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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La Orden

Título original: The Order

© 2020, Daniel Silva

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-589-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prefacio

Primera parte. Interregno

1. ROMA

2. JERUSALÉN – VENECIA

3. CANNAREGIO, VENECIA

4. MURANO, VENECIA

5. VENECIA – ROMA

6. RISTORANTE PIPERNO, ROMA

7. RISTORANTE PIPERNO, ROMA

8. RISTORANTE PIPERNO, ROMA

9. CAFFÈ GRECO, ROMA

10. CASA SANTA MARTA

11. VIA SARDEGNA, ROMA

12. ROMA – FLORENCIA

13. FLORENCIA

14. PONTE VECCHIO, FLORENCIA

15. VENECIA – FRIBURGO, SUIZA

16. CAFÉ DU GOTHARD, FRIBURGO

17. RECHTHALTEN, SUIZA

18. RECHTHALTEN, SUIZA

19. LES ARMURES, GINEBRA

20. LES ARMURES, GINEBRA

21. ROMA – OBERSALZBERG, BAVIERA

22. ROMA

23. ARCHIVO SECRETO VATICANO

Segunda parte. Ecce homo

24. CURIA JESUITA, ROMA

25. CURIA JESUITA, ROMA

26. ROMA – ASÍS

27. ABADÍA DE SAN PEDRO DE ASÍS

28. ABADÍA DE SAN PEDRO DE ASÍS

29. ABADÍA DE SAN PEDRO DE ASÍS

30. VIA DELLA PAGLIA, ROMA

31. VIA DELLA PAGLIA, TRASTÉVERE

32. TRASTÉVERE, ROMA

33. EMBAJADA DE ISRAEL EN ROMA

34. CAPILLA SIXTINA

35. ZÚRICH

36. MÚNICH

37. MÚNICH

38. MÚNICH

39. BEETHOVENPLATZ, MÚNICH

40. MÚNICH

41. MÚNICH

42. MÚNICH

43. COLONIA, ALEMANIA.

44. BAVIERA, ALEMANIA

45. OBERSALZBERG, BAVIERA

46. OBERSALZBERG, BAVIERA

47. OBERSALZBERG, BAVIERA

Tercera parte. Extra omnes

48. CURIA JESUITA, ROMA

49. VILLA GIULIA, ROMA

50. PLAZA DE SAN PEDRO

51. VIA DELLA CONCILIAZIONE

52. CASA SANTA MARTA

53. VILLA BORGHESE

54. CASA SANTA MARTA

55. VILLA BORGHESE

56. VIA GREGORIANA, ROMA

57. CURIA JESUITA, ROMA

58. CAPILLA SIXTINA

59. CURIA JESUITA, ROMA

60. CAPILLA SIXTINA

Cuarta parte. Habemus Papam

61. CANNAREGIO, VENECIA

62. PIAZZA SAN MARCO

63. VENECIA – ASÍS

64. ABADÍA DE SAN PEDRO, ASÍS

Nota del autor

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Como siempre, para mi mujer, Jamie, y mis hijos, Lily y Nicholas

 

 

 

 

 

Viendo, pues, Pilatos que nada conseguía, sino que el tumulto crecía cada vez más, tomó agua y se lavó las manos delante de la muchedumbre, diciendo: «Yo soy inocente de esta sangre; vosotros veáis». Y todo el pueblo contestó diciendo: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos».

Mateo, 27: 24-25

 

 

En todas las desgracias que en adelante azotaron al pueblo judío —desde la destrucción de Jerusalén hasta la obscenidad de Auschwitz— resonaba algún eco de aquel pacto de sangre.

Ann Wroe, Pilatos. Biografía de un hombre inventado

 

 

Hay que ignorar a conciencia el pasado para no saber adónde conduce todo esto.

Paul Krugman, The New York Times

Prefacio

 

 

 

 

 

Su santidad el papa Pablo VII aparecía por primera vez en El confesor, el tercer libro de la serie de novelas protagonizada por Gabriel Allon. Más adelante se dejó ver también en The Messenger y The Fallen Angel. Nacido Pietro Lucchesi, es el expatriarca de Venecia y el sucesor directo de Juan Pablo II en la cátedra de san Pedro. En mi recreación ficticia del Vaticano, los papados de Joseph Ratzinger y Jorge Mario Bergoglio —los sumos pontífices Benedicto XVI y Francisco— no han tenido lugar.

PRIMERA PARTE

Interregno

 

1

ROMA

 

 

 

 

 

La llamada llegó a las 11:42 de la noche. Luigi Donati dudó antes de contestar. El número que mostraba la pantalla de su telefonino era el de Albanese. Solo podía haber un motivo para que le llamara a esas horas.

—¿Dónde está su excelencia?

—Extramuros.

—Ah, sí. Es jueves, ¿verdad?

—¿Pasa algo?

—Es mejor que no lo hablemos por teléfono. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.

Donati salió a la noche húmeda y fría. Vestía traje clerical negro con alzacuellos, no la sotana con muceta y ribetes de un color casi fucsia que usaba en la oficina, como llamaban los prelados de su rango al Palacio Apostólico. El arzobispo Donati era el secretario personal de su santidad el papa Pablo VII. Alto y delgado, con una hermosa mata de pelo oscuro y facciones de ídolo de la gran pantalla, tenía sesenta y tres años recién cumplidos. La edad, sin embargo, no había mermado su atractivo. La revista Vanity Fair le había apodado recientemente Luigi el Conquistador. El artículo había sido para él motivo de infinito bochorno dentro del insidioso mundillo de la curia romana. Aun así, dada la reputación bien fundada que tenía Donati de ser implacable, nadie se había atrevido a mencionárselo a la cara. Nadie excepto el santo padre, que se había mofado de él sin piedad.

«Es mejor que no lo hablemos por teléfono…».

Donati llevaba preparándose para ese momento un año o más, desde el primer infarto leve, que había logrado ocultar al resto del mundo e incluso a gran parte de la curia. Pero ¿por qué precisamente tenía que ser esa noche?

Reinaba un silencio extraño en la calle. «Un silencio mortal», pensó Donati de pronto. Era una avenida flanqueada por palacios, justo al lado de Via Veneto, uno de esos lugares que rara vez pisaba un sacerdote, y menos aún un sacerdote formado en el seno de la Compañía de Jesús, la orden rigurosa en lo intelectual y rebelde en ocasiones, a la que pertenecía Donati. Su coche oficial, con la matrícula SVC propia del Vaticano, aguardaba junto a la acera. El chófer —uno de los ciento treinta agentes del Corpo della Gendarmeria, la policía de la Santa Sede— se dirigió sin prisa en dirección oeste, cruzando Roma.

«No sabe nada».

Donati echó un vistazo en el móvil a las páginas web de los principales diarios italianos. Tampoco se habían enterado aún. Ni ellos, ni sus colegas de Londres y Nueva York.

—Encienda la radio, Gianni.

—¿Música, excelencia?

—Noticias, por favor.

Otra sarta de sandeces de Saviano despotricando contra los inmigrantes árabes y africanos que estaban destrozando el país, como si los italianos no se bastaran por sí solos para empantanar las cosas… Saviano llevaba meses dando la lata al Vaticano para que el santo padre le concediera una audiencia privada, una audiencia que Donati, con no poco regocijo, le había negado.

—Ya es suficiente, Gianni.

La radio volvió a enmudecer, afortunadamente. Donati miró por la ventanilla del lujoso automóvil de fabricación alemana. Aquella no era forma de viajar para un soldado de Cristo. Era, suponía, la última vez que atravesaba Roma en un coche con chófer. Durante casi dos décadas, había ejercido como jefe de personal de la Iglesia católica romana, o algo parecido. Había sido una época tumultuosa: el atentado terrorista en San Pedro, el escándalo en torno a los Museos Vaticanos y sus antigüedades, la lacra de los abusos sexuales… Y, sin embargo, Donati había disfrutado de cada minuto. Ahora, en un abrir y cerrar de ojos, todo se acababa. Volvía a ser un simple cura. Nunca se había sentido tan solo.

El coche cruzó el Tíber y tomó Via della Conciliazione, el ancho bulevar que Mussolini abrió como un tajo en los arrabales de Roma. La cúpula iluminada de la basílica, restaurada en todo su esplendor, se alzaba a lo lejos. Siguieron la curva de la columnata de Bernini hasta la puerta de Santa Ana, donde un guardia suizo les franqueó con un gesto la entrada al territorio de la ciudad-estado. El guardia vestía su uniforme azul de diario: jubón con cuello blanco de colegial, medias hasta la rodilla, boina negra y capa para guarecerse del relente nocturno. Tenía los ojos secos, la faz tranquila.

«No lo sabe».

El coche avanzó despacio por Via Sant’Anna. Dejó atrás el cuartel de la Guardia Suiza, la parroquia de Santa Ana, la imprenta y el Banco Vaticano, y se detuvo por fin junto al arco de acceso al patio de San Dámaso. Donati cruzó a pie el empedrado, entró en el ascensor más importante de la cristiandad y ascendió a la tercera planta del Palacio Apostólico. Avanzó a paso rápido por la logia: a un lado, una pared acristalada; al otro, un fresco. Torció a la izquierda y llegó a los apartamentos papales.

Otro guardia suizo, este en uniforme completo de gala, estaba apostado junto a la puerta, tieso como una vara. Donati pasó a su lado sin decir palabra y entró. Un jueves, iba pensando. ¿Por qué tenía que ser un jueves?

 

 

Dieciocho años, se dijo mientras recorría con la mirada el despacho privado del santo padre, dieciocho años y nada había cambiado. Solo el teléfono. Donati había conseguido convencer por fin al papa de que cambiara el aparato de disco de Wojtyla, una antigualla, por un moderno teléfono multilínea. Aparte de eso, la habitación estaba tal y como la había dejado el polaco. El mismo sobrio escritorio de madera. La misma silla beis. La misma alfombra oriental raída. El mismo reloj dorado y el crucifijo. Incluso el vade de mesa y el juego de escritorio eran aún los de Wojtyla el Grande. A pesar de las esperanzas que había suscitado en un principio su papado —la ilusión de una Iglesia más amable, menos represiva—, Pietro Lucchesi no había logrado escapar por completo de la larga sombra de su predecesor.

Donati se fijó instintivamente en la hora que marcaba su reloj de pulsera. Pasaban siete minutos de la medianoche. El santo padre se había retirado a su despacho a las ocho y media con intención de dedicar hora y media a leer y escribir. Normalmente, Donati se quedaba junto a su jefe o se iba a su despacho, situado en aquel mismo pasillo. Pero, como era jueves, la única noche de la semana que tenía para él, solo se había quedado hasta las nueve.

«Hazme un favor antes de irte, Luigi…».

Lucchesi le había pedido que abriera las gruesas cortinas que cubrían la ventana del despacho, la misma ventana desde la que el santo padre rezaba el ángelus cada domingo a mediodía. Donati había obedecido. Incluso había abierto las contraventanas para que su santidad pudiera contemplar la plaza de San Pedro mientras se afanaba en despachar el papeleo eclesiástico. Las cortinas estaban ahora corridas por completo. Donati las apartó. Las contraventanas también estaban cerradas.

El escritorio estaba recogido, sin el desorden típico de Lucchesi. Había una taza de infusión medio vacía, con la cuchara apoyada en el platillo, que no estaba allí cuando él se marchó, y varios documentos guardados en carpetas de color marrón cuidadosamente apiladas bajo el viejo flexo. Un informe de la archidiócesis de Filadelfia sobre las consecuencias económicas del escándalo de los abusos sexuales. Comentarios para la audiencia general del miércoles. El primer borrador de una homilía para la próxima visita papal a Brasil. Notas para una encíclica sobre el tema de la inmigración que sin duda irritaría a Saviano y a sus compañeros de viaje de la extrema derecha italiana.

Faltaba un documento, sin embargo.

«Te encargarás de que lo reciba, ¿verdad, Luigi?».

Donati miró la papelera. Estaba vacía. Ni un solo trozo de papel.

—¿Busca algo, excelencia?

Levantó la vista y vio al cardenal Domenico Albanese, que lo observaba desde la puerta. Albanese era calabrés de nacimiento y, de oficio, burócrata de la curia. Ocupaba varios altos cargos en la Santa Sede; entre ellos, el de presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo entre Religiones y el de archivero y bibliotecario de la Santa Iglesia Romana. Eso no explicaba, sin embargo, su presencia en los apartamentos papales a las doce y siete minutos de la madrugada. Domenico Albanese era, además, el camarlengo, el encargado de notificar oficialmente que la cátedra de san Pedro estaba vacante.

—¿Dónde está? —preguntó Donati.

—En el reino de los cielos —repuso el cardenal.

—¿Y su cadáver?

De no haber tenido vocación clerical, Albanese podría haberse ganado la vida transportando lápidas de mármol o acarreando medias reses en un matadero calabrés. Donati lo siguió por el corto pasillo, hasta el dormitorio. Otros tres cardenales esperaban en la media luz de la habitación: Marcel Gaubert, José María Navarro y Angelo Francona. Gaubert era el secretario de Estado, lo que equivalía a decir el primer ministro y el jefe de la diplomacia del país más pequeño del mundo. Navarro era el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el guardián de la ortodoxia católica y el adalid contra la herejía. Francona, el mayor de los tres, era el decano del Colegio Cardenalicio. Sería el encargado de presidir, por lo tanto, el próximo cónclave.

Fue Navarro, un español de noble cuna, quien se dirigió primero a Donati. Aunque hacía casi un cuarto de siglo que vivía y trabajaba en Roma, aún hablaba italiano con fuerte acento español.

—Luigi, sé lo doloroso que tiene que ser esto para ti. Nosotros éramos sus leales servidores, pero era a ti a quien más quería.

El cardenal Gaubert, un parisino flaco y de rostro felino, acompañó el tibio pésame del español con una profunda inclinación de cabeza, al igual que los tres seglares que permanecían de pie entre las sombras del contorno de la habitación: el doctor Octavio Gallo, médico personal del santo padre; Lorenzo Vitale, jefe del Corpo della Gendarmeria; y el coronel Alois Metzler, comandante de la Guardia Suiza Pontificia. Donati había sido, al parecer, el último en llegar. Sin embargo era él, el secretario privado, y no el camarlengo, quien debería haber convocado a la plana mayor de la Iglesia a reunirse junto al lecho de muerte del papa. De pronto le asaltaron los remordimientos, pero, al contemplar la figura tendida en la cama, el sentimiento de culpa dio paso a una pena abrumadora.

Lucchesi llevaba puesta aún la sotana blanca, pero le habían quitado las pantuflas, y el solideo no estaba a la vista. Alguien le había puesto las manos sobre el pecho. Aferraba con ellas su rosario. Tenía los ojos cerrados y la mandíbula floja, pero su cara no presentaba señal alguna de dolor, nada que sugiriera que había sufrido. De hecho, a Donati no le habría sorprendido que su santidad se hubiera despertado de repente y le hubiera preguntado qué tal le había ido la noche.

«Llevaba puesta aún la sotana blanca…».

Donati se había encargado de llevar la agenda del santo padre desde el primer día de su pontificado. La rutina vespertina del papa pocas veces variaba. Cenaba de siete a ocho y media. Se encargaba del papeleo en el despacho de ocho y media a diez y luego dedicaba quince minutos a orar y reflexionar en su capilla privada. Por regla general, a las diez y media ya estaba en la cama, normalmente con una novela policíaca inglesa, su placer inconfesable. En la mesilla de noche, debajo de sus gafas de leer, descansaba Intrigas y deseos de P. D. James. Donati abrió el libro por la página señalada.

Cuarenta y cinco minutos más tarde Rickards volvía a estar en el escenario del crimen…

Donati cerró el libro. El sumo pontífice, calculó, llevaba muerto casi dos horas, puede que más.

—¿Quién lo encontró? —preguntó con calma—. Espero que no haya sido una de las monjas del servicio.

—Fui yo —contestó el cardenal Albanese.

—¿Dónde estaba?

—Su santidad abandonó esta vida en la capilla. Lo encontré pasadas las diez. En cuanto a la hora exacta de su fallecimiento… —El calabrés encogió sus gruesos hombros—. No sabría decir, excelencia.

—¿Por qué no se me avisó inmediatamente?

—Lo busqué por todas partes.

—Debería haberme llamado al móvil.

—Eso he hecho. Varias veces, en realidad. Sin respuesta.

El camarlengo estaba mintiendo, pensó Donati.

—¿Y qué hacía usted en la capilla, eminencia?

—Esto empieza a parecer un interrogatorio. —Albanese miró un instante al cardenal Navarro; después, volvió a fijar los ojos en Donati—. Su santidad me pidió que rezara con él. Yo acepté su invitación.

—¿Le llamó él directamente?

—Sí, a mi apartamento —respondió el camarlengo con una inclinación de cabeza.

—¿A qué hora?

Albanese miró el techo como si tratara de recordar un detalle menor que había olvidado.

—A las nueve y cuarto. Puede que a y veinte. Me pidió que viniera cuando pasaran unos minutos de las diez. Cuando llegué…

Donati miró el cuerpo sin vida tendido sobre la cama.

—¿Cómo ha llegado aquí?

—Lo traje yo.

—¿Usted solo?

—Su santidad llevaba sobre los hombros el peso de la Iglesia —repuso Albanese—, pero muerto es ligero como una pluma. Como no conseguía contactar con usted, avisé al secretario de Estado, que a su vez llamó a los cardenales Navarro y Francona. A continuación llamé al dottore Gallo, que certificó el fallecimiento. La causa de la muerte ha sido un infarto fulminante. El segundo, ¿no? ¿O es el tercero?

Donati miró al médico papal.

—¿A qué hora certificó usted el fallecimiento, dottore Gallo?

—A las once y diez, excelencia.

El cardenal Albanese carraspeó suavemente.

—En mi declaración oficial he ajustado ligeramente la secuencia temporal de los hechos. Si así lo desea, Luigi, puedo decir que fue usted quien lo encontró.

—No será necesario.

Donati se arrodilló junto a la cama. En vida, el santo padre había sido muy menudo. La muerte lo había menguado aún más. Donati se acordó del día en que el cónclave eligió por sorpresa a Lucchesi, el patriarca de Venecia, para que fuera el sumo pontífice de la Iglesia católica romana, el número doscientos sesenta y cinco de los que ocupaban la cátedra de san Pedro. En la Sala de las Lágrimas, eligió la sotana más pequeña de las tres ya preparadas y, aun así, parecía un niño pequeño vestido con la camisa de su padre. Cuando salió al balcón de San Pedro, su cabeza asomaba a duras penas por encima de la balaustrada. Los vaticanistas le apodaron Pietro el Improbable. Los representantes de la línea más dura de la Iglesia se referían a él socarronamente como «el papa accidental».

Pasados unos instantes, Donati sintió una mano sobre su hombro. Pesaba como plomo. Así pues, tenía que ser la de Albanese.

—El anillo, excelencia.

Una de las responsabilidades del camarlengo era destruir el anillo del pescador del papa difunto en presencia del Colegio Cardenalicio. Esta costumbre, sin embargo, se había abandonado, al igual que la de dar tres golpecitos con un martillo de plata en la frente del papa para verificar que estaba muerto. En lugar de destruir el anillo —que Lucchesi rara vez se ponía—, se le practicarían dos profundas incisiones en el signo de la cruz. Otras tradiciones, en cambio, seguían en vigor, como la clausura inmediata de los apartamentos papales. Ni siquiera Donati, el secretario personal de Lucchesi, podría entrar una vez retirado el cadáver.

Todavía de rodillas, Donati abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó el grueso anillo de oro. Se lo entregó al cardenal Albanese, que lo guardó en una bolsita de terciopelo y declaró solemnemente:

—Sede vacante.

La cátedra de san Pedro estaba ahora vacía. La Constitución apostólica dictaba que el cardenal Albanese se hiciera cargo del gobierno de la Iglesia católica romana mientras durara el interregno, que concluiría con la elección de un nuevo papa. Donati, que solo era arzobispo titular, no tendría ni voz ni voto. De hecho, ahora que su jefe había muerto, carecía de cargo y de poder, y solo debía responder ante el camarlengo.

—¿Cuándo piensa hacer público el comunicado? —preguntó.

—Estaba esperando su llegada.

—¿Podría revisarlo?

—El tiempo es esencial. Si lo posponemos más…

—Desde luego, eminencia. —Donati puso la mano sobre las de Lucchesi. Ya estaban frías—. Me gustaría quedarme un momento a solas con él.

—Solo un momento —repuso el camarlengo.

La habitación se vació lentamente. El cardenal Albanese fue el último en salir.

—Dígame una cosa, Domenico.

El camarlengo se detuvo en la puerta.

—¿Excelencia?

—¿Quién corrió las cortinas del despacho?

—¿Las cortinas?

—Estaban abiertas cuando me marché, a las nueve. Y las contraventanas, también.

—Las cerré yo, excelencia. No quería que se viera desde la plaza que había luz encendida en los apartamentos a esas horas de la noche.

—Sí, claro. Hizo usted bien, Domenico.

El camarlengo salió, dejando la puerta abierta. A solas con su difunto jefe, Donati luchó por contener el llanto. Tendría tiempo más adelante de dar rienda suelta a su pena. Se inclinó hacia la oreja de Lucchesi y apretó suavemente su mano fría.

—Háblame, viejo amigo —le susurró—. Dime qué ha pasado de verdad esta noche.

 

2

JERUSALÉN – VENECIA

 

 

 

 

 

Fue Chiara quien informó en secreto al primer ministro de que su marido necesitaba urgentemente unas vacaciones. Desde que ocupaba a regañadientes el despacho de dirección de King Saul Boulevard, Gabriel apenas se había concedido una tarde libre; solo tras el atentado de París, que le fracturó dos vértebras lumbares, se había tomado un par de días de baja. Aun así, era una decisión que no podía tomarse a la ligera. Gabriel necesitaba comunicaciones seguras y, lo que era más importante, un sólido dispositivo de seguridad. Igual que Chiara y los gemelos. Irene y Raphael celebrarían pronto su cuarto cumpleaños. El peligro que corría la familia Allon era tan agudo que nunca habían puesto un pie fuera del Estado de Israel.

Pero ¿adónde irían? Viajar a un destino exótico y lejano estaba descartado. Tendrían que quedarse no muy lejos de Israel, de modo que, si se daba una emergencia nacional —cosa harto probable—, Gabriel pudiera estar de vuelta en King Saul Boulevard en cuestión de horas. Podían olvidarse de hacer un safari en Sudáfrica y de viajar a Australia o las Galápagos. Seguramente era mejor así, porque Gabriel tenía una relación problemática con los animales salvajes. Chiara no quería, además, que otro largo vuelo lo dejara agotado. Desde que era el director general de la Oficina, viajaba cada dos por tres a Washington para conferenciar con sus socios americanos en Langley. Lo que más falta le hacía era descansar.

Claro que, por otro lado, no era natural en él estar ocioso. Era un hombre de enorme talento, pero con escasas aficiones. No esquiaba ni buceaba, y en toda su vida había empuñado un palo de golf o una raqueta de tenis, salvo para usarlos como arma. Las playas le aburrían, a no ser que fueran frías y ventosas. Le gustaba navegar, especialmente en las aguas turbulentas del oeste de Inglaterra, o echarse una mochila a la espalda y caminar a buen paso por los páramos yermos. Pero ni siquiera Chiara, que había sido agente de la Oficina, era capaz de seguir su ritmo más allá de uno o dos kilómetros. Los niños, sin duda, desfallecerían de cansancio.

El truco estaba en encontrar algo que Gabriel pudiera hacer mientras estuvieran de vacaciones: un pequeño proyecto que lo mantuviera ocupado un par de horas por la mañana, hasta que los niños se despertaran y estuvieran vestidos y listos para empezar el día. ¿Y si además ese proyecto podía llevarse a cabo en una ciudad en la que ya se sentía a gusto? ¿En la ciudad donde había estudiado restauración y había ejercido como aprendiz? ¿En el lugar donde Chiara y él se conocieron y enamoraron? Ella era oriunda de esa ciudad, y su padre era el rabino principal de su declinante comunidad judía. Además, su madre no dejaba de insistir en que llevara a los niños a hacerles una visita. Sería perfecto, se dijo Chiara. Los dos pájaros de un tiro del refrán.

Pero ¿cuándo? En agosto no había ni que pensar. El clima era demasiado húmedo y caluroso, y la ciudad estaría sumergida en un mar de turistas: hordas selfiteras que seguían a guías malhumorados por la ciudad durante una o dos horas, se tomaban a toda prisa un capuchino a precio de oro en el Caffè Florian y regresaban luego a su barco para seguir con el crucero. En cambio, si esperaban, pongamos, hasta noviembre, el tiempo estaría fresco y despejado y tendrían los sestieri casi para ellos solos. Así tendrían oportunidad de reflexionar sobre su futuro sin las distracciones de la Oficina y la vida cotidiana en Israel. Gabriel había informado al primer ministro de que solo ocuparía el cargo durante un mandato. Era hora de ir pensando cómo iban a pasar el resto de su vida y dónde querían que se criaran sus hijos. Los años empezaban a pesarles a los dos; sobre todo, a Gabriel.

Chiara no le informó de sus planes porque sabía que solo conseguiría que su marido le soltara una larga perorata sobre los motivos por los que el Estado de Israel se derrumbaría si él se tomaba un solo día de vacaciones. Se confabuló, en cambio, con Uzi Navot, el subdirector, para elegir las fechas. Intendencia, la división de la Oficina que se encargaba de adquirir y gestionar los pisos francos, se encargó del alojamiento. La policía local y los servicios de inteligencia, con los que Gabriel mantenía una colaboración muy estrecha, acordaron ocuparse de la seguridad.

Ya solo quedaba encontrar un proyecto que mantuviera ocupado a Gabriel. A finales de octubre, Chiara llamó a Francesco Tiepolo, el propietario de la empresa de restauración más importante de la región.

—Tengo justo lo que necesitas. Te mando una foto por correo electrónico.

Tres semanas más tarde, cuando regresó a casa tras una reunión especialmente conflictiva del inestable Gobierno israelí, Gabriel se encontró con las maletas hechas.

—¿Me dejas?

—No —contestó Chiara—. Nos vamos de vacaciones. Los cuatro.

—No puedo…

—Ya está todo arreglado, cariño.

—¿Lo sabe Uzi?

Ella asintió.

—Y también lo sabe el primer ministro.

—¿Adónde vamos? ¿Y por cuánto tiempo?

Chiara se lo dijo.

—¿Y qué voy a hacer dos semanas sin trabajar? —preguntó él.

Ella le dio una fotografía.

—Es imposible que me dé tiempo a terminarlo.

—Pues haz todo lo que puedas.

—¿Y que otro toque mi trabajo?

—No será el fin del mundo.

—Nunca se sabe, Chiara. Podría ser.

 

* * *

 

El apartamento ocupaba el piano nobile de un ruinoso palazzo de Cannaregio, el sestiere situado más al norte de los seis en que se dividía el casco histórico de Venecia. Tenía un gran salón, una cocina espaciosa llena de electrodomésticos modernos y una terraza que daba al Rio della Misericordia. En una de sus cuatro habitaciones, Intendencia montó una línea segura con King Saul Boulevard, provista de una estructura parecida a una tienda de campaña —una jupá, en la jerga de la Oficina— en la que Gabriel podía hablar por teléfono sin miedo al espionaje electrónico. Varios carabinieri vestidos de paisano montaban guardia fuera, en la Fondamenta dei Ormesini. Gabriel, con su consentimiento, portaba una Beretta de 9 milímetros, igual que Chiara, que tenía mucha mejor puntería que él.

A escasos metros, por el muelle, había un puente de hierro —el único de Venecia— y al otro lado del canal se abría la ancha plaza del Campo di Ghetto Nuovo, donde, además de haber un museo y una librería, se hallaban las oficinas de la comunidad judía. La Casa Israelitica di Riposo, una residencia de ancianos, ocupaba el flanco norte de la plaza. Junto a ella había un austero monumento en bajorrelieve dedicado a los judíos de Venecia que en diciembre de 1943 fueron detenidos e internados en campos de concentración y posteriormente asesinados en Auschwitz. Dos carabinieri armados hasta los dientes vigilaban el monumento desde una garita fortificada. De las doscientas cincuenta mil personas que aún tenían su hogar en las islas de una Venecia que se hundía, solo los judíos necesitaban protección policial las veinticuatro horas del día.

Los edificios de viviendas que flanqueaban el campo eran los más altos de Venecia, debido a que en la Edad Media la Iglesia tenía prohibido a sus ocupantes residir en otros barrios de la ciudad. En los pisos superiores de varios edificios había pequeñas sinagogas, ahora restauradas con esmero, que habían servido antaño a las comunidades de judíos sefardíes y asquenazíes que habitaban más abajo. Las dos sinagogas de la judería que aún funcionaban estaban situadas al sur del campo. Ambas estaban camufladas: nada en su fachada hacía sospechar que fueran templos hebreos. La sinagoga española la habían fundado los antepasados de Chiara en 1580. Desprovista de calefacción, abría solo entre la Pascua Judía y las fiestas de Rosh Hashanah y Yom Kippur. La sinagoga levantina, situada en la esquina de una plazoleta, daba servicio a la congregación judía en invierno.

El rabino Jacob Zolli y su esposa, Alessia, vivían a la vuelta de la esquina de la sinagoga levantina, en una casita estrecha que daba a una corte pequeña y recoleta. La familia Allon cenó allí el lunes, pocas horas después de su llegada a Venecia. Gabriel consiguió mirar su teléfono solo cuatro veces.

—Espero que no haya ningún problema —comentó el rabino Zolli.

—Lo de siempre —murmuró Gabriel.

—Es un alivio.

—No creas.

El rabino se rio por lo bajo y paseó la mirada por la mesa con satisfacción, posando un instante los ojos en sus dos nietos, su esposa y, por último, en su hija. La luz de las velas se reflejaba en los ojos de Chiara, del color del caramelo, con pintas doradas.

—Chiara nunca ha estado tan radiante. Salta a la vista que la haces muy feliz.

—¿De veras?

—Evidentemente, ha habido baches en el camino —repuso el rabino en tono admonitorio—, pero te aseguro que se considera la persona más feliz del mundo.

—Lo siento, pero ese privilegio me corresponde a mí.

—Se rumorea que te ha engañado para obligarte a venir de vacaciones.

Gabriel arrugó el ceño.

—Seguro que eso está prohibido por la Torá.

—No, que yo sepa.

—Ha hecho bien, probablemente —reconoció Gabriel—. Dudo que yo hubiera aceptado, si no.

—Me alegro mucho de que por fin hayáis traído a los niños a Venecia, pero me temo que habéis venido en un momento difícil. —El rabino Zolli bajó la voz—. Saviano y sus amigos de la extrema derecha han despertado fuerzas oscuras en Europa.

Giuseppe Saviano era el nuevo primer ministro de Italia, un xenófobo intolerante que desconfiaba de la libertad de prensa y tenía poca paciencia para melindres tales como la democracia parlamentaria o el imperio de la ley. Lo mismo podía decirse de su gran amigo Jörg Kaufmann, el neofascista en ciernes que ocupaba la cancillería austriaca. En Francia se daba ampliamente por sentado que Cécile Leclerc, la líder del Frente Popular, sería la próxima ocupante del palacio del Elíseo. Y en Alemania se esperaba que los nacionaldemócratas, liderados por un ex cabeza rapada neonazi llamado Axel Brünner, fueran la segunda fuerza política más votada en las elecciones generales de enero. Al parecer, la extrema derecha estaba en auge en todas partes.

La globalización, la incertidumbre económica y la composición demográfica del continente, que cambiaba a gran velocidad, habían abonado su ascenso en Europa Occidental. Los musulmanes constituían ya el cinco por ciento de la población europea. Un número cada vez mayor de europeos consideraba el islam una amenaza existencial para su identidad cultural y religiosa. Su ira y su resentimiento, antes refrenados u ocultos a la vista del público, corrían ahora por las venas de Internet como un virus. Los ataques contra los musulmanes habían aumentado bruscamente, igual que las agresiones físicas y los actos de vandalismo contra los judíos. De hecho, el antisemitismo en Europa había alcanzado niveles nunca vistos desde la Segunda Guerra Mundial.

—La semana pasada volvieron a atacar nuestro cementerio en el Lido —comentó el rabino Zolli—. Lápidas volcadas, esvásticas… Lo de siempre. La gente de mi congregación está asustada. Yo intento tranquilizarla, pero el caso es que yo también tengo miedo. Los políticos xenófobos como Saviano han agitado la botella y le han quitado el corcho. Sus seguidores se quejan de los refugiados de Oriente Medio y África, pero a quien más desprecian es a los judíos. Es el odio más antiguo. Aquí, en Italia, ya no está mal visto ser antisemita. Ahora se puede expresar abiertamente el desprecio contra los judíos. Y los resultados han sido los predecibles.

—La tormenta pasará —repuso Gabriel con poca convicción.

—Seguramente tus abuelos dijeron lo mismo. Y los judíos de Venecia también. Tu madre consiguió salir viva de Auschwitz. Los judíos venecianos no tuvieron esa suerte. —El rabino Zolli meneó la cabeza—. Esta película ya me la he visto, Gabriel. Sé cómo termina. No olvides nunca que lo inimaginable puede ocurrir. Pero no estropeemos la noche con conversaciones desagradables. Quiero disfrutar de la compañía de mis nietos.

A la mañana siguiente, Gabriel se levantó temprano y pasó unas horas refugiado en la jupá, hablando con sus principales colaboradores en King Saul Boulevard. Después, alquiló una lancha y llevó a Chiara y a los niños a dar una vuelta por la ciudad y las islas de la laguna. Hacía mucho frío para bañarse en el Lido, pero los niños se descalzaron y estuvieron persiguiendo gaviotas y charranes por la playa. En el camino de vuelta a Cannaregio, pararon en la iglesia de San Sebastiano de Dorsoduro para ver La Virgen y el Niño en la gloria con los santos, el cuadro del Veronés que Gabriel había restaurado cuando Chiara estaba embarazada. Después, mientras la luz otoñal se disolvía, los gemelos estuvieron jugando al pilla pilla con otros niños en el Campo di Ghetto Nuovo. Sus padres observaron la alegre algarabía del juego sentados en un banco de madera delante de la Casa Israelitica di Riposo.

—Puede que este sea mi banco favorito del mundo entero —comentó Chiara—. Es donde te sentaste el día que entraste en razón y me suplicaste que volviera contigo. ¿Te acuerdas, Gabriel? Fue después del atentado en el Vaticano.

—No sé qué fue peor, si los lanzagranadas y los terroristas suicidas o cómo me trataste.

—Te lo merecías, por bobo. No debería haber aceptado volver a verte.

—Y ahora nuestros hijos juegan en el campo —dijo Gabriel.

Chiara miró la garita de los carabinieri.

—Vigilados por hombres armados.

Al día siguiente, miércoles, Gabriel salió del apartamento tras hacer sus llamadas matutinas y, con un maletín de madera barnizada bajo el brazo, fue andando hasta la iglesia de la Madonna dell’Orto. La nave central estaba en penumbra y unos andamios ocultaban los arcos apuntados de los pasillos laterales. La iglesia no tenía transepto, pero sí un ábside pentagonal que albergaba la tumba de Jacopo Robusti, más conocido como Tintoretto. Era allí donde lo esperaba Francesco Tiepolo, un hombre grande como un oso, con una enmarañada barba entre gris y negra. Vestía, como de costumbre, un amplio blusón blanco con un fular de aire bohemio anudado al cuello.

—Siempre he sabido que volverías —dijo al abrazar con fuerza a Gabriel.

—Estoy de vacaciones, Francesco. No te hagas ilusiones.

Tiepolo meneó la mano como si tratara de espantar a las palomas de la Piazza di San Marco.

—Ahora estás de vacaciones, pero tú morirás en Venecia algún día. —Fijó la mirada en la tumba que tenía a sus pies—. Pero supongo que no podremos enterrarte en una iglesia, ¿no?

Tintoretto pintó diez cuadros para la iglesia entre 1552 y 1569; entre ellos, la Presentación de María en el templo, que colgaba en el lado derecho de la nave, un lienzo enorme, de 4,80 por 4,29, que se contaba entre sus obras maestras. La primera fase del proceso de restauración —la retirada del barniz descolorido— ya estaba terminada. Quedaba por hacer el retoque, la reconstrucción de las partes del lienzo dañadas por el tiempo y las condiciones ambientales. Era una tarea monumental. Gabriel calculó que un solo restaurador tardaría un año entero; quizá más.

—¿Quién ha sido el pobrecillo que se ha encargado de quitar el barniz? Antonio Politi, imagino.

—Fue Paulina, la nueva. Tenía la esperanza de poder observarte mientras trabajas.

—Supongo que le habrás quitado esa idea absurda de la cabeza.

—Rotundamente. Me ha dicho que puedes ponerte con cualquier parte del cuadro, menos con la Virgen.

Gabriel levantó la mirada hacia lo alto del lienzo. Miriam, la hija de tres años de Joaquín y Ana, judíos de Nazaret, subía indecisa los quince escalones del Templo de Jerusalén para presentarse ante el sumo sacerdote. Unos peldaños por debajo había una mujer reclinada, envuelta en un vestido marrón, con un niño (o quizá fuera una niña, era imposible saberlo) apoyado en el regazo.

—Ella —dijo Gabriel— y el niño.

—¿Estás seguro? Es mucho trabajo.

Gabriel sonrió melancólicamente, los ojos fijos en el cuadro.

—Es lo menos que puedo hacer por ellos.

 

 

Estuvo en la iglesia hasta las dos, más tiempo del que pensaba. Esa noche, Chiara y él dejaron a los niños con sus abuelos y cenaron a solas en un restaurante del otro lado del Gran Canal, en San Polo. Al día siguiente, jueves, Gabriel llevó a sus hijos a dar un paseo en góndola por la mañana y trabajó en el Tintoretto desde el mediodía hasta las cinco de la tarde, cuando Tiepolo cerró las puertas de la iglesia.

Chiara decidió que cenaran en el apartamento y preparó la cena. Después, Gabriel supervisó la batalla campal de cada noche conocida como la hora del baño y se retiró al refugio de la jupá para ocuparse de una crisis de poca importancia surgida en Israel. Era casi la una de la noche cuando se metió en la cama. Chiara estaba leyendo una novela, sin hacer caso de la tele, que estaba encendida con el volumen quitado. En la pantalla aparecía una imagen en directo de la basílica de San Pedro. Gabriel subió el volumen y se enteró de que un viejo amigo había muerto.