Agradecimientos

¡Justin! Para poder darte las gracias como es debido por los cientos de cosas que hiciste por este libro, esta sección de agradecimientos debería ser larguísima. Así que voy a intentar limitarme a dos. ¿Sabes qué? Al cuerno, que sean tres. Gracias por tu paciencia y entusiasmo, por creer en esta historia desde el principio y por tu inquebrantable confianza en que de todo ello saldría un libro, incluso cuando llevaba meses de retraso y le sobraban cientos de páginas. Gracias por tus alucinantes notas. Como siempre, tú sabías de qué iba esta historia antes que yo, y me ayudaste a averiguarlo borrador a borrador. Y gracias por ser alguien con quien resulta tan maravilloso trabajar: entre las notas sobre ESDLA, las llamadas y los correos electrónicos llenos de emojis, siempre es un placer. No podría haberlo logrado sin ti, y tengo muchísima suerte de poder trabajar contigo.

Gracias a Emily van Beek, mi maravillosa agente y feroz defensora. Gracias también a Molly Jaffa, Amy Rosenbaum y a todo el mundo de Folio.

Lucy Ruth Cummins: pensaba que no podría existir una portada más bonita que la de Desde que te fuiste. Pero vas y añades PERROS. Eres un genio. Gracias por hacer realidad mis sueños abarrotados de emoticonos. ¡Y un agradecimiento enorme a Meredith Jenks por esas preciosas fotos!

Las personas con las que tengo la suerte de trabajar en Simon & Schuster son el no va más. Gracias a Chrissy Noh, Katy Hershberger, Jon Anderson, Anne Zafian, Michelle Leo, Katrina Groover, Dorothy Gribbin y Lucille Rettino. ¡Y una mención especial a Alexa Pastor por leerse todos los borradores!

Comparto el despacho en el que escribo con tres de las mejores personas de Los Ángeles. Rachel Cohn, Leslie Margolis y Jordan Roter: gracias por todo. Prometo empezar a rellenar el dispensador de agua.

Gracias a Anna Carey, Jennifer E. Smith y Jenny Han. Jenny, ¡por aquella noche en Italia!

Me considero muy afortunada por conocer a Jessi Kirby y Siobhan Vivian, brillantes escritoras y maravillosas amigas. Gracias, chicas, por el ánimo y el apoyo.

Gracias a Jane Finn y Katie Matson. Y, sobre todo, a mi hermano, Jason Matson, la persona más valiente que conozco.

Y, por supuesto, gracias a Murphy, sin el cual habría escrito este libro mucho mucho más rápido.

Capítulo UNO

Flexioné los pies dentro de los zapatos, que me quedaban demasiado apretados, y me obligué a mantenerme erguida mientras intentaba ignorar los incesantes disparos de las cámaras que se agolpaban a mi alrededor. Todavía hacía mucho calor fuera (a pesar de que eran casi las cinco de la tarde), pero yo me había puesto una falda de tweed que me llegaba hasta las rodillas y una blusa blanca con botones. Me había ondulado el pelo con el secador y llevaba pendientes de perlas y un ligero maquillaje. No era mi aspecto habitual un miércoles por la tarde a principios de junio, pero ese no era un miércoles cualquiera, ni mucho menos.

–Muchas gracias a todos por venir –dijo papá desde detrás del podio situado en el centro del porche de nuestra casa. Toqueteó sus papeles un instante antes de inspirar hondo y pronunciar el discurso que tenía preparado, y que yo me sabía de memoria, puesto que Peter Wright, su jefe de gabinete y estratega principal, me había obligado a escucharlo una y otra vez hasta que pude hacerlo sin alterar el gesto ni lo más mínimo, como si estuviera enterada de todo esto desde hacía tiempo y no me sorprendiera nada de lo que mi padre estaba diciendo.

Durante un momento, mientras las consabidas palabras empezaban a envolverme, simplemente me quedé mirando el podio. ¿De dónde habría salido? ¿Peter iba por ahí con podios en el maletero de su todoterreno?

–… lamento que la gente de Connecticut pueda haber dejado de confiar en mí –pronunció mi padre, haciéndome regresar al presente.

Clavé los ojos de nuevo en él, esperando que en mi cara no se hubiera reflejado nada más que la expresión de una hija apoyando a su padre. De ser cierta, esa historia, que ya dominaba los canales de noticias que emitían las veinticuatro horas del día y había llegado a las grandes cadenas, no haría más que aumentar.

Era algo comprensible. Un destacado congresista, una de las estrellas del partido, se ve envuelto de pronto en un escándalo que amenaza con trastocar no solo su carrera, sino también las próximas elecciones nacionales: los titulares prácticamente se escribían solos. Si se hubiera tratado de otra persona, yo le habría echado un vistazo a toda aquella cobertura mediática y me habría encogido de hombros, suponiendo que era de esperar. Pero ahora que estaba ocurriendo aquí (en mi jardín, en mi porche, con mi padre), había cambiado completamente de opinión.

Dirigí la mirada hacia el mar de periodistas y fotógrafos que se extendía ante mí. Las cámaras de los informativos nos apuntaban, los obturadores emitían incesantes chasquidos, todo ello me indicaba que cada instante estaba siendo capturado. La prensa detectaba la sangre en el agua. Era evidente por el hecho de que nuestro jardín delantero estaba abarrotado de gente y furgones de canales de noticias bordeaban la manzana. Llevaban aquí desde que se había destapado la historia; pero, hasta hacía un par de horas, el guardia apostado en la entrada de Stanwich Woods (la localidad planificada en la que vivíamos en Stanwich, Connecticut) les había impedido acercarse a nuestra casa. Puesto que, por lo general, ese trabajo consistía en hacerles señas a los residentes para que pasaran mientras leía una revista, tuve el presentimiento de que a quienquiera que estuviera trabajando hoy no le entusiasmaría tener que ahuyentar a equipos de noticias de todo el país.

Los titulares y los reportajes habían sido ineludibles, todos ellos partiendo del hecho de que en su día habían designado a mi padre candidato a la vicepresidencia antes de retirarse, hace cinco años. Todo el mundo sacó a relucir que se lo consideraba un firme candidato a vicepresidente de nuevo en las próximas elecciones nacionales, o incluso a un cargo más importante. Los periodistas comentaron la historia sin disimular apenas su regocijo, y los reportajes y titulares eran cada vez peores: «Congresista en ascenso cae en picado», «Escándalo de corrupción en el Congreso eclipsa a la estrella del partido», «El brillante futuro de Walker se ensombrece». Yo había tenido que convivir con la prensa prácticamente toda mi vida… pero nunca había sido así.

Papá, el congresista Alexander Walker, había ocupado un escaño en el Congreso desde que yo tenía tres años. Antes era abogado de oficio, pero yo no me acordaba de eso: de un tiempo en el que no había que captar votantes, diseñar mensajes ni analizar distritos. Los padres de algunos de mis amigos tenían trabajos en los que cumplían su jornada y luego salían de la oficina y se olvidaban del tema, pero ese nunca había sido el caso de mi padre. Su trabajo era su vida, lo que significaba que también era parte de la mía.

No había estado tan mal cuando era niña, pero las cosas habían cambiado en los últimos años. Siempre había formado parte de la marca Alex Walker (la hija de un diligente padre soltero que trabajaba duro por la gente de Connecticut), pero ahora también suponía un hándicap en potencia. Me habían presentado incontables casos de hijos de políticos que habían echado por tierra, o al menos puesto en peligro, las carreras de sus padres a modo de historias aleccionadoras y ejemplos claros de lo que se suponía que no debía hacer. No debía decir nada ofensivo ni nada que se pudiera interpretar de ese modo, en un foro público o donde la prensa pudiera enterarse. No debían fotografiarme haciendo o llevando nada lo más mínimamente polémico. Tenía cuentas en las mismas redes sociales que todo el mundo, pero las mías las controlaba un grupo de becarios y no se me permitía publicar nada sin permiso. Cuando tenía trece años había recibido un cursillo de una semana sobre los medios de comunicación y, desde entonces, nunca me había desviado del mensaje, de las palabras que me aprobaban, preparaban y escribían. No le causé a papá, ni a su equipo, ningún problema en la medida de lo posible.

Tampoco es que no hubiera roto nunca un plato: en una ocasión, sin pensarlo, pedí mi café con leche habitual en un acto de campaña, y el personal de mi padre se había reunido durante dos horas para tratar el tema. Luego habían mantenido una reunión de una hora conmigo, que incluía una carpeta etiquetada «Alexandra», a pesar de que nadie que me conociera de verdad me llamaba nunca por mi verdadero nombre. Yo era Andie, y lo había sido desde que era pequeña y no lograba pronunciar el nombre de cuatro sílabas que me habían endilgado mis padres. «Andra» era lo máximo que me salía a los dos años, que se transformó en Andie, y así seguía llamándome quince años después. Al final se decidió que, cuando hubiera prensa por los alrededores, no podía pedir un café helado con leche de soja y vainilla sin azúcar que costaba cinco dólares: no querían que pareciera una niña rica que malgastaba el dinero mientras que la gente de Connecticut apenas tenía para comer. Además, tampoco querían ofender al lobby lácteo.

Parecía imposible que, después de años siendo extremadamente cuidadosos, vigilando hasta el más mínimo detalle y procurando no cometer ningún error, hubiéramos acabado aquí de todas formas. Pero no se debía a nada que hubiera hecho yo… ni siquiera a nada que hubiera hecho mi padre, según la versión de los acontecimientos que Peter había estado suministrando a los medios desde que el caso se hizo público. Estaba ocurriendo porque (supuestamente) alguien de su oficina se había apropiado de donaciones destinadas a la fundación de papá y las había redirigido al fondo para su campaña de reelección. Al parecer, cuando se descubrió durante una auditoría que la fundación de mi padre estaba al borde de la bancarrota, la gente empezó a hacer preguntas. Lo que había conducido a esto, a hoy, con tal velocidad que me costaba asimilarlo.

Hace dos semanas, mi vida era normal. Papá se encontraba en Washington, trabajando como siempre, mientras que yo terminaba el curso, quedaba con mis amigas y planeaba cómo cortar con mi novio, Zach (junto a las taquillas, justo después de su graduación, rápido y sin vacilar, como si arrancara una tirita). Hace dos semanas, mi vida iba según lo planeado. Y ahora había un podio en el porche.

Bajé la mirada un instante hacia un punto del jardín por el que se extendía un grueso cable, aplastando el césped. Hace un mes, a papá y a mí nos habían hecho fotos y habíamos grabado anuncios promocionales allí para su campaña de otoño: él iba con chaqueta, pero sin corbata, y yo llevaba una falda y un jersey de cachemira. Había hojas otoñales falsas desparramadas sobre la hierba, transformando mayo en octubre. No pregunté si las habían comprado o si había tenido que elaborarlas algún becario, porque en realidad no quería saber la respuesta.

Habíamos estado posando todo el día, primero para las fotografías y luego para el vídeo, caminando juntos por el jardín, como si fuera algo completamente normal. Como si papá y yo alguna vez nos pusiéramos elegantes para pasear por el jardín y charlar, simplemente por gusto. Cuando empezó a atardecer, el director nos miró y suspiró.

–¿No tendrán ustedes un perro?

Mi padre estaba concentrado en su BlackBerry, como siempre, y ni siquiera lo oyó, así que me tocó a mí contestar con una sonrisa:

–No hay perro. Solo nosotros dos.

El director asintió con la cabeza y le dijo algo al tío que sostenía el disco plateado que redirigía la luz sobre nosotros. Luego seguimos adelante, al siguiente escenario, proyectando una vez más la imagen de una pequeña familia feliz.

Ahora, sin embargo, no estaba segura de si esos folletos publicitarios o anuncios, acompañados del eslogan de la campaña de mi padre («Hacia el futuro»), se utilizarían alguna vez. Desde donde me encontraba, en el porche, la situación no pintaba bien.

–Repito que desconocía por completo esta malversación de fondos –dijo mi padre, haciéndome regresar al presente de golpe. Su voz se fue volviendo baja y seria y prácticamente pude sentir cómo la prensa permanecía expectante, como si supieran que iban a obtener lo que habían venido a buscar–. Pero el hecho es que esta violación de la regulación sobre la financiación de campañas se originó en mi oficina. Y, puesto que yo controlaba y dirigía dicha oficina, debo aceptar la responsabilidad. Como sabrán, he solicitado que se lleve a cabo una investigación independiente; una investigación que pueda llegar al fondo del asunto. Le he ordenado a mi equipo que ofrezca la máxima cooperación. Y mientras se lleva a cabo la investigación…

Aquí mi padre inspiró y se frotó el anillo de boda con el pulgar: un tic nervioso que tenía. Al parecer, había perdido cuatro alianzas durante el primer año que mi madre y él habían estado casados; así que ella le había comprado una extravagantemente cara con la esperanza de que tuviera más cuidado. Había surtido efecto, pero papá había estado cerciorándose de su presencia de manera inconsciente desde entonces. La prensa a veces hacía comentarios sobre el hecho de que siguiera llevándola, cinco años después, pero tuve el presentimiento de que hoy esa no sería una de las preguntas que le gritarían desde el jardín. Había titulares en potencia mucho más jugosos a los que hincarles el diente.

–Mientras se lleva a cabo la investigación, me tomaré una excedencia. Siento que no puedo servir a mi distrito ni a mi estado con eficacia mientras se esté investigando este asunto. Donaré mi sueldo al Fondo para la investigación sobre el cáncer de ovario.

Yo no sabía lo de la donación, no estaba en el último borrador del discurso que me leyó Peter; así que procuré que no se me notara en la cara ningún atisbo de sorpresa. Pero no pude evitar preguntarme si lo habían incluido en el último momento o si simplemente habían considerado que no hacía falta contármelo.

–Dedicaré este tiempo alejado del Congreso a reflexionar sobre cualquier acto que haya podido llevarme a esta situación y a pasar tiempo con mi familia. –Volvió la mirada hacia mí y le dediqué la sonrisa que Peter me había hecho ensayar esa mañana. Se suponía que debía reflejar apoyo, ánimo y amabilidad, pero no demasiada alegría. No tenía ni idea de si me había salido bien o no, pues en lo único en lo que podía pensar mientras papá se giraba de nuevo hacia la prensa era en lo raro que resultaba todo esto: esta estrafalaria obra de teatro que estábamos representando para la prensa de todo el país en el porche de nuestra casa–. En esta ocasión no responderé a ninguna pregunta. Muchas gracias por su atención.

Se apartó del podio mientras los periodistas del jardín empezaban a gritar preguntas. Como habíamos practicado, caminé hacia mi padre y él me rodeó los hombros con el brazo mientras alguien abría la puerta delantera desde dentro. Al volver la mirada, vi cómo Peter se situaba con soltura en el podio y procedía a contestar a las preguntas que mi padre había dejado atrás.

En cuanto entramos, mi padre apartó el brazo y se alejó un paso. Uno de los becarios que habían llegado con Peter la semana pasada cerró la puerta con firmeza a nuestra espalda. Saludó a papá con un gesto de la cabeza y luego se escabulló del recibidor, a toda prisa. La mayoría de los becarios (nunca me molestaba en aprenderme sus nombres a menos que fueran guapos) habían estado evitándolo desde que la historia se hizo pública, no lo miraban a la cara, como si no supieran cómo comportarse. Normalmente eran imperturbables, lo seguían a todas partes, intentando hacerse indispensables, para así tener más opciones de conseguir un empleo después. Pero ahora era como si papá fuera radioactivo y el simple hecho de estar en la misma habitación que él pudiera dañar sus futuras perspectivas laborales.

–Gracias –dijo mi padre después de aclararse la garganta–. Sé que no debe de haber sido fácil para ti.

Los años de práctica y la arraigada formación sobre cómo debía comportarme ante los medios fueron lo único que me impidió poner los ojos en blanco. Como si a él le hubiera importado alguna vez que algo me resultara fácil o difícil.

–No pasa nada.

Papá asintió con la cabeza y se hizo el silencio entre ambos. Me asombró darme cuenta de que estábamos solos: sin Peter ni una BlackBerry que no paraba de sonar. Durante un instante, intenté recordar la última vez que habíamos estado los dos solos, sin que se hubiera escenificado para las cámaras, manipulado para parecer informal. Un momento después comprendí que probablemente habría sido en diciembre, cuando fuimos juntos en coche a un acto benéfico posvacacional. Él había intentado preguntarme por las clases, hasta que quedó penosamente claro para ambos que no tenía ni idea del tema. Nos rendimos a los pocos minutos y estuvimos escuchando las noticias por la radio el resto del trayecto.

Levanté la mirada y observé nuestro reflejo en el espejo del pasillo, un tanto sorprendida al vernos uno al lado del otro. Siempre había querido pensar que me parecía a mi madre, y así era de niña. Pero a cada año que pasaba me parecía más a papá: tenía la prueba reflejada justo enfrente. Poseíamos la misma tez pecosa, el mismo abundante pelo color caoba (que era más castaño que rojo, salvo bajo la luz), las mismas espesas cejas oscuras que yo tenía que depilar constantemente para mantenerlas a raya, los mismos ojos azules y pestañas oscuras. Incluso era alta como él, y desgarbada, mientras que mamá era menuda y con curvas, con cabello rubio y rizado y ojos verdes. Aparté la mirada del espejo y retrocedí un paso; cuando volví a levantar los ojos, solo se reflejaba él, lo que me pareció más natural: no como si nos obligaran a aparecer juntos en un marco.

–Bueno… –dijo mi padre mientras se llevaba la mano al bolsillo de la chaqueta, sin duda buscando su BlackBerry. Pero se detuvo un segundo después y dejó caer la mano, cuando debió de recordar que no la tenía. Peter se la había confiscado para que no sonara durante la rueda de prensa. También me había quitado mi teléfono, algo que incluso yo tenía que admitir que era buena idea: mis tres mejores amigas solían embarcarse en inmensas cadenas de mensajes y, aunque hubiera silenciado el teléfono, el zumbido habría supuesto una distracción y probablemente habría dado pie a más titulares («¡Esta rueda de prensa es un peñazo! Su propia hija se dedica a enviar mensajes y ni siquiera se digna prestar atención mientras la carrera de Walker se va a pique»). Mi padre se metió las manos en los bolsillos y carraspeó de nuevo–. Bueno. Andie. En cuanto a este verano. Yo… esto…

–No voy a estar aquí –le recordé, e incluso al pronunciar las palabras pude sentir que me invadía el alivio–. Mi curso empieza pasado mañana. –Él asintió con la cabeza, con el ceño fruncido, lo que significaba que no tenía ni idea de qué estaba hablando pero no quería admitirlo, simplemente pretendía parecer interesado y comprometido. Lo había visto emplear la misma táctica con rivales y votantes durante años, así que intenté no sorprenderme de que no se acordara–. El curso para futuros alumnos –le aclaré, pues sabía que explicarlo era la salida más sencilla–. En la Johns Hopkins.

–Ah –contestó mientras relajaba la frente, y noté que ya se acordaba, no solo lo fingía mientras esperaba a que Peter le susurrara algo al oído–. Claro. Por supuesto.

El curso de la Universidad Johns Hopkins era uno de los mejores del país, concebido para alumnos de instituto que planeaban cursar Premedicina, es decir, el programa preparatorio para entrar en la facultad de Medicina. Mi amiga Toby insistía en llamarlo el «cursillo premedicinal», y el hecho de que yo no parara de repetirle que no lo hiciera solo parecía darle más alas. Te quedabas en el colegio mayor del campus, asistías a clases avanzadas de mates y ciencias y te pegabas a los talones de internos y residentes mientras realizaban sus rotaciones en el hospital. Había sabido que quería ser médico desde que tenía memoria. Solía contarles a los periodistas la historia del estetoscopio de juguete que papá me había regalado por Navidad cuando tenía cinco años y que en realidad no había ocurrido, pero la había repetido tantas veces que ya me parecía verdad. Cuando solicité plaza en el curso, estaba segura de que conseguiría entrar por mis notas: obtuve buenos resultados en todas las asignaturas, pero lo bordé en mates y ciencias… como siempre. Y no venía mal que uno de los mayores partidarios de mi padre fuera el doctor Daniel Rizzoli, que era el antiguo rector de la Johns Hopkins. Cuando me entregó mi carta de recomendación, escrita a mano en grueso papel de color crema, supe que lo había logrado.

Llevaba esperándolo todo el año, pero, con todo lo que estaba ocurriendo, ahora prácticamente contaba los minutos que faltaban. Papá podía quedarse aquí y solucionar las cosas por su cuenta, y con suerte, para cuando yo regresara en agosto, las aguas habrían vuelto a su cauce. En cualquier caso, dentro de dos días esto ya no sería problema mío. Dentro de cuarenta y ocho horas me habría marchado. Estaría en una residencia de estudiantes en Baltimore, conociendo en persona a mi nueva compañera de cuarto, Gina Flores, y esperando que su tendencia a no emplear nunca signos de exclamación en ningún mensaje de texto ni e-mail fuera solo una extraña manía y no un indicio de su personalidad. Releería el plan de estudios por millonésima vez y compraría los libros que necesitaba en la librería del campus. Con algo de suerte, ya habría conocido a algún chico mono en la clase de orientación, que podría acabar convirtiéndose en mi ligue de verano. Pero no estaría aquí, que era lo más importante.

–¿Lo tienes todo listo? –añadió papá. Me pregunté si a él le habría sonado tan raro como a mí, como si estuviera leyendo unas frases escritas con mala letra que no hubiera memorizado del todo–. Es decir… ¿necesitas que te lleve?

–No es necesario –repuse con rapidez. Solo me faltaba que mi padre me acompañara al campus mientras nos seguía un furgón de la CNN–. Me va a llevar Palmer. Todo está controlado.

A Palmer Alden (una de mis tres mejores amigas) le encantaba conducir; por lo que, cuando me vio estudiando horarios de autobuses y trenes, se puso manos a la obra y empezó a planear la ruta que seguiríamos, incluyendo listas de música y paradas para comer. Su novio, Tom, también vendría, más que nada porque insistió, ya que se rumoreaba que Hairspray iba a ser el musical que se representaría el próximo curso en nuestro instituto y quería realizar un poco de «investigación de método».

–Ah, bien –contestó mi padre.

Peter debía de haber terminado de responder a una pregunta porque, de repente, los gritos de los periodistas se volvieron más intensos fuera. Hice una ligera mueca y me alejé un paso de la puerta.

–Bueno… –dije, inclinando la cabeza hacia la cocina. Estaba segura de que mi teléfono estaría allí. No lo necesitaba para nada, pero quería que aquello terminara. El día ya había sido lo bastante raro y no hacía falta empeorarlo intentando mantener la conversación más incómoda del mundo–. Voy a…

–Claro –asintió él mientras se llevaba la mano de nuevo al bolsillo de la chaqueta, por costumbre, antes de detenerla a medio camino y dejarla caer–. Y yo debería…

Dejó la frase inacabada y recorrió el recibidor con la mirada. Parecía perdido. Sentí una repentina punzada de compasión por él. Después de todo, mi padre siempre tenía algo que hacer. Estaba ocupadísimo, a veces tenía organizado cada minuto del día y siempre lo rodeaba un grupo de empleados, asesores, becarios y ayudantes. Dirigía a su equipo, era respetado y poderoso y siempre estaba al mando. Y ahora se encontraba en el recibidor de casa sin su BlackBerry, mientras los periodistas lo despedazaban a apenas unos metros de allí.

Sin embargo, aunque me sentía mal por él, también sabía que no había nada que yo pudiera hacer o decir. Mi padre y yo solucionábamos nuestros propios problemas: nos ocupábamos de ellos solos, no los compartíamos con el otro, siempre había sido así. Le dediqué una rápida sonrisa y luego me dirigí hacia la cocina.

–Andie –me dijo cuando casi había llegado a la puerta de la cocina–. Me… –Me miró un momento antes de guardarse las manos en los bolsillos y bajar la vista hacia el suelo de madera, que parecía inmune a los arañazos y lucía tan nuevo como el primer día que vi la casa, como si allí no viviera nadie–. Gracias por salir ahí fuera conmigo. Sé que ha sido duro. Y te prometo que no volveré a pedírtelo.

Un recuerdo me vino a la mente, fugaz, solo una serie de imágenes y sentimientos. Otra rueda de prensa hace cinco años, mi madre, sus manos en mis hombros, apretándomelos con fuerza mientras yo intentaba no estremecerme ante los cegadores destellos de los flashes. La forma en la que se había inclinado para susurrarme justo antes, cuando permanecíamos tras las puertas del despacho de papá en el Congreso; el pelo sintético de su peluca me hizo cosquillas en la mejilla, no se parecía a los suaves rizos que solía enrollarme en el dedo cuando me lo permitía.

–Recuerda –me había dicho, en voz baja para que solo yo pudiera oírla–, si las cosas se ponen demasiado dramáticas, ¿qué vas a hacer?

–Mamá –protesté, esforzarme al máximo para no sonreír–. Ni hablar.

–Claro que sí –insistió ella mientras me alisaba el vestido y luego me enderezaba la diadema. Se tiró de las puntas del pelo y me miró alzando una ceja–. Si las cosas van mal y necesitamos una distracción, arráncamela. Se olvidarán de lo que le habían preguntado a papá.

–Para ya –dije, pero estaba sonriendo; no pude evitarlo.

Se acercó más a mí y noté que mi sonrisa vacilaba al ver lo delgada que estaba, lo amarillenta que tenía la piel bajo el maquillaje que se había aplicado cuidadosamente. Podía verle las venas de la cara, las mismas que debíamos tener todos… pero en el resto de nosotros estaban ocultas, no expuestas de esa forma.

La rueda de prensa se prolongó más de lo esperado. Mamá me dejó para situarse al lado de papá cuando él empezó a hablar de ella. Después de todo, se trataba de ella: ella era la razón de que retirara su candidatura a vicepresidente, a pesar de que iban a elegirlo a él, todo el mundo lo sabía. Se suponía que iba a ser él. Luché con todas mis fuerzas para no echarme a llorar, mientras permanecía allí en pie sola, pues incluso entonces ya sabía que si lo hacía esa sería la historia, la foto de primera plana. Y, cuando todo acabó, papá me abrazó y me prometió que ya estaba y que nunca más tendría que pasar por algo así.

–¿En serio? –contesté ahora, con voz más dura de lo que esperaba. Mi padre se quedó mirándome y le sostuve la mirada un momento, preguntándome si se acordaría de la última vez que habíamos hecho eso, o si para él todo se entremezclaba, si no era más que otra promesa que había realizado pero que no podía cumplir–. Porque ya había oído eso antes.

No me apetecía ver si comprendía a qué me refería. No estaba segura de poder soportar otro ceño fingido, no sobre algo así. Así que simplemente me despedí con un gesto de la cabeza y me dirigí a la cocina, caminando el doble de rápido de lo normal, lista para dejar todo esto atrás. De pronto, se me ocurrió que nadie les reconoce a las ratas el mérito que se merecen por abandonar los barcos que se van a pique. Son listas y se largan mientras todavía pueden. Después de todo, ven el rumbo que está tomando la situación y miran por sí mismas. Igual que yo.

PALMER

¡¡Andie!! ¿Qué tal te va?

BRI

Saliste genial en la CNN.

TOBY

Fabulosa. ¿Te hiciste eso en el pelo con las tenacillas? Ya sabes, lo que prometiste enseñarme hace meses.

BRI

Toby…

TOBY

¿Qué? Solo intento decir que estaba guapa. Y que a mí también me gustaría estarlo.

PALMER

¿Cómo lo llevas?

En la seguridad de mi habitación, observé mi teléfono y sentí que se me dibujaba la primera sonrisa auténtica del día. Comprobé que Peter había acertado al quitarme el móvil: al parecer, los mensajes habían empezado más o menos al mismo tiempo que mi padre concluía su discurso.

Me acerqué a la cama, teléfono en mano. Llevábamos cinco años en esa casa, pero mi habitación no había cambiado mucho desde el día que llegamos. La habían decorado de forma profesional, pero estaba claro que quien lo había hecho no sabía que estaba diseñándola para una adolescente. Imperaban los tonos beige y marrón grisáceo y los estampados sutiles; todo hacía juego, como si hubieran replicado el dormitorio de un catálogo. Después de todo este tiempo, a veces todavía me sentía como si estuviera durmiendo en un hotel. Tenía el maquillaje y las joyas organizados en el tocador, fotos enmarcadas de mis amigas y ropa doblada sobre la silla del rincón; pero, aparte de eso, poco más indicaba que ese era mi cuarto. Me dejé caer sobre la cama, me saqué los zapatos y me recosté contra los cojines, poniéndome cómoda, pues estas cadenas de mensajes podían durar horas.

Miré el último mensaje, el de Palmer, y vacilé con la mano sobre el teclado. Me incliné hacia la ventana situada encima de la cama: estaba entreabierta y podía oír voces. Me asomé y vi que la rueda de prensa había concluido. Había gente deambulando por el jardín, pero ni rastro de Peter ni del podio.

Le di la espalda a todo lo que ocurría en el exterior, con la esperanza de que tal vez la próxima vez que mirase todo el mundo se hubiera marchado y el césped aplastado fuera el único recordatorio de lo que había ocurrido allí apenas unas horas antes.

YO

Estoy bien.

PALMER

¿De verdad?

BRI

¿DE VERDAD?

TOBY

?

YO

De diez. La rueda de prensa ha sido una lata, pero es problema de mi padre, no mío.

BRI

Hum.

YO

¿Qué?

TOBY

Dice que no te cree.

PALMER

¿Cómo lo sabes?

BRI

No, Toby tiene razón. No me lo creo. Pero podemos hablar de eso luego.

YO

No hay nada de qué hablar

BRI

Claro que sí

TOBY

Y, cuando lo hablemos, ¿por qué no me enseñas también a usar las tenacillas?

PALMER

Toby, pensaba que íbamos a apoyarla.

TOBY

¡Y la ESTOY apoyando! Incluso he intentado pasarme para estar con Andie, pero el guardia no me ha dejado entrar.

YO

¿No te dejó entrar?

TOBY

¡No! Me ha dicho algo sobre que necesitaba estar en una lista, un asunto de seguridad nacional, yo qué sé.

YO

Lo siento, T. Esto debería volver a la normalidad en cuanto se hayan ido todos los periodistas

TOBY

Pues me he sentido ofendida. Después de todo, el tío me conoce. Ronnie y yo somos colegas desde hace mucho tiempo.

PALMER

Se llama Earl.

TOBY

Oh.

PALMER

¡En fin! Vamos a salir esta noche.

YO

¿Ah, sí?

BRI

Sí. Lo votamos y es imprescindible.

TOBY

Absolutamente. Eso es lo que he intentado decirle a Ronnie.

PALMER

Earl.

BRI

Hay una fiesta. Vamos a ir todas. Pensamos que lo necesitas después de todo lo que ha pasado.

Me giré y volví a mirar por la ventana, hacia los periodistas que no pensaban marcharse tan rápido como yo quería. Ahora había reporteros alineados frente a la casa, con cámaras apuntándolos, resumiendo sin duda lo que acababa de ocurrir. No parecía probable que pudiera escabullirme en breve.

YO

No sé si será posible, chicas.

TOBY

PALMER

¡Por supuesto que sí!

BRI

No te preocupes

PALMER

Lo tenemos todo pensado.

YO

Pero este sitio sigue invadido de periodistas. Necesitaríamos una forma de sacarme de aquí sin que me vieran… No creo que sea posible.

TOBY

Andie, RELÁJATE. Tenemos un plan.

Mientras observaba aquella frase, noté una pequeña punzada de nerviosismo. Me preocupaba el hecho de que ninguna me contara en qué consistía exactamente ese plan. Sobre todo si lo había ideado Toby. Me acerqué un poco más a la ventana, procurando seguir oculta, y la abrí más. Debía haber una periodista informando prácticamente debajo, porque de repente me llegó su voz con absoluta claridad y pude oír cómo le decía al micro:

–La última vez que el congresista fue el centro de tanta atención ocurrió hace cinco años, cuando, debido a los problemas de salud de su esposa, se retiró repentinamente de la fallida campaña presidencial del gobernador Matthew Laughlin, a pesar de que se lo consideraba favorito para el cargo de vicepresidente. Su esposa, Molly Walker, murió de cáncer de ovario seis semanas después. No está claro cómo afectará este último revés al futuro del congresista…

Cerré la ventana de golpe, aislándome de la periodista del jardín, y agarré de nuevo el teléfono.

YO

Pensándolo bien, una fiesta suena genial. Me apunto.