TRÁNSITO A LA
PLENITUD DE
LA VIDA ETERNA
Ramón Rosal Cortés
TITULO: Tránsito a la plenitud de la vida eterna
AUTORA: Ramon Rosal Cortés ©, 2019
COMPOSICIÓN: HakaBooks
DISEÑO DE LA PORTADA: Hakabooks©
FOTOGRAFÍA PORTADA: Facilitada por el autor©
1a EDICIÓN: Octubre 2019
ISBN: 978-84-18575-23-5
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Para el cristianismo, la muerte empírica, la que certifica el médico forense no es el mal absoluto ni mucho menos. No es una tragedia y no se presta a disquisiciones patéticas. Es una transformación, una fase en un proceso, un punto. De ningún modo es igual o identificable con la nada.
(Claude Tresmontant, 1980, La mística cristiana y el porvenir del hombre, p. 79).
Capítulo primero
INTRODUCCIÓN:
LA REFLEXIÓN SOBRE LA OTRA VIDA
Son muchas las personas, y más si tienen una edad avanzada, a las que les inquieta pensar, de vez en cuando, sobre qué es lo que puede ocurrir cuando experimenten su muerte. “¿Se aniquilará mi existencia, es decir, pasaré a la nada?” Aunque la infraestructura biológica-físico-química de mi persona pase a irse convirtiendo en cenizas, ¿no permanecerá mi yo –mi alma o psique– de alguna forma?
Si es reconocido por la ciencia que en ciclos de entre siete y diez años todas las células que componen mi estructura biológica mueren y se sustituyen por otras, permaneciendo mi yo, ¿no demuestra esto que mi ser personal no se reduce a mi sustrato fisiológico? ¿no merece ser tenido en cuenta el hecho de que casi todas las religiones admiten entre sus convicciones la realidad de una vida superior después de la muerte? ¿Desaparecerá mi individualidad para fundirse con la Realidad divina o con el Cosmos? ¿Se producirá la experiencia de una profunda unión entre el ser humano y la Divinidad, sin desaparecer el yo individual? ¿Cabe la posibilidad de que esta esperanza en la vida eterna fracase? ¿Qué se sostiene sobre estas cuestiones en la fe cristiana?
Al presentar este libro puedo resumir la finalidad de su contenido afirmando que pretendo responder en él a una serie de preguntas que conciernen a mi fe cristiana –a partir de los datos de la revelación divina transmitidos por la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica– y entre las cuales puedo aquí destacar las siguientes:
1) ¿Qué explicación veo razonable sobre la resurrección del ser humano, en ocasión de su muerte, en la que los discípulos de Jesucristo tuvieron plena confianza, apoyados en los anuncios de su Maestro, y en haberse verificado el hecho de su resurrección?
2) ¿Qué hipótesis teológicas para la explicación de este acontecimiento me resultan más probables o, incluso, convincentes?
3) ¿Qué cabe aceptar razonablemente como verdadero, respecto a una experiencia de autoevaluación personal o evaluación divina –tradicionalmente llamado “el juicio” – al final de la vida terrena o existencia temporal psicosomática?
4) ¿Qué fundamentos hay para considerar como contenido razonable de fe cristiana el hecho de una experiencia de purificación o maduración final, que capacite para el tránsito al estado de los glorificados?
5) ¿Es razonable aceptar como contenido de la revelación divina que la meta de la existencia humana consiste en el logro de la plenitud y felicidad eterna?
6) ¿Cómo puede hablarse del “infierno”, entendido como muerte eterna –como no resurrección– de forma que sea armonizable con la Divinidad misericordiosa revelada por Jesucristo, por su propia persona (imagen humana de Dios) y por su imagen del padre del “hijo pródigo”?
El autor se dirige principalmente a católicos más bien cultos que aspiren a vivir una “fe inteligente”, es decir, que les capacite para poder dar razones que justifiquen su fe, en diálogo con amigos que no la compartan, en especial agnósticos o ateos. Católicos que necesiten algo más que una catequesis de adultos básica. Y que, por otra parte, dados los compromisos de su vida –familiar, profesional, etcétera– no puedan disponer de tiempo para la lectura abundante de libros teológicos. Aquí aspiro a ser intermediario entre una selección de teólogos –que han abordado con inteligencia la reflexión y fundamentación de las convicciones cristianas sobre la “otra vida”– y estos católicos inquietos con ganas de profundizar.
Las cuestiones que abordo en este capítulo forman parte de lo que en el lenguaje teológico académico se denomina la Escatología, que ha sido definida como “la reflexión creyente sobre el futuro de la promesa aguardado por la esperanza cristiana” (Ruiz de la Peña, 1986, p. 28). Esta rama del saber teológico busca encontrar respuestas a preguntas sobre el futuro o meta final de la existencia humana y del universo. Pero no se trata de preguntas motivadas por una mera curiosidad, ni tampoco una forma de evadirse de los problemas del presente. Precisamente se busca aquel conocimiento sobre el futuro del ser humano que ayude a encontrar el sentido del presente y a experimentarlo con más conciencia de la propia responsabilidad. Asimismo se ocupa “de lo que se está gestando en el presente” (Ibidem, p. 29).
A lo largo de la historia de la reflexión cristiana sobre la Escatología, la teología se ha encontrado influida, inevitablemente, en sus concepciones y su lenguaje, por las corrientes filosóficas de la época, como también por las mentalidades dominantes en su entorno. Es importante que, en cada etapa histórica, la reflexión teológica sobre estas cuestiones relacionadas con la existencia humana después de la muerte, vuelva a consultar lo que constituyen para el cristiano las fuentes de la revelación divina, principalmente la Sagrada Escritura. También –al menos en el caso de los católicos y los cristianos ortodoxos–, los escritos de los primeros pensadores cristianos –los Padres de la Iglesia– a través de los cuales nos llega lo que se ha denominado siempre la “Tradición”. El contacto directo con estas fuentes del contenido de la fe cristiana –para cuya correcta lectura e interpretación hoy disponemos de más recursos que en generaciones pasadas– nos ayudará a discernir qué es lo esencial sobre este tema y qué son, en cambio, interpretaciones condicionadas por influencias ideológicas de la época. También nos interesará tener presentes las declaraciones que se hayan formulado por el magisterio oficial de la Iglesia, principalmente en los concilios ecuménicos. Aunque también en este caso, cuando fueron formuladas hace siglos, habrá que descifrar qué es lo que esencialmente tenían intención de transmitir, y dónde encontraban en la Biblia o en la Tradición el fundamento de sus afirmaciones. Refiriéndose al hecho de la evolución del pensamiento escatológico, Schillebeeckx afirma:
A la primera mirada que echemos sobre este proceso [de la evolución de la visión teológica sobre el mensaje escatológico de la Biblia], salta a la vista que la asimilación incesantemente renovada del mensaje cristiano guarda estrecha relación con los puntos de vista, también cambiantes, acerca del hombre y del mundo, tal como se dan en el pensar común y son formulados por una sucesión de escuelas filosóficas. De ahí que sea una exigencia hermenéutica ineludible el examinar las diferentes visiones que se fueron sucediendo en los primeros doscientos años de la antigua tradición de la Iglesia para la interpretación de la confesión cristiana de los ésjata [=las realidades últimas] (Schillebeeckx, 1969, p. 44).
Reflexionando a partir de los textos bíblicos, con ayuda de las declaraciones del magisterio oficial de la Iglesia y de las aportaciones de la teología cristiana, desde los primeros siglos, vamos a indagar qué nos revela el mensaje bíblico-cristiano sobre la muerte, la resurrección a la otra vida, la evaluación divina de nuestra trayectoria vital (Juicio), la necesidad de un proceso de purificación (Purgatorio), el proyecto divino sobre la meta de la existencia humana (Gloria eterna, Cielo, Reino de Dios), el peligro de un libre rechazo del mismo (¿Infierno?).
Es fácil darse cuenta de que todo lo que pueda afirmarse sobre las realidades últimas de la existencia humana (esjata, escatológicas) repercutirá en la concepción bíblico-cristiana del ser humano. Es decir, las conclusiones de la Escatología afectan claramente a la Antropología cristiana. Veamos cómo resume un autor sus convicciones fundamentales implicadas en ambos saberes:
Se presuponen ciertas convicciones fundamentales de la antropología y la escatología cristianas. 1) los seres humanos han sido creados libremente por Dios para que participen de la propia vida del mismo Dios; 2) la libertad radica en la capacidad para hacer una “opción fundamental” que compromete la propia vida a favor o en contra de Dios; 3) todos los seres humanos responderán ante Dios en su muerte y en el juicio final; 4) la autocomunicación de Dios se realiza en la persona de Jesús (especialmente en su muerte y resurrección) y en su ministerio (el anuncio del reino de Dios); 5) la muerte y resurrección de Jesús es la revelación del destino final y de la gloria futura que Dios quiere para todos los hombres y el paradigma de la idea cristiana de la vida eterna en el reino de Dios (el cielo); 6) finalmente, la única alternativa posible para un ser humano es el infierno, la soledad y alienación absolutas consiguientes a la repulsa libre y completa de Dios (Sachs, 1993, p. 116).
Parece conveniente advertir, ya desde el comienzo de esta reflexión, de dos peligros opuestos a evitar. El primero lo constituye una representación pueril sobre las posibles experiencias humanas en la vida eterna, en la que no se tengan en cuenta las limitaciones intelectuales y afectivas del ser humano finito, para poderse hacer una idea satisfactoria de ellas. Es como si un feto humano en el útero materno, que pudiese hablar, pretendiese tener una idea satisfactoria sobre la existencia humana y su mundo. Como si ese germen de ser humano tuviese la presunción de poder concebir e imaginarse, por ejemplo: la mirada humana que contempla embelesada a su amado, la grandiosidad del universo captada por los instrumentos de la Astrofísica, la belleza majestuosa de las cataratas de Iguazú, el espectáculo de una gran orquesta interpretando sinfonías de Mozart, o Beethoven, o de cualquier otro genio de la música. ¿Qué podría llegar a intuir, sobre estas experiencias de la existencia humana, un feto, con los limitadísimos puntos de partida sensoriales en el reducido ámbito del útero materno?
Es importante, por lo tanto, que quien pretenda imaginarse y concebir la dimensión eterna de la existencia humana, tras la muerte, sea consciente de sus límites. Sobre todo cuando quiera imaginarse lo que en el lenguaje popular se ha acostumbrado a denominar, metafóricamente, “el cielo”, es decir, la experiencia de la gloria de los resucitados, la Nueva Humanidad en la plenitud de la vida eterna.
El otro peligro a evitar es justamente el contrario del primero. Es aquella forma de referirse a la “otra vida”, que, habiéndose dejado muy clara la distancia y diferencia entre ella y este mundo, y teniendo, por lo tanto, muy presente que, como escribió san Pablo: “ni ojo vio, ni oído escuchó, ni pasó por la imaginación humana lo que Dios tiene preparado a los que le aman” (1 Corintios 2,9-10), ofrece unas ideas abstractas sobre la vida eterna, sin ninguna relación ni continuidad con la existencia terrena.
La escatología bien entendida nos dice que no debemos conceder ni tanto al cielo ni tanto a la tierra, porque el cielo comienza en la tierra. El Reino de Dios no es el mundo totalmente distinto sino totalmente nuevo. Si fuese totalmente distinto, ¿qué relación podría tener con nosotros? Dios, sin embargo, tiene poder para hacer lo viejo nuevo. Los últimos fines constituyen la plena potencialización de lo que ha ido creciendo durante esta vida (Boff, 1981, p. 32).
Una vez dejado claro el carácter de realidad trascendente de todo lo relacionado con la “otra vida”, nos damos cuenta de que las palabras humanas, aun las que se refieren a las experiencias terrenas más sublimes, sólo pueden utilizarse como pobres analogías, cuando pretendemos hablar sobre la vida eterna, al igual que cuando nos atrevemos a hacer afirmaciones sobre la Divinidad. Sin embargo esto no nos ha de impedir reconocer –según el mensaje bíblico– la presencia de Dios en el ser humano, que aspira a llegar a ser imagen humana de Dios, de acuerdo con el proyecto creador divino; el hecho de la encarnación de la sabiduría y amor divinos (el Logos divino) en Jesús de Nazaret, y, por participación, en los que logran ser, al menos parcialmente, “otros cristos” y “templos del Espíritu Santo”, como proponía san Pablo. Contando con estos presupuestos, puede ser lícito afirmar que algo del Reino de Dios (la Nueva Humanidad) ya se dé en esta vida terrena –que es lo mismo que decir, algo de Cielo en la Tierra–, aunque siempre imperfectamente y con altibajos. Lamentablemente es más fácil de reconocer lo que en algunas existencias terrenas hay de “purgatorio” y de “infierno”.
La felicidad de la que gozamos en la tierra, el bien que hacemos y las alegrías que saboreamos en la cotidianidad de la existencia son ya una vivencia del cielo, aunque bajo una forma ambigua y deficiente. Los dolores que soportamos pueden significar el proceso purificador que nos hace crecer y abrirnos cada vez más a Dios y pueden anticipar el purgatorio. La cerrazón en sí mismo y la exclusión de los demás pueden suministrarnos una experiencia del infierno que el malvado y el egoísta van construyendo por sí mismos y que en la muerte recibe su carácter definitivo y pleno (Boff, 1981, pp. 33s.).