ROBERTO CORTÉS CONDE
LA ECONOMÍA DE PERÓN
Es imposible entender la Argentina actual sin tener presente el período 1946-1955: los primeros dos gobiernos de Juan Domingo Perón. Aunque han pasado casi siete décadas desde entonces, los efectos de sus transformaciones se sienten hasta hoy. La perspectiva, el tiempo histórico transcurrido, nuestras sucesivas y cíclicas crisis, invitan a analizar ese tiempo de otra manera.
Este libro, dirigido por Roberto Cortés Conde, Javier Ortiz Batalla, Laura D’Amato y Gerardo della Paolera, y con trabajos de reconocidos especialistas, se propone exactamente eso: una profunda revisión de las decisiones económicas tomadas en esos años. Las temerarias medidas de política monetaria y los cambios en el mercado laboral, el impacto en la industria y en el campo, en las finanzas y en lo fiscal. Si se tienen en cuenta los objetivos y las metas declamados por aquel peronismo, se verifica que sólo una se cumplió: la mejora en la vida de los trabajadores. La contracara de esto es una sucesión de déficits y desequilibrios, y un país que en 1955 estaba descapitalizado y que no era capaz de sostener, de manera genuina, esas mejoras en el tiempo. La base era frágil: se habían consumido las importantes reservas que el Banco Central tenía en 1945, en gran medida como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, y no se había logrado la transformación económica prometida. La economía de Perón discute la forma en que se implementaron esas políticas, señala sus numerosas contradicciones, hace una crítica aguda de su legado y demuestra que ciertos dilemas de mediados del siglo XX siguen vigentes, y agudizados, en la segunda década del siglo XXI.
Plan Quinquenal, 1947. Zami Treguer.
Federico Grillo*, Sebastián Katz** y José Luis Machinea***
Dele al pueblo, especialmente a los trabajadores, todo lo que sea posible. Cuando parezca que ya les está dando demasiado, deles más. Todos tratarán de asustarle con el espectro del colapso económico. Pero todo es mentira. No hay nada más elástico que la economía, a la que todos temen tanto porque no la entienden. (Consejo de Perón al presidente chileno Ibáñez, citado en Gerchunoff y Llach, 2018)
El presente capítulo estudia la evolución de las finanzas públicas durante la experiencia peronista de gobierno en el período 1946-55 poniendo el foco en las tensiones que esa evolución trajo aparejada sobre el desempeño agregado de la economía. Como se sabe, con el objetivo de impulsar un ambicioso programa de reforma social y económica a través del que intentó responder a las demandas –muchas de ellas, largamente postergadas– de la novedosa coalición social que lo llevó al poder, el gobierno de Perón promovió un activo involucramiento gubernamental en la asignación de los recursos económicos. Fue ese un aspecto insoslayable de aquella experiencia de gobierno. Una de las manifestaciones de esa mayor presencia estatal fue que el gasto público consolidado (incluyendo a provincias y municipios) se incrementó en forma marcada para ubicarse a fines del período de gobierno en torno de un nivel equivalente al 25% del PBI, lo que contrastaba con un sector público que, aún después del mayor intervencionismo de la década del treinta, típicamente representaba el equivalente a menos de un quinto de la economía nacional. Pero ese hecho –que, por otra parte, estaba relativamente en línea con tendencias observadas en el período en una gran cantidad de países– estuvo lejos de ser el único reflejo, o necesariamente el más relevante, de la creciente influencia estatal en el proceso de toma de decisiones económicas.
En un clima de ideas que –luego de la Depresión y a la salida del conflicto bélico– desconfiaba naturalmente de las soluciones de libre mercado, en todas las latitudes –incluidas muchas de las principales naciones capitalistas– se favorecía una amplia intervención estatal orientada a asegurar el pleno empleo y a promover la redistribución del ingreso. Al mismo tiempo, en el contexto de las economías de menor desarrollo relativo, existía un consenso optimista en que el postergado impulso industrializador vendría de la mano de una activa planificación estatal de la actividad económica. En ese sentido, las políticas del gobierno peronista sintonizaban plenamente con el clima de opinión reinante. Sin embargo, la intensidad que caracterizó al impulso expansivo y redistributivo y el modo en que la administración intentó tomar ventaja de una coyuntura externa inicialmente favorable para promover una acelerada industrialización a través de mecanismos fiscales muy poco transparentes fueron rasgos puramente idiosincrásicos de la experiencia peronista.
Pese a las particulares características que asumió la experiencia local, las áreas en que la influencia estatal se manifestó estuvieron a tono con los consensos internacionales de posguerra. En primer lugar, en el marco de una concepción del desarrollo “orientada hacia adentro”, el Estado –tanto en su dimensión de planificación y regulación económica, de protección de la actividad doméstica como en su rol directo como productor– fue concebido como el principal impulsor del esfuerzo industrializador en el que se había embarcado el país a partir de las circunstancias generadas por los conflictos bélicos y el período de entreguerras. Profundizando los pasos ya dados desde el inicio de la Segunda Guerra, el gobierno de Perón avanzó decididamente en la dirección de un mayor involucramiento del Estado, principalmente en la provisión de servicios públicos. La nacionalización de los ferrocarriles y de las compañías telefónicas en manos de capitales extranjeros fueron posiblemente los movimientos más visibles en esa dirección, pero no los únicos. Aun cuando el propio Perón no fue tan lejos como muchos de sus seguidores pretendían, el gobierno se involucró en las áreas más diversas, desde aquellas consideradas estratégicas por las Fuerzas Armadas hasta otras menos “vitales” para el complejo militar/industrial.
En segundo término, y también en sintonía con el clima intelectual de posguerra y de las demandas de su propia base de sustentación política, el gobierno peronista promovió, a través de diversos mecanismos, una amplia redistribución de los ingresos en favor de los sectores urbanos y, en particular, de los trabajadores. Las políticas tributarias –a través de la creación o aumento de diversos impuestos directos– y de gasto público –a través de un mayor peso de las erogaciones en educación, salud y vivienda y del impulso al propio empleo estatal– así como la introducción de nuevos beneficios sociales desempeñaron, desde ya, un rol muy importante al respecto.
Pero, más allá del flamante estado de bienestar que se creaba en línea con las concepciones predominantes en otras latitudes, muchos de los mecanismos –no menos contundentes– utilizados para inducir la mencionada redistribución transcurrieron a través de vías alternativas, de escasa transparencia institucional y poco apego a las reglas presupuestarias. Tanto la nacionalización de los depósitos y la centralización del crédito a partir de los redescuentos otorgados por el Banco Central como el control estatal establecido sobre el comercio exterior fueron así instrumentos centrales en el impulso redistributivo desplegado por las políticas del peronismo y la fuente de generación de marcados desbalances a nivel agregado. Por un lado, una política crediticia de sesgo –en general– muy expansivo a tasas reales fuertemente negativas fue un factor clave para compensar los efectos que, sobre la rentabilidad del sector industrial, tenían las políticas distributivas orientadas a inducir una mejora sistemática de los salarios reales, con aumentos que superaron largamente a la evolución de la productividad. Por otro lado, el IAPI fue uno de los pivotes de un esquema de fuerte redistribución intersectorial del ingreso nacional a través del cual el fisco se apropió de la bonanza de los términos de intercambio de los primeros años de la posguerra y financió buena parte de las políticas públicas orientadas en favor de los sectores urbanos. Del mismo modo, a partir del momento en que se reviertan esos favorables términos de intercambio, aunque de manera ahora ampliamente perdidos a través de una política no sostenible de subsidios públicos, las actividades del IAPI intentaron compensar, al menos parcialmente, la gran apreciación del tipo de cambio aplicable a las exportaciones del sector agropecuario. La manera de hacerlo fue comprando a precios más altos a los productos agropecuarios y subsidiando el precio de comercialización en el mercado interno en el intento de preservar, al mismo tiempo, los salarios reales.
Aunque se trataba de actividades de naturaleza evidentemente fiscal, ninguna de estas acciones del IAPI se reflejó debidamente en el presupuesto público que aprobaba el Congreso de la Nación. Su financiamiento ocurría, en realidad, a través de los préstamos que los bancos públicos redescontaban a su turno en el Banco Central. Debido, como se dijo, a las reducidas tasas a las que se concedían, la gran mayoría de esos créditos fueron licuados por el alza del nivel de precios. Algo similar ocurrió con los créditos que el Banco Hipotecario otorgaba como parte de la agresiva política de vivienda que impulsaba el gobierno. En la medida en que el ritmo de evolución de esos créditos superó largamente al de los depósitos privados, una parte sustantiva de los redescuentos otorgados por el Banco Central representó, en la práctica, emisión monetaria destinada a financiar por fuera del presupuesto una gama muy relevante de actividades fiscales. Los generosos redescuentos otorgados y las ostensibles transferencias de riqueza desde los depositantes también beneficiaron, como se dijo anteriormente, a los tomadores de préstamos del sector privado.
Lo que todas estas acciones revelan es la determinación de las autoridades de utilizar, con fines menos moderados y mucho más ambiciosos, varios de los instrumentos –reformulados– de política e instituciones heredados de la respuesta a la Depresión (Gerchunoff y Machinea, 2014). Bajo el mismo prisma puede leerse un tercer aspecto crucial para entender la acción estatal y las políticas fiscales desplegadas por el peronismo: la promoción del pleno empleo. En línea con las ideas keynesianas en boga, la nueva carta orgánica del recién nacionalizado BCRA incorporó el objetivo explícito de promover “el máximo pleno empleo de los recursos humanos y materiales disponibles”. Sin embargo, en lugar de promover “una expansión ordenada de la economía nacional” –tal como también mandaba la reformada carta orgánica de la institución– el fuerte impulso expansivo del gasto agregado de los años iniciales se tradujo muy rápidamente en excesos de demanda generalizados que presionaron peligrosamente sobre la balanza de pagos y los precios internos.
Tal como se examina en las páginas siguientes, el análisis de las cuentas públicas revela que, en su determinación de alcanzar el pleno empleo y aumentar el salario real, la política fiscal llevada adelante por el gobierno en esos primeros años fue, en realidad, muy procíclica, resultado de la imprudente administración de la bonanza de los términos de intercambio. En efecto, fruto de una acelerada expansión de la absorción interna, la holgura de divisas de los años inmediatos de posguerra se agotó ya a mediados de 1948 y el sector externo se transformó velozmente en un cuello de botella para la continuidad de la expansión, dando inicio a una nueva etapa que agudizaría de allí en adelante los problemas de balanza de pagos ya presentes en la dinámica macroeconómica local. Del mismo modo, la tasa de inflación –que había sido ya más elevada durante la guerra, sobre todo en algunos rubros mayoristas– se ubicó en un inusual escalón superior, del orden del 25% promedio anual y con picos de casi el 60% a inicios de 1952, inaugurando lo que más tarde sería caracterizado como el ingreso de la economía argentina a una novedosa etapa de inflación crónica. El inicio de los ciclos recurrentes de stop-go (la nueva modalidad que adoptaron, en ausencia de financiamiento externo, los problemas de balanza de pagos) y el ingreso a una etapa de inflación crónica serían, desde ese momento y por el próximo medio siglo, una de las marcas registradas de la dinámica agregada de la economía argentina.
En 1949 el gobierno tomó nota de las dificultades e implementó medidas correctivas, como la contención del gasto y la disminución del déficit fiscal, la drástica reducción de varias actividades del IAPI y el inicio de un tratamiento más favorable al sector agropecuario a través de una mejora de sus precios relativos y de una mayor asignación del crédito dirigido al sector.
A inicios de 1952, con la intensa sequía que afectó a la cosecha pero especialmente con la reelección asegurada, lo que permitía al gobierno un mayor margen para tomar decisiones impopulares, se puso en marcha un programa antinflacionario que incluía el congelamiento de precios y salarios por dos años. La política de ingresos, acompañada no sólo con la disciplina fiscal de los últimos años sino también con un endurecimiento de la política monetaria, permitió reducir la inflación y ordenar la macroeconomía. Sin embargo, la situación volvería a complicarse en los últimos años del mandato: aun cuando la economía mostraba un incipiente ritmo de crecimiento, las cuentas fiscales y externas volverían a reflejar una preocupante ampliación de los desbalances.
Una pregunta relevante –quizá la más importante de este capítulo– refiere a las razones que condujeron al gobierno a llevar tan lejos el impulso expansivo y distribucionista, al punto de malograr en forma imprudente condiciones iniciales excepcionalmente propicias para una política económica que intentaba incorporar el progreso social a la agenda del crecimiento. ¿Fueron errores en la percepción de la duración y naturaleza de la perturbación en los términos de intercambio los que condujeron a pensar que se trataba de un shock positivo de tipo permanente? ¿Había concepciones equivocadas que despreciaban los problemas de la inestabilidad y la disciplina monetaria y crediticia y, en todo caso, sólo se detenían cuando la restricción externa –una restricción de presupuesto “dura” e imposible de violar para la economía local– se hacía operativa (véase D’Amato y Katz, 2018)? ¿Se trataba, más bien, del intento de asegurar rápidamente las condiciones para una rápida industrialización, una mayor autarquía económica y una menor vulnerabilidad a los avatares del sector externo lo que motivaba buena parte de las políticas dirigidas a un supuesto ahorro de divisas futuras como la nacionalización de empresas de capital extranjero y la repatriación de deuda externa en un mundo que, se creía, marchaba a un mayor proteccionismo y a nuevos conflictos bélicos? ¿O, en realidad, junto con la necesidad de inducir una necesaria reparación social hubo, asimismo, otras razones de economía política “menos legítimas” asociadas al ciclo político y dirigidas a consolidar la base de sustentación del gobierno y a asegurar la reelección de Perón?
Antes de considerar y ponderar estas diferentes –aunque no excluyentes– hipótesis en la sección cuarta del trabajo, las dos secciones previas analizan, respectivamente, el clima de ideas que motivó el corpus de intervenciones estatales y de políticas fiscales del gobierno peronista y la evolución de las cuentas públicas y sus diversos mecanismos de financiamiento.
A fines de la Segunda Guerra Mundial, la dirigencia de la mayoría de los países se preguntaba hacia dónde se dirigía el mundo. Pese a que las especulaciones eran muchas y variadas, había cierto consenso en lo que se refiere a los principales lineamientos económicos y sociales que había que seguir. La palabra mágica del momento era “planeamiento”, que, entre otras cuestiones, significaba una mayor presencia del Estado en la vida económica de las naciones. Más allá de una URSS con mayor influencia y poder político y territorial después de la guerra –y en donde la presencia del Estado era obvia–, esa influencia también empezó a ser mucho más notoria en los grandes países de Europa, decididos a nacionalizar empresas –sobre todo de servicios públicos pero también bancos, de aviación y algunas industrias– y a lograr una sustancial mejora de la protección social –pensiones, salud, vivienda y educación–, a través de grandes aumentos del presupuesto dirigido a esas áreas. La aparición de esos lineamientos en programas de gobierno de partidos políticos con distinta orientación ideológica era una manifestación palpable de esos consensos generalizados. También lo era –en el campo político– la importancia creciente que iban adquiriendo los partidos políticos socialistas y comunistas de Europa.
Había también un cierto consenso en que la crisis de la década de 1930 y, en cierta medida, la Segunda Guerra habían sido el resultado de la ausencia de instituciones mundiales que facilitaran la concreción e implementación de acuerdos internacionales. De allí la reunión mantenida en julio de 1944 en Bretton Woods, que dio nacimiento al FMI y al Banco Mundial, aunque con rasgos claramente deficitarios respecto del establecimiento de mecanismos que asegurasen un ajuste semiautomático de la balanza de pago y recursos suficientes para aliviar los costos socioeconómicos de la corrección de los desequilibrios, como pretendía la propuesta de Keynes desestimada por Estados Unidos. Las deficiencias de los nuevos organismos internacionales tuvieron como resultado el surgimiento del Plan Marshall, en 1947, y pusieron en alerta a Perón, quien entendió que el “nuevo orden internacional” sería incapaz de lidiar con el problema europeo. Esa convicción, junto con el bloqueo a Berlín por once meses en 1947-1948, terminó de convencerlo de que existía la probabilidad de una nueva contienda mundial. Ese convencimiento alentó el intento de profundizar la autarquía y aceleró la necesidad de importar insumos y bienes de capital.
Por otra parte, aun antes de asumir la presidencia, desde su despacho en la Secretaría de Trabajo, Perón seguramente evaluó no sólo el contexto internacional en que le tocaría gobernar sino también la experiencia económica argentina de los tres lustros previos. El devastador shock externo provocado por la Depresión habría de dejar una profunda huella en la economía argentina. Pese a la relativa recuperación experimentada en la segunda mitad de la década del treinta, el crecimiento del 1,4% anual promedio fue, de hecho, el menor de los seis decenios previos. Además, en contraste con lo ocurrido en esas décadas, por primera vez sucedía que el ingreso argentino no aumentaba por encima del de la mayor parte de los países de la región, entre ellos Brasil y México. En la visión de muchos observadores –y no sólo de Perón–, la economía argentina, pese a la sustitución de importaciones ya ocurrida durante la crisis, era todavía muy abierta, y eso la tornaba demasiado vulnerable frente a un comercio mundial en franco colapso que, se creía, no iba a recuperarse en la posguerra. En esa visión, los elevados coeficientes de apertura comercial generaban un espacio importante para intentar una estrategia industrial proteccionista. Durante el conflicto bélico, el crecimiento volvió a ser menor que el de América Latina, aunque el 2,5% anual implicó una mejora sustancial si se lo compara con la caída que tuvo durante la Primera Guerra y con las expectativas negativas que había a inicios de la contienda.
El menor ritmo de crecimiento económico explica sólo parcialmente que el salario real no aumentase entre 1928 y 1942. A esto último contribuyó, sin duda, la creciente migración del campo a la ciudad, explicada por la fuerte caída de ingresos reales que afectaba a la producción agropecuaria, pero también la escasa preocupación por la distribución del ingreso de los gobiernos conservadores. Las frecuentes huelgas en los dos o tres años previos a la guerra eran una manifestación del descontento de los trabajadores, una insatisfacción que era previsible que se volviera a manifestar con el fin de la guerra.
Las dificultades para importar durante la guerra, que fueron mayores para la Argentina dadas las tensiones con Estados Unidos por la demora en romper relaciones con los países del Eje, junto con el aumento en el precio de los alimentos, generaron un abultado superávit en la cuenta corriente.2 A ello contribuyó también la “desaparición” de los Estados Unidos de los mercados de la región dado que su prioridad era ocupar las bodegas de los barcos con el transporte de armamentos. Ello permitió a la Argentina no sólo aumentar sus exportaciones a los países de América Latina sino también al propio mercado norteamericano. Las exportaciones industriales llegaron, en ese contexto, a representar el 20% de las exportaciones totales. Pero, como el fin de la guerra dejaría claro, la captura de esos mercados para las exportaciones industriales era transitoria y sólo duró el tiempo que los Estados Unidos necesitaron para recuperarlos, un proceso en el que la Argentina desgraciadamente colaboró con una política económica poco atractiva para las exportaciones.
En síntesis, a la salida de la guerra había una oportunidad y un desafío: estaban las divisas y faltaban los bienes; los salarios reales no crecían hacía quince años y había una abundante mano de obra que, en parte como consecuencia de las dificultades del sector agrícola-ganadero, había empezado a emigrar masivamente desde el interior hacia los grandes centros urbanos. Además, la perspectiva era la de una economía y un comercio mundiales que Perón imaginaba estancados y con renovadas presiones proteccionistas (Gerchunoff y Llach, 2018).
En tales condiciones, parecía que sólo se requería aumentar la demanda interna, y en esa tarea Perón pondría toda su energía, convencido de que esa estrategia era, al mismo tiempo, un elemento esencial para la viabilidad de su proyecto político. Con esas perspectivas, con un clima de ideas propicio y ayudado por las holguras iniciales, utilizó distintos mecanismos para satisfacer sus objetivos industrializadores, expansivos y redistributivos: el aumento de los salarios y del gasto público, la expansión de la cantidad de dinero y el crédito, el subsidio a los alimentos, el atraso de las tarifas de las empresas públicas y el congelamiento de los alquileres. Esa tarea, como se dijo, se vio facilitada por la presencia de instituciones e instrumentos heredados de la década de 1930 y de los años de la Segunda Guerra Mundial que Perón utilizaría más intensa y osadamente, como el control de cambios, los tipos de cambio múltiples, las juntas reguladoras, los precios máximos, y los redescuentos del BCRA que adoptaron, sin embargo, modalidades enteramente alejadas de su función tradicional de asistencia financiera por iliquidez (Gerchunoff y Machinea, 2018).3 Había también varios impuestos relevantes heredados de los gobiernos de comienzos de la década de 1940, que ayudaban al financiamiento de las cuentas públicas y, al menos parcialmente, contribuían a mejorar la distribución del ingreso.
Mayor presencia del Estado en la economía: el aumento del gasto público
Las intenciones del gobierno de Perón de impulsar la industrialización, promover el pleno empleo y redistribuir el ingreso se reflejaron en una mayor presencia del Estado en la economía. Aunque la presencia del Estado ya había aumentado en respuesta a la crisis durante la década de 1930, el impulso se hizo visible a partir de 1943 y se aceleró notablemente durante los primeros años del gobierno peronista. El gasto total del gobierno nacional consolidado pasó así de un promedio del 16,2% del PBI en 1945-46 a uno del 22,5% en 1954-55,4 aunque con un pico del 29,7% (1948) cuando se consideran las erogaciones extraordinarias, vinculadas principalmente con la nacionalización de empresas (véase el Gráfico 1).5, 6 Luego del fuerte aumento de los primeros años, el intento de corrección de la política económica, motivado por los límites que la expansión inicial empezó a mostrar en el sector externo y en la evolución de la inflación, generó una relativa moderación de los niveles de gasto público. En los años siguientes, el peso del Estado nacional en la economía se mantuvo prácticamente estable en torno al 22% del PBI. Con todo, sobre el final del gobierno peronista el gasto público había crecido alrededor de seis puntos porcentuales del PBI con relación a su nivel inicial.
Tal como se observa en el Cuadro 1, en el marco del Primer Plan Quinquenal, prácticamente todos los rubros del gasto experimentaron un fuerte incremento en los primeros años de gobierno. Esta expansión venía a sostener las demandas de los sectores que mayoritariamente respaldaban al peronismo: la clase trabajadora y los militares, y estaba enmarcada en los objetivos de justicia social y autonomía económica que se había planteado el gobierno. El mayor impulso se reflejó tanto en los gastos corrientes como en los de capital y se concentró inicialmente en defensa, salud, educación y vivienda, junto con la nacionalización de empresas.
Gráfico 1: Gasto del gobierno nacional (en % del PBI)
Fuente: En base a CEPAL (1959).
Las tensiones que aparecieron en 1948-49 generaron, sin embargo, cambios importantes en el comportamiento del gasto público: mientras el gasto corriente mantuvo su dinámica ascendente durante todo el período creciendo alrededor de 7 puntos del PBI, la inversión pública (incluyendo allí no sólo el gasto de capital real sino también la compra de activos y otra inversión financiera)7 experimentó una importante reversión luego del aumento de los primeros años, de modo que al finalizar el período de gobierno exhibía niveles incluso algo menores a los del punto de partida (del orden del 4,5% del PBI; véase el Cuadro 1). Dejando a un lado la compra de activos reales ya existentes, esa reversión vino acompañada por un importante cambio en la composición de la inversión real: si en los primeros años el grueso del gasto se destinó al rubro de defensa (que absorbió cerca del 40% del total), a partir del Segundo Plan Quinquenal, y en el contexto de una fuerte descapitalización y déficits ostensibles en materia de energía, transporte e infraestructura, se observó un intento de reorientación de la inversión real hacia estos sectores (véase el Gráfico 2).
Cuadro 1: Gasto total del gobierno nacional por rubros (en % del PBI)
1945 |
1946 |
1947 |
1948 |
1949 |
1950 |
1951 |
1952 |
1953 |
1954 |
1955 |
1946-1948 |
1948-1955 |
1946-1955 |
||
Gastos corrientes |
10,8% |
10,1% |
11,1% |
14,0% |
14,3% |
14,1% |
14,2% |
15,2% |
15,8% |
18,0% |
17,1% |
3,9% |
3,2% |
7,1% |
|
Gastos consumo |
6,7% |
6,8% |
6,6% |
7,2% |
7,5% |
7,1% |
6,5% |
7,3% |
7,6% |
7,3% |
6,8% |
0,4% |
-0,4% |
0,0% |
|
Remuneraciones |
4,1% |
4,3% |
4,3% |
5,1% |
5,5% |
5,5% |
5,0% |
5,6% |
5,7% |
5,7% |
5,3% |
0,8% |
0,2% |
1,1% |
|
Compras de bienes y servicios no personales |
2,6% |
2,5% |
2,3% |
2,1% |
2,0% |
1,7% |
1,5% |
1,7% |
1,9% |
1,7% |
1,5% |
-0,4% |
-0,6% |
-1,0% |
|
Gastos de transferencias |
4,1% |
3,3% |
4,5% |
6,8% |
6,9% |
7,0% |
7,6% |
7,9% |
8,3% |
10,6% |
10,3% |
3,5% |
3,5% |
7,0% |
|
Intereses de la deuda |
1,5% |
1,0% |
0,7% |
0,7% |
0,5% |
0,4% |
0,4% |
0,4% |
0,3% |
0,2% |
0,1% |
-0,3% |
-0,6% |
-0,9% |
|
Pagos de previsión social |
1,4% |
1,1% |
1,0% |
1,1% |
1,9% |
1,8% |
1,7% |
2,0% |
2,2% |
3,0% |
3,4% |
0,0% |
2,3% |
2,3% |
|
Aporte a empresas |
0,0% |
0,2% |
0,8% |
2,2% |
1,8% |
1,3% |
1,7% |
1,8% |
1,7% |
1,8% |
1,6% |
2,1% |
-0,6% |
1,5% |
|
Subsidios al sector privado |
0,2% |
0,0% |
0,3% |
0,7% |
0,3% |
1,0% |
1,1% |
0,8% |
1,8% |
3,1% |
2,6% |
0,7% |
1,9% |
2,5% |
|
Aporte a provincias y municipalidad de Bs. As. |
1,0% |
0,8% |
1,4% |
1,7% |
1,9% |
2,1% |
2,1% |
2,2% |
2,0% |
2,0% |
2,3% |
0,9% |
0,6% |
1,5% |
|
Otros |
0,1% |
0,2% |
0,2% |
0,3% |
0,4% |
0,4% |
0,6% |
0,5% |
0,3% |
0,6% |
0,3% |
0,1% |
0,1% |
0,1% |
|
Gastos de capital (inversión real) |
5,0% |
3,9% |
4,4% |
8,4% |
6,9% |
6,3% |
5,9% |
5,6% |
5,2% |
4,9% |
3,9% |
4,5% |
-4,5% |
0,0% |
|
Gasto total sin inversión financiera e indirecta Nacionalizaciones y expropiaciones Resto inversión financiera e indirecta |
15,8% |
14,0% |
15,5% |
22,4% |
21,3% |
20,4% |
20,1% |
20,7% |
21,0% |
22,9% |
21,0% |
8,4% |
-1,3% |
7,1% |
|
0,4% |
0,1% |
1,3% |
5,9% |
1,0% |
0,4% |
0,2% |
0,1% |
0,0% |
0,0% |
0,0% |
5,8% |
-5,9% |
-0,1% |
||
0,8% |
1,4% |
1,9% |
1,4% |
0,6% |
1,2% |
0,5% |
0,5% |
0,5% |
0,5% |
0,5% |
0,0% |
-0,9% |
-0,9% |
||
Gasto total |
17,0% |
15,5% |
18,7% |
29,7% |
22,8% |
22,0% |
20,8% |
21,3% |
21,5% |
23,4% |
21,5% |
14,2% |
-8,2% |
6,0% |
Fuente: En base a CEPAL (1959).
Buena parte de la inversión pública, en el caso de la compra de activos existentes, se materializó a partir de la participación directa del Estado en la producción de bienes y servicios. Ya durante el gobierno militar surgido del golpe de 1943 se habían dado los primeros pasos en esa dirección. Además de la creación de Fabricaciones Militares y de la inauguración de Altos Hornos Zapla, se dio impulso a la Flota Mercante del Estado, puesta en marcha durante el gobierno de Castillo. Bajo el gobierno de Farrell se crearon varias empresas relevantes como LADE, Gas del Estado, Yacimientos Carboníferos Fiscales y la flota aérea mercante (FAMA), y el proceso se intensificó durante el gobierno de Perón, principalmente entre 1946 y 1950.
Las actividades alcanzadas por la propiedad estatal se concentraron en los servicios públicos (ferrocarriles, telefonía, agua y energía) y en transportes (aeronavegación y navegación fluvial y marítima).8 Aunque hubo algunos casos de empresas industriales, como SOMISA y las expropiadas a alemanes y japoneses como consecuencia del desenlace de la Segunda Guerra Mundial, que se concentraron bajo la órbita de la Dirección Nacional de Empresas del Estado, estas fueron poco relevantes hasta la llegada del desarrollismo. También se crearon empresas públicas financieras y de seguros, como el Banco Industrial, el Instituto Mixto Argentino de Reaseguros y el Instituto Mixto de Inversiones Mobiliarias.
Gráfico 2: Distribución % de la inversión real del gobierno nacional
Fuente: En base a CEPAL (1959).
En la medida en que las tarifas de los servicios públicos fueron deliberadamente retrasadas como parte de las políticas de ingresos dirigidas a proteger el nivel de los salarios reales, el déficit de muchas de las empresas públicas se transformó en uno de los principales factores que dieron cuenta del peso creciente de los subsidios a estas empresas en la evolución del gasto gubernamental.9 Estos aportes, que se transformaron en un gravamen creciente para las finanzas públicas, se explicaron en gran medida por la disminución promedio de las tarifas de los servicios públicos y de los precios de los combustibles de alrededor del 40% en términos reales entre 1946 y 1952, superando el 50% en la energía eléctrica, el transporte y el gas natural. A partir de 1952 las tarifas de los servicios públicos y los precios de los combustibles se estabilizaron en términos reales (véase el Gráfico 3).10 En consecuencia, los aportes del gobierno nacional a las empresas, inexistentes en 1945, llegaron al 2,2% del PBI en 1948, para estabilizarse en torno al 1,8% del PBI durante el resto del gobierno peronista (véase el Cuadro 1).11
Junto con estos aportes, otra de las transferencias que explicaron el marcado aumento de los gastos corrientes ocurridos en el período fueron los subsidios directos al sector privado, en particular a la agricultura y la ganadería, dirigidos a mantener reducidos los precios de los bienes básicos en un contexto de mejoras de los precios recibidos por los productores agropecuarios. Estas erogaciones, vinculadas a la actividad del IAPI, adquirieron relevancia luego de 1950 a partir del deterioro de los términos de intercambio y del tipo de cambio real de la mayoría de las exportaciones agropecuarias, y llegaron a alcanzar un nivel cercano al 3% del PBI sobre el final del segundo mandato de Perón (véase el Gráfico 4). El IAPI había sido creado en 1946 con el objeto de concentrar y regular las operaciones de comercio exterior, en un contexto internacional de fuerte intervención de entes estatales en la comercialización de alimentos y de proliferación de acuerdos comerciales bilaterales.12, 13 En esta área, el IAPI centralizó el comercio exterior de los principales bienes de exportación agropecuarios y otorgó permisos de importación en el contexto de las restricciones cambiarias que comenzaron en 1947 y se agudizaron a partir de entonces. También intervino en los mercados internos ante situaciones de escasez de determinados productos.
En los años iniciales de bonanza, mientras estuvieron vigentes términos de intercambio excepcionalmente favorables, el gobierno se vio beneficiado por las ganancias provenientes de la comercialización de las cosechas y de la producción ganadera llevada adelante por el organismo. El establecimiento de un diferencial de precios entre el mercado doméstico y el internacional buscaba proteger el nivel de los salarios reales y, al mismo tiempo, permitía al gobierno apropiarse de una parte sustantiva de la prosperidad exportadora que transitoriamente gozaba el país en las muy particulares condiciones de un mundo necesitado de alimentos a la salida de la contienda bélica. Sin embargo, una vez superada la excepcional coyuntura de posguerra, esta situación cambiaría drásticamente y el IAPI –invirtiendo su rol– se transformaría en uno de los principales factores de deterioro de las cuentas públicas. En efecto, frente a la crisis externa, el gobierno se vio obligado a instrumentar un importante cambio de rumbo y a otorgar estímulos a los productores agropecuarios dirigidos a incentivar una necesaria recuperación de las exportaciones. Cambiar los precios relativos en favor del sector agropecuario fue más difícil y costoso por la caída de los términos del intercambio, que en 1954-1955 eran 35% más bajos que en 1946-48, y aun menores que en 1939 (véase el Gráfico 3).
Gráfico 3: Precios relativos: relación de tarifas de empresas públicas con el IPC y relación de los precios internos y externos del sector agropecuario e industrial
Fuente: En base a Ugalde (1983) e INDEC.
Fuente: En base a CEPAL.
Gráfico 4: Gastos del gobierno financiados por el IAPI (en % del PBI)
Fuente: En base a Novick (1986) y CEPAL (1959).
La manera de hacerlo fue mediante el aumento del precio de compra del IAPI a los productores agropecuarios. Para evitar un fuerte aumento del precio al público y el consecuente deterioro del salario real, se subsidiaron los precios de comercialización, subsidio que aumentó a medida que se incrementaba el precio a los productores. Lo curioso del esquema era que en el ínterin los tipos de cambio oficiales se seguían apreciando en términos reales, incluyendo entre ellos el comprador básico por el que habitualmente se comercializaban los productos agropecuarios, por lo cual su valor era cada vez menos relevante como indicador de los ingresos del sector.14 El estímulo al sector agropecuario tomó entonces la forma de precios de compra al productor muy por encima de su paridad de exportación, con un fuerte impacto sobre la posición fiscal.
De este modo, en los últimos años de gobierno la suma de los subsidios solventados por el IAPI a los bienes básicos y la atención presupuestaria de las empresas de servicios públicos –la manifestación fiscal del ostensible desajuste existente en la estructura de precios relativos– llegó a representar casi cinco puntos porcentuales del PBI, o más del 20% del gasto público del gobierno nacional. Puesto de otra manera, una parte muy relevante del aumento del gasto público era un simple reflejo del atraso del tipo de cambio real y de las tarifas, y podía corregirse, no sin esfuerzo, si se verificaba un cambio en esos precios relativos.
En menor medida, el aumento del gasto corriente estaba explicado también por el incremento en las transferencias a provincias y, sobre todo, el incipiente pero sostenido crecimiento de los gastos previsionales, que pasaron de apenas el 1% del PBI a valores superiores al 3% del PBI (véase el Cuadro 1). A pesar de ello, el sistema previsional siguió mostrando un abultado superávit dado que el número de jubilados era todavía en ese entonces mucho menor que los que aportaban y lo sería por varios años posteriores al gobierno peronista.15 Por ende, a pesar de su lenta pero inexorable reducción, esos recursos seguirían siendo una fuente importante de recursos netos para el financiamiento del fisco.
Por último, si bien los gastos de consumo mantuvieron su participación constante con relación al producto, en torno del 6,8%, su composición varió a favor de las remuneraciones y en detrimento de las compras de bienes y servicios, en línea con el fuerte aumento verificado en esos años en la planta de empleados públicos (véase el Cuadro 1). En los años previos al ascenso del peronismo el empleo público ya había crecido a un ritmo promedio del 4% anual, con subas muy fuertes en 1944 y 1945. Luego de la asunción de Perón, la creación de cargos públicos se aceleró hasta alcanzar un inédito ritmo del 7% anual. En una primera etapa dicho crecimiento vino acompañado de un fuerte aumento de los salarios reales, situación que se revirtió a partir de 1949. En el contexto del programa de ajuste, vinculado al programa antinflacionario, desde 1952 el empleo público se estancó y en el marco de una fuerte contracción real de la remuneración promedio el gasto salarial tendió a reducirse levemente como proporción del PBI.16
Por último, es importante destacar el gran aumento del gasto en educación y en particular en salud, en parte como gasto en consumo, pero también por el gasto en inversión asociado a la construcción de hospitales.17
El aumento del gasto público tuvo como contrapartida un incremento de la presión tributaria
La crisis de 1930 había llevado a una fuerte caída de la recaudación, incluyendo el colapso de los aranceles de importación, que hasta ese momento representaban el 60% de los ingresos fiscales del gobierno nacional. La respuesta a esto fue la búsqueda de nuevas fuentes de recursos fiscales, como el impuesto a los réditos y el impuesto a las ventas.
En la década del cuarenta la creciente participación del Estado en la economía agregó un factor de presión a la búsqueda de fuentes alternativas de ingresos fiscales. Al mismo tiempo, la necesidad de crear nuevos tributos se combinó con la intención de lograr una mayor progresividad de la estructura tributaria. A fines de 1943, en la presidencia de Ramírez, se instrumentaron una serie de medidas tributarias que se reflejaron claramente en la recaudación, la cual se incrementó casi 2 p.p. del PBI entre 1943 y 1945, dejando una base tributaria ampliada al gobierno de Perón.18 La mayor parte de este incremento estuvo explicada por el desempeño de algunos impuestos directos, como los de réditos y beneficios extraordinarios, y por los ingresos de la seguridad social. Los impuestos directos –ganancias, capital y patrimonio– llegaron a recaudar más del 25% de los ingresos en 1944 y se mantuvieron en esos elevados niveles por varios años, una experiencia que no volvió a repetirse en la Argentina.