Un rayo de esperanza

Francesc Miralles

Índice

  1.  
    1. Capítulo 1
    2. Capítulo 2
    3. Capítulo 3
    4. Capítulo 4
    5. Capítulo 5
    6. Capítulo 6
    7. Capítulo 7
    8. Capítulo 8
    9. Capítulo 9
    10. Capítulo 10
    11. Capítulo 11
    12. Capítulo 12
    13. Capítulo 13
    14. Capítulo 14
    15. Capítulo 15
    16. Capítulo 16
    17. Capítulo 17
    18. Capítulo 18
    19. Capítulo 19
    20. Capítulo 20
    21. Capítulo 21
    22. Capítulo 22
    23. Capítulo 23
    24. Capítulo 24
    25. Capítulo 25
    26. Capítulo 26
    27. Capítulo 27
    28. Capítulo 28
    29. Capítulo 29
    30. Capítulo 30
    31. Capítulo 31
    32. Capítulo 32
    33. Capítulo 33
    34. Capítulo 34
    35. Capítulo 35
    36. Capítulo 36
    37. Capítulo 37
    38. Capítulo 38
  2.  
    1. Agradecimientos

«La esperanza es como un camino en medio del campo. Tal vez antes no había ese sendero, pero, cuando mucha gente empieza a caminar por él, el sendero acaba existiendo.»

LIN YUTANG

1. Café Turner

Sarah abrió el sobre con la sospecha de que su contenido iba a cambiar su vida. Y no precisamente para bien.

Al leer el comunicado del administrador de fincas, aquel temor que le robaba el sueño desde hacía semanas se vio finalmente confirmado:

Estimada Sra. Bradford:

Lamento transmitirle que nuestro cliente ha rechazado su propuesta de prolongar el alquiler a cambio de un pequeño incremento en la mensualidad.

Tal como le hice saber en nuestra anterior reunión, el interés de la propiedad es vender la casa tras realizar las reformas pertinentes. Para que ello sea posible, le rogamos que entregue las llaves el 22 de diciembre, día en el que expira el contrato de arrendamiento, que no puede ser renovado.

Quedamos a su disposición para cualquier consulta adicional y

La propietaria del Café Turner fue incapaz de seguir leyendo. En lugar de eso, rompió el papel y el sobre en cuatro trozos y los arrojó a la basura, que estaba bajo la cafetera.

A través de la superficie pulida de la máquina italiana advirtió entonces que no estaba sola. Una figura juvenil, reflejada borrosamente en el plateado, había ocupado una mesa al fondo del salón.

Intentando recuperar el aliento, Sarah se alisó con la mano la media melena teñida de rubio antes de volverse para ver quién era. La visión de una chica de cabellos rojos, con la mirada llorosa, le hizo sospechar que aquel lunes era fértil en malas noticias.

Mientras se dirigía a la mesa, el recuerdo de la carta que acababa de destruir la hizo resoplar como un animal vencido.

—¿Qué te sirvo?

Los ojos claros de la chica se elevaron hacia ella confundidos, como si no lograra entenderla. Sarah pudo advertir que le temblaba levemente el labio inferior. Superada por su propia desdicha, se dijo que aquella tarde no tenía fuerzas para consolar almas extraviadas. De modo que se limitó a dejar una carta de bebidas en la mesa y volvió a parapetarse detrás de la barra.

Recién entrada en la sesentena, se dio cuenta de que aquella sería la primera Navidad que pasaría lejos de Puerto Añil desde su adolescencia. Y no porque ella quisiera. Además de desalojar el café-restaurante que había regentado desde su divorcio, también tendría que abandonar su vivienda, en la planta superior.

Ni siquiera contaría con la ayuda de un traspaso para rehacer su vida en aquel pueblo pesquero, que estaba convirtiéndose en un reducto de turistas ricos. Tendría que buscarse un pequeño apartamento en la ciudad y trabajar de cualquier cosa hasta que llegara la jubilación.

Cada vez más abatida, Sarah desvió la mirada hacia la puerta de cristal desde la que se veía cómo el oleaje rompía contra el muelle.

Aquel mar que la había enamorado en su juventud de repente le parecía denso, oscuro y despiadado. Justo entonces, una ola imponente se desintegró en una explosión de espuma que alcanzó la entrada del café, algo que sucedía en contadas ocasiones.

Antes de ir a por una bayeta, Sarah pensó que incluso el mar de diciembre quería expulsarla.

2. Hablen entre ustedes

Celia miraba la carta sin lograr concentrarse en lo que ponía. Toda su atención estaba anclada a su smartphone, que descansaba sobre la mesa como una nave a la deriva. Hacía horas que lo consultaba de forma compulsiva, pero la pantalla no había mostrado signos de actividad desde esa noche maldita que la había partido por la mitad.

Naufragando entre la pantalla líquida y aquella carta de bebidas, sus ojos desconsolados se posaron en el cuadro que tenía más cerca.

La cafetería contaba con media docena de pinturas que parecían del mismo artista. Y no solo por el estilo, que oscilaba entre el realismo y el impresionismo, sino por la temática, que encajaba como un guante con su estado de ánimo: todo eran incendios, hundimientos, tormentas y otras catástrofes que ponían en jaque la vida humana.

Sobre la mesa redonda que ella había ocupado, al estar el café desierto, una pintura mostraba un velero en llamas, en plena noche, con un bote de salvamento lleno de náufragos que trataban de sortear una gran ola a punto de engullirlos.

El artista había congelado el drama en aquel punto, como si quisiera dejar al espectador con la duda de si aquellos desgraciados salvarían el pellejo.

Celia se identificó con los pobres diablos que luchaban para no acabar en el fondo del mar, por mucho que hubieran llevado una vida miserable.

«El ser humano es un superviviente nato», se dijo mientras volvía a mirar ansiosa la pantalla de su móvil. Desde que él la había dejado, la noche anterior, esperaba una disculpa, o al menos una explicación que le permitiera entender cómo tres días de vacaciones habían bastado para acabar con tres años de amor.

«Volverá —trató de animarse—. No puede irse así. Hemos pagado diez días de apartamento, aunque seamos los únicos turistas aquí. Tiene que volver.»

El estado de whatsapp de Miguel seguía sin conexión, lo que hizo que Celia se planteara la posibilidad de que hubiera desconectado el móvil antes de echarse una siesta a media tarde. También para él debía de haber sido duro dejarla allí tirada, tras una discusión estúpida.

Podría haberlo seguido y haber subido al coche con él, pero se había convencido de que, minutos después de aquella rabieta, daría media vuelta. Como otras veces, la discusión daría paso a explicaciones entre lágrimas y a unos cuantos «lo siento» antes de hacer el amor.

Sin embargo, había pasado una noche y casi todo un día sin que él diera señales de vida. Tampoco había respondido a ninguno de sus mensajes. Aparentemente, no los leía.

«Tal vez me ha escrito un e-mail antes de desconectar el teléfono para estar tranquilo», murmuró para sí, nuevamente esperanzada.

Era la primera vez que se le ocurría aquella posibilidad. Como no tenía el correo electrónico configurado en el móvil, activó el navegador para ir a su cuenta de e-mail.

—Joder… —se le escapó al darse cuenta de que se le habían agotado los datos.

Buscó a la camarera para pedirle la clave de Internet, pero su mirada topó antes con un cartel colgado entre dos cuadros que rezaba:

NO TENEMOS WIFI.

HABLEN ENTRE USTEDES.

Teniendo en cuenta que se encontraba sola, en su vida y en aquel café sin ningún cliente, aparte de ella, aquel aviso se le antojó una broma cruel.

3. Otros fuegos

Cuando la puerta se abrió por segunda vez aquella tarde, Sarah encontró un motivo para sonreír. Jamás se lo confesaría, pero, de haber tenido veinte años menos, le habría tirado la caña a ese hombre de poblado bigote moreno y pelo ensortijado.

—¿Qué pasa aquí? ¿Se ha muerto alguien? —preguntó, socarrón, al entrar en aquel silencio sepulcral.

—No ha muerto aún, Ambrós —aclaró ella, mientras seleccionaba en su iPod un álbum de Jay-Jay Johanson en honor al recién llegado—, pero a este café le quedan tres semanas de vida.

Después de unos instantes de estupefacción, el hombre con aspecto de marino se desabrochó la parca y, tras dejarla sobre un taburete, se apostó sobre la barra para escuchar las explicaciones de su amiga.

—Como oyes… El dueño no quiere saber nada de mi propuesta para renovar el contrato de alquiler. Quiere vender la casa, y punto.

—Pues cómprala —repuso mientras Sarah le servía una copa de tinto—. Ahora los bancos vuelven a dar crédito.

—Tal vez, pero no a una mujer a las puertas de la jubilación, sin más patrimonio que las botellas de este bar. Además, ¿sabes lo que deben de pedir por esta casa en primera línea de mar? Ni con la facturación de cien veranos podría pagarla.

Un gemido entrecortado distrajo a ambos de aquella conversación. En la mesa redonda —la favorita de Ambrós—, una chica que rondaba los veinticinco años parecía sollozar mientras se cubría el rostro con las manos.

—Creo que tienes trabajo… —le dijo Sarah, al tiempo que se disponía a preparar una infusión.

Con firme serenidad, el interpelado se abrió camino entre las doce mesas del salón, repartidas un tanto anárquicamente, hasta llegar al rincón donde la pelirroja se había desmoronado.

—¿Me da permiso para sentarme?

Celia miró incrédula a aquel hombre con jersey de cuello alto, que sostenía su copa de vino con una sonrisa afable. Finalmente replicó:

—Hay un montón de mesas libres donde sentarse.

—Cierto, pero esta es mi favorita —explicó él sin perder la calma—. Cada noche me siento aquí a charlar con Sarah y con quien se apunte después de cerrar el local.

—En ese caso… —Celia se puso de pie, sofocada, mientras se secaba las lágrimas—. Puede quedarse la mesa. De hecho, no quiero tomar nada.

—Por favor, le ruego que espere unos minutos antes de irse. Me gustaría explicarle la historia de este cuadro… —dijo, señalando el velero en llamas y los náufragos— y la de las otras pinturas de este café.

Celia dudó un instante, pero volvió a sentarse al entender que aquel tipo con acento local no era peligroso. Simplemente estaba solo, como ella, y buscaba una oreja que acogiera sus historias.

—Todas son reproducciones de William Turner. ¿Lo conoce?

Ella no dijo nada.

—Es un artista inglés del siglo XIX al que le encantaba pintar calamidades. Su padre era fabricante de pelucas y su madre se volvió loca al morir su hija pequeña. Se suicidó en el psiquiátrico y William tuvo que ser enviado a casa de su tío, cerca del Támesis. Dicen que ahí empezó a pintar.

En circunstancias normales, la esquiva Celia habría contestado: «¿Y a mí qué diablos me importa?» antes de levantarse, pero estaba demasiado hundida para sacar uno de sus golpes de genio. Y tampoco quería humillar a aquel hombre de expresión apacible.

Con un sobresfuerzo de empatía, le preguntó:

—¿Es usted crítico de arte?

Ambrós liberó una breve carcajada antes de responder:

—Ya me gustaría… No, soy bombero de profesión. Y amigo de Sarah —dijo mirando hacia la camarera, que le devolvió la sonrisa—. Me conoce desde que yo era un niño.

—¿Es usted bombero? —preguntó Celia con súbita curiosidad.

—Lo soy. Bueno, lo era. Hace ya seis meses que estoy de baja… —Los ojos de Ambrós escrutaron las velas en llamas del cuadro, mientras seguía—: Empecé a sufrir ataques de pánico tras el incendio de una fábrica donde no pude salvar a un compañero.

Celia lo miró con un nuevo brillo que él interpretó al instante.

—Sé lo que piensas. Te han enseñado a creer que los bomberos somos muy valientes, pero tenemos miedo, como todo el mundo.

—Entonces, ¿ya no trabaja de bombero?

—Puedes tutearme. La respuesta es: sí y no.

Ella aguardó en silencio a que él mismo aclarara aquello.

—Lamentablemente, ya no salgo en el camión con mis compañeros. Esta es la razón por la que he regresado al pueblo. Pero eso no quiere decir que no siga trabajando de bombero… —Se levantó antes de concluir—. Ahora apago otros fuegos.

—¿Qué fuegos?

Ambrós retrasó su respuesta unos segundos para agregarle suspense.

—Ven esta noche, un poco antes de las doce, y lo sabrás.