ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

1. UN TABÚ FILOSÓFICO

2. LA SUMISIÓN FEMENINA, ¿UNA TAUTOLOGÍA?

3. ¿QUÉ ES UNA MUJER?

4. LA INAPREHENSIBLE SUMISIÓN

5. LA EXPERIENCIA DE LA SUMISIÓN

6. LA SUMISIÓN ES UNA ENAJENACIÓN

7. EL CUERPO-OBJETO DE LA MUJER SUMISA

8. DELICIAS U OPRESIÓN: LA AMBIGÜEDAD DE LA SUMISIÓN

9. LIBERTAD Y SUMISIÓN

CONCLUSIÓN
¿Y AHORA?

antropología

TRADUCCIÓN

MARÍA TERESA PRIEGO

NO NACEMOS SUMISAS,
DEVENIMOS

por

MANON GARCIA

siglo xxi editores
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310, CIUDAD DE MÉXICO
www.sigloxxieditores.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013, BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

Catalogación en la publicación

Nombres: Garcia, Manon, 1985, autora | Priego, María Teresa, traductora

Título: No nacemos sumisas, devenimos / por Manon Garcia; traducción, María Teresa Priego

Descripción: Primera edición. | Ciudad de México: Siglo XXI Editores, 2021.

Colección: Antropología

Traducción de: On ne naît pas soumise, on le devient

Identificadores: ISBN 978-607-03-1118-5

Temas: Dominio (Psicología) | Feminismo | Mujeres – Psicología | Relaciones hombre-mujer

Clasificación: LCC HQ1208 G3718 | DDC 305.42

este libro fue publicado en el marco del programa

de apoyo a la publicación de la embajada de francia en méxico/ifal

[título original en francés: on ne naît soumise, on le devient

© 2018, flammarion, parís]

primera edición en español, 2021

© siglo xxi editores, s. a de c. v.

isbn 978-607-03-1118-5

derechos reservados conforme a la ley.

prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio.

A Esther, Eve y Salomé

Los libros feministas en general son la memoria prospectiva
de un movimiento siempre a retomar; los de Mary
Wollstonecraft y Simone de Beauvoir son, además,
excelentes libros de filosofía y como tales deberían
ser leídos.

Al acantonar los libros de mujeres bajo una rúbrica especial
(por mujeres, sobre mujeres, para mujeres), la mitad de los
lectores potenciales se priva de sólidas lecturas.

MICHÈLE LE DOEUFF, EL ESTUDIO Y LA RUECA

INTRODUCCIÓN

Aun las mujeres más independientes y las más feministas se sorprenden a sí mismas apreciando la mirada conquistadora de los hombres sobre ellas, deseando ser un objeto sumiso en los brazos de su pareja o prefiriendo las labores domésticas –los pequeños placeres de la ropa bien doblada, el desayuno tan bellamente preparado para la familia– a actividades supuestamente más gratificantes. ¿Esos deseos, esos placeres son incompatibles con su independencia? ¿Es una traición a los siglos de feminismo que las precedieron? ¿Podemos esperar a que los hombres den “el primer paso” y reivindicar la igualdad de sexos? Las ambigüedades femeninas en estos temas saltan a la vista en la vida cotidiana o tan pronto abrimos una revista “femenina”: las mujeres son convocadas a ser libres, a tener su propia carrera, a no aceptar un trato degradante por parte de los hombres y, al mismo tiempo, esas revistas se desbordan de consejos y de normas sobre las mejores maneras de ser un objeto sexual atractivo, una esposa servicial, una madre perfecta.

En los días posteriores al caso Weinstein, estas contradicciones se materializaron en las opiniones expresadas con respecto a las actrices: ¿fueron simples víctimas? ¿No se transformaron a veces, con aparente placer, en objetos magníficos para el deseo de los hombres? ¿No se habían simplemente “acostado para lograrlo”? A la ceguera ante las realidades de la dominación masculina se añadieron algunos tabúes sobre la sumisión femenina y, el murmullo mediático con frecuencia tomó partido por aquellas y aquellos a quienes les parecía que los puercos habían sido denunciados demasiado rápido y que a las mujeres les gusta ser “importunadas”.

Este libro tiene como ambición analizar esas aparentes contradicciones con ayuda de la filosofía, en particular, la de Simone de Beauvoir. Como todo libro de filosofía, no busca dar respuestas prefabricadas, sino mostrar la complejidad del mundo y de las experiencias vividas. No se trata de decidir de una vez por todas si las mujeres son víctimas o resistentes, si todos los hombres están en falta o no, si lo que cuenta es el individuo o la estructura social. Al contrario, examinar la sumisión de las mujeres a los hombres es estudiar la manera en que las jerarquías de género configuran las experiencias de las mujeres en la sociedad.

1. UN TABÚ FILOSÓFICO

De Penélope tejiendo pacientemente su tela mientras espera a Ulises, a Anastasia deleitándose bajo las órdenes de Christian Grey; de La vida sexual de Catherine M. a Esposas desesperadas; de La ocupación de Annie Ernaux a las actrices reclamando para los hombres un “derecho a importunar”, las mujeres, la literatura, el cine, las series televisadas, las noticias, ponen en escena y hacen estética una sumisión femenina elegida, en ocasiones, aun reivindicada, fuente de satisfacción y de placer. De esta sumisión femenina, sin embargo, la filosofía y el pensamiento feminista no dicen nada, o casi nada. Desde el punto de vista feminista, considerar que las mujeres puedan de una manera o de otra elegir o gustar de la sumisión parece una idea de derecha, antifeminista, hasta misógina; parte del dominio reservado para quienes creen en una naturaleza femenina que destinaría a todas las personas del sexo femenino a una sumisión definitiva hacia los hombres. Desde el punto de vista de los filósofos –y en particular de los filósofos políticos clásicos–, la sumisión es contraria a la naturaleza de los seres humanos y corresponde a una falta moral: someterse a otro es renunciar a su derecho natural más precioso: la libertad. Parece entonces imposible pensar, incluso nombrar, un fenómeno del cual, sin embargo, no paramos de observar sus múltiples manifestaciones.

Estudiar la sumisión femenina nos confronta, primero, con un problema filosófico general: el análisis del concepto de sumisión tropieza sin cesar con la idea comúnmente admitida de que sería contra natura querer otra cosa sino su libertad. Rousseau escribe así en El contrato social: “Renunciar a la libertad, es renunciar a su calidad de hombre, a los derechos de la humanidad, a sus deberes. No hay resarcimiento posible para quien renuncia a todo. Una tal renuncia es incompatible con la naturaleza humana y es retirar toda moralidad a sus acciones, el retirar toda libertad a su voluntad”.1 Hay algo tan tabú en la idea de que los humanos puedan someterse sin ser obligados que, en la historia de la filosofía occidental, sólo La Boétie y Freud tomaron verdaderamente con seriedad el enigma de la sumisión, aunque a escalas diferentes. La Boétie, en el Discurso de la servidumbre voluntaria, se interroga –es el primero– sobre qué podría provocar que una multitud decida servir a un tirano que la domina, cuando ese tirano no tiene poder sino porque esa multitud se somete. La Boétie propone una serie de explicaciones, pero no alcanza a concebir esta sumisión de otra manera que como una falta moral de los individuos, un olvido culpable de su libertad natural. Freud, en sus tres textos que constituyen el fundamento de la concepción psicoanalítica del masoquismo,2 se inclina no ya sobre la sumisión de una masa a un tirano, sino sobre el masoquismo, es decir, el placer que se obtiene del propio sufrimiento, moral o físico, y que él considera como el inverso del sadismo. Freud no tiene dificultad en proponer una explicación psicoanalítica del sadismo, pero su teoría se topa con lo que él llama “el enigma del masoquismo”, al que identifica como una patología, pero que no logra resolver plenamente. En la historia de la filosofía, la sumisión es acallada, identificada a una falta moral o considerada como una patología. La filosofía silencia el hecho de que ciertas personas puedan desear obedecer a otra persona y encontrar placer en ello.

Cuando nos interesamos en la sumisión femenina en particular, el problema se vuelve todavía más complejo. Históricamente, la sumisión de las mujeres, a diferencia de la de los hombres, no ha sido concebida como contra natura. Muy al contrario, la sumisión es prescrita como el comportamiento normal, moral y natural de la mujer.3 Esta valorización de la sumisión corre paralela a la idea de una inferioridad esencial y natural de las mujeres en relación con los hombres: es porque las mujeres son concebidas como incapaces de ser libres como lo son los hombres o porque una tal libertad es vista como un peligro potencial, que su sumisión es buena. Considerar que las mujeres se someten por elección es, en un tal marco, sexista. Lo anterior presupone una diferencia de naturaleza entre hombres y mujeres, debido a la cual las mujeres serían inferiores a los hombres. Esta inferioridad es a la vez una fragilidad y una inmoralidad: por una parte, las mujeres son sumisas ante los hombres porque son naturalmente más débiles que los hombres. Son pasivamente sumisas. Por otra parte, su fragilidad las convierte en moralmente inferiores: las mujeres se complacen en una sumisión que conviene perfectamente a su naturaleza y que hasta en ocasiones eligen, mientras que, para los hombres, sujetos auténticamente libres, la sumisión es una falta moral.

En suma, nos encontramos en un callejón sin salida: o bien hablamos de la sumisión femenina en toda su complejidad, sin dejar pasar en silencio el atractivo que esta sumisión puede ejercer y entonces estaríamos de lado de la tradición sexista que hace de la sumisión el destino natural de las mujeres; o bien enunciamos una igualdad de sexos y, en ese encuadre, la sumisión de las mujeres, como la de los hombres, es una falta moral o una patología y no corresponde al terreno de la filosofía. En este último caso, la sola explicación posible de la valorización de la sumisión femenina en las obras culturales, sería verla como una manifestación de la dominación masculina sobre esas víctimas pasivas que serían las mujeres. O tomamos con seriedad los atractivos de la sumisión para las mujeres y adoptamos la posición sexista de una naturaleza femenina inmutable, o rechazamos la idea de una inferioridad natural de las mujeres y, en ese momento, las mujeres sumisas que encuentran satisfacción en esta sumisión nos parecen como víctimas pasivas, o sumisas culpables de no valorar su libertad.

¿Pero cómo explicar que algunas de esas obras sean escritas por mujeres? ¿Debemos concluir que Catherine Millet, Annie Ernaux o E.L. James se equivocan a un tal punto que no deberíamos siquiera pensar en las experiencias que evocan?4 Contra esta alternativa entre naturalización sexista y silencio sobre la sumisión, es preciso afrontar directamente estas preguntas: ¿las mujeres participan en la dominación masculina de una manera o de otra? Si es así, ¿esta participación puede ser considerada como voluntaria o es el simple resultado de la omnipresencia de la dominación masculina? Y, de manera sin duda más polémica, ¿la sumisión es necesariamente un mal? ¿No habría un placer que se obtiene de la sumisión?

SUMISIÓN FEMENINA Y FEMINISMO

Lejos de ser misógina, semejante pregunta puede ser resueltamente feminista. El feminismo es una empresa teórica y un programa político en defensa de las mujeres, orientado a promover una cierta forma de igualdad entre hombres y mujeres, sea esta idea concebida desde la diferencia o desde una forma de similitud. La agenda del feminismo incluye diversos ámbitos y, en un primer acercamiento, por lo menos dos: visibilizar la opresión de las mujeres en tanto que mujeres y luchar contra esa opresión.

Este primer rubro conduce al feminismo a proponer una crítica social que busca mostrar que las desigualdades de género tienen un carácter sistemático, largamente extendido e histórico, de modo que constituyen un sistema estructural de opresión patriarcal. Históricamente el movimiento feminista ha trabajado para visibilizar la opresión padecida por las mujeres en el marco de la dominación masculina, identificando, en el nivel individual y colectivo, las injusticias vividas por las mujeres y señalando el carácter estructural o general de la opresión de la que han sido objeto. Este primer marco teórico es un prerrequisito para el segundo marco, la lucha contra esa opresión, porque nos permite entender cómo funciona. Nos muestra que la dominación de los hombres sobre las mujeres tiene por función y por efecto reducir a las mujeres al silencio y desvalorizar sistemáticamente sus experiencias, como sucede en lo que llamamos el trabajo de care, es decir, de cuidado de los otros.

Esta primera parte permite también identificar los mecanismos de dominación contra los cuales se trata de luchar y contribuye así a construir el segundo encuadre. Por ejemplo, dado que la reducción de las mujeres al silencio es identificada como uno de los mecanismos de la dominación masculina, uno de los elementos de la lucha feminista contra la opresión patriarcal consiste en actuar de manera que las voces de las mujeres sean escuchadas y reconocidas como importantes, en oposición al sistema patriarcal en el que los hombres hablan en lugar de las mujeres. Estudiar la sumisión de las mujeres es una tarea feminista en la medida en que consiste en escuchar y en tomar en serio la experiencia de las mujeres, en no decidir de antemano que son víctimas, culpables, pasivas o aun perversas.

Sin embargo, las feministas han evitado cuidadosamente la cuestión de la sumisión femenina.5 Lo que se explica, sin duda, por la inquietud de no aparecer como quien lleva agua al molino de los conservadores, quienes descubrirían, en semejante tema, la prueba de que las feministas mismas creen en una naturaleza sumisa y maternal de la mujer. Los machistas son siempre prontos para concluir que las mujeres son sumisas, porque “eso les gusta” y negar así los efectos estructurales de la dominación masculina. Encontramos un ejemplo característico de este fenómeno en ciertas opiniones acerca de las violencias domésticas en las que se sobreentiende que, si las mujeres no hablan, es sin duda porque lo que viven no es tan terrible. No hablar de la sumisión y contentarse con denunciar la dominación de los hombres sobre las mujeres permite entonces no tomar el riesgo de culpar a las víctimas. Esta precaución plantea problemas, porque mantiene en silencio una parte importante del fenómeno global y estructural de la dominación masculina que es, precisamente, la complicidad que suscita. Podemos y debemos estudiar la sumisión femenina sin, por lo tanto, asumir que habría en esta sumisión algo de típica o de naturalmente femenino.

Para comprender la diferencia fundamental entre un estudio de la sumisión de las mujeres y la hipótesis del eterno femenino, es decir, de una naturaleza femenina sumisa, podemos mirar hacia la lingüística y la filosofía del lenguaje. Es necesario, en efecto, distinguir estos dos tipos de enunciados, el de los partidarios de una naturaleza eterna de las mujeres quienes dicen “las mujeres son sumisas” y aquellos que dicen “algunas mujeres son sumisas” o “algunas mujeres eligen la sumisión”. En el primer caso, haciendo uso de lo que los lingüistas llaman un genérico (“las” mujeres, lo que implica todas las mujeres o al menos las mujeres normales), metemos a todas las mujeres en un mismo canasto, el de una naturaleza sumisa que tendrían en común por el hecho de ser mujeres. En el segundo caso, no se hace ninguna hipótesis en cuanto a la naturaleza o la norma de la feminidad, pero nos tomamos muy en serio algunas experiencias o algunas formas de vida singulares. No decimos que tal sumisión es buena, mala, deseable o normal, decimos sólo que algunas mujeres, quizá numerosas, quizá no, viven en una situación de sumisión. Mientras que el primer enunciado tiene una dimensión normativa, los otros dos son puramente descriptivos. Estudiar la sumisión de las mujeres es una tarea feminista porque consiste en describir una experiencia vivida por las mujeres, sin por lo tanto considerar esta experiencia como absoluta, natural y necesaria para ser una mujer.

Esta tarea es feminista, en suma, porque adopta el punto de vista de las mujeres como principio del análisis. En los tiempos posteriores a lo que ahora ya podemos llamar el caso Weinstein, el mundo se divide más o menos en dos campos: aquellas y aquellos que piensan que la sociedad está estructurada por la dominación que los hombres ejercen sobre las mujeres y aquellas y aquellos que piensan que esa dominación, o bien no existe, o bien en el fondo no es tan grave. Los trabajos feministas muestran que esta separación es problemática, porque está fundada en el presupuesto de que sólo cuentan los puntos de vista y las acciones de los hombres. En el fondo, mientras buscamos describir y eventualmente impugnar la posición de las mujeres en nuestra sociedad, hablando de “dominación masculina”, perpetuamos su uso, como han evidenciado desde hace tiempo las epistemólogas feministas, al examinar el mundo siempre desde el enfoque de los hombres, considerado como un punto de vista neutro y objetivo.6 Son los hombres quienes dominan o quienes no dominan, quienes violan, quienes seducen, quienes proponen, quienes gozan, quienes engañan.

LA SUMISIÓN DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LAS MUJERES

Cuestionar la neutralización del punto de vista masculino y su adopción sistemática es necesario a nivel político y a nivel epistémico, es decir, a nivel de la construcción de conocimiento. En el plano político, es imposible promover cualquier igualdad entre los hombres y las mujeres si tratamos de construirla a partir de un punto de vista masculino que no toma en cuenta la experiencia de las mujeres. Por ejemplo, filósofas feministas han mostrado que la filosofía política clásica se basa en una distinción entre una esfera pública, política, reservada a los hombres y en la que los individuos son concebidos como independientes los unos de los otros, y una esfera privada, la de la familia, en la que las mujeres son confinadas y en la que las personas están vinculadas unas a otras por relaciones de afecto y de dependencia.7 La filosofía política clásica enmascara esta distinción que, sin embargo, practica, y así excluye a priori a las mujeres del campo de la política. Cuestionar el punto de vista masculino neutralizado permite revelar la manera en que la dominación masculina se estructura y se vuelve perenne.

A esta dimensión política se agrega una dimensión epistémica: cuestionar la hegemonía del enfoque masculino y estudiar el mundo desde el punto de vista de las mujeres, posibilita un conocimiento más completo del mundo en el que vivimos. Los marxistas fueron los primeros en defender la idea de que los saberes están ubicados y que la posición social de los agentes les da acceso a un cierto punto de vista sobre el mundo. Así, el punto de vista de los dominantes y el de los dominados no se abren hacia el mismo conocimiento del mundo. Ahora bien, ¿qué sucede cuando estudiamos la dominación masculina y la cuestión de la igualdad de sexos? La perpetuación de las desigualdades entre los hombres y las mujeres en las sociedades occidentales en donde las mujeres detentan globalmente los mismos derechos que los hombres, parece incomprensible. Si las mujeres poseen los mismos derechos que los hombres, tienen acceso a la educación, al empleo, a puestos políticos y, sin embargo, están en posición de inferioridad, ¿no sería simplemente que ellas son menos buenas que los hombres o que preferirían “quedarse en casa”? La mejor manera de responder al enigma de la permanencia de la dominación masculina, cuando adoptamos el punto de vista de los hombres, consiste en decir que las mujeres son ya agentes como los otros y que, si están en una situación de inferioridad, es sin duda la prueba de una naturaleza inferior o diferente. ¿Qué vemos cuando analizamos el punto de vista de las mujeres sobre la dominación masculina? El hecho de que, ante un sistema social patriarcal, someterse a ese sistema es algunas veces la mejor opción.

No se trata aquí de decir que todas las mujeres están sometidas a los hombres, ni que existiría en las mujeres una cierta esencia distintiva que las destina a la sumisión. No, se trata simplemente de una constatación: con mucha frecuencia, mirar la dominación masculina desde el punto de vista de las mujeres, desde lo que esta dominación les provoca, es mirar la sumisión de las mujeres en su complejidad, en lo que puede tener de seductora y de enajenante. Estudiar la sumisión de las mujeres desde el punto de vista de las mujeres no es decir que sólo las mujeres tendrían una responsabilidad en la permanencia de la dominación masculina, es, al contrario, mostrar lo que la dominación masculina provoca en las mujeres, cómo es vivida por las mujeres y cómo configura sus elecciones y sus deseos de una manera en la que la filosofía clásica, en su sexismo metodológico, no puede aprehender.

CUESTIÓN DE PERSPECTIVA

Para estudiar la sumisión, primero es necesario saber de qué se trata exactamente. En principio, hablar de sumisión y no de dominación, es decidir revertir el punto de vista sobre el poder. Si bien los estudios sobre la dominación, en particular en el marco de la filosofía política, no escasean, son muy raros aquellos que enfrentan la sumisión desde el punto de vista del sometido y no de quien somete. Parece admitirse que la sumisión no necesita ser estudiada como tal y que, comprendiendo la dominación, comprenderemos también la sumisión, como por un efecto de espejo. De cara a esta tradición, la originalidad de La Boétie en el Discurso de la servidumbre voluntaria radica en un examen del poder desde abajo (como en el sub de submissio), desde la perspectiva de los súbditos del tirano, para comprender en qué consiste, de manera precisa, su sumisión al tirano. Sin embargo, no piensa lo que nombra servidumbre voluntaria, sino en la relación de los ciudadanos con el tirano o con el rey, es decir, en un marco estrictamente político, mientras que la sumisión de las mujeres es una sumisión interindividual.

Adoptar en un contexto interindividual esa misma mirada desde abajo que elige La Boétie, hace necesario comenzar por un trabajo descriptivo y conceptual que aborde qué es la sumisión. A primera vista, la sumisión siempre concierne a los otros. Un ejemplo paradigmático de la sumisión es la mujer musulmana, velada, habitando en los barrios populares –es contra esta imagen que se creó el nombre de la asociación Ni putas ni sumisas–. Esta mujer musulmana como la manifestación del Otro absolutamente sumiso con el que no podemos identificarnos.8 Si miramos más de cerca, podemos, en realidad, identificar una semejanza entre toda una serie de experiencias cotidianas que muestran que la sumisión no es la actitud inmoral de los otros, de aquellas que no poseen el gusto por la libertad. Pensemos en el hecho de preferir estar bajo la autoridad de un jefe en el trabajo, en vez de ser trabajador independiente –cuando por esta razón, estamos obligados a obedecer a alguien–: el hecho de hacer más de lo que el jefe pide, aun cuando tenga un efecto negativo para sí (lo anterior abarca todos los casos de exceso de celo en el trabajo (permanecer más tiempo del requerido en su lugar de trabajo, trabajar el fin de semana cuando no estamos obligados, etc.), el hecho de reconocer ante alguien una inferioridad que justifica obedecerle, el hecho de querer servir a otro sin esperar nada a cambio (el reparto desigual del trabajo doméstico, por ejemplo) y la sumisión ya no nos parece extraordinaria. En el caso particular de las mujeres, la mujer sumisa es presentada siempre como una figura estadísticamente minoritaria, la de la mujer velada, la del ama de casa, la de la mujer golpeada por un marido pobre y alcohólico. En realidad, la sumisión es una experiencia más general y cotidiana: hay sumisión en el hecho de hambrearse para caber en una talla 36, hay sumisión en la conducta de las esposas de universitarios y escritores que contribuyen con sus investigaciones, pero no son consideradas coautoras, hay sumisión en hacerse cargo de la integralidad de la carga mental en el hogar. Si la sumisión no es una actitud excepcional y minoritaria, sino una experiencia cotidiana y compartida, es necesario esforzarse por comprender en qué consiste y en qué difiere de esa dominación a la cual la asociamos casi sistemáticamente.

¿QUÉ MUJERES?

Este libro tiene por ambición examinar la sumisión de las mujeres en las relaciones interindividuales entre hombres y mujeres en las sociedades occidentales. Semejante acotación del problema puede, a primera vista, parecer heteronormativa y hegemónica. Pensamos que no es el caso.

Una de las razones por las cuales nos parece que la sumisión femenina constituye un espacio interesante de análisis, tiene que ver con la intuición de que en ella se combinan una dimensión estructural, ligada a la dominación masculina, y una dimensión individual, dado que las mujeres disponen legal y socialmente de un margen de maniobra suficiente para que sus acciones reflejen sus elecciones. En las relaciones no heterosexuales, podemos imaginar que la dimensión estructural de la sumisión está, si no ausente, sí por lo menos disminuida en comparación con las relaciones hombres-mujeres: los escasos trabajos acerca de la repartición de las tareas domésticas en las parejas lesbianas van en ese sentido, mostrando que las estructuras de la división desigual del trabajo que analizamos en las parejas heterosexuales están casi ausentes.9 Concentrarse en las relaciones heterosexuales no implica, entonces, considerarlas como la norma, sino más bien observar el espacio por excelencia de la opresión de las mujeres por los hombres.

La restricción de nuestro análisis a las sociedades occidentales se justifica de dos maneras: por una parte, entre más grande es la libertad de elección de la que disponen las mujeres, más problemática nos parece su sumisión, incluso contradictoria. En ese sentido, basarse en las sociedades en las que las mujeres se benefician de una igualdad –al menos formal con los hombres– permite plantear el problema en toda su complejidad. Por otra parte, como subraya la filósofa Uma Narayan, los análisis de la autonomía de las mujeres en los mundos no occidentales son perturbados con frecuencia por dos imágenes fantasmagóricas: la de la “prisionera del patriarcado”, es decir, la mujer a quien se le impone la opresión patriarcal por la fuerza, sin que ella tenga ni el mínimo espacio de libertad –a la que se le vela a la fuerza, se le casa a la fuerza, se le encierra a la fuerza– y aquella de la “embaucada del patriarcado”, la que suscribe completamente las normas patriarcales sin advertir, mientras que las mujeres occidentales lo percibirían muy bien, la opresión que estas normas establecen y perpetúan.10 Para cuidarse de estas dos representaciones culturalistas parece más seguro restringir el análisis a las sociedades occidentales y en particular a Francia y a Estados Unidos, que son los dos países en donde vivo.

DOMINACIÓN Y SUMISIÓN

En el lenguaje corriente, el término sumisión tiene tres significados: el primero nos remite a una disposición a obedecer, el segundo al hecho de someterse y obedecer, el tercero a la acción de rendirse después de haber combatido. En particular, debido a este tercer sentido, existe una connotación negativa de la sumisión que aparece como el hecho de entregar las armas, en el sentido literal y figurado. Los recientes debates acerca del sadomasoquismo han contribuido a otorgar a la sumisión una connotación sexual y a ligar con mucha intensidad sumisión y dominación sexual. La connotación negativa de la sumisión en este dominio es menor, pero subsiste.

Para establecer una distinción entre sumisión y dominación, la primera dificultad reside en la ambigüedad lingüística del término “sumisión”. Mientras que el verbo “dominar” tiene un uso esencialmente transitivo,11 el verbo “someter” tiene en francés y español un uso transitivo (someter a alguien) y un uso pronominal (someterse). En su uso transitivo “someter” se asemeja, sin que por lo tanto se trate de una equivalencia absoluta, a “dominar”: en efecto, se refiere a una acción concebida desde la perspectiva de quien la realiza y consiste en ejercer su poder sobre una o varias personas, para modificar así sus posibilidades de acción. Una de sus acepciones centrales corresponde al vocabulario de la guerra: someter a un enemigo es haber logrado dominarlo lo suficiente como para que éste no tenga más solución sino la de entregar las armas y alinearse al servicio –ponerse bajo las órdenes del vencedor–. En ese caso, “someter” es dominar totalmente y dominar por la fuerza. Cuando se puede dominar a alguien por el saber, por el carisma, por la autoridad natural,12 no se le somete por la fuerza o por la obligación. Esta comprensión de la acción de “someter” como un caso específico y particularmente fuerte de la acción de dominar, da cuenta de la aparente equivalencia entre “dominado” y “sumiso”.

Por lo tanto, no es equivalente decir, por ejemplo, que la clase obrera es dominada, a que es sumisa. Decir que los obreros son dominados, es tomar nota de un poder que se ejerce sobre ellos y que limita su campo de acción o por lo menos lo modifica. Decir que son sumisos, agrega una connotación negativa porque de esa manera insistimos en su dependencia y en su obediencia al poder que se ejerce sobre ellos. Refiriéndonos a los obreros como dominados, los percibimos como una masa impersonal sobre la que se ejerce un poder arbitrario, mientras que, si los llamamos sumisos, de una cierta forma los personalizamos al insistir en su comportamiento ante la dominación de la que son objeto: su situación se muestra como voluntaria. Aquí, cuando hablamos de “sumisión”, buscamos describir la acción de aquel que se somete, es decir, que elige de una manera u otra una sumisión que es la suya. En la continuación de este texto, para evitar toda ambigüedad, es el único uso que retendremos del término: la sumisión es la acción de aquel o aquella que se somete.

Sin embargo, esta acción de someterse parece de entrada paradójica, porque es una actividad en la pasividad: el sujeto decidiría, cualquiera que sea el grado de racionalidad o de compleji-dad de esta decisión, no ser más quien decide. Evidentemente, podemos decidir someternos a falta de otra elección disponible, pero en todos los casos se trata de una decisión, al menos de una decisión de no actuar contra el poder que se ejerce sobre sí. En este sentido, podemos distinguir dos tipos de voluntades posibles en la sumisión: una voluntad activa que sería la voluntad positiva de ser sumiso o una voluntad pasiva que sería resignación o ausencia de resistencia frente al poder que se ejerce. Pero de todas las formas, no se habla de sumisión sino cuando no hay resistencia activa ante el poder que se ejerce, cuando se manifiesta una voluntad del agente que se expresa. La sumisión es entonces el resultado de la voluntad de no resistir activamente a la dominación.

Para comprender los vínculos entre sumisión y dominación es importante observar que existe una ambigüedad en el término “dominación”. Cuando hablamos de dominación se puede hacer referencia o bien a una relación –por ejemplo, la dominación masculina es el nombre que se le da comúnmente en una sociedad a la relación entre el grupo social de los hombres y el grupo social de las mujeres– o bien a una acción –esta dominación masculina pasa por acciones de dominación de las cuales una de las formas extremas es la violencia doméstica–. Una relación de dominación es una relación vertical, jerárquica, asimétrica, entre dos agentes, en la que por lo menos uno de los agentes, aquel que domina, tiene la posibilidad de influir de manera determinante sobre las acciones de otro agente, aquel que es dominado. Una vez especificada esta diferencia, se revela con claridad qué es la sumisión: en una relación de dominación (dominación 1) entre un agente A y un agente B; puede existir acción de dominación (dominación 2) de A sobre B y acción de sumisión de B hacia A.

Hay relaciones en las que la sumisión no existe –es el caso de la dominación con uso de violencia en una situación de desigualdad total ante la violencia– y en las que la dominación en el sentido 1, se basa únicamente sobre la dominación en el sentido 2. En ese caso, no hay sumisión en el sentido de que no hay una voluntad real de obedecer por parte de quien obedece, dado que la alternativa es la obediencia o la muerte. Una dominación sin sumisión es una dominación fundada sobre la violencia y es, en consecuencia, inestable en su naturaleza misma, dado que tan pronto la violencia se disipe, no tiene más razón de ser. Se puede igualmente imaginar una situación en la que no habría dominación en el sentido 2 y donde la dominación en el sentido 1 se sostendría únicamente sobre la sumisión; lo que usualmente calificamos de sumisión voluntaria. Un ejemplo posible de ese tipo de sumisión es el masoquista que busca a la mujer que accederá a ser su amo, tal y como aparece, por ejemplo, en los textos de Sacher-Masoch. Con frecuencia, sin embargo, las relaciones de dominación están hechas de una mezcla de acciones de dominación y de acciones de sumisión.

CON BEAUVOIR

Este esquema de la dominación nos permite cernir mejor nuestro objetivo: estudiar la sumisión de las mujeres consiste en estudiar la acción o la situación de las mujeres cuando participan en una relación de dominación a la que no se resisten. Es mirar la dominación masculina, ya no desde el punto de vista de los dominantes, sino desde el punto de vista de aquellas que sea priori