer que tenía el color de las mujeres de Kyushu.
Su piel tenía la misma tonalidad que la de Omitsu Miwata. En casa, siempre había considerado a Omitsu una chica exasperante, y se había alegrado de poder alejarse de ella. Pero ahora veía que después de todo el tipo de Omitsu podía tener su atractivo.
Los rasgos de esta mujer, de todas formas, eran con mucho superiores a los de su amiga. Su boca era firme, sus ojos despiertos. Carecía además de la enorme frente de Omitsu. Había algo agradable en la forma en que todo armonizaba en ella, y se había sorprendido mirándola varias veces, sin poder apartar los ojos de ella.
Varias veces se encontraron sus ojos. Él había podido echarle una larga y detallada mirada cuando el viejo tomó posesión de su asiento. Ella había sonreído y le había hecho sitio, y poco después Sanshiro se había quedado traspuesto.
La mujer y el viejo debían haber entablado conversación mientras él dormía. Ahora que se había despertado, Sanshiro se dedicó a escucharlos.
Hiroshima no era lugar para comprar juguetes, decía la mujer. Los había mucho más baratos y mejores en Kioto. Se había visto obligada a hacer una pequeña parada en esa ciudad, de todas formas, y había aprovechado para comprar algunos cachivaches cerca del Templo Tako-Yakushi. Estaba contenta por su tan demorado regreso a casa, donde sus hijos la estarían esperando, pero le preocupaba tener que vivir otra vez con sus padres ahora que ya no iba a recibir más dinero de su marido. Este trabajaba en el almacén de la marina en Kure, pero durante la guerra se había visto obligado a marcharse a Port Arthur. Una vez acabada la guerra, había regresado junto a ellos durante una temporada, pero poco después se marchó de nuevo, esta vez a Dairen, pensando que allí podría hacer fortuna. Al principio llegaban cartas suyas con regularidad y todos los meses enviaba dinero, pero en el último medio año no habían recibido ni dinero ni noticias. Ella no dudaba de él pero no podía seguir viviendo en Hiroshima sin dinero, así que, por lo menos hasta que se enterara de lo que había pasado, no tenía más remedio que volverse a la casa de sus padres.
No parecía que el viejo conociera el Templo Tako-Yakushi o que le importaran un pimiento los juguetes. Al principio apenas respondía a lo que le decía la mujer, pero la mención de Port Arthur pareció arrancarle una inesperada muestra de compasión. Su propio hijo había sido reclutado por la Armada y había muerto allí, dijo. ¿Por qué entrar en guerra, de todas formas? Si al menos la guerra diera paso a épocas de prosperidad, el asunto podría tener algún sentido, pero la gente perdía sus hijos y aun así los precios seguían subiendo; ¡era tan estúpido! Cuando había paz, además, los hombres no se sentían tentados a marcharse a otros países a hacer fortuna. ¡Todo era por culpa de la guerra! En cualquier caso, dijo, tratando de reconfortarla, lo más importante en aquel momento era que mantuviese la fe. Su marido estaba vivo, trabajando, y seguro que muy pronto volvería a su lado. Cuando llegaron a la siguiente estación, el anciano le deseó buena suerte a la mujer y bajó al andén dando un enérgico salto.
Cuatro pasajeros más siguieron al anciano y solo uno vino a reemplazarlos. Si desde el principio había estado lejos de verse abarrotado, ahora el vagón parecía casi desierto. Puede que esa sensación se viera acentuada por el hecho de que la luz del sol había empezado a declinar. Los peones de la estación recorrían pesadamente el tejado del tren, introduciendo lámparas de aceite encendidas por la parte superior de los portalámparas.
Como si esto le hubiera recordado la hora que era, Sanshiro empezó a dar buena cuenta de la caja de comida que había comprado en la última estación.
No llevaba el tren ni dos minutos de nuevo en marcha cuando la mujer se levantó de su asiento y se deslizó hacia la puerta pasando por delante de Sanshiro. El color de su obi[2] captó su mirada súbitamente. Se metió la cabeza hervida de un pez ayu [3]en la boca, hincándole el diente varias veces. Vio cómo la mujer salía del compartimento. «Probablemente irá al lavabo», caviló.
Pocos minutos después estaba ya de vuelta. Ahora podría verla de frente. Intentó dejar de pensar en ella y concentrarse en terminar su cena. Bajó la mirada y, escarbando con los palillos, engulló tres o cuatro generosos bocados de comida. La mujer, sin embargo, aún no parecía haber vuelto a su asiento. ¿Sería que prefería quedarse de pie en el pasillo, como si nada? Elevó entonces los ojos y la sorprendió frente a él, mirándolo. Justamente en ese momento ella se volvió. Pero en vez de pasar por delante de Sanshiro y regresar a su sitio, se encaminó hacia la ventana y asomó la cabeza. Su mirada era larga y silenciosa. Los mechones de su cabello se agitaban con las ráfagas de viento. Entonces, reuniendo fuerzas, Sanshiro arrojó la caja de madera de su comida, ya vacía, por la ventana. Un estrecho panel de cristal era todo lo que separaba la ventana de Sanshiro de la de la mujer. Un instante después, la tapa rebotó en el tren como un relámpago, y Sanshiro se dio cuenta de que había cometido una estupidez. Por más que miró a la mujer, no pudo estar seguro de si la caja la había golpeado, porque aún seguía asomada a la ventana. Ella metió la cabeza con calma y se frotó suavemente la frente con un pañuelo estampado: lo más adecuado sería disculparse.
—Lo siento.
—No se preocupe.
La mujer se limpiaba la cara. No había nada más que él pudiera decir. Ella, por su parte, también se quedó en silencio, y se asomó de nuevo por la ventanilla. Sanshiro pudo distinguir a la débil luz de las lámparas de aceite las caras soñolientas de los otros tres o cuatro pasajeros que había en el compartimento. Ninguno hablaba. Lo único que se escuchaba era el bramido incansable del tren. Sanshiro cerró los ojos.
—¿Cree que llegaremos pronto a Nagoya?
No sabía cuánto tiempo había pasado. Era la voz de la mujer. Sanshiro abrió los ojos y se sobresaltó al encontrársela inclinada hacia él, con su rostro casi rozándole.
—Supongo— contestó, aunque no tenía ni idea, pues este era su primer viaje a Tokio.
—¿Cree que el tren llegará con retraso?
—Probablemente.
—Yo me bajo en Nagoya, ¿y usted?
—Yo también.
Bueno, de hecho aquel tren solo llegaba hasta Nagoya. Realmente, tenían muy poco que decirse. La mujer se sentó en diagonal respecto a Sanshiro y durante un rato no se escuchó nada más que el traqueteo del tren.
Cuando llegaron a la siguiente estación la mujer se dirigió de nuevo a él. Odiaba molestarle, pero ¿podría por favor ayudarla a encontrar un alojamiento cuando llegaran a Nagoya? Se sentía incómoda haciéndolo ella sola, dijo. Él pensó que su petición era bien razonable, pero no quiso mostrarse deseoso de acceder. Ella era una extraña y, lo que es más, era una mujer. Mantuvo su pose dubitativa todo lo que pudo, pero no tuvo el valor de rehusar. Le dio una respuesta vaga y poco comprometedora. Poco después, el tren llegó a Nagoya.
Había facturado su gran baúl de mimbre directamente para Shinbashi, en Tokio, así que eso no supondría una molestia. Cuando bajó al andén, lo hizo apenas con una pequeña bolsa de lona y un paraguas. Llevaba puesta además la gorra de verano de su escuela, pero le había arrancado el emblema para que se notase que ya se había graduado. El trozo que había quedado al aire se veía aún nuevo, pero le alivió pensar que el efecto solo se percibía a la luz del día. Notó que la mujer le pisaba los talones, y se sintió algo avergonzado por la gorra; pero en aquel momento no había nada que él pudiera hacer. Para ella, supuso, la gorra no sería más importante que cualquier otro sombrero cualquiera, viejo y estropeado.
Ya habían dado las diez. El tren, que debía haber llegado a las nueve y media, se había retrasado cuarenta minutos. Aun así, como era verano, las calles estaban abarrotadas, y había tanto barullo como si la noche acabara de comenzar. Había varias fondas y posadas frente a la estación, edificios de tres plantas iluminados con bombillas eléctricas, pero Sanshiro pensó que quizás eran demasiado suntuosas para él. Pasó de largo sin dignarse a considerarlas siquiera. No había estado nunca antes en aquella población, así que no tenía ni idea de adónde se encaminaba; se limitó a dirigirse hacia las calles más oscuras, con la mujer siguiéndole en silencio. Dos manzanas más abajo, al final de un callejón medio desierto, atisbó el letrero de una posada. Estaba sucio y descolorido: justo lo que estaba buscando.
—¿Qué tal ahí? —dijo mirando a la mujer.
—Está bien.
Atravesó la cancela de una zancada. La pareja fue recibida efusivamente en la entrada y, en menos que canta un gallo, conducida a una habitación en cuyo umbral había un cartel que rezaba: «Ciruela. Número 4». Todo ocurrió tan deprisa que Sanshiro no tuvo siquiera oportunidad de aclarar que no viajaban juntos.
Así que se sentaron el uno frente al otro con la mirada perdida mientras la camarera se marchaba a preparar el té. Poco después, volvió a entrar con una bandeja y anunció que el baño estaba listo. Sanshiro no pudo reunir el valor para decirle la verdad. En lugar de eso, cogió una toalla y, excusándose, se dirigió al baño, que quedaba al final del pasillo, justo al lado del retrete. El cuarto estaba mal iluminado y parecía bastante sucio. Sanshiro se desvistió y después saltó al interior de la bañera, mientras reflexionaba sobre lo que estaba pasando. Ciertamente, era una situación difícil en la que se había metido. Estaba chapoteando en el agua caliente cuando, de repente, escuchó unas pisadas que se acercaban por el pasillo. Alguien entró en el retrete y varios minutos después pasó a la zona del baño. Cuando el agua dejó de correr, la puerta de la sala del baño chirrió mientras se abría a medias.
—¿Quiere usted que le frote la espalda? —preguntó la mujer desde el umbral.
—No, gracias —contestó Sanshiro intentando aparentar aplomo. Pero ella no se arredró. En lugar de eso, penetró en la estancia y empezó a desatarse el obi. ¡Era evidente que pensaba bañarse con él, y en absoluto parecía azorada por ello! Sanshiro saltó fuera de la bañera, se secó apresuradamente y volvió a la habitación. Se sentó en un cojín e intentó tranquilizarse. En esto la camarera entró con los papeles del registro.
Sanshiro se los arrebató y escribió: «Nombre: Sanshiro Ogawa. Edad: veintitrés. Profesión: estudiante. Dirección: Aldea de Masaki, Condado de Miyako, Provincia de Fukuoka». Una vez tuvo rellena su parte, se dio cuenta de que había que rellenar la de la mujer, y no supo qué hacer. La camarera estaba empezando a impacientarse. No tenía otra opción, así que escribió «Nombre: Hana Ogawa. Edad: veintitrés. Dirección: ver arriba». Acto seguido, devolvió la hoja de registro y empezó a abanicarse enérgicamente.
Por fin la mujer volvió a la habitación.
—Perdone si le ha incomodado que le haya seguido —dijo.
—En absoluto —contestó él.
Sanshiro sacó un cuaderno de su bolsa y se dispuso a anotar una entrada en su diario. No había gran cosa que reseñar, al menos mientras ella estuviera presente.
—Perdone, pero tengo que salir un momento —dijo la mujer, y entonces se marchó de la habitación. Si antes escribir era difícil, ahora resultaría imposible. ¿A dónde diablos iría ahora esta lunática?
La camarera entró para preparar la cama. Trajo únicamente un futón de matrimonio, y cuando Sanshiro le indicó que necesitarían dos, ella no pareció hacerle mucho caso. El cuarto era muy pequeño y el mosquitero quedaría escaso, dijo —y era demasiada molestia, podría haber añadido. Finalmente, dijo que preguntaría al recepcionista cuando volviera y vería si podía traerle otro colchón. Entonces se empeñó tercamente en colgar un solo mosquitero y embutir el futón de matrimonio dentro.
La mujer volvió en seguida, disculpándose por haber tardado tanto. Empezó a hacer algo en la penumbra bajo el mosquitero y al cabo de un rato se oyó un sonido metálico, probablemente de uno de los juguetes de los niños. Luego escuchó cómo la mujer volvía a empaquetar su fardo, tras lo cual anunció que se iría a la cama. Sanshiro apenas alcanzó a responderle. Se sentó en el quicio de la puerta, abanicándose. Pensó que quizá sería mejor pasarse la noche así, pero los mosquitos zumbaban por doquier amenazando con acribillarlo en cuanto se descuidase: sería imposible aguantar aquello fuera del mosquitero. Así que se levantó, cogió de su bolsa una camiseta y unos calzones de muselina, se los puso y se ató un obi azul oscuro alrededor de la cintura. Entonces, agarrando dos toallas, se introdujo bajo el mosquitero. La mujer estaba aún abanicándose en la esquina más alejada del lecho.
—Lo siento, es que soy bastante delicado y no me gusta dormir en un futón extraño. Si no le incomoda, voy a hacerme una protección antipulgas, pero no deje que eso la moleste.
Enrolló su parte de la sábana hacia el lado donde descansaba la mujer, edificando una especie de larga muralla de ropa blanca en el centro del lecho. La mujer se dio la vuelta hacia el otro lado. Sanshiro extendió las toallas de punta a punta sobre su parte del futón, y después encajó su cuerpo en el largo y estrecho espacio que quedaba. Aquella noche, ni una mano ni un pie osaron pasar más allá de la estrecha empalizada de toallas de Sanshiro. Este no dirigió ni una palabra a la mujer. Y ella, vuelta hacia la pared, no osó moverse.
La larga noche terminó por fin. La mujer se lavó la cara y se arrodilló ante la mesa baja del desayuno, sonriendo.
—¿Encontró alguna pulga anoche?
—No. Gracias por preguntar —dijo Sanshiro con voz seria. Miró hacia abajo y atacó con sus palillos un pequeño recipiente con judías dulces.
Pagaron y abandonaron la posada. Solo cuando estuvieron en la estación la mujer le anunció que se marchaba. Tomaría la línea de Kansai a Yokkaichi. El tren de Sanshiro apareció poco después; la mujer tendría que esperar un poco hasta que llegara el suyo, así que acompañó a Sanshiro hasta la taquilla.
—Siento haberle causado tantas molestias —dijo, inclinándose educadamente—. Adiós, y que tenga usted un buen viaje.
Sujetando la bolsa de viaje y el paraguas con una mano, Sanshiro se quitó el sombrero con la otra y esbozó un seco «adiós».
La mujer le dirigió entonces una larga y serena mirada, y cuando habló lo hizo con la mayor calma:
—Es usted todo un cobarde, ¿lo sabe?
Una sonrisa condescendiente cruzó su semblante.
Sanshiro se sintió como si le hubieran arrojado contra el andén y le hubieran pateado. Pero lo peor aún estaba por llegar: al meterse en el tren, sus orejas comenzaron a arderle violentamente. Se sentó muy quieto, tratando de encogerse lo más posible. Finalmente, la señal del silbato del revisor rebotó de un lado a otro de la estación y el tren comenzó a moverse. Sanshiro se incorporó, se asomó con cautela a la ventana abierta y miró hacia el exterior. La mujer había desaparecido. Solo vio el gran reloj que presidía la estación. Volvió a acomodarse en su asiento. Aunque el vagón estaba abarrotado, no notaba que nadie le prestara especial atención. Solo el hombre que estaba sentado frente a él en diagonal le echó una mirada fugaz cuando se volvió a sentar.
Al ver que aquel hombre le observaba, Sanshiro se sintió vagamente intimidado, y pensó en distraerse con un libro. Cuando abrió su bolsa descubrió dos toallas aplastadas en la parte superior. Las apartó y sacó sin pensar lo primero con lo que se topó. Comprobó con disgusto que se trataba de una recopilación de los ensayos de Bacon, un libro que él encontraba casi ininteligible. La frágil encuadernación de papel era prácticamente un insulto al espíritu del autor.
Había sido suficientemente desafortunado como para sacar de la bolsa precisamente el libro que menos ganas tenía de leer en un tren. Estaba ahí única y exclusivamente porque había olvidado meterlo en el baúl con lo demás. De hecho, lo había arrojado al equipaje de mano en el último momento. Sanshiro supo que, de cualquier forma, no iba a ser capaz de leer nada, y menos a Bacon; no estaba de humor. Aun así, abrió el libro por la página veintitrés, intentando fingir veneración, y dejó que sus ojos vagaran a su antojo sobre la superficie. Con la página delante de su cara sirviéndole de refugio frente al mundo, trataría de repasar los hechos acaecidos la noche anterior.
¿Quién era aquella mujer en realidad? ¿Era necesario que hubiera mujeres como ella en el mundo? ¿Era posible que existiera una mujer ser como esa, tan serena, tan segura? ¿Sería analfabeta, quizás? ¿Había estado insinuándosele o actuaba así por pura inocencia? Nunca lo sabría porque no había llegado con ella tan lejos como le hubiera sido posible. Y tendría que haberlo hecho. ¡Tendría que haber intentado ir un poco más allá! Pero en el momento crucial había tenido miedo… Cuando se separaron, ella le había llamado cobarde, y eso le había sacudido del mismo modo que si ella hubiera arrojado de golpe una luz esclarecedora sobre sus veintitrés años de debilidad, desenmascarándolos. ¡Nadie, ni siquiera su madre, podría haber dado en la diana con más precisión!
Estas reflexiones le hicieron sentirse aún peor si cabe. Era como si un estúpido don nadie le hubiera puesto en evidencia. Casi sentía deseos de lanzarle sus disculpas a la página veintitrés del Bacon.
No, no debería haberse amilanado como lo había hecho. Su educación no le había valido de nada en esa ocasión. La cuestión estribaba en su carácter. Tenía que haber sido capaz de manejarse mejor, pero si todas las mujeres con las que se topara de ahora en adelante iban a ser como esta, entonces él, como intelectual, no tendría más remedio que mantenerse apartado de ellas, porque jamás sabría cómo actuar en semejantes situaciones. Significaría resignarse a vivir sin agallas, reprimido, como si hubiera nacido impedido. Y aun así…
Sanshiro se sacudió estas cavilaciones y comenzó a acariciar pensamientos de un cariz totalmente diferente: ¡Estaba yendo a Tokio! Entraría en la Universidad, conocería a los más famosos eruditos, se relacionaría con estudiantes cultos y educados, investigaría en la biblioteca, escribiría libros, la sociedad lo aclamaría… ¡su madre no cabría en sí de gozo! Cuando se hubo animado lo suficiente con esta clase de fantasías autoindulgentes en lo que se refería a su futuro, Sanshiro ya no tuvo necesidad de seguir escondiéndose tras la página veintitrés. Se irguió. El hombre que estaba sentado en diagonal le seguía observando, pero esta vez Sanshiro le devolvió la mirada.
Aquel caballero lucía un poblado bigote. Era delgado, con la cara alargada, y había algo en él que le recordaba a un Kannushi, a un sacerdote de Shinto, si no fuera por su nariz, tan recta que parecía europea. Era el tipo de individuo que Sanshiro, con sus ojos de estudiante, siempre tomaba por un maestro.
El hombre vestía un kimono blanco de aspecto juvenil, con un dibujo a manchas blancas y azules, mientras que su kimono interior era también blanco, pero más austero. Por su atuendo y sus calcetines de color azul oscuro, Sanshiro supuso que sería un profesor de instituto y, por tanto, indigno de la atención de alguien con el gran futuro que él tenía por delante. Debía de rondar los cuarenta, concluyó; ya no tendría muchas probabilidades de ascender profesionalmente a partir de aquel momento de su vida.
Aquel tipo fumaba un cigarrillo tras otro. Estaba sentado con los brazos cruzados, expulsando largos regueros de humo por las ventanas de la nariz. Parecía estar a sus anchas, pero al mismo tiempo se levantaba continuamente, quizá para ir al lavabo. Algunas veces se estiraba al levantarse. Parecía terriblemente aburrido y no mostró ningún interés por el periódico que el pasajero contiguo había dejado abandonado. La curiosidad de Sanshiro aumentaba por momentos, así que cerró los ensayos de Bacon. Pensó en sacar una novela y tratar de leer en serio, pero era demasiada molestia. Habría preferido leer el periódico, pero su dueño estaba profundamente dormido. Aun así se estiró y, con la mano sobre las páginas, quiso asegurarse preguntando al hombre del bigote:
—¿Alguien lo está leyendo?
—No, nadie —contestó el hombre rotundamente—. Cójalo. —Y entonces fue Sanshiro, con el periódico en la mano, quien se sintió incómodo.
En aquel periódico había poco que mereciera la pena leer. Le echó un vistazo en un minuto o dos y lo devolvió, bien doblado, al asiento de enfrente. Mientras lo hacía inclinó la cabeza en dirección al hombre del bigote. Este le devolvió la inclinación y le preguntó:
—¿Es usted estudiante?
A Sanshiro le agradó que el hombre se hubiera fijado en la mancha de color oscuro de su gorra.
—Sí —contestó.
—¿En Tokio, quizás?
—No, en Kumamoto. Pero… —empezó a explicar, y se detuvo. No había ninguna necesidad de aclarar que ahora era un universitario, decidió.
El hombre comentó sencillamente:
—Oh, ya veo. —Y siguió dándole caladas a su cigarrillo. No, no iba a preguntar a Sanshiro por qué un estudiante de Kumamoto viajaba a Tokio en esta época del año. Justo entonces, el hombre que se sentaba en frente de Sanshiro dijo:
—Ah, por supuesto. —No cabía duda de que seguía durmiendo, ¡así que no podía estar ahí sentado hablando consigo mismo! El hombre del bigote miró a Sanshiro y sonrió burlonamente.
Sanshiro aprovechó la oportunidad para preguntar a su vez:
—¿Y a dónde se dirige usted?
—Tokio —dijo el hombre lentamente por toda respuesta. Por alguna razón, ya no parecía tan claro que fuera un simple maestro de instituto. De todas formas, viajaba en un vagón de turista, por lo que era seguro que no se trataba de nadie importante. Sanshiro dejó que la conversación se apagara de nuevo. De vez en cuando el hombre, con los brazos cruzados, golpeteaba rítmicamente en el suelo con la punta de su geta.[4] Parecía muy aburrido, pero era el suyo un aburrimiento que no denotaba deseo alguno de entablar conversación.
Cuando el tren llegó a Toyohashi, el pasajero que dormía abrió un ojo, pegó un brinco y salió disparado del vagón, restregándose el cabello. Era increíble cómo había podido despertarse así en el momento justo, pensó Sanshiro. Preocupado, no fuera a ser que el hombre aún aturdido por el sueño se hubiera apeado en la estación equivocada, Sanshiro lo vigiló desde la ventana. Pero no, el hombre pasó el torniquete de entrada sin problemas y se marchó como cualquier transeúnte en plena posesión de sus sentidos. Tranquilizado, Sanshiro se cambió al asiento de enfrente. Ahora estaba sentado al lado del hombre bigotudo. Este se cambió al asiento que había ocupado antes Sanshiro, sacó la cabeza por la ventanilla y compró unos melocotones.
Cuando volvió a sentarse junto a él, puso la fruta entre los dos y dijo:
—Por favor, tome algunos.
Sanshiro le dio las gracias y se comió un melocotón. El hombre parecía estar disfrutándolos mucho. Engulló varios golosamente y animó a Sanshiro a hacer lo mismo. Sanshiro aceptó otro melocotón. Siguieron comiendo, y pronto se encontraron hablando como dos viejos amigos.
El desconocido comentó que podía entender perfectamente por qué los ermitaños taoístas habían elegido el melocotón como la fruta que más se les parecía. Se suponía que los ascetas de la montaña vivían para siempre en algún tipo de sustancia etérea, y los melocotones probablemente se acercaban a esto más que cualquier otra cosa. Tenían un sabor bastante difícil de definir. El hueso era muy feo, pero interesante también, con su forma basta y con todos esos agujeros. Sanshiro nunca le había oído a nadie esta original reflexión. Aquí tenía un hombre que decía cosas bonitas y estúpidas, sentenció para sí.
El hombre habló del gusto del poeta Shiki Makaoka por la fruta. Al parecer, su apetito por ella era enorme. En una ocasión se comió dieciséis enormes caquis de una sola vez, pero ni siquiera le sentaron mal. Ni él mismo podría jamás igualar a Shiki, concluyó el hombre.
Sanshiro escuchaba, sonriendo, y de hecho se dio cuenta de que empezaba a sentirse realmente interesado por Shiki. Esperaba poder hacer que la conversación derivara hacia él de nuevo cuando el hombre dijo:
—¿Sabe? Nuestras manos se lanzan por naturaleza a por las cosas que nos gustan. No hay manera de pararlas. Un cerdo no tiene manos, así que es su nariz la que cumple esa función. He oído que si atas un cerdo y le pones comida delante, la punta de su morro se alarga. Crece y crece hasta que alcanza la comida. No hay cosa más terrible que tener un deseo.
Sonrió socarronamente, pero era imposible determinar por la manera en que hablaba si lo hacía en serio o en broma.
—Es una suerte que no seamos cerdos —continuó—. Piense lo que pasaría si nuestras narices crecieran sin parar hacia cualquier cosa que deseáramos. Ahora tendríamos unas narices tan largas que ni siquiera cabríamos en un tren.
Sanshiro soltó una estrepitosa carcajada. El hombre, en cambio, permaneció extrañamente callado.
—¿Sabe usted? La vida es un negocio peligroso. Había un hombre, Leonardo da Vinci, que inyectó arsénico en el tronco de un melocotonero; solo tenía la intención de ver si el veneno circulaba hasta los frutos, pero alguien comió uno y murió. Hay que andar con mil ojos, la vida puede ser peligrosa.
Mientras hablaba, envolvió los restos dispersos de los melocotones en el periódico y los lanzó por la ventana.
Esta vez Sanshiro no se rió. Apabullado de alguna forma por la mención a Leonardo da Vinci, se sorprendió de pronto pensando otra vez en la mujer. Se sintió extrañamente incómodo y quiso retirarse de la conversación, pero el hombre hizo caso omiso de su silencio.
—¿Dónde se alojará usted en Tokio? —preguntó.
—Nunca he estado allí, así que realmente desconozco si sabré desenvolverme bien. Pensaba quedarme en la pensión para estudiantes de Fukuoka, por el momento.
—Así pues, ¿no se vuelve usted a la escuela en Kumamoto?
—No. Me acabo de graduar.
—Bien, bien… —dijo el desconocido, sin dispensarle felicitaciones ni cumplidos—. Supongo que ahora empezará la universidad —añadió, como si fuera algo de lo más normal.
Esto irritó a Sanshiro. Su «sí» fue apenas suficiente para mantener la cortesía.
—¿Y dónde estudiará? —preguntó el hombre.
—En la Universidad. Me ha tocado el primer turno, el de la mañana.
—Me refiero a la facultad. ¿Hará usted Derecho, quizás?
—No, Literatura.
—Bien, bien… —dijo otra vez.
Cada vez que escuchaba ese «bien, bien…», Sanshiro sentía que se acrecentaba su curiosidad. O ese hombre estaba en una posición tan elevada que podía permitirse pisotear a la gente, o es que la universidad no significaba nada para él. Incapaz de decidir a qué carta quedarse, Sanshiro no acababa de ver claro cómo comportarse con aquel tipo tan extraño.
Como si lo hubieran planeado a la vez, ambos compraron la comida a los vendedores ambulantes que había en los andenes de la estación de Hamamatsu. El tren no dio muestras de querer moverse incluso después de que hubieran terminado ya de comer. Sanshiro se fijó en un grupo de cuatro o cinco occidentales que paseaban arriba y abajo por delante de su ventanilla. Había un par de ellos que quizás estaban casados. Iban cogidos de la mano a pesar del calor; la mujer vestía de blanco de la cabeza a los pies, y era preciosa. Hasta ese momento, Sanshiro no se había topado en su vida con más de media docena de extranjeros. Dos de ellos habían sido profesores suyos en el Instituto y uno, por desgracia, era jorobado. También conocía a una mujer, una misionera: tenía la cara picuda y guardaba un gran parecido con un lucio. Unos extranjeros tan llamativos y atractivos como estos no solo eran algo totalmente nuevo para Sanshiro, sino que por alguna razón parecían pertenecer a una clase más alta. Se los quedó mirando, absorto. La arrogancia que mostraban, viniendo de quien venía, era comprensible. Dejó volar su imaginación hasta verse a sí mismo viajando al oeste y sintiéndose insignificante entre todos aquellos occidentales. Cuando pasaron otra vez delante de su ventanilla escuchó atentamente su conversación, pero no alcanzó a enterarse de nada. Su pronunciación era completamente distinta a la de sus profesores allá en Kumamoto.
Justo entonces el hombre del bigote se inclinó sobre el hombro de Sanshiro.
—Parece como si nunca fuéramos a salir de aquí. —Echó una mirada a la pareja extranjera, que acababa de pasar por su lado—. Qué guapa es ella —murmuró, dejando escapar un pequeño bostezo soñador. Sanshiro se dio cuenta de lo provinciano que debía de parecer; metió la cabeza y volvió a su asiento. El hombre se sentó después que él—. Las mujeres extranjeras son muy bellas, ¿verdad?
Sanshiro no encontró nada que replicar. Asintió y sonrió.
—Nosotros los japoneses constituimos una triste visión a su lado —dijo el hombre—. Podremos ganar a los rusos y llegar a ser una gran potencia, pero eso no cambia nada. Seguimos teniendo las mismas caras, los mismos enclenques cuerpecillos. Solo hay que mirar a las casas donde vivimos y los jardines que construimos a su alrededor: son exactamente lo que se esperaría de caras como estas… Oh, sí —dijo como acordándose de algo—. Es su primer viaje a Tokio, ¿no es cierto? No ha visto nunca el monte Fuji. Pasaremos junto a él dentro de poco. Es lo mejor que tiene Japón, lo único de lo que podemos presumir, de hecho. El problema es, claro, que se trata de un monumento natural. Ha estado plantado ahí siempre. Está claro que nosotros no lo construimos.
Y dicho esto, sonrió sardónicamente otra vez.
Sanshiro nunca habría esperado encontrarse con una persona como esta después de la guerra ruso-japonesa. Sintió que ese hombre apenas era japonés.
—Pero aun así —arguyó Sanshiro—, por lo menos a partir de ahora Japón empezará a desarrollarse, ¿no?
—Japón perecerá— sentenció el hombre fríamente.
A cualquiera que se hubiera atrevido a decir algo así en Kumamoto lo habrían sacado a la calle y se hubiera llevado una buena paliza. Quizá incluso lo habrían arrestado por traición. Sanshiro había crecido en una atmósfera en la que no había espacio para ideas como aquella. ¿Podía estar ese hombre tomándole el pelo, quizás, aprovechándose de su juventud? Todavía sonreía, pero hablaba con absoluto desapego, y no tenía claro qué pensar de él, así que decidió no decir nada en absoluto.
Pero cuando el hombre dijo: «Tokio es más grande que Kumamoto. Y Japón es más grande que Tokio. Y más grande que Japón…» paró y miró a Sanshiro, que ahora escuchaba atentamente.
—Aún más grande que Japón, seguro, es el interior de tu cabeza. Nunca te rindas, hijo mío. Ni por Japón, ni por nada del mundo. Puedes emprender cualquier proyecto y pensar que lo que estás haciendo es por el bien de la nación, pero si dejas que algo te posea de esa forma, lo único que conseguirás será cargártelo.
Cuando escuchó esto, Sanshiro sintió que era verdad que ya no estaba en Kumamoto. Y se dio cuenta, también, de lo cobarde que había sido allí sin saberlo.
Sanshiro llegó a Tokio aquella misma tarde. El señor del bigote no le llegó a decir su nombre. Tampoco Sanshiro se atrevió a preguntárselo. Pronto, en Tokio, se toparía con hombres como aquel por todas partes.
[1]Kyushu, situada al sur del Japón, es la tercera isla más grande del archipiélago. Está considerada la cuna de la civilización japonesa. (Todas las notas son de la traductora.)
[2]El obi es una faja ancha que se utiliza para fijar el kimono y que se ata habitualmente a la espalda. Prenda propia del período Edo (1600-1868), sus medidas quedaron estandarizadas en 30 centímetros de ancho por 360 de largo.
[3]El nombre científico de este pez es el Plecoglossus Altivelis. Habita de manera natural lagos, ríos y en el mar al oeste de Hokkaido. También se lo conoce como «pez dulce» (por el sabor de su carne) o «pez de un año», pues solo vive durante ese periodo de tiempo.
[4]Las geta, especie de zuecos de madera a modo de chancleta, constituyen probablemente el más típico de los calzados japoneses. Las geta están formadas por una tabla, llamada dai, y por dos plataformas o dientes de madera (ha) que mantienen el pie elevado varios centímetros por encima del suelo, por lo que son ideales para la nieve y la lluvia. Suelen usarse con el kimono, así como con ropa occidental.