Fedor Dostoiewski

Los hermanos Karamazov

(Clásicos de la literatura)


Título original: Бра́тья Карама́зовы (1880)

e-artnow, 2015
Contacto: info@e-artnow.org
ISBN 978-80-268-3467-0

Cubierta: Vasily Perov; The Last Tavern at the City Gates, 1868

CAPÍTULO V

LOS «STARTSY»

El lector se imaginará tal vez a mi héroe como un ser pálido, soñador, enfermizo. Por el contrario, Aliocha era un joven (diecinueve años) de buena figura y desbordante de salud. Era alto, de cabellos castaños, rostro regular aunque un tanto alargado, mejillas coloradas, ojos de un gris profundo, grandes, brillantes, y expresión pensativa y serena. Se me dirá que tener las mejillas coloradas no impide ser un místico fanático. Pues bien, me parece que Aliocha era tan realista como el primero. Ciertamente, creía en los milagros, pero, a mi modo de ver, los milagros no afectan al realista, pues no le llevan a creer. El verdadero realista, si es incrédulo, halla siempre en sí mismo la voluntad y la energía para no creer en el milagro, y si éste se le presenta como un hecho incontrastable, dudará de sus sentidos antes que admitir el hecho. Y si lo admite, lo considerará como un hecho natural que anteriormente no conocía. Para el realista no es la fe lo que nace del milagro, sino el milagro el que nace de la fe. Si el realista adquiere fe, ha de admitir también el milagro, en virtud de su realismo. El apóstol Santo Tomás dijo que sólo creía lo que veía, y después exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» ¿Había sido el milagro lo que le había obligado a creer? Probablemente, no. Creyó porque deseaba creer, y tal vez llevaba ya una fe íntegra en los repliegues más ocultos de su corazón cuando afirmaba que no creía nada que no hubiera visto.

Se dirá, sin duda, que Aliocha no estaba completamente formado, puesto que no había terminado sus estudios. Esto es verdad, pero sería una injusticia deducir de ello que el muchacho era obtuso o necio. Repito que escogió este camino solamente porque entonces era el único que le atraía, ya que representaba la ascensión hacia la luz, la liberación de su alma de las tinieblas. Además, era un joven de nuestra época, es decir, ávido de verdades, de esos que buscan la verdad con ardor y que, una vez que la encuentran, se entregan a ella con todo el fervor de su alma, anhelantes de realizaciones, y se muestran dispuestos a sacrificarlo todo, incluso la vida, por sus fines. Lo malo es que estos jóvenes no comprenden que suele ser más fácil sacrificar la vida que dedicar cinco o seis años de su hermosa juventud al estudio, a la ciencia —aunque sólo sea para multiplicar sus posibilidades de servir a la verdad y alcanzar el fin deseado—, lo que supone para ellos un esfuerzo del que no son capaces.

Aliocha había elegido el camino opuesto al de la juventud en general, pero con el mismo afán de realidades inmediatas. Apenas se hubo convencido, tras largas reflexiones, de que Dios y la inmortalidad del alma existían, se dijo que quería vivir para alcanzar la inmortalidad. Del mismo modo, si hubiera llegado a la conclusión de que no existían ni la inmortalidad del alma ni Dios, se habría afiliado al socialismo y al ateismo. Porque el socialismo no es sólo una doctrina obrera, sino que representa el ateísmo en su forma contemporánea; es la cuestión de la torre de Babel, que se construyó a espaldas de Dios no por alcanzar el cielo desde la tierra, sino por bajar a la tierra el cielo.

A Aliocha le pareció imposible seguir viviendo como habla vivido hasta entonces. Se dijo: «Si quieres ser perfecto, da todo lo que tienes y sígueme». Y luego pensó: «No puedo dar sólo dos rublos en vez de darlo todo, ni limitarme a ir a misa en vez de seguirle.» Acaso entre los recuerdos de su infancia conservaba el del monasterio, adonde su madre pudo llevarle para asistir a alguna función religiosa. Tal vez había obedecido a la influencia de los rayos oblicuos del sol poniente, al recuerdo de aquel atardecer en que se hallaba ante la imagen hacia la cual lo acercaba su madre, la endemoniada. Llegó a nuestro pueblo pensativo, preguntándose si aquí habría que darlo todo o solamente dos rublos, y se encontró en el monasterio con el starets.

Me refiero al starets Zósimo, del que ya he hablado antes. Convendría decir unas palabras del papel que desempeñan los startsy en nuestros monasterios. Lamento no tener la competencia necesaria en esta cuestión, pero intentaré tratar el asunto someramente. Los especialistas competentes afirman que la institución apareció en los monasterios rusos en una época reciente, hace menos de un siglo, siendo así que en todo el Oriente ortodoxo, y sobre todo en el Sinaí y en el monte Athos, existe desde hace mil años. Se dice que los startsy debían de existir en Rusia en una remota antigüedad, pero que a consecuencia de una serie de calamidades y disensiones que sobrevinieron, como la interrupción de las seculares relaciones con Oriente y la caída de Constantinopla, esta institución desapareció en nuestro país. Andando el tiempo resurgió por impulso de uno de nuestros más grandes ascetas, Paisius Velitchkovski, y de sus discípulos; pero ha transcurrido ya un siglo y aún no rige sino en un reducido número de monasterios. Además, no éstá libre de persecuciones, por considerarla como una innovación en Rusia. Floreció especialmente en el famoso monasterio de Kozelskaia Optyne. Ignoro cuándo y por iniciativa de quién se implantó en nuestro monasterio, pero por él habían pasado ya tres startsy: Zósimo era el último. Apenas tenía ya vida, tan débil y enfermo estaba, y nadie sabía por quién sustituirle. Para nuestro monasterio, esto constituía un grave problema. Era un monasterio que no se había distinguido en nada. No tenía ni reliquias santas ni imágenes milagrosas; no contaba con hechos histórícos ni con servicios prestados a la patria, pues todas sus gloriosas tradiciones eran simples detalles de nuestra historia. Lo único que le habían dado fama eran sus startsy, a los que los peregrinos venían a ver y oír en grandes grupos desde todos los lugares del país, teniendo a veces que recorrer millares de verstas.

¿Qué es un starets? Un starets es el que absorbe nuestra alma y nuestra voluntad y hace que nos entreguemos a él, obedeciéndole en todo y con absoluta resignación. El penitente se somete voluntariamente a esta prueba, a este duro aprendizaje, con la esperanza de conseguir, tras un largo período, tras toda una vida de obediencia, la libertad ante si mismo, y evitar así la suerte de los que viven sin hacer jamás el hallazgo de su propio ser.

La institución de los startsy procede de una práctica milenaria oriental. Los deberes hacia el startsy son muy distintos de la obediencia que ha existido siempre en los monasterios rusos. La confesión del militante al starets es perpetua y el lazo que une al starets confesor con el que se confiesa, indisoluble. Se cuenta que, en los primeros tiempos del cristianismo, un novicio, después de haber faltado a un deber prescrito por su starets, dejó su monasterio de Siria y se trasladó a Egipto. Allí realizó actos sublimes, y al fin se le juzgó digno de sufrir el martirio por la fe. Y cuando la Iglesia iba a enterrarlo, reverenciándolo ya como un santo, y el diácono pronunció las palabras «que los catecúmenos salgan», el ataúd que contenía el cuerpo del mártir se levantó de donde estaba y fue lanzado al exterior del templo tres veces seguidas. Al fin se supo que el santo mártir había dejado a su starets y faltado a la obediencia que le debía, y que, por lo tanto, sólo de este último podía obtener el perdón, a pesar de su vida sublime. Se llamó al starets, éste le desligó de la obediencia que le había impuesto y entonces el mártir pudo ser enterrado sin dificultad.

Sin duda, esto no es más que una antigua leyenda, pero he aquí un hecho reciente: Un religioso vivía retirado en el monte Athos, por el que sentía verdadera adoración y en el que veía un santuario y un lugar de recogimiento. Un día, su starets le ordenó que fuera a Jerusalén para conocer los Santos Lugares y después se trasladara al norte, a un punto de Siberia.

—Allí está tu puesto, no aquí —le dijo el starets.

El monje, consternado, fue a visitar al patriarca de Constantinopla y le suplicó que le relevara de la obediencia. El jefe de la Iglesia le contestó que ni él ni nadie en el mundo, excepto el starets del que dependía, podía eximirle de sus obligaciones.

Por lo tanto, en ciertos casos, los startsy poseen una autoridad sin límites. Por eso en muchos de nuestros monasterios esta institución se rechazó al principio. Pero el pueblo testimonió en seguida una gran veneración a los startsy. La gentes más modestas y las personas más distinguidas venían en masa a prosternarse ante los stortsy de nuestros monasterios para exponerles sus dudas, sus pecados y sus cuitas y pedirles les guiasen y aconsejaran. Ante esto, los adversarios de los startsy les acusaban, entre otras cosas, de profanar arbitrariamente el sacramento de la confesión, ya que las continuas confidencias del novicio o del laico al starets no tienen en modo alguno carácter de un sacramento. Sea como fuere, la institución de los startsy se ha mantenido y se va implantando gradualmente en los monasterios rusos. Verdad es que este sistema ya milenario de regeneración moral, mediante el cual pasa el hombre, al perfeccionarse, de la esclavitud a la libertad, puede ser un arma de dos filos, ya que, en vez de la humildad y el dominio de uno mismo, puede fomentar un orgullo satánico y hacer del hombre un esclavo, no un ser libre.

El starets Zósimo tenía sesenta y cinco años. Descendía de una familia de hacendados. En su juventud había servido en el Cáucaso como oficial del Ejército. Sin duda, Aliocha se había sentido cautivado por la distinción particular de que el starets le había hecho objeto al permitirle que habitara en su misma celda, sin contar con la estimación que le profesaba. Hay que advertir que Aliocha, aunque vivía en el monasterio, no se había comprometido con ningún voto. Podía ir a donde se le antojara y pasar fuera del monasterio días enteros. Si llevaba el hábito era por su propia voluntad y porque no quería distinguirse de los demás habitantes del convento.

Es muy posible que en la imaginación juvenil de Aliocha hubieran causado una impresión especialmente profunda la gloria y el poder que rodeaban como una aureola al starets Zósimo. Se contaba del famoso starets que, a fuerza de recibir, desde hacía muchos años, a los numerosos peregrinos que acudían a él para expansionar su corazón ávido de consejos y consuelo, había adquirido una singular perspicacia. Le bastaba mirar a un desconocido para adivinar la razón de su visita, lo que necesitaba e incluso lo que atormentaba su conciencia. El penitente quedaba sorprendido, confundido, y a veces atemorizado, al verse descubierto antes de haber pronunciado una sola palabra.

Aliocha había observado que muchos de los que acudían por primera vez a hablar con el starets Zósimo llegaban con el temor y la inquietud reflejados en el semblante y que después, al márcharse, la cara antes más sombría estaba radiante de satisfacción. También le sorprendia el hecho de que el starets, lejos de mostrarse severo, fuera un hombre incluso jovial. Los monjes decían que tomaba afecto a los más grandes pecadores y que los estimaba en proporción con sus pecados. Incluso entonces, cuando estaba ya tan cerca del fin de su vida, Zósimo despertaba envidias y tenía enemigos entre los monjes. El número de los enemigos disminuía, pero entre ellos figuraba cierto anciano taciturno y riguroso ayunador, que gozaba de gran prestigio, al que acompañaban otros religiosos destacados. Pero los partidarios del starets formaban una mayoria abrumadora; éstos sentían gran cariño por él y algunos le profesaban una adoración fanática. Sus adictos decían en voz baja que era un santo, preveían su próximo fin y esperaban que pronto haría grandes milagos que cubrirían de gloria al monasterio. Alexei creía ciegamente en el poder milagroso de su starets, del mismo modo que daba crédito a la leyenda del ataúd lanzado al exterior de la iglesia. Era frecuente que se presentaran a Zósimo hijos o padres enfermos para que les aplicara la mano o dijese una oración por ellos. Aliocha veía a muchos de los portadores volver muy pronto, a veces al mismo día siguiente, para arrodillarse ante el starets y darle las gracias por haber curado a sus enfermos. ¿Existía la curación o se trataba tan sólo de una mejoría natural? Aliocha ni siquiera se hacía esta pregunta: creía ciegamente en la potencia espiritual de su maestro y consideraba la gloria de éste como un triunfo propio. Su corazón latía con violencia y su rostro se iluminaba cuando el starets salía a la puerta del convento para recibir a la multitud de peregrinos que le esperaba, compuesta principalmente por gentes sencillas que llegaban de todos los lugares de Rusia para verle y recibir su bendición. Se arrodillaban ante él, lloraban, besaban sus pies y el suelo que pisaba y, entre tanto, no cesaban de proferir gritos. El starets les hablaba, recitaba una corta oración, les daba la bendición y los despedía.

Últimamente estaba tan débil a causa de sus achaques, que pocas veces podía salir de su celda, y los peregrinos, en algunas ocasiones, esperaban su aparición días enteros. Aliocha no se preguntaba por qué le querían tanto, por qué se arrodillaban ante él, derramando lágrimas de ternura. Se daba perfecta cuenta de que para el alma resignada del sencillo pueblo ruso, abrumada por el trabajo y los pesares, y sobre todo por la injusticia y el pecado continuos —tanto los propios como los ajenos—, no había mayor necesidad ni consuelo más dulce que hallar un santuario o un santo ante el cual caer de rodillas y adorarlo diciéndose: «El pecado, la mentira y la tentación son nuestro patrimonio, pero hay en el mundo un hombre santo y sublime que posee la verdad, que la conoce. Por lo tanto, la verdad descenderá algún día sobre la tierra, como se nos ha prometido.»

Aliocha sabía que el pueblo siente a incluso razona así, y estaba tan seguro como aquellos aldeanos y aquellas mujeres enfermas que acudían con sus hijos de que el starets Zósimo era un santo y un depositario de la verdad divina. El convencimiento de que el starets proporcionaría después de su muerte una gloria extraordinaria al monasterio era en él más profundo acaso que en los monjes. Desde hacía algún tiempo, su corazón ardía, y esta llama interior era cada vez más poderosa. No le sorprendía ver el aislamiento en que vivía el starets. «Eso no importa —se decía—. En su corazón se encierra el misterio de la renovación para todos, ese poder que instaurará al fin la justicia en la tierra. Entonces todos serán santos y todos se amarán entre sí. No habrá ricos ni pobres, personas distinguidas ni seres humildes. Todos serán simples hijos de Dios y entonces conoceremos el reinado de Cristo.» Así soñaba el corazón de~liocha.

En Alexèi había producido extraordinaria impresión la llegada de sus dos hermanos. Había simpatizado más con Dmitri, aunque éste había llegado más tarde. En cuanto a Iván, se interesaba mucho por él, pero no congeniaban. Ya llevaban dos meses viéndose con frecuencia, y no existía entre ellos ningún lazo de simpatía. Aliocha era un ser taciturno que parecía estar siempre esperando no se sabía qué y tener vergüenza de algo. Al principio, Iván lo miró con curiosidad, pero pronto dejó de prestarle atención. Aliocha quedó entonces algo confuso, y atribuyó la actitud de su hermano a sus diferencias de edad a instrucción. Pero también pensó que la indiferencia que le demostraba Iván podía proceder de alguna causa que él ignoraba. Iván parecía absorto en algún asunto importante, en algún propósito dificil. Esto justificaría la falta de interés con que le trataba. Aliocha se preguntó igualmente si en la actitud de su hermano no habría algo del desprecio natural en un sabio ateo hacia un pobre novicio. Este desprecio, si existía, no le podía ofender, pero Aliocha esperaba, con una vaga alarma que no lograba explicarse, el momento en que su hermano pudiera intentar acercarse a él. Dmitri hablaba de Iván con un profundo y sincero respeto. Explicó a Aliocha con todo detalle el importante negocio que los había unido estrechamente. El entusiasmo con que Dmitri hablaba de Iván impresionó profundamente a Aliocha, ya que Dmitri, comparado con su hermano, era poco menos que un ignorante. Sus caracteres eran tan distintos, que no podían existir dos seres más dispares.

Entonces se celebró en la celda del starets la reunión de aquella familia tan poco unida, reunión que influyó en Aliocha extraordinariamente. El pretexto que la motivó fue, en realidad, falso. El desacuerdo entre Dmitri y su padre sobre la herencia de su madre había llegado al colmo. Las relaciones entre padre a hijo se habían envenenado hasta resultar insoportables. Fue Fiodor Pavlovitch el que sugirió, chanceándose, que se reunieran todos en la celda del starets. Sin recurrir a la intervención del religioso se habría podido llegar a un acuerdo más sincero, ya que la autoridad y la influencia del starets podían imponer la reconciliación. Dmitri, que no había estado nunca en el monasterio ni visto al starets Zósimo, creyó que su padre le quería atemorizar, y aceptó el desafío. En ello influyó tal vez el hecho de que se reprochaba a si mismo secretamente ciertas brusquedades en su querella con Fiodor Pavlovitch. Hay que advertir que Dmitri no vivía, como Iván, en casa de su padre, sino en el otro extremo de la población.

A Piotr Alejandrovitch Miusov, que estaba pasando una temporada en sus posesiones, le sedujo la idea. Este liberal a la moda de los años cuarenta y cincuenta, librepensador y ateo, tomó parte activa en el asunto, tal vez porque estaba aburrido y vio en ello una diversión. De súbito le acometió el deseo de ver el convento y al «santo». Como su antiguo pleito con el monasterio no había terminado aún —el litigio se basaba en la delimitación de las tierras y en ciertos derechos de pesca y tala de árboles—, pudo utilizar el pretexto de que pretendia resolver el asunto amistosamente con el padre abad. Un visitante animado de tan buenas intenciones podía ser recibido en el monasterio con muchos más miramientos que un simple curioso. Todo ello dio lugar a que se pidiera insistentemente al starets que aceptara el arbitraje, aunque el buen viejo, debido a su enfermedad, ya no salía nunca de su celda ni recibía a ningún visitante. El starets Zósimo dio su consentimiento y fijó la fecha.

—¿A quién se le ha ocurrido nombrarme juez en este asunto? —se limitó a preguntar a Aliocha con una sonrisa.

Ante el anuncio de esta reunión, Aliocha se sintió profundamente inquieto. El único de los asistentes que podía tomar en serio la conferencia era Dmitri. Los demás acudirían para divertirse y su conducta podía ser ofensiva para el starets. Aliocha estaba seguro de ello. Su hermano Iván y Miusov irían al monasterio por pura curiosidad, y su padre para hacer el payaso. Aunque Aliocha hablaba poco, conocía a su padre perfectamente, pues, como ya he dicho, este muchacho no era tan cándido como se creía. Por eso esperaba con inquietud el día señalado. No cabía duda de que sentía verdaderos deseos de que cesara el desacuerdo en su familia, pero lo que más le preocupaba era su starets. Temía por él, por su gloria; le desazonaba la idea de las ofensas que pudieran causarle, especialmente las burlas de Miusov y las reticencias del erudito Iván. Pensó incluso en prevenir al starets, en hablarle de los visitantes circunsanciales que iba a recibir; pero reflexionó y no le dijo nada.

La víspera del día señalado, Aliocha mandó a decir a Dmitri que lo quería mucho y que esperaba que cumpliera su promesa. Dmitri, que no se acordaba de haber prometido nada, le respondió —on una carta en la que le decía que haría todo lo posible por no coneter ninguna « bajeza»; que aunque sentía gran respeto por el starets y por Iván, veía en aquella reunión una trampa o una farsa indigna. «Sin embargo, antes me tragaré la lengua que cometer una falta de respeto contra ese hombre al que tú veneras», decía Dmitri finalmente.

Esta carta no tranquilizó a Aliocha.

CAPÍTULO III

EL PERITAJE MÉDICO Y UNA LIBRA DE AVELLANAS

El informe de los peritos médicos no fue favorable al acusado. Pero se veía claramente que Fetiukovitch no había depositado en él la menor esperanza. Este peritaje se verificó únicamente por haberlo solicitado Catalina Ivanovna, que había traído de Moscú a un médico eminente. La defensa, si bien no esperaba nada de este informe, también sabía que nada podía perder.

El desacuerdo entre los médicos motivó un incidente cómico. Los peritos eran el famoso especialista de que hemos hablado; el doctor Herzenstube, que ejercía en nuestra localidad, y el joven Varvinski. Los dos últimos estaban, además, citados como testigos por el fiscal. Primero se llamó al doctor Herzenstube, septuagenario canoso y casi calvo, de mediana estatura y robusta constitución. Era un hombre de conciencia, que gozaba de la estimación general, un corazón excelente, una especie de hermano moravo. Hacia mucho tiempo que vivía en nuestra ciudad. Era persona austera e inclinada a la filantropía. Visitaba a los pobres y a los campesinos en sus chozas, y no sólo no les cobraba nada, sino que les daba dinero para medicinas. En cambio, era testarudo como una mula: cuando se aferraba a una idea, no había medio humano de hacerle renunciar a ella. En la ciudad se sabía que el famoso especialista llegado de Moscú hacía poco se había permitido hacer observaciones francamente molestas sobre la capacidad del doctor Herzenstube. Aunque el doctor de Moscú no cobraba menos de veinticinco rublos por visita, no pocos aprovecharon su estancia en nuestra localidad para consultarlo. Los consultantes eran clientes del doctor Herzenstube, y el renombrado especialista criticó ante ellos los métodos curativos del doctor local. Llegó al extremo de preguntar a los pacientes apenas aparecía: «¿Quién lo ha engañado? ¿Herzenstube? ¡Ja, ja!» Como es natural, Herzenstube se enteró de esto.

Los tres médicos citados comparecieron como peritos. El doctor Herzenstube dijo que saltaba a la vista que el acusado «era un anormal». Después de exponer sus argumentos, añadió que esta anormalidad se evidenciaba no sólo en la conducta anterior del acusado, sino también en su actitud presente, y cuando se le rogó que se explicara, el viejo doctor declaró ingenuamente que Dmitri Fiodorovitch, al entrar en la sala, no tenía un aspecto adecuado a las circunstancias. «Avanzaba como un soldado, mirando hacia e frente, sin volver la vista a la izquierda, donde estaban las damas, cuya opinión debía preocuparle, ya que era un gran amante de bello sexo». Herzenstube se expresaba en ruso, pero con acento alemán, cosa que no le preocupaba. Siempre había creído que hablaba un ruso excelente, mejor que el de los mismos rusos. Le encantaba citar proverbios, y cada vez que mencionaba uno afirmaba que los proverbios rusos eran singularmente expresivos. Cuando conversaba con alguien, olvidaba a veces las palabras más vulgares. Las conocía perfectamente, pero huían de su memoria de pronto. Esto le sucedia tanto si hablaba en ruso como en alemán. Entonces agitaba la mano ante su rostro, como para atrapar la palabra perdida, y nadie en el mundo habría logrado que continuar si no daba con ella. El viejo contaba con la estimación de nuestra damas: sabían que aquel hombre que había permanecido soltero era piadoso y honesto en sus costumbres y consideraba a las mujeres como seres ideales y superiores. Sus inesperadas observacione parecieron extravagantes y divirtieron a la concurrencia.

El especialista de Moscú declaró categóricamente que el acusado padecía una aguda perturbación mental. Se extendió en sabía consideraciones sobre la obsesión y la manía, y concluyó que, según todos los datos recogidos, en los días que precedieron a su detención, Dmitri Fiodorovitch sufría, sin duda alguna, una de la obsesiones que había descrito. Si había cometido el crimen, habrí obrado involuntariamente, como arrastrado por una fuerza desconocida. Pero el doctor no había observado en el acusado únicamente el mal de la obsesión, sino también el de la manía, lo que constituía, a su entender, el primer paso hacia la demencia.

(N. B.: Refiero todo esto en lenguaje corriente. El doctor se expresaba con los tecnicismos propios de los sabios.)

—Todos sus actos son contrarios a la lógica y al buen sentido —prosiguió—. Sin hablar de lo que no he visto, es decir, del crimen y todo el drama que lo rodea, anteayer estuve hablando con el acusado y vi que tenía la mirada fija y extraña. Se echaba a reír repen—tinamente y sin motivo y era presa de una irritación continua inexplicable. Decía cosas extrañas, como «Bernard, la ética y otra cosas innecesarias».

El doctor vio un indicio de manía sobre todo en el hecho de qu el acusado no pudiera hablar sin indignación de los tres mil rublos que a su juicio le habían robado, mientras conservaba la calma a recordar otras ofensas y otros fracasos.

—Al parecer, siempre se ha enfurecido ante la menor alusión esos tres mil rublos. Sin embargo, se sabe que no es interesado ni codicioso. En cuanto a la opinión de mi eminente colega —terminó irónicamente el as de la medicina—, según la cual el acusado debió mirar a las damas al entrar, es una nota graciosa, pero también un error. Estoy de acuerdo en que el acusado, al entrar en la sala donde se va a decidir su suerte, no debió mirar hacia delante fijamente y que esto puede révelar un trastorno mental, pero también afirmo que debió dirigir la vista no a la izquierda, donde están las damas, sino a la derecha, buscando la mirada de su defensor, del que depende su suerte.

El especialista se había expresado en tono firme y enérgico. El desacuerdo entre este perito y el doctor Herzenstube adquirió un matiz cómico al exponer el doctor Varvinski una tesis inesperada. Según él, el acusado había sido y seguía siendo un hombre perfectamente normal. El hecho de que antes de su detención hubiera dado pruebas de una excitación extraordinaria no quería decir nada, ya que tal estado podía proceder de causas tan evidentes como los celos, la cólera, la embriaguez continua… Desde luego, esta excitación nerviosa no tenía nada que ver con la obsesión de que acababa de hablar el doctor forastero.

—En cuanto a la dirección en que debía mirar el acusado, mi humilde opinión es que debía hacerlo como lo ha hecho, es decir, hacia el frente, donde están los jueces de los que depende su futuro. Por lo tanto, Dmitri Fiódorovitch ha dado una prueba de que su estado es perfectamente normal.

—¡Muy bien dicho, matasanos! —exclamó Mitia.

Se le hizo callar inmediatamente. Pero la opinión de Varvinski tuvo una influencia decisiva en el público y en el tribunal, como se verá muy pronto.

El doctor Herzenstube, al declarar como testigo, prestó un inesperado apoyo a Mitia. Al ser antiguó habitante de la localidad conocía a fondo a la familia Karamazov. Empezó por dar de ella informes de los que se aprovechó el fiscal; pero añadió:

—Sin embargo, este desdichado merecía mejor suerte, pues tenía buen corazón, tanto cuando era niño como en su adolescencia: lo puedo asegurar. Un proverbio ruso dice: «Si tienes inteligencia, puedes estar satisfecho, y si un hombre inteligente se une a ti, tu satisfacción debe ser mayor, pues entonces sois dos inteligencias en vez de una…»

—¡Claro! Dos pensamientos valen más que uno solo —exclamó el fiscal, perdiendo la paciencia, pues sabía que el viejo Herzenstube, enamorado de su abrumadora facundia germánica, hablaba con lenta prolijidad, sin importarle hacer esperar a sus oyentes.

—Eso mismo digo yo —continuó Herzenstube obstinadamente—. Dos inteligencias valen más que una. Pero él permaneció solo y perdió la suya… ¿Dónde la perdió? Pues… Se me ha olvidado la palabra —dijo agitando la mano ante sus ojos—. ¡Ah, sí! Spazieren…

—¿Paseando?

—Eso quería decir. Su inteligencia empezó a vagabundear y se perdió. Sin embargo, era un joven agradecido y de fina sensibilidad. Me acuerdo perfectamente de cuando era un niño pequeño y correteaba por las cercanías de la casa de su padre, en el mayor abandono, descalzo y con un solo botón en los pantalones.

La voz del viejo se empañó de emoción. Fetiukovitch se estremeció como presintiendo que iba a ocurrir algo.

—Entonces yo era todavía joven; tenía treinta y cinco años y acababa de llegar aquí. Me compadecí del niño y me dije: «Le voy a comprar una libra de…» Ahora no me acuerdo del nombre. Es ese fruto que gusta tanto a los niños y que se coge de cierto árbol…

El doctor volvía a agitar la mano ante sus ojos.

—¿Manzanas? —le preguntaron.

—No, las manzanas se venden por docenas, y lo que yo quiero decir se vende por libras. Es una cosa pequeña que se mete en la boca, y ¡crac!…

—¿Avellanas?

—Exacto, avellanas; no me ha dado usted tiempo a decirlo —aprobó el doctor imperturbable, como si no hubiera hecho ningún esfuerzo por buscar la palabra—. Le llevé al niño una libra de avellanas. Nunca le había regalado ni una sola. Levanté el dedo y le dije:

»—Hijo mío, Gott der Vater.

»Él se echó a reír y repitió:

»—Gott der Vater.

»—Gott der Sohn.

»De nuevo se echó a reír y murmuró:

»—Gott der Sohn.

»—Gott der heilige Geist.

»Al día siguiente, al verme pasar, me gritó:

»—¡Señor, Gott der Vater, Gott der Sohn!

»Se había olvidado de Gott der heilige Geist. Pero yo se lo recordé, y otra vez lo compadecí. Se lo llevaron y ya no lo volví a ver. Veintitrés años después, cuando mi cabeza está ya cubierta de canas, apareció de pronto ante mi, en mi sala de consulta, un joven en la flor de la vida, al que no pude reconocer. El visitante levantó el dedo y dijo, echándose a reir:

»—Gott der Vater, Gott der Sohn and Gott der hellige Geist!

Acabo de llegar y quiero darle las gracias por la libra de avellanas. Fueron las primeras que me regalaron.
»Entonces me acordé de mi feliz juventud y del pobre niño de pies descalzos. Y le dije:
»—Eres una persona agradecida, ya que no has olvidado la libra de avellanas que te regalé cuando eras niño.

»Lo estreché en mis brazos y lo bendije, llorando. Él se reía, pues los rusos se rien a veces cuando tienen ganas de llorar. Pero acabó llorando también: yo lo vi. Y ahora, ya ven ustedes…

—¡Y ahora —exclamó Mitia— estoy llorando, alemán! ¡Si, santo varón: ahora estoy llorando!

Este relato produjo una impresión favorable; pero lo que más favoreció al acusado fue la declaración de Catalina Ivanovna, de la que hablaré oportunamente. En general, la suerte sonrió a Dmitri cuando comparecieron los testigos à décharge, cosa que sorprendió a la misma defensa. Pero antes que a Catalina Ivanovna, se interrogó a Aliocha, el cual, por cierto, se acordó de pronto de un hecho que, al parecer, refutaba uno de los puntos clave de la acusación.

CAPÍTULO IV

LA SUERTE SONRÍE A MITIA

El hecho acudió a su memoria de improviso. Aliocha no prestó juramento y, desde el principio de su declaración, los dos bandos le demostraron una viva simpatía. Era evidente que la fama de sus excelentes cualidades le había precedido. Se mostró reservado y modesto, pero su afecto por su desgraciado hermano se percibió a través de sus palabras. Dijo que Mitia era sin duda una persona de carácter violento, que se dejaba arrastrar por las pasiones, pero también un hombre noble y generoso, capaz de cualquier sacrificio que se le pidiera. Además, reconoció que, últimamente, la pasión de Mitia por Gruchegnka y su rivalidad con su padre le habían llevado a una tension de ánimo intolerable. Admitió que aquellos tres mil rublos habían acabado por constituir una obsesión para Dmitri, que no podía hablar de ellos sin enfurecerse, por considerar que su padre se los había apropiado fraudulentamente, ya que pertenecían a su herencia materna; pero rechazó indignado la hipótesis de que Dmitri hubiera podido cometer un parricidio para robar. Respecto a aquella rivalidad que había reconocido, respondió al fiscal con vaguedades, a incluso se negó a responder a algunas preguntas.

—¿Le dijo su hermano que tenía el propósito de matar a su padre? —inquirió el fiscal. Y añadió—: Puede usted dejar de contestar a esta pregunta si lo cree conveniente.

—Directamente, nunca me lo dijo.
—Entonces, ¿se lo dijo indirectamente?
—Me habló una vez de su odio por nuestro padre, y de que temía llegar a matarlo en un momento de desesperación.
—¿Y usted lo creyó?

—No me atrevo a afirmarlo. Siempre creí que un alto sentimiento lo salvaría en el momento decisivo. Y así ocurrió, ya que no fue él quien mató a mi padre.

Aliocha dijo esto con seguridad y energía. El fiscal se estremeció como un caballo de batalla cuando la trompeta da la señal de ataque.

—Le aseguro —dijo el acusador— que no pongo en duda su sinceridad ni que su declaración sea un acto independiente de su afecto fraternal por ese desdichado. El sumario nos ha informado ya de su opinion sobre el trágico episodio ocurrido en su familia. Pero no puedo menos de hacer constar que esta opinión de usted es única y está en contradicción con las declaraciones de los demás testigos. Por lo tanto, considero necesario rogarle que me diga en qué se funda para estar tan convencido de la inocencia de su hermano y de la culpabilidad de otra persona a la que mencionó usted en la instrucción del sumario.

—Entonces me limité a responder a las preguntas que se me hacían —dijo Aliocha con calma—. No acusé a Smerdiakov.

—Sin embargo, lo nombró usted.

—Repitiendo las palabras de mi hermano. Yo sabía que Dmitri, cuando lo detuvieron, acusó a Smerdiakov. Estoy convencido de la inocencia de mi hermano. Y si mi hermano es inocente…

—El culpable es Smerdiakov. ¿Verdad que es eso lo que quiere decir? ¿Por qué acusa usted a Smerdiakov? ¿Y por qué está tan convencido de la inocencia de su hermano?

—No puedo dudar de él. Sé que no miente. Leí en su rostro que me decía la verdad.
—¿De modo que solo se funda en lo que leyó en su rostro? ¿No tiene más prueba que ésa?
—No tengo ninguna más.
—¿Tampoco de la culpabilidad de Smerdiakov tiene más pruebas que las palabras y la expresión del rostro de su hermano?
—Tampoco.

El fiscal no insistió. Las respuestas de Aliocha defraudaron profundamente al público. Habían corrido rumores de que Aliocha podía demostrar la inocencia de su hermano y la culpabilidad de Smerdiakov… Sin embargo, no presentaba prueba alguna, sino una convicción de tipo moral que no podía ser más lógica en un hermano del acusado. Cuando le tocó el turno a la defensa, Fetiukovitch preguntó a Aliocha en qué momento le había hablado Dmitri Fiodorovitch de su odio a su padre y de sus absurdas tentaciones de matarlo.

—¿Fue acaso en la última entrevista que tuvieron ustedes?
Aliocha se estremeció como si de pronto se acordara de algo.
—Ahora recuerdo un detalle que había olvidado por completo. Entonces no lo vi claro, pero ahora…

Y Aliocha refirió con palabra vehemente que cuando vio a su hermano por última vez, ya de noche y debajo de un árbol, al regresar al monasterio, Mitia le había dicho, golpeándose el pecho, que disponía de un medio para salvar su honor, y que este medio estaba allí, en su pecho.

—Entonces creí que se refería a su corazón, a la energía que podría desarrollar para librarse de una espantosa vergüenza que le amenazaba y que no se atrevía a confesarme. A decir verdad, al principio creí que aludía a nuestro padre, que se estremecía de horror al pensar que podía cometer algún acto de violencia contra él. Pero después adverti que se daba los golpes no en el corazón, sino más arriba, cerca del cuello, y entonces pensé que se refería a algó que llevaba sobre el pecho y que este algo podía ser la bolsita de cuero donde guardaba los mil quinientos rublos.

—¡Exacto, Aliocha! —exclamó Mitia—. Era la bolsita de cuero lo que yo señalaba.

Fetiukovitch le rogó que se calmase y volvió a dirigirse a Aliocha, que, enardecido por el inesperado recuerdo, expuso con vehemencia la hipótesis de que la vergüenza de su hermano procedía de que, pudiendo restituir aquellos mil quinientos rublos a Catalina Ivanovna para saldar la mitad de su deuda, había decidido compartirlos con Gruchegnka si ésta lo aceptaba.

—¡Eso fue, eso fue! —exclamó Aliocha con creciente ardor—. Mi hermano me dijo que podría borrar la mitad de su vergüenza…, así lo dijo: «la mitad». Lo repitió varias veces…, y añadió que la debilidad de su carácter se lo impedia… ¡Sabía de antemano que era incapaz de semejante acción!

Fetiukovitch le preguntó:

—¿Está usted seguro de que se golpeaba la parte superior del pecho?

—Segurísimo, pues me pregunté por qué se daría los golpes cerca del cuello, siendo así que el corazón estaba más abajo… Lo recuerdo perfectamente. No comprendo cómo he podido olvidarlo. Mi hermano señalaba su bolsita de cuero, los mil quinientos rublos que no se decidía a devolver. Por eso, cuando lo detuvieron en Mokroie, exclamó, según me han dicho, que el acto más bochornoso de su vida había sido quedarse aquellos mil quinientos rublos, prefiriendo aparecer como un ladrón a los ojos de Catalina Ivanovna que pagarle la mitad…, precisamente la mitad…, de lo que le debe.

—¡Cómo le atormentaba esta deuda!

Naturalmente, el fiscal intervino. Rogó a Aliocha que describiera de nuevo la escena y le preguntó si verdaderamente Mitia parecía señalar algún objeto al golpearse el pecho.

—Tal vez lo hiciera al azar, sin dirigir el puño hacia ningún punto determinado.

—No se daba los golpes con el puño —replicó Aliocha—, sino con los dedos, señalando aquí, muy arriba… ¡No comprendo cómo me he podido olvidar de este detalle!

El presidente preguntó al acusado si tenía algo que decir sobre esta declaración, y Mitia confirmó que señalaba la bolsita de cuero que contenía los mil quinientos rublos, y que la posesión de este dinero constituía para él una vergüenza.

—¡Sí, una vergüenza, el acto más vil de mi vida! Pude devolver aquellos mil quinientos rublos, y no lo hice. Preferí que ella viese en mi un ladrón. Y lo peor es que yo sabía de antemano que procedería de este modo. ¡Has dicho la pura verdad, Aliocha! ¡Gracias!

Así terminó la declaración de Aliocha, que aportó un indicio de prueba de la existencia de la bolsita que contenía los mil quinientos rublos, y de que el acusado decía la verdad al declarar en Mokroie que hacía tiempo que poseía este dinero.

Aliocha estaba radiante de satisfacción. Sus mejillas se habían coloreado. Mientras ocupaba el asiento que se le indicó, se preguntaba: «¿Cómo se explica que me olvidara de este detalle? Es incomprensible que no me haya acordado hasta ahora.»

Seguidamente se llamó a Catalina Ivanovna. Su entrada en la sala produjo sensación. Algunas damas levantaron sus gemelos; los hombres se agitaron, y algunos incluso se pusieron en pie para ver mejor a la joven. Mitia palideció. Iba vestida de negro. Avanzó hasta la barandilla en actitud modesta, casi tímida. Su cara no revelaba ninguna emoción, pero la resolución brillaba en sus ojos oscuros. En aquellos momentos estaba muy hermosa. Habló sin levantar la voz, pero con gran claridad y serenamente, aunque tal vez se esforzara por aparecer serena. El presidente la interrogó con suma prudencia, como si temiese tocar alguna fibra sensible. Catalina Ivanovna empezó por manifestar que había sido la prometida del acusado hasta el momento en que éste la abandonó. Cuando se le preguntó por los tres mil rublos entregados a Mitia para que los enviara por correo a los padres de Catalina Ivanovna, ésta respondió con firmeza:

—No le entregué esa cantidad para que la enviase inmediatamente. Sabía que Dmitri estaba entonces algo apurado. Le entregué los tres mil rublos para que los mandara a Moscú, si le parecía, en el espacio de un mes. No ha debido atormentarse por esta deuda.

Debo advertir que no reproduzco las preguntas y las respuestas textualmente, sino que me limito a exponer lo esencial.

—Estaba segura —continuó— de que haría llegar esa suma a su destino tan pronto como la recibiera de su padre. He tenido siempre absoluta confianza en su honradez, para los asuntos de dinero. Dmitri Fiodorovitch contaba con que su padre le entregara esos tres mil rublos, según me dijo más de una vez. Yo sabía que estaban desavenidos y siempre creí que Fiodor Pavlovitch lo había perjudicado. No recuerdo que profiriese amenazas contra su padre, por lo menos en mi presencia. Si Dmitri Fiodorovitch hubiera venido a verme, lo habría tranquilizado respecto a esos malditos tres mil rublos. Pero no volvió, y yo… yo no podía llamarlo. Mi situación no me lo permitía… Por otra parte, no tenía ningún derecho a mostrarme exigente respecto a esta deuda, puesto que recibí de él un día una cantidad superior, y la tomé sin saber cuándo podría devolverla.

En su acento había algo de desafío. Entonces llegó para Fetiukovitch el momento de interrogarla.

—Pero eso debió de ser al principio de sus relaciones, ¿no? —preguntó el abogado defensor, presintiendo que iba a ocurrir algo favorable a su cliente.

(Entre paréntesis, el abogado de Petersburgo, aunque llamado por Catalina Ivanovna, ignoraba el episodio de los cinco mil rublos entregados por Mitia y el detalle de la «profunda reverencia». Catalina se lo había ocultado, inexplicablemente. Parece lógico suponer que la joven esperaba alguna inspiración y que por eso no se atrevió a hablar hasta el último instante.)

Jamás olvidaré aquel momento. Catalina Ivanovna lo contó todo, relató enteramente los hechos referidos por Mitia a Aliocha, el detalle de la profunda reverencia y sus causas, el papel que en esto había desempeñado su padre… No hizo la menor alusión al detalle de que Dmitri pidió que fuera ella misma a recoger el dinero. Guardó sobre este punto un silencio magnánimo y dijo que había ido por su propio impulso a casa del oficial, aunque esperaba que no le entregaría el dinero sin ninguna compensación, sin bien no sabía en qué podía consistir ésta. Fue algo emocionante. Yo me estremecí al oirla; el público era todo oídos. En la conducta de Catalina Ivanovna había algo inaudito. Nunca se podía esperar, ni siquiera de una muchacha tan enérgica y altiva como ella, tanta franqueza y un sacrificio tan extraordinario.

¿Y por qué todo esto? Por salvar al hombre que la había traicionado y ofendido, por contribuir a sacarlo del atolladero, presentando una imagen favorable de él. En efecto, la figura de aquel oficial que entregaba cinco mil rublos, todo lo que poseía, a la inocente muchacha y se inclinaba respetuosamente ante ella, resultaba simpática en extremo.

Pero no pude menos de experimentar una profunda inquietud. Temi que este sacrificio fuera terreno abonado para la calumnia, y mis temores se cumplieron. Con perversa ironía, se hizo correr por la ciudad la opinión de que el relato de Catalina Ivanovna no podía ser exacto en cierto punto: el de que el oficial le permitiera marcharse con sólo un respetuoso saludo. Se afirmaba que aquí había una laguna. «Aunque todo hubiera ocurrido así —decían las más respetables de nuestras damas—, no podría considerarse prudente la conducta de esa joven. Ni siquiera el propósito de salvar a un padre puede justificar semejante proceder.»

¿Es posible que Catalina Ivanovna, pese a su enfermiza perspicacia, no hubiera presentido estas habladurías? No, Catalina Ivanovna sabía lo que iba a suceder y, sin embargo, lo contó todo. Naturalmente, estas insultantes dudas sobre la veracidad del relato de Catalina Ivanovna no surgieron hasta más tarde: en el primer momento, la emoción fue general. Los magistrados escucharon la declaración con un silencio respetuoso. El fiscal no se permitió dirigir ni una sola pregunta sobre esta cuestión. Fetiukovitch se inclinó con reverencia ante Catalina. El defensor se sentía triunfante. Pretender que un hombre que, en un arranque de generosidad, se había desprendido de sus últimos cinco mil rublos, hubiera matado después a su padre para robarle tres mil, no tenía pies ni cabeza. Ahora Fetiukovitch podría, por lo menos, eliminar la acusación de robo. Las cosas tomaban un nuevo rumbo. Las simpatías se concentraban en Dmitri. Durante la declaración de Catalina Ivanovna, Mitia había intentado levantarse, pero, apenas iniciado el movimiento, había vuelto a dejarse caer en el banquillo, cubriéndose el rostro con las manos. Cuando la testigo terminó, Mitia exclamó tendiendo los brazos hacia ella:

—¿Por qúé me has perdido, Katia?
Prorrumpió en sollozos, pero se recobró en seguida y añadió: —¡Ahora estoy irremisiblemente condenado!
Y desde este instante permaneció rígido en su asiento, con las mandíbulas apretadas y los brazos cruzados.

Catalina Ivanovna se quedó en la sala de la audiencia. Estaba pálida y su mirada se fijaba en el suelo. Los que se hallaban a su alrededor contaron más tarde que temblaba como si tuviera fiebre. Le tocó el turno a Gruchegnka.

Ya explicaré por qué tenía razón Mitia al decir que estaba perdido. No me cabe duda —y todos los juristas acabaron por estar de acuerdo conmigo— que, de no haberse producido los incidentes que acabamos de referir, el culpable habría obtenido el beneficio de ciertas circunstancias atenuantes. Pero dejemos esto para más adelante; ahora hemos de hablar de Gruchegnka.

Se presentó también vestida de negro y con los hombros cubiertos por su magnífico chal. Avanzó hacia la barandilla con su paso silencioso y con un leve contoneo. Su mirada estaba fija en el presidente. A mi juicio, su aspecto era excelente y no estaba pálida, como dijeron las damas después. Se dijo también que tenía una expresión reconcentrada y maligna. A mi entender, sólo estaba molesta al sentir concentradas sobre ella las miradas despectivas y curiosas de un público ávido de escándalo. Era uno de esos caracteres altivos que no pueden sufrir el desdén ajeno y se dejan llevar de la cólera y el espíritu de resistencia apenas se ven despreciados. También había en ella, seguramente, algo de timidez y de la vergüenza de ser tímida, lo que explica la irregularidad de su voz, que oscilaba entre la irritación y el grosero desdén, y en la que a veces, cuando Gruchegnka se acusaba a sí misma, había una nota de sinceridad. En algunos momentos hablaba sin preocuparse por las consecuencias. «No me importa lo que venga después —pensaba—. Diré lo que tengo que decir.» Al referirse a sus relaciones con Fiodor Pavlovitch, observó con acento tajante:

—Eso son tonterías. Si se enamoró de mí, yo no tengo la culpa.
Y un momento después añadió:
—La culpa fue mía. Me burlaba del viejo y de su hijo; les hice perder la cabeza a los dos. Yo he sido la causante de todo.
Cuando se le habló de Samsonov, replicó violentamente:

—¡Eso no le importa a nadie! Ese hombre fue mi bienhechor. Él me recogió cuando los míos me echaron de casa y me encontré en la miseria.

El presidente le recordó que debía limitarse a responder a las preguntas que se le hicieran, sin entrar en detalles superfluos. Gruchegnka enrojeció y sus ojos relampaguearon. Luego declaró que no había visto el sobre de los tres mil rublos y que sólo sabía de él lo que le había dicho aquel «malvado».

—¡Pero eso es una estupidez! ¡Ni por todo el oro del mundo habría ido a casa de Fiodor Pavlovitch!
—¿A quién se refiere usted al decir «aquel malvado»? —preguntó el fiscal.
—A Smerdiakov, ese lacayo que mató a su dueño y se ahorcó ayer.

Naturalmente, se apresuraron a preguntarle en qué se fundaba para formular una acusación tan categórica, pero resultó que tampoco ella sabía nada en concreto.

—Me lo dijo Dmitri Fiodorovitch —repuso—, y pueden ustedes creerle. Esa mujer lo perdió —añadió temblando de odio—. Ella es la culpable de todo.

Se le preguntó a quién se refería y Gruchegnka contestó: