Índice
Cubierta
Portadilla
Ojos de agua
Créditos
A Beatriz, meu amor,
que me achega ao mar nos seus ollos
Oscuro. 1. Que carece de luz o claridad. 2. Se dice del color que casi llega a ser negro, y del que se contrapone a otro más claro de su misma gama. 3. Desconocido o poco conocido, y por ello generalmente dudoso. 4. Confuso, falto de claridad, poco comprensible. 5. Incierto.
La línea de luces de la costa, el resplandor de la ciudad, la espuma blanca batiendo en el rompiente... No importaba que estuviera oscuro y la lluvia empapara los cristales. Quienes acudían a su casa por primera vez hablaban siempre de las vistas, como por obligación.
Luis Reigosa escogió un CD del estante, lo colocó en el equipo de música y sirvió las bebidas en unas copas anchas cuyos bordes había frotado antes con la cáscara de un limón. No sospechó que eran las últimas que servía.
Escucharon el bramido del viento cuando bajaron abrazados a la habitación. Desde el salón, Billie Holiday les regalaba The man I love.
Someday he’ll come along
the man I love
and he’ll be big and strong
the man I love.
Sintonía. 1. Armonía, adaptación o entendimiento entre dos o más personas o cosas. 2. Hecho de estar sintonizados dos sistemas de transmisión y recepción. 3. Igualdad de tono o frecuencia entre dos sistemas de vibraciones. 4. Música que señala el comienzo o el final de una emisión.
«Municipales tres, Leo cero.»
Leo Caldas se liberó de la opresión de los auriculares, encendió un cigarrillo y miró por la ventana.
Los niños perseguían palomas por los jardines bajo la vigilancia atenta de sus madres, que hablaban en corro, y de los pájaros, que esperaban a tenerlos cerca para alzar el vuelo.
Se ajustó nuevamente los cascos cuando una mujer llamó para denunciar el pub situado en el bajo de su vivienda. El ruido, decía, en ocasiones les impedía dormir hasta la salida del sol. Se quejaba de los gritos, la música a todo volumen, los bocinazos de los coches, la doble fila, los cánticos, las peleas, los orines que regaban las paredes, y los vidrios rotos en el suelo, que constituían una amenaza para su pequeño.
Caldas dejó que la mujer se desahogara, sabiendo que difícilmente podría proporcionarle algo más que consuelo.
–Voy a pasar una nota a la policía municipal para que midan los decibelios y comprueben si se cumplen los horarios de cierre –dijo, anotando la dirección del pub en el cuaderno.
Debajo escribió: «Municipales cuatro, Leo cero».
La sintonía del programa les acompañó hasta que Rebeca colocó sobre el cristal un nuevo cartel rotulado en trazos negros. Leo Caldas dio una calada rápida a su cigarrillo y lo dejó apoyado en equilibrio sobre el borde del cenicero.
–Ángel, buenas tardes –saludó Santiago Losada al oyente que esperaba al otro lado del hilo telefónico.
–Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento –dijo despacio el hombre, pronunciando claramente cada palabra.
–¿Cómo? –preguntó el locutor, tan sorprendido como Caldas por aquella insólita frase.
–Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento –repitió, con la misma voz pausada que había utilizado en la primera ocasión.
–Disculpe, Ángel. Está usted en contacto con Patrulla en las ondas –le recordó Losada–. ¿Quiere realizar alguna pregunta al inspector Caldas?
El oyente cortó la comunicación dejando al locutor sin respuesta, maldiciendo para sí.
–A la gente le encanta escucharse por la radio –se justificó ante el policía, aprovechando los consejos publicitarios.
Leo Caldas sonrió pensando que el fatuo Losada tenía bien merecido que le bajasen los humos de vez en cuando.
–A unos más que a otros –masculló.
En otra llamada, un anciano, vecino de un barrio en las afueras de la ciudad, se quejaba porque la luz verde de un semáforo para peatones próximo a su vivienda no permanecía encendida el tiempo suficiente para permitirle cruzar la calle.
Leo anotó la localización del semáforo en el cuaderno. Informaría a la policía municipal.
«Cinco a cero, sin contabilizar la llamada del loco.»
Pese a tener desactivado el volumen, la pantalla del teléfono móvil del inspector se iluminó sobre la mesa, advirtiéndole de la existencia de llamadas perdidas.
Comprobó que eran tres, todas de Estévez, y decidió no contestar. Estaba cansado y no deseaba prolongar la jornada más de lo imprescindible. Se verían en la comisaría o, con suerte, al día siguiente.
Dio una profunda calada que agotó el cigarrillo, aplastó la colilla en el cenicero y se embutió los auriculares para escuchar a Eva, quien relató cómo unas apariciones de carácter sobrenatural, unos espectros abominables, se presentaban en su hogar cada noche de modo sistemático.
Leo se preguntó si Losada no contemplaría crear una sección titulada Locura en las ondas donde acoger a los iluminados que con tanta asiduidad contactaban con el programa.
Pudo confirmarlo cuando el locutor subrayó el nombre y el teléfono de la mujer en su agenda.
Algunas llamadas después, finalizaba la emisión ciento ocho de Patrulla en las ondas. Leo Caldas leyó el resultado final en su cuaderno de tapas negras: «Municipales nueve, locos dos, Leo cero».
Ambigüedad. 1. Posibilidad de que algo pueda entenderse de varios modos o de que admita distintas interpretaciones. 2. Incertidumbre, duda o vacilación.
El inspector entró en la comisaría y se internó por el pasillo que formaban las dos hileras de mesas. Con frecuencia, caminando entre los ordenadores alineados, había tenido la sensación de encontrarse en la redacción de un periódico en lugar de en una comisaría de policía.
Estévez se puso en pie al verle aparecer y le siguió moviendo su humanidad de más de un metro noventa.
Leo Caldas atravesó la puerta de cristal esmerilado de su despacho y echó un vistazo a las diferentes pilas de papeles amontonadas sobre su mesa. Sabiendo que sólo se trataba de una media verdad, se jactaba de ser capaz de localizar cada cosa en aquel aparente desorden de notas y documentos. Se dejó caer en su silla de cuero negro, cansado tras una larga jornada de trabajo, y suspiró sin saber por dónde empezar.
Rafael Estévez irrumpió disipando sus dudas.
–Inspector, ha llamado el comisario Soto. Quiere que vayamos a esta dirección –dijo, agitando un papel–. Los de la brigada ya están allí.
–Rafa, entre el comisario y tú no me dejáis ni sentarme. ¿Alguna información acerca de lo que ha sucedido?
–No. Le he dicho que estaba usted en la emisora con el mamón ese de las ondas y me he ofrecido a ir yo, pero ha preferido que le esperara.
–Déjame ver.
Caldas leyó la dirección, arrugó el papel y lo dejó sobre la mesa.
–Mierda –musitó, cerrando los ojos y recostándose en la silla.
–¿No piensa ir, jefe? –preguntó Estévez.
Leo Caldas chasqueó la lengua.
–Espera un poco, ¿quieres?
–Claro –contestó Estévez, todavía poco familiarizado con las maneras de su superior.
Rafael Estévez había recalado en Galicia pocos meses atrás. Su traslado se debía, según se rumoreaba en comisaría, a un castigo que alguien le había impuesto en su Zaragoza natal. El agente había aceptado sin especial desagrado trabajar en Vigo, aunque había algunas cosas a las que le estaba costando más tiempo del previsto acostumbrarse. Una era lo impredecible del clima, en variación constante, otra la continua pendiente de las calles de la ciudad, la tercera era la ambigüedad. En la recia mente aragonesa de Rafael Estévez las cosas eran o no eran, se hacían o se dejaban de hacer, y le suponía un considerable esfuerzo desentrañar las expresiones cargadas de vaguedades de sus nuevos conciudadanos.
Su primera toma de contacto con la genuina conducta local había tenido lugar a los tres días de llegar, cuando el comisario Soto le ordenó tomar declaración a un adolescente al que habían sorprendido vendiendo marihuana a sus compañeros de instituto.
–¿Nombre? –había preguntado Estévez, dispuesto a rematar la tarea con prontitud.
–¿Mi nombre? –preguntó el chico.
–Claro, chaval, no vas a decirme el mío.
–Ya –concedió el joven traficante.
–Pues dime tu nombre.
–Francisco.
El agente Estévez tecleó el nombre del muchacho.
–¿Francisco algo?
–Francisco nada.
–¿No tienes apellidos?
–Ah, Martín Fabeiro, Francisco Martín Fabeiro.
Rafael Estévez, sentado ante el ordenador, trasladó los apellidos a la pantalla y colocó el cursor en el siguiente espacio en blanco del informe de la declaración.
–¿Domicilio?
–¿Mi domicilio? –preguntó el joven.
Rafael Estévez alzó la vista.
–¿Crees que quiero que me digas el mío? ¿Te parece que hemos venido a jugar a las adivinanzas?
–No, señor.
–Pues a ver si acabamos de una vez. ¿Cuál es tu domicilio?
Estévez hizo una pausa aguardando una respuesta del chico, al que la pregunta parecía exigir una profunda reflexión.
–¿Se refiere a donde vivo normalmente? –consultó al fin.
–¿Tú vendes los porros o te los fumas de seis en seis? Pues claro que me refiero al lugar en que resides normalmente. Se trata de poder localizarte.
–Ah, pues depende...
–¿Cómo que depende? Tendrás una casa, como todo el mundo. A no ser que vivas en la calle, como los gatos.
–No, no señor. Vivo con mis padres.
–Pues dime su dirección –rugió Estévez.
–¿La dirección de mis padres?
–Mira, chaval, que te quede algo bien claro: aquí el que hace las preguntas soy yo. ¿Entiendes eso?
–Sí, señor.
–Pues ahora que lo has comprendido me vas a decir dónde vives tú y dónde vive tu mierda de familia. ¿Me has comprendido? –le advirtió, acalorado.
El chico miraba sin llegar a entender el motivo de la creciente excitación del enorme policía.
–Pregunto si me has comprendido –le hostigó Estévez.
–Sí, señor –balbuceó el joven.
–Pues entonces vamos a terminar de una vez, que no tengo toda la mañana. ¿Dónde coño vives? Y dime el lugar en que vivís normalmente, no me vayas a dar la dirección del burdel donde tu padre pasa la tarde el día de cobro.
Tras un silencio, el muchacho se avino a decir:
–¿Quiere la dirección de aquí o la de la aldea, señor?
–Chaval... –se contuvo Rafael Estévez.
–Verá –se apresuró a aclararle el detenido–, es que de lunes a viernes estamos aquí, en la ciudad, pero los viernes por la tarde cargamos el coche y nos vamos a la aldea. Le puedo dar una dirección o la otra.
El joven acabó la explicación esperando nuevas instrucciones del policía. Estévez le observaba sin pestañear.
–¿Señor?
El agente apartó el ordenador y levantó medio metro del suelo al joven sujetándolo por las solapas de la chaqueta. Echó mano de su pistola reglamentaria y apuntó a la boca del espantado chico.
–¿Ves esta pistola, chaval? ¿La ves, pedazo de mamarracho?
El joven, con los pies colgando en el aire y el cañón a dos centímetros de su cara, asintió angustiado.
–Pues si no me dices dónde vives de una puta vez te arranco todos los dientes a culatazos y te los meto uno a uno por el culo. ¿Está claro?
La entrada del comisario, que desde detrás del cristal comprobaba la desenvoltura del recién llegado en los interrogatorios, impidió al agente cumplir su amenaza. Sin embargo, no evitó que aquel episodio desencadenase en la comisaría múltiples conjeturas relativas a la vigorosa personalidad de Rafael Estévez, ni que se acrecentaran las habladurías respecto a los motivos por los que había sido destinado a Vigo.
Con el fin de mantenerlo bajo vigilancia estrecha, el impetuoso agente había sido asignado al inspector Leo Caldas. Sin embargo, y a pesar de frecuentar al tranquilo inspector, Rafael Estévez se encontraba desde entonces en un constante estado de alerta. Algo en su interior rechazaba la incapacidad singular de los gallegos para llamar a las cosas por su nombre. Consideraba esta actitud una manía, y se negaba a reconocer que pudiera tratarse de una característica local.
Leo Caldas leyó de nuevo la dirección en el papel: «Dúplex 17/18, ala norte, Torre de Toralla».
–Vamos antes de que se haga de noche –dijo, poniéndose en pie–. Te va a gustar el paseo.
Juglar. Artista que en la Edad Media recitaba piezas literarias, generalmente acompañándose de instrumentos musicales.
Rafael Estévez entró en el coche silbando una melodía que le acompañaba desde hacía varias semanas. Leo Caldas se recostó en el asiento contiguo, bajó unos centímetros la ventanilla y cerró los ojos.
–Tengo que ir hacia las playas, ¿verdad, inspector? –preguntó el agente, cuyo conocimiento de la compleja geografía local mejoraba pero que aún no se manejaba con soltura entre el denso tráfico de la ciudad.
Caldas abrió los ojos para indicarle:
–Sí, es la isla situada frente al puerto de Canido, el primero después de las playas. No tiene pérdida.
–Ah, esa isla con una torre muy alta. Ya sé dónde es.
–Pues dale –dijo el inspector, cerrando de nuevo los párpados.
A lo largo de la avenida que recorría el litoral, dejaron a la derecha el moderno puerto pesquero, cuyos terrenos se habían ganado al mar en rellenos sucesivos de la ría. Varios barcos regresaban a sus amarres sobrevolados por cientos de gaviotas en busca de alguna sardina para cenar.
A la izquierda, en la parte opuesta al mar, bordearon el antiguo puerto del Berbés, donde se había iniciado la actividad marinera de la ciudad a finales del siglo XIX. Sus arcadas graníticas, bajo las cuales se descargaba la pesca en otros tiempos, habían sido alejadas de la orilla por las continuas ampliaciones portuarias.
La bajamar rezumaba, y sus aromas intensos se colaban en el vehículo con el aire que entraba por la ventanilla. Rafael Estévez inspiró profundamente. Le agradaba aquel olor penetrante, casi nuevo para él. Contempló el paisaje, la orografía intrincada de las rías que le había seducido desde el principio. La mar que había conocido antes, en los lejanos veranos de su niñez a orillas del Mediterráneo, se ensanchaba hasta perderse en el horizonte. En Galicia, sin embargo, lenguas de tierra verde daban paso a rías de color cambiante protegidas de los embates del Atlántico por islas perfiladas de arena blanca.
Siguiendo la avenida, circularon ante los astilleros que insinuaban el armazón de buques futuros para tomar después la vía de circunvalación, llamada así aunque nada circunvalara, hasta arribar a la altura de las primeras playas.
Tras varias jornadas de lluvia, la tarde benévola había llenado de gente la playa de Samil, y por su paseo de piedra volvían a cruzarse perros, chándales y bicicletas. Sobre la mar, el cielo se teñía del color rojizo que presagiaba el anochecer.
En el campo de fútbol del polideportivo municipal situado junto a la playa se enfrentaban dos equipos infantiles. Por la ventanilla a medio bajar se colaban los gritos con que acompañaban su acecho a la pelota. El coche rodeó el enrejado del recinto y encaró encabritado la curva cerrada que la carretera hacía sobre la desembocadura del río Lagares. La velocidad excesiva lanzó a Leo Caldas sobre el asiento del conductor. Abrió los ojos, se recolocó en su sitio, y permaneció unos instantes observando a los niños. En la siguiente curva, cuando los de la camisola naranja se acercaban a la portería de los de azul, el inspector los perdió de vista. La fuerza centrífuga lo propulsó contra la puerta del vehículo.
–¡Carallo, Rafael!
–¿Qué pasa, inspector?
–¿No puedes conducir como todo el mundo?
Rafael Estévez levantó el pie del acelerador. A los pocos segundos comenzó a oírse el pitido agudo del teléfono móvil de Caldas.
–Es el suyo, jefe –dijo Estévez cuando consideró que había sonado excesivas veces.
El inspector leyó el nombre del comisario en la pantalla de su teléfono y descolgó.
–Leo, ¿te han dado el mensaje? –el comisario Soto se mostraba tan impaciente como de costumbre.
–Estamos en camino –le confirmó el inspector.
–¿Vas con Estévez?
–Sí –corroboró Caldas–. ¿No tenía que haber venido?
–No tenía que haber nacido –contestó el comisario Soto cortando la comunicación.
El coche avanzó por la sinuosa carretera en recorrido paralelo al perfil de la costa. Tras dejar atrás varias urbanizaciones, alcanzó la playa del Vao. Frente a ella apareció la isla.
Toralla era una isla pequeña. Unas pocas mansiones, playas y naturaleza en menos de veinte hectáreas frente a la zona residencial más exclusiva de la ría. Sin embargo, lo más peculiar de aquel pequeño paraíso era que, durante los años de esplendor del feísmo urbanístico, se había construido en ella una torre de veinte plantas rompiendo la originaria armonía que la isla había conservado hasta entonces. Caldas siempre había pensado que, de haberla edificado cinco siglos antes, la visión de aquella mole habría bastado para espantar a Francis Drake y devolverlo con sus filibusteros a Inglaterra.
Abandonaron la carretera y pusieron rumbo al puente de acceso. Estévez detuvo el vehículo a la entrada de éste.
–¿Hay que cruzar el puente, inspector? –preguntó.
–No, vamos mejor a nado –respondió el inspector sin abrir los ojos.
Rafael Estévez, rumiando entre dientes, hizo avanzar el coche por los doscientos metros de puente. Al oeste, el contraluz producía un fulgor dorado sobre la mar que dificultaba la visión. Al este, en cambio, se percibía con detalle la ribera iluminada por un sol casi tendido sobre el agua.
Dejaron a un lado las escaleras metálicas que descendían hasta una playa, la mayor de las dos de Toralla. Las rocas que la protegían, descubiertas por el reflujo de la marea, aparecían veladas por un manto verde de algas.
Una barrera, junto a una garita de vigilancia, cortaba el acceso de los vehículos al resto de la isla.
–¿Esto no es público, inspector? –preguntó Estévez.
–Hasta aquí sí –contestó Caldas.
Un guarda salió de la garita con una libreta en la mano y quiso saber adónde se dirigían. Tan pronto Estévez le mostró la placa, el guarda levantó la barrera franqueándoles el paso.
El coche atravesó el puesto de vigilancia y continuó a lo largo de una pequeña vía, dejando a un lado una hilera de chalets y al otro un bosque de pinos, cuyo fresco aroma se mezclaba, sin ahogarlo, con el de la mar que los rodeaba. Cuando la carretera se bifurcó en dos ramales, tomaron el de la derecha. Bordearon el bosque y apareció ante ellos la torre inmensa, que arrancó a Estévez un silbido de admiración.
–Menudo rascacielos, inspector. Desde lejos no parecía tan grande.
–Espero que tenga buenos cimientos –murmuró Leo Caldas, quien albergaba la convicción de que el suelo firme era el mejor lugar para apoyar unos zapatos.
La mayoría de los apartamentos de aquel prodigio de mal gusto se ocupaban sólo en verano y, bajo la enorme edificación, el estacionamiento estaba casi vacío. Caldas identificó el furgón de la unidad de inspección ocular entre los pocos coches aparcados. Pensó que la cosa debía de ser seria si todavía estaban allí. Al salir del vehículo, Estévez miró la torre. Tuvo que echar atrás el cuello para contemplarla entera. Lanzó otro silbido y se encaminó tras su jefe hacia el portal del edificio.
Las veinte plantas estaban dispuestas en tres alas: norte, sur y este. Leo Caldas calculó que habría alrededor de diez viviendas en cada una de ellas. Pensó que seiscientos apartamentos constituían un negocio inmobiliario demasiado próspero como para denegar la licencia de construcción a aquel atentado urbanístico.
Leyó en el papel: «Dúplex 17/18, ala norte».
Se guiaron por el letrero indicador de esa ala, entraron en uno de los ascensores y Caldas pulsó el botón marcado con el número 17. Al salir del ascensor, el inspector encaró briosamente un pequeño tramo de escaleras. Rafael Estévez le imitó haciendo retumbar el piso.
Identificaron la puerta por el precinto de la unidad de inspección ocular que restringía el paso. Leo Caldas, asiéndolo por un extremo, lo despegó y abrió la puerta. Estévez entró en la casa detrás de su jefe, y antes de cerrar fijó de nuevo al marco el precinto de la UIDC.
Accedieron directamente a un salón amplio con la totalidad de la pared frontal ocupada por un enorme ventanal sin cortinas. La luz irisada de la puesta de sol inundaba la estancia de originales matices rojizos. La perspectiva que se vislumbraba era magnífica: las islas Cíes dominaban el frente, a la izquierda se extendía la costa de una orilla de la ría, y a la derecha la de la otra, la península del Morrazo, que entraba en la mar como una pétrea gárgola.
Rafael Estévez se acercó inmediatamente al ventanal para contemplar mejor el panorama. Caldas no.
La zona de estar comprendía dos sofás y una mesa baja de vidrio. En lugar de una televisión, el espacio situado frente a los sofás estaba ocupado por un moderno equipo de música. Leo Caldas reconoció varios altavoces en las pequeñas cajas metálicas distribuidas por los rincones de la sala. Unos estantes de obra repletos de discos compactos llenaban la pared posterior.
Adornada en su centro por una cestilla de flores secas y rodeada por cuatro sillas de alto respaldo, la mesa de comedor se ubicaba en la parte más alejada de la ventana. En la pared opuesta a la estantería colgaban dos grabados. Uno representaba un jarrón decorado con escenas amorosas, y el otro el friso de alguna construcción clásica. Junto a las litografías, suspendidos en la misma pared, se alineaban seis saxofones.
Clara Barcia, una de las agentes de la UIDC, recogía las impresiones digitales de unas copas abandonadas sobre la mesa del salón.
–Hola, Clara –saludó, acercándose a ella.
–Buenas tardes, inspector Caldas –contestó la chica irguiéndose–. Estoy terminando de registrar las huellas.
–No te levantes, por favor –Caldas acompañó la frase con un gesto de su mano, y miró a su alrededor–. ¿Qué tenemos?
–Asesinato, inspector –le informó ella–. Bastante feo.
Caldas asintió.
–¿Tú cómo vas?
–Estoy recogiendo bastantes muestras –dijo, señalando las bolsitas transparentes que había ido colocando en orden al pie de la pared–, pero nunca se sabe.
–¿Estás sola?
–No, hemos venido los cuatro –contestó, refiriéndose al equipo completo de la UIDC–, pero desde hace bastante rato solamente quedamos el doctor Barrio y yo. Él está en la planta inferior, en el dormitorio. Por aquí.
Clara Barcia dejó sobre la mesa la copa que estaba examinando, se puso en pie, y les indicó el camino descendiendo por una escalera de caracol. Leo Caldas la siguió.
–¿Usted no baja, agente? –Clara Barcia se dirigió a Estévez entre los listones de la escalera.
Leo se giró y vio a su adjunto contemplando el panorama desde el mirador del salón. Le sorprendía que el oficial implacable capaz de atemorizar al más duro delincuente pudiera deleitarse como un juglar admirando un paisaje.
Estévez bajó de tres ágiles brincos los peldaños de la escalera y colocó su corpachón tras el del inspector. La agente les facilitó dos pares de guantes de látex.
–¿Dónde está el cadáver? –preguntó Caldas.
–Aquí dentro, en la cama –contestó Clara Barcia, abriendo la puerta de la única habitación del apartamento.
Rafael Estévez, luchando con los guantes que se resistían a deslizarse sobre sus manazas, abrió la boca por primera vez desde su entrada en la casa.
–¡La madre que me parió!