Iustraciones de

Chris Riddell

Francesca Gibbons

El corazón de la montaña

Título original: A Clock of Stars. The Shadow Moth

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A., 2021

C/ Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

© del texto: Francesca Gibbons, 2020

© de las ilustraciones: Chris Riddell, 2020

© 2021, HarperCollins Ibérica, S. A.

© de la traducción: Sonia Fernández-Ordás, 2021

© HarperCollins Children’s Books, editorial de HarperCollinsPublishers Ltd.

HarperCollins Publishers 1 London Bridge Street London SE1 9GF

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

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Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

Maquetación: Gráficas 4

ISBN: 978-84-18774-01-0

Depósito legal: M-17466-2021

Impreso en España por: BLACK PRINT

Para Mini y Bonnie, que para siempre serán niñas

Personajes

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Prólogo

El monstruo estaba solo, de pie en la ladera de la mon-taña. Extendió las manos.

—Vuela con valor, deprisa y según la voluntad de las es-trellas. Si haces solo una cosa, ayúdanos a recuperar lo que es nuestro.

Separó sus garras y dejó espacio suficiente para que la polilla pudiera escapar. Esta echó a andar sobre la palma de la mano y le recorrió la muñeca. Tenía el cuerpo cubierto de un vello fino de color gris plata.

—Vuela con valor, deprisa y según la voluntad de las estrellas. Si haces solo una cosa, ayúdanos a recuperar lo que es nuestro.

La polilla abrió y cerró las alas para indicar que estaba pensando. Después subió por el brazo del monstruo.

—Había olvidado lo rara que eres —dijo el monstruo mientras se rascaba la cabeza calva—. Las otras polillas echaron a volar sin más.

Las patitas diminutas de la polilla cosquillearon la cla-vícula del monstruo. Este cerró los ojos y repitió las mismas palabras por tercera vez:

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—Vuela con valor, deprisa y según la voluntad de las es-trellas. Si haces solo una cosa, ayúdanos a recuperar lo que es nuestro.

El monstruo abrió los ojos. La polilla recorrió su cara; pasó junto a los dientes, que sobresalían como colmillos de elefante, junto a la nariz aplastada hasta llegar a la coronilla.

—Ya está —dijo—. Ya has llegado al final de Zuby. Ahí es donde termino.

Oyó un leve aleteo y levantó la vista. La polilla se alejaba revoloteando, pero no en dirección al bosque, como habían hecho todas las que había soltado antes. Se dirigía a la cara de la montaña.

Poco después, Zuby la vio desaparecer en la oscuridad, a pesar de su vista penetrante.

—¿Adónde vas? —exclamó—. ¡No lo encontrarás entre las estrellas!

PARTE I

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1

Y ahora, monstruo serpenteante de las profundidades, ¡prepárate a morir!

El caballero atacó. La babosa de mar gigante le enseñó los dientes y bramó al tiempo que se movía para proteger el tesoro. Pero el caballero fue más rápido. Su espada se hundió en el cuerpo blando y viscoso del monstruo.

—Ahora es cuando te mueres —indicó el caballero.

—No quiero morir —respondió la babosa.

—Pero tienes que morirte. Eres el malo.

—¿Por qué siempre hago de malo?

—¡Marie! ¡Dijiste que sí!

—¿Y si, por una vez, el caballero muere, la babosa lo arrastra…?

—No. El cuento no dice eso. No lo escribí así. El caba-llero mata al monstruo, recupera el tesoro y todos viven felices y comen perdices.

—Todos excepto la babosa de mar…

—Ya, pero casi no cuenta.

La babosa de mar comenzó a quitarse el traje.

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—¿Qué estás haciendo? —preguntó el caballero—. Aún no hemos terminado.

—Yo sí.

—¿Y el ensayo general?

La babosa abrió el cofre del tesoro y rozó las joyas con sus tentáculos.

—Si casi no cuento, podrás arreglártelas sin mí.

—No toques eso; es mi colección de minerales —advir-tió el caballero.

Dejó caer la espada y se dirigió al cofre del tesoro. La tapa se movió con más facilidad de lo que esperaba y se cerró con violencia, atrapando varios tentáculos de la babosa de mar. El monstruo lanzó un aullido.

Esta vez se pelearon de verdad. Sin su traje, la babosa de mar era una niñita de piel sonrosada con una encrespada melena pelirroja. Se llamaba Marie.

Marie se metió en los bolsillos las piedras que había sacado del cofre.

—¡Dijiste que podía quedarme con una! —gritó.

El caballero tenía el pelo castaño, corto, se lo había cor-tado ella misma, y unas nubes de pecas que le cubrían las mejillas pálidas como pinturas de guerra. Su armadura es-taba hecha de papel de aluminio y cajas de cereales y se llamaba Imogen. Era mayor que Marie, así que sabía más que ella… de casi todo.

—Te dije que podías quedarte con una si representabas tu papel en mi obra —aclaró Imogen—, y no lo has hecho.

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Agarró a Marie del brazo y le vació los bolsillos.

—¡Mamá! —chilló Marie—. ¡Imogen se ha vuelto a meter conmigo!

—¡No es verdad! —protestó Imogen, soltando el brazo de Marie.

La pequeña entró en la casa corriendo con una mano en el bolsillo. Imogen se preguntó si aún llevaría alguna de sus piedras. Ya la recuperaría más tarde.

Imogen recogió su colección de minerales justo cuando empezaba a llover. Ojalá pudiera representar ella misma todos los papeles de la obra y así prescindir de Marie. Con-vertir a su hermana en una estrella estaba resultando difícil.

Siguió a Marie y dejó su cargamento junto a la puerta trasera. Su madre estaba en el pasillo, con un vestido largo rojo que nunca le había visto. Marie estaba escondida detrás de ella; solo se le veían un ojo y unos cuantos rizos.

Imogen sabía perfectamente lo que pasaría a continua-ción. Le iba a caer una bronca. Y odiaba las broncas. Al fin y al cabo, le había pillado los dedos a Marie con el cofre del tesoro sin querer.

Imogen miró a su madre de arriba abajo.

—¿Por qué estás tan arreglada? —preguntó.

—Déjate de cumplidos —le espetó su madre—. Te has metido en un lío. No pienso soportar más este comporta-miento: pelearte con tu hermana, el destrozo que has hecho en el jardín…

—¡Es una guarida de babosa de mar!

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—¡Imogen! ¡Ya no tienes edad para esas tonterías! Y, desde luego, no para hacer llorar a Marie.

—Empezó ella.

—Bueno, pues lo voy a terminar yo —dijo su madre—. Va a venir la abuela para ocuparse de vosotras el resto del día y dice que os va a llevar al salón de si os portáis bien. ¿Os vais a portar bien?

—¿Adónde vas? —preguntó Imogen.

—Eso da igual. Os he dejado preparada una pizza para esta noche. Lo vais a pasar genial. Ahora, prométeme que te vas a portar bien con tu hermana.

Marie tenía la cara llena de manchas rojas de fingir el llanto. Parecía una frambuesa a medio madurar. Imogen no quería portarse bien con su hermana.

—Vamos, Imogen —dijo su madre en tono más suave—. Confío en ti.

Sonó el timbre y su madre giró sobre sus talones.

—¡Llega antes de la hora! —exclamó.

—¿Quién llega antes de la hora? —preguntó Marie.

—Ahora lo verás —repuso su madre.

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Su madre abrió la puerta y un hombre entró en la casa con paso firme. Llevaba un traje muy elegante y unos zapatos relucientes. Imogen se fijó en los zapatos porque chirriaban a cada paso que daba, como si fuera pisando ratones.

—¡Cathy! ¡Estás preciosa! —exclamó el hombre con su voz masculina. Besó a su madre en la mejilla y se volvió hacia las niñas—. Y estas deben de ser las dos princesitas de las que tanto me has hablado.

—Yo no soy una princesa —dijo Imogen bajando la vista a su armadura—. Soy un caballero y esta es una babosa de mar gigante. Y usted ¿quién es?

—¡Imogen! —masculló su madre.

—No te preocupes —dijo el hombre. Miró a Imogen y sus labios dibujaron una sonrisa—. Me llamo Mark. Soy amigo de tu madre.

—Pues nunca había tenido ningún amigo que se llamara Mark —replicó Imogen.

El hombre se balanceó hacia delante sobre sus zapatos estridentes.

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—¿En serio? Bueno, las cosas cambian muy deprisa en el mundo de los adultos.

Imogen abrió la boca, pero su madre se le adelantó:

—Niñas, ayudadme a cerrar todas las ventanas antes de que llegue la abuela. Está empezando a llover.

Su madre se acercó a la ventanita que daba al jardín, pero debió de ver algo porque saltó hacia atrás horrorizada.

—¿Qué pasa? —preguntó Imogen corriendo hacia ella.

—¡Algo se ha movido ahí! ¡Algo se ha movido detrás de la cortina!

Un segundo después, Mark estaba a su lado.

—Déjame ver —ordenó y descorrió la cortina de un tirón.

Una polilla bajó despacito por la cortina hacia la mano de Mark. Desde un ángulo, tenía las alas de color gris; desde otro, plateadas. Imogen quiso examinarla más de cerca.

—No te preocupes, Cathy —dijo Mark—. La tengo.

Hizo un movimiento como para aplastar la polilla e Imogen no se lo pensó un instante. Se lanzó como un rayo y protegió el insecto con las manos. El hombre intentó apartarla de un codazo, pero ella se mantuvo firme en su puesto dándole un pisotón… justo en la puntera de uno de sus zapatos chirriantes.

Mark soltó una palabrota. Su madre ya estaba riñéndola, pero Imogen huyó a la carrera. Abrió la puerta de atrás con el codo y salió corriendo bajo la lluvia. La polilla era

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tan ligera que apenas la sentía entre las manos. Solo la de-lataba el leve roce de sus alas sobre los dedos.

Mamá seguía gritando, pero Imogen corrió hacia el fondo del jardín y se arrodilló junto a un arbusto. No le importó perder parte de su armadura por el camino. Allí, entre las hojas, la polilla estaría a salvo.

Imogen abrió las manos y la polilla se subió a una hoja. Sus alas color gris plata se confundían con las sombras.

—Te llamaré polilla de las sombras —dijo Imogen mien-tras se apartaba la lluvia de la frente.

La polilla abrió y cerró las alas tres veces como dándole las gracias.

—De nada —respondió Imogen.

Con las alas desplegadas, la polilla tenía más o menos el mismo tamaño que la palma de su mano. Cuando las cerraba, las pegaba sobre su cuerpo y medía poco menos que una uña. Tenía la espalda cubierta de una especie de pelaje aterciopelado.

—Creía que las polillas no salíais de día —dijo.

La polilla movió las antenas a derecha e izquierda. Tenían forma de plumas.

—Supongo que eres distinta a las demás.

Levantó la vista hacia la casa. Su madre estaba en el umbral de la puerta trasera con los brazos en jarras. Imogen entornó los ojos. Nadie conseguía nunca hacer que se dis-culpara.

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Emprendió el camino de regreso tan despacio como pudo.

—Discúlpate con Mark —indicó su madre—. No se puede andar dando pisotones a la gente.

—Tampoco se puede andar por ahí asesinando insectos —replicó Imogen—. ¿Por qué no se lo dices a Mark?

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Cinco minutos después, llegó la abuela y su madre se fue. Imogen se quitó la armadura de papel de alu-minio y guardó la colección de minerales debajo de la cama.

—Me ha dicho tu madre que te has portado fatal —dijo la abuela—. Pero iremos al salón de de todos modos. No es justo castigar a Marie por tu comportamiento y no puedo dejar sola en casa a una niña de siete años.

—Tengo once —puntualizó Imogen—. cuidarme sola.

—Siete, once… ¿qué más da? —dijo la abuela—. Subid al coche.

Marie se puso a canturrear en cuanto arrancaron. Era una de sus costumbres más molestas: canturrear melodías que se acababa de inventar.

—¿Puedes parar? —dijo Imogen.

Marie siguió canturreando, pero más bajo.

—¡Para! —gritó su hermana.

—Parad las dos —les espetó la abuela— si no queréis quedaros sin tarta.

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Aquello las hizo callar. La abuela no se andaba con ton-terías y era mejor no distraerla cuando iba conduciendo. La última vez que habían discutido en el coche, había termi-nado atropellando a una ardilla. Las había obligado a bajarse del coche y a oficiar un funeral.

—¿Adónde ha ido mamá? —preguntó Imogen, bus-cando los ojos de su abuela con la mirada en el espejo re-trovisor. La abuela no apartó la vista de la carretera.

—Tu madre ha ido al teatro.

—¿Por qué?

—Porque le gusta el teatro.

—¿Y también le gusta Mark?

Durante un breve instante, sus miradas se encontraron en el espejo.

—Claro que a Mark también le gusta. Son buenos amigos.

—Amigos —repitió Imogen despacio como si se tratara de una palabra nueva—. ¿Estás segura de que no es otro novio?

Se detuvieron en el semáforo e Imogen pegó la cara con-tra la ventanilla y exhaló una bocanada de aliento for-mando una O con la boca. Algo le llamó la atención a través del cristal empañado y limpió la condensación hasta dejar un pequeño hueco por donde ver.

Allí, volando hacia el coche, estaba la polilla de las som-bras, luchando contra la lluvia. «Qué insecto tan increíble», pensó. Parecía un mensajero antiguo, decidido a entregar el mensaje aun a costa de su vida.

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El semáforo se puso en verde y el vehículo arrancó de nuevo. Imogen se volvió para mirar por la luna trasera, pero no fue capaz de ver a la polilla. «Probablemente la habrá abatido la lluvia —pensó—. Siendo tan pequeña, cada gota es como un meteorito».

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El salón de formaba parte de una gran finca. O, mejor dicho, de lo que había sido una gran finca. En estos tiempos, la Mansión Haberdash permanecía cerrada, a excepción de la habitación donde vivía la señora Haberdash con sus perros.

La señora Haberdash regentaba el salón de té. Llevaba el negocio desde una silla de ruedas eléctrica todoterreno detrás de un mostrador. Siempre estaba allí sentada, con un vestido de encaje desvaído, unos pendientes antiguos que relucían sobre su piel bronceada y un moño gris recogido en espiral en lo alto de la cabeza.

Imogen y Marie se sentaron en una esquina. Comieron tarta y se pusieron a dibujar en sus cuadernos. Imogen estaba haciendo un retrato de los perros de la señora Ha-berdash.

La abuela hablaba con la señora Haberdash.

—Winnifred fue una boba por confiar en un peluquero varón —se quejó la abuela, inclinada sobre el mostrador—. Ya le dije que era una idea descabellada. Es como pedir a tus perros que te sirvan la merienda.

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La señora Haberdash asintió con un leve tintineo de sus pendientes.

Imogen trató de imaginarse a los perros de la anciana lle-vando las tazas y los platos en equilibrio sobre la cabeza. Quizá lo dibujara la próxima vez, pero por aquel día ya había tenido suficiente. Intentó llamar la atención de su abuela, pero la mujer estaba enfrascada en la conversación.

—Terminé —anunció Marie, levantando su dibujo.

Imogen frunció el ceño. Era casi idéntico al retrato de los perros que había hecho ella.

—¡Abuela! ¡Marie me está copiando! —gritó.

Su abuela hizo como que no la había oído. Continuó la conversación con la señora Haberdash:

—Le dije a mi médico que ya había hablado con Bernie, quien me dijo que si me tomaba seis paracetamoles, el pro-blema desaparecería enseguida.

Imogen lanzó una mirada asesina a su hermana y salió dando fuertes pisotones del salón. Cruzó el aparcamiento, pero el coche de la abuela estaba cerrado. Genial. Pues se quedaría enfurruñada fuera. Se pasaría enfurruñada todas las vacaciones de verano si era necesario. Por lo menos, ha-bía dejado de llover. Buscó un lugar donde sentarse.

Había una verja de entrada en una esquina del aparca-miento en la que nunca se había fijado. Sobre ella colgaban unas letras atractivas que decían «Bienvenidos a los jardines Haberdash». Pintadas en la verja había otras letras nada atrac-tivas: «¡PROHIBIDO EL PASO SIN AUTORIZACIÓN!».

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Imogen no sabía muy bien qué tipo de autorización ha-ría falta, aunque le pareció que podría ser divertido. Volvió la vista al salón. No había nadie mirando. Cuando miró la verja de nuevo, allí estaba su polilla. O, al menos, le pareció que era su polilla. Se inclinó para observarla mejor y la polilla le devolvió la mirada.

—Eres —susurró Imogen con una sonrisa—. Creí que te habría aplastado la lluvia.

La polilla levantó el vuelo hacia los jardines Haberdash.

Imogen probó a abrir el candado de la verja. Estaba tan oxidado que se le quedó en la mano. «Bueno —pensó—, la señora Haberdash debería haberse preocupado de arre-glarlo». Lo dejó caer al suelo y entró en los jardines.

—¡Espérame! —exclamó.

La verja se cerró tras ella.

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Los jardines Haberdash parecían un campo de batalla. Los árboles luchaban contra el peso de las enredaderas y la hiedra estrangulaba los rosales. Las malas hierbas casi habían logrado reconquistar lo que les pertenecía por pleno derecho.

Imogen tuvo que caminar deprisa para no quedarse atrás. Deseaba que la polilla se posara en algún lugar para volver a observarla de cerca. Una ramita crujió. Imogen giró sobre sus talones, pero no vio a nadie.

La polilla continuó volando e Imogen la siguió. Las lia-nas se cruzaban en su camino al estilo kamikaze. Giró a la derecha y se topó con un río. Unas ranas muy gordas estaban al acecho entre los juncos.

Con las prisas, Imogen se tambaleó demasiado cerca de la orilla. Una rana croó y se apartó de un salto justo antes de que hundiera el talón en la tierra blanda y húmeda. Se le llenó el zapato de agua fría, pero no había tiempo para detenerse. La polilla se estaba alejando.

Imogen corrió por la orilla, y el insecto voló hacia el agua.

—No puedo seguirte hasta ahí —dijo Imogen mientras miraba a su alrededor en busca de un puente. Pero en aquel

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lugar donde todo parecía desmoronarse, había cosas que caían en el sitio adecuado. Un árbol muerto atravesaba el río de una a otra orilla.

Imogen se encaramó a las raíces y abrió los brazos; colocó el pie izquierdo sobre el tronco, luego el derecho. Un ejército de cochinillas corrió a ponerse a salvo al ver perturbado su paraíso pútrido. Comenzó a avanzar muy despacio, sin apenas atreverse a respirar por si alteraba su equilibrio.

El último tramo del tronco estaba resbaladizo, así que Imogen se tumbó sobre él y lo recorrió arrastrándose. Avanzó reptando y llenándose la ropa de porquería. Cuando llegó al final del tronco, Imogen rodó sobre misma y aterrizó de pie en la orilla. Sonrió, satisfecha consigo misma, y prosiguió su camino.

En aquel lado, las plantas habían ganado la batalla contra los jardineros. No tenían el mínimo interés en mantener el aspecto que a la gente le gustaría admirar. Arbustos sin po-dar lucían collares de espinas. Flores caprichosas cabeceaban cuando Imogen las rozaba al pasar, y cuanto más se aden-traba en los jardines Haberdash, más se convencía de que no era bien recibida.

Oyó un ruido a su espalda, como de unos pies correteando. Se volvió. No había nadie.

Por un momento, Imogen pensó en regresar al salón de té, pero estaba segura de que la polilla intentaba enseñarle algo y quería ver qué era. Una gran gota de agua le aterrizó

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en la frente y alzó la vista al cielo. Otra gota le cayó en una mejilla y después empezó a llover con fuerza. La polilla aceleró su vuelo. Imogen corrió para no perderla. Volvió a oír un ruido a su espalda, pero no miró atrás. No quería mirar atrás. Corrió todo lo rápido que pudo. Se salpicó las piernas de barro.

La polilla de las sombras condujo a Imogen hasta un árbol enorme. Las ramas más altas parecían acariciar las nubes, y, bajo el repiqueteo de la lluvia, habría jurado que oía a las raíces absorbiendo agua desde la profundidad de la tierra.

Se cobijó bajo la copa del árbol y apoyó una mano en el tronco rugoso. La polilla se posó junto a sus dedos y movió las antenas en círculos. Bajo aquella luz, parecía más gris que plateada, camuflada sobre la corteza.

Imogen se moría de ganas de contarle a su hermana lo que había encontrado: el árbol más grande del mundo. Ma-rie se iba a quedar alucinada (y quizá también se pondría un poco celosa).

La polilla se alejó despacio de la mano de Imogen y esta la siguió con la vista. Enseguida dejó atrás la corteza nudosa para arrastrarse sobre madera lisa. Imogen pasó el dedo sobre aquella textura nueva. Supo lo que era. Retrocedió unos pasos. Sí, justo lo que suponía.

Había una puerta en el árbol.

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La puerta era más pequeña de lo normal. Un adulto tendría que agacharse para traspasarla; sin embargo, tenía la altura perfecta para Imogen.

Se preguntó qué habría al otro lado. Quizá aquel árbol albergaba un tesoro oculto; el tipo de tesoro que la señora Haberdash igual ni se acordaba de haber escondido.

La polilla descendió por la puerta y se detuvo junto al ojo de la cerradura. Imogen se arrodilló a su lado, manchán-dose aún más los vaqueros, y miró por el orificio. Lo único que vio al otro lado fue oscuridad. Se apartó.

—¿Era esto lo que querías enseñarme? —preguntó.

La polilla plegó las alas y se contorsionó para colarse por el ojo de la cerradura.

—Supongo que eso es un —dijo Imogen.

Se puso en pie, abrió la puerta y entró.

Al principio, todo estaba muy oscuro. Luego, a medida que sus ojos se acostumbraron, surgieron de la penumbra unas siluetas altísimas. Instantes después, se dio cuenta de que eran árboles. Estaba sola en medio de un bosque justo

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antes de que se pusiera el sol. Sus ramas habían rasgado el cielo, ya poco iluminado, hasta hacerlo jirones.

En la mente de Imogen se agolparon un montón de preguntas. ¿Cómo podía caber un bosque dentro de un ár-bol? ¿Por qué no estaba lloviendo allí dentro? ¿Por qué es-taba tan oscuro y tan silencioso? Era como si un edredón gigantesco hubiera caído sobre el bosque.

Imogen se volvió hacia la puerta y se dio cuenta de que los ruidos que había oído no eran producto de su imagina-ción. Era cierto que la habían seguido. Allí, cruzando el umbral, estaba su hermana.

Marie estaba bañada por la luz de los jardines. Tenía el pelo oscurecido por la lluvia, la ropa cubierta de barro y los ojos muy abiertos. Una vez dentro, empujó la puerta y la cerró. Las bisagras debían de estar muy bien engrasadas porque se movió con facilidad y encajó en el marco con un chasquido. Las dos hermanas se miraron a los ojos.

—¡Marie! —exclamó Imogen—. ¿Qué haces aquí?

Durante una fracción de segundo, Marie pareció asus-tada —la había pillado con la guardia baja—, pero recuperó el autocontrol al instante.

—¿Que qué hago aquí? —replicó—. Yo podría pregun-tarte lo mismo.

—Así que eras quien me seguía —dijo Imogen cru-zándose de brazos.

—Está prohibido el paso a los jardines Haberdash.

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—También para ti —respondió Imogen—. ¿Es que nunca vas a dejarme hacer nada sola?

—Se lo voy a decir a la abuela. No tienes autorización.

Imogen frunció el ceño. Eran su polilla, su jardín y su puerta secreta. Marie ni siquiera había sido invitada; se ha-bía apoderado de su aventura y ahora amenazaba con des-truirla. Imogen sintió deseos de lanzarle algo. De tirarle de la coleta. No, de hacerla desaparecer.

—Vale, muy bien. Corre a lloriquearle a la abuela.

—¡Muy bien! ¡Lo haré!

Marie se volvió y agarró el pomo de la puerta. Luego volvió la cabeza.

—Venga, ¿a qué esperas? —preguntó Imogen.

—No se abre —respondió su hermana.

—Apártate.

Imogen forcejeó con la manilla, pero la puerta no cedió.

—¡Genial, te has lucido! —gritó enfadada.

—¡No sabía que se cerraba sola! —chilló Marie.

—Mocosa estúpida. ¡Si no estás segura de qué va a pasar, no toques nada!

—Para empezar, no tenías por qué haberla abierto.

—¡Y tenías que haberte quedado en casa, donde no puedes estropear nada!

Imogen sintió que el pánico crecía en su interior. Se puso a dar patadas y aporrear la puerta, sin resultado.

Y no veía a la polilla de las sombras que había seguido por ninguna parte.

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Marie parecía a punto de llorar e Imogen sabía que le iba a tocar a ella sacarlas del apuro. También sabía que no podían quedarse quietas. Hacía mucho más frío allí dentro que en los jardines Haberdash y ya estaba empe-zando a temblar con aquella ropa húmeda.

—Tenemos que movernos —indicó, girando sobre sus talones como un general.

—¿Crees que llegaremos a tiempo para cenar? —pre-guntó Marie con voz temblorosa.

A Imogen le pareció poco probable. Le daba la im-presión de que ya no se encontraban en los jardines. Era como si estuvieran en un lugar completamente distinto, pero no soportaba cuando Marie se ponía a llorar, así que murmuró para que se tranquilizara que la abuela habría salido a buscarlas.

En el cielo, las estrellas comenzaban a despertarse. Se hacían guiños unas a otras y observaban a las dos niñas que avanzaban por el bosque, diminutas entre los árboles. Al-guien que conociera el lenguaje de las estrellas quizá habría dicho que estaban sonriendo.

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Imogen no le dijo nada a su hermana, aunque, en secreto, se sentía aliviada de no estar sola en aquel lugar extraño. Casi no se veía nada y no hacía más que tropezar con las raíces y engancharse los vaqueros en las zarzas. Forzó la vista con la esperanza de vislumbrar algún aleteo en la oscuridad, pero la polilla había desaparecido.

De vez en cuando, oía el cuchicheo de las criaturas de sus preocupaciones. «Perdidas en el bosque —susurraban—. Perdidas en el bosque y muy lejos de casa».

Imogen apuró el paso.

—Eh, que no puedo andar tan deprisa —gimió Marie.

Imogen volvió la cabeza. Sus preocupaciones salta-ban de un árbol a otro, pero se alimentaban de su miedo, no del de su hermana, y, además, Marie no podía verlas.

—Vamos —la apremió Imogen—. Quiero salir de este bosque cuanto antes.

A medida que avanzaban, el bosque se hacía cada vez menos frondoso y algo le llamó la atención. Algo que no era una preocupación.

—¿Has visto eso, Marie?

—Es un bicho de esos que tienen una luz en el culete —respondió su hermana.

—¿Una luciérnaga? No. Es más grande. Y está más lejos.

—¡A lo mejor es la abuela! ¡Con una linterna!

Imogen condujo a Marie hacia la luz. Estaba demasiado baja para ser una estrella, demasiado quieta para ser su abuela… y, sin embargo, la atraía. Había algo tranquilizador

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en aquel resplandor tenue. Imogen deseó estar allí, con más gente. Eso era lo que significaba la luz: vida, calor, un des-tello de esperanza, un bollo con pasas tostado y un corto trayecto hasta su casa.

Las niñas llegaron al límite del bosque y a Imogen se le cayó el alma a los pies. Se encontraban en un valle rodeado de enormes siluetas amenazadoras que parecían montañas. No era capaz de ver qué había al fondo del valle, pero allí estaba la luz que había seguido. Calculó que debía de estar a unos cinco kilómetros. Quizá seis. Todos sus sueños en forma de bollos con pasas se desvanecieron. Aquel lugar era enorme, desconocido y lleno de sombras. No sería fácil en-contrar el camino a casa.

Era el momento en que se suponía que los adultos ce-rraban el bosque, apagaban la luz y mandaban a las niñas a la cama. Pero no había adultos y el bosque era de verdad. Le entraron ganas de llorar.

—No parece el salón de —dijo Marie.

Imogen se mordió los labios. Gimotear no iba a arreglar nada.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó su hermana—. Tengo frío. Quiero volver a casa.

Las lágrimas contenidas de Imogen se transformaron en rabia.

—No conozco el camino —le espetó—. Alguien cerró de un portazo, ¿recuerdas?

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—¡Fue un error! —gritó. El eco del valle repitió sus pa-labras y se escondió de un salto detrás de su hermana, ate-rrada por los fantasmas de su propia voz—. Además, no la cerré de un portazo. La empujé con cuidado.

—Ah, bueno, perfecto entonces —dijo Imogen.

Durante un instante, se quedaron en silencio. Luego, Imogen tomó una profunda bocanada de aire.

—Mira —dijo—. Mira esa luz. Allí debe de haber gente que podrá ayudarnos a volver a casa.

—¿De verdad lo crees? —preguntó Marie.

—Estoy segura —afirmó Imogen.

Echaron a andar juntas hacia la luz del fondo del valle.

Marie se aferró a la mano de Imogen. Su hermana no protestó.

PARTE II

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Las dos hermanas atravesaron prados y saltaron ria-chuelos.

La luna no era más que un pequeño gajo, pero parecía más grande de lo normal y, al no haber ramas que la blo-quearan, irradiaba la luz suficiente para que Imogen pu-diera ver por dónde pisaba. En algunas zonas, la hierba estaba cortada casi a ras de suelo; en otras, crecía descui-dada y silvestre. Los champiñones se agrupaban en círculo, como si se hubieran reunido para una fiesta nocturna.

—¿Crees que mamá se lo estará pasando bien con Mark? —preguntó Marie.

—Espero que no. Me cayó fatal —respondió Imogen haciendo un esfuerzo extra para aplastar las hierbas con el pie—. No por qué se molesta en tener novios. Ya nos tiene a nosotras, ¿no?

—Sí…, pero quizá sea un hombre agradable —apuntó su hermana.

—Lo dudo. Llevaba unos zapatos ridículos, decía co-sas ridículas. Seguro que sale mal, como con los demás novios.

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—La abuela cree que los zapatos dicen mucho sobre quien los lleva.

—La abuela tiene razón, los zapatos de Mark eran ri-dículos.

—Ojalá la abuela estuviera aquí —suspiró Marie.

Imogen marcó el camino a través de los prados hasta llegar al pie de una enorme muralla. Detrás, distinguieron la silueta sombría de los altos edificios.

—¡Vaya! —susurró Marie.

La muralla era tres veces más alta que una casa y cada una de sus piedras era tan grande como un coche.

—Debieron de librar batallas importantes en los viejos tiempos —comentó Imogen— para necesitar una muralla como esta.

—¿Cómo pasamos al otro lado? —preguntó Marie—. Allí es donde está la luz.

—Creo que hay una verja de entrada. No se ve muy bien, pero echa un vistazo…

La interrumpió el sonido de una campana. Era ensor-decedor. Más campanas se unieron al estrépito. Imogen se tapó los oídos con las manos.

Marie empezó a saltar y a gritar, pero Imogen no la oía. Su hermana señaló la verja. Había empezado a descender.

Imogen echó a correr y Marie la siguió. Las campanas seguían repicando. Las estrellas titilaban excitadas y hasta la luna creciente fue incapaz de apartar la vista de las dos

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siluetas que corrían hacia el hueco entre el suelo y la verja descendente.

Cuando las campanas dejaron de sonar, Imogen se tiró al suelo y entró a gatas.

—¡Por poco! —jadeó al ponerse en pie, pero cuando se volvió, Marie no estaba a su lado. Se le había enganchado la sudadera en las puntas de lanza del borde inferior de la verja. Faltaban pocos centímetros para que la atravesaran.

—¡Ayúdame! —chilló mientras intentaba liberarse ara-ñando la tierra—. ¡Imogen, estoy atrapada!

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Imogen rasgó la sudadera de Marie, la agarró de las mu-ñecas y la arrastró bocabajo. La verja golpeó el suelo. Imogen se desplomó. Lo habían conseguido.

—Casi…, casi me muero atravesada por esos pinchos —dijo Marie entre jadeos—. Imagínate lo que habría dicho mamá si muero así.

—Hubiera sido yo quien se habría metido en un lío —murmuró Imogen.

—Quizá —musitó Marie—. Pero…, hum…, gracias por salvarme.

Una vez recuperada, Imogen ayudó a su hermana a le-vantarse y miró a su alrededor. A aquel lado de la muralla había una ciudad con casas pintadas, tejados de tejas y torres puntiagudas. Algunos edificios estaban decorados con un esmero que le recordaron las tartas de cumpleaños que ha-cía su madre, con cobertura glaseada y flores escarchadas.

Las dos niñas recorrieron las calles de la ciudad en dirección a la luz. No había gente. Por el contrario, la ciudad estaba en poder de los muertos, o lo que quedaba de ellos. Había fémures que colgaban de las ventanas como

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carrillones. Puertas decoradas con sartas de vértebras. Crá-neos con formas extrañas se asomaban entre las piedras.

Imogen sintió una leve sensación de náusea. No sabía qué era más preocupante: aquellas cosas muertas no del todo humanas o pensar qué había causado su muerte.

—¿De quién crees que son esas calaveras? —preguntó Marie.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —repuso Imogen, a quien no le apetecía nada aquel tema de conversación.

—Son muy pequeñas. ¿Crees que serían de niños?

—No.

—Y mira cuántos dientes tienen…

—Vamos, Marie. Tenemos que seguir andando.

Imogen inspiró hondo y volvió a localizar la luz. Parecía estar situada en el centro de la ciudad. Hacia allí tenían que ir.

Todos los edificios por los que pasaban estaban cerrados a cal y canto. No se filtraba ni un rayo de luz por las persianas. No salía humo de las chimeneas. En lugar de palabras de bienvenida, solo encontraron la sonrisa de las calaveras.

Lo único que parecía tener vida eran las polillas que revo-loteaban en todas direcciones. Las había pequeñas y resplan-decientes. Grandes con las alas moteadas. Azules como la medianoche o rosas como el amanecer. Imogen no hacía más que buscar la suya —la que le había mostrado la puerta en el árbol—, pero no la veía por ninguna parte. Aquellas no eran más que insectos normales que no le despertaban nin-gún interés. No iban a enseñarle el camino a casa.

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Las niñas cruzaron un puente custodiado por treinta estatuas negras. Imogen las fue contando al pasar. Normal-mente, contar cosas la ayudaba a sentirse mejor, aunque esta vez no funcionó.

Todas las estatuas representaban hombres de aspecto muy severo. Algunos no se habían puesto de acuerdo con el escultor sobre el número de extremidades que deberían te-ner. Había amputado brazos. Había cortado piernas por debajo de la rodilla. Faltaban unas cuantas cabezas y la pie-dra estaba cubierta de arañazos.

Cuanto más se adentraban en la ciudad, más altas eran las casas, pasando de casitas encorvadas a enormes mansiones de cinco plantas. Una de las más majestuosas tenía cráneos incrustados en las paredes. Marie se detuvo a observar uno.

—Ven a ver esto, Imogen.

A Imogen no le gustó nada el aspecto de la calavera. No solo tenía un montón de dientes, sino que además eran puntiagudos, casi triangulares.

—Estamos teniendo una pesadilla —murmuró—. Creo que deberíamos seguir moviéndonos.

—Un momento —dijo Marie, y se acercó más a la cala-vera hasta que sus cuencas vacías contemplaron su rostro vuelto hacia arriba.

Extendió la mano y la metió entre las mandíbulas abier-tas. Uno de sus dedos se detuvo sobre uno de los colmillos, casi tocando la punta. Inmediatamente, dio un salto, sobre-saltada por un terrible grito. Imogen también saltó.

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—¿Qué ha sido eso? —gimió Marie, apartando la mano como un rayo.

—Creo que prefiero no averiguarlo —dijo su her-mana—. ¡Hora de marcharnos!

Las dos niñas recorrieron las calles a toda prisa. El miedo les infundió energía. Aquel grito había sonado furioso y salvaje y provenía de algún lugar cercano a la muralla.

Imogen intentó concentrarse en la luz para orientarse y encontrar el camino, pero cada vez que tomaba la direc-ción equivocada, su corazón latía más deprisa. De pronto, hasta los edificios parecían hostiles con aquellas ventanas como ojos rasgados.

Otro chillido. Más fuerte, más cercano.

Imogen llamó a la puerta de una de las casas. Varias polillas salieron volando de entre las contraventanas, pero nadie acudió en su ayuda. Dio una patada a la puerta y maldijo a la polilla de las sombras. También maldijo su mala suerte. Prometió a Dios, a la luna o a quien pudiera escu-charla que no volvería a escaparse. Comería hígado y bró-coli. Compartiría sus cosas con Marie. Pero, por favor, que pudieran volver a casa, a acurrucarse en sus camas.

Más gritos.

—¡Se están acercando! —lloriqueó Marie.

—Sígueme.

Dobló la esquina, casi esperando encontrarse con un ca-llejón sin salida, pero, por el contrario, fueron a dar a una gran plaza. En el lado opuesto, había un castillo oscuro

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coronado por torres y torretas. Una luz brillaba en lo alto de una torre elevada.

—Ahí debe de ser —dijo Imogen—. Ahí debe de ser donde vive la gente.

Imogen y Marie cruzaron la plaza corriendo y apo-rrearon la puerta del castillo.

—¡Déjennos pasar! ¡Déjennos pasar!

No hubo respuesta, así que insistieron con más energía. Los chillidos se acercaban —los monstruos llegarían a la plaza en cualquier momento—, pero la puerta del castillo permaneció cerrada.

No tenían adonde ir.

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–¡Eh! ¡Vosotras dos!

Una cara de niño se asomó por una puertecita abierta en la entrada más grande.

Imogen y Marie no lo dudaron. Corrieron hasta allí, el niño abrió la puerta del todo y las dos hermanas se dejaron caer hacia el interior. Cerró la puerta, dejando fuera a los monstruos y la luz de las estrellas. Unas llaves tintinearon en la oscuridad.

—No pasarán de ahí —dijo el chiquillo; una vela ilu-minó su cara. Tenía los ojos separados, la piel aceitunada y una mata de pelo castaño y rizado que no lograba ocultar del todo las orejas de soplillo.

Pegó una oreja a la puerta y las niñas lo imitaron. Se oyó un sonido de zarpas arañando el empedrado. El chico se llevó un dedo a los labios. Las chillonas criaturas, fueran lo que fueran, estaban muy cerca. Imogen contuvo la respira-ción. La puerta vibró. Las niñas retrocedieron sobresaltadas y Marie dejó escapar un gemido.

En el exterior, los monstruos gritaban para que los de-jaran entrar.

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—No pasarán de la puerta —susurró el chico—. Nunca lo hacen.

En efecto, a los pocos minutos el escándalo remitió. Las niñas se quedaron inmóviles un minuto más, no se atrevie-ron a moverse hasta que los gritos desaparecieron por com-pleto.

—Bien —dijo el niño, apagando la vela—. Lo primero es lo primero.

Imogen se limpió la mano en los vaqueros, preparándose para estrechársela.

—Ponte de cara a la pared con las manos en la cabeza.

—¿Qué?

—Ya me has oído —dijo el chico—. Date la vuelta y levanta las manos.

De mala gana, Imogen hizo lo que le había indicado. El chico le cacheó los calcetines. Después le dio la vuelta a los bolsillos.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Imogen.

—Registrarte por si llevas armas.

—Y ¿por qué no preguntas directamente?

—No se puede fiar uno de los campesinos. Además, si habéis venido a matarme, no me ibais a entregar las armas por iniciativa propia.

Nunca antes la habían llamado campesina. Se miró la ropa cubierta de barro. Quizá no le faltara razón, pero aun así no había sido demasiado correcto.

—Estás limpia —dijo el niño—. Ponte a ese lado.

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Después registró a Marie. Le levantó la coleta con recelo y la sacudió como si esperase ver caer una daga.

Imogen lo observó. Calculó que sería más o menos de su edad, quizá algo mayor. Vestía un atuendo muy raro, con una chaqueta larga bordada que parecía hecha de unas cor-tinas muy lujosas. Llevaba anillos en casi todos los dedos.

—No somos campesinas —dijo.

Pero el chico no la escuchaba. Estaba registrando los bolsillos de Marie y había encontrado algo. Lo sujetó entre los dedos pulgar e índice y lo examinó a la luz de la vela.

Imogen vio la superficie brillante y supo lo que era.

—Esa piedra es mía —dijo. Su hermana debía de llevarla escondida en el bolsillo desde su pelea.

Marie bajó las manos y se volvió con expresión culpable.

El niño seguía inspeccionando la pirita, así que Imogen repitió:

—Esa piedra es mía. De mi colección de minerales.

—Y ¿qué hace una campesina con una piedra preciosa?

Imogen sintió esa aceleración del pulso que le resultaba tan familiar, pero pronunció cada sílaba muy despacio:

—De-vuél-ve-me-la. No soy una campesina.

Marie miró a su hermana, después al chico, luego de nuevo a Imogen.

—Lo siento, Imogen…, al final iba a dejarla otra vez en el tesoro, te lo prometo. Solo quería tenerla un rato…

Imogen avanzó hacia el chico.

—Devuélveme el oro, ladrón.

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—¿Quién eres para llamarme ladrón? —preguntó con una mueca de desdén—. Este reino es mío, como todo lo que hay en él…, incluidas tú, tu amiga y eso que llamáis tesoro.

Aquella fue la gota que colmó el vaso. Imogen se aba-lanzó sobre él. De un golpe, hizo saltar la piedra de la mano del chico y lo derribó. Marie atrapó la piedra. Imogen y el chico eran un torbellino rodante de brazos y piernas. Dio un codazo a Imogen en la barbilla que le cerró las mandí-bulas de golpe. Ella contraatacó con un rodillazo en el es-tómago.

—¡Ay! ¡Vagabunda asquerosa! ¡Suéltame!

—¡Marie! —gritó Imogen—. ¡Agárrale los brazos!

Marie volvió a meterse la piedra en el bolsillo e intentó asir las muñecas del chico. Logró atrapar una. Imogen le enganchó la otra con el pie y lo hizo llorar. El chiquillo intentó soltarse con furia.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Que alguien me ayude! ¡Quie-ren matarme!

Imogen sacudió el otro pie para liberarse del zapato, se quitó el calcetín y se lo metió en la boca. Le quitó a Marie la goma del pelo, apresó con ella las muñecas del chico y dejó que su hermana asumiera el control. Así quedó libre para agarrarle los tobillos. El muchacho dejó de forcejear.

—¡Ja! Así que sabes cuándo has perdido, ¿eh? —se jactó Imogen.

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—Me parece que está un poco enfadado —dijo Marie—. Se le está poniendo la cara roja.

—Bueno, qué pena, ¿no? No debería quitarle las cosas a los demás.

—¿Te están estrujando la cabeza? —preguntó Marie al chico como si hablara con un bebé, quizá abusando un poco de su posición de dominio.

Imogen se detuvo.

—Un momento. ¿A qué te refieres con que se le está poniendo la cara roja? —preguntó. Desde su posición a los pies del chico, no podía verle bien la cara.

—Parece una remolacha…

—¡El calcetín! —exclamó Imogen.

—¡Oh, mira, se le están saliendo los ojos de las órbitas! Debe de estar fuera de quicio.

—¡Marie, el calcetín! ¡Sácale el calcetín de la boca!

Marie obedeció. El chico respiró hondo e Imogen le soltó los tobillos. Las dos hermanas permanecieron en si-lencio unos instantes mientras lo observaban ponerse a ga-tas, jadeando y farfullando.

—¡Vaya, debería…, debería llamar a la Guardia Real para que os apresara! —Se puso en pie con dificultad—. ¡Debería ordenar que os cortaran la cabeza! Debería hacer que os descuartizaran para que sirvierais de comida a mis peces. Debería…

—Basta ya —lo interrumpió Imogen con el tono más amable que pudo—. No pretendíamos asfixiarte. —Le

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liberó las muñecas y le devolvió la goma a Marie. Luego, añadió—: Tienes que perdonar a mi hermana.

—¡Eh! ¡No he sido solo yo quien lo ha atado!

Imogen dirigió a Marie una mirada elocuente.

—Se cayó de cabeza cuando era un bebé.

El muchacho miró a la pequeña con sus ojos grandes y separados.

—¿Por eso se te volvió el pelo naranja?

—No es naranja —puntualizó Marie—. Es rojo.

—A me parece naranja —insistió.

Imogen se situó entre los dos.

—Mira, parece que hemos empezado con mal pie.

El chico dejó escapar un largo suspiro.

—Tienes razón —admitió—. Normalmente no me com-porto así con mis invitados. Para ser sincero, normalmente no tengo invitados.

—Qué sorpresa —murmuró Imogen.

Él no pareció haberla oído.

—Cuando mi tío tiene visitas, la Guardia Real les con-fisca las armas.

—Ah, ya —repuso Imogen, segura de que probable-mente era la mejor respuesta.

—Así que, cuando Petr no anda por aquí, tengo que tomar precauciones.

—Entiendo —dijo Imogen, que en realidad no entendía nada.

—¿Y si empezamos de nuevo? —sugirió el muchacho.

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—¿Quieres la revancha? —exclamó Marie.

—¡No! Pongamos que acabáis de entrar. Haced como si hubierais entrado ahora mismo. Así, eso es. Y yo acabo de cerrar la puerta y vosotras decís «Hola, su alteza, es un placer conoceros».

A Imogen no le convencía mucho el guion. No le pare-cía correcto que el chico se atribuyese el papel de la realeza. Sin embargo, se encontraba en una posición delicada. Ne-cesitaba su ayuda.

—Buenas noches, su alteza —saludó con una reverencia tambaleante.

Marie hizo lo mismo:

—Es un placer conoceros —dijo la niña.

El chico correspondió con una profunda inclinación.

—El placer es mío. Bienvenidas al castillo de Yaroslav.

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Soy el príncipe de este castillo —dijo el chico—, y vosotras dos sois mis huéspedes más ilustres.

Se estiró la chaqueta y comprobó que el cuello duro es-taba bien colocado.

Durante toda la actuación mantuvo un semblante serio. «O es muy buen actor —pensó Imogen—, o está mal de la cabeza».

—Bien. —El chico alcanzó la vela—. Decidme… ¿qué hacíais ahí fuera? Creía que los campesinos recogían a sus hijos al anochecer. No os habréis escapado, ¿no?

—Para empezar, no somos campesinas —respondió Imo-gen, irguiéndose todo lo que pudo—. Como ya dije.

—¿Qué sois entonces? ¿Ladronzuelas?

—¡Por supuesto que no!

—¿Asesinas? —Retrocedió un paso.

—¡Nos hemos perdido! —exclamó Imogen—. No ten-dríamos que estar aquí.

—Y ¿dónde tendríais que estar? ¿Vivís en los bosques?

—Supongo que algo parecido…

El chico acercó la vela a Imogen.

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