¿Cuál es el precio de enfrentar el pasado?

Stevie está atrapada: en su vida, en su cuerpo. Y ahora, en un centro de rehabilitación para jóvenes con problemas alimenticios. Pero lo que es aún peor, está atrapada en el pasado.

A 27 días de que se cumpla un año de la muerte de su hermano, todo en su vida parece empeorar. Pero, tal vez, en 27 días pueda solucionar las cosas. Tal vez, en 27 días pueda quitarse ese gran peso que la acompaña a todas partes y así terminar con todo.

 

 

 

 

 

meg haston nos invita a conocer la vida de Stevie, una joven que no solo está lidiando con un trastorno alimenticio grave, sino que también está intentando encontrar la forma de dejar atrás los errores de su pasado. Una historia que conmueve, moviliza y nos da esperanza. Porque incluso las peores pérdidas se pueden superar.

Para todas las Stevies,

y todos los terapeutas que caminaron junto a ellas.

El arte de perder no es difícil de dominar,

aunque por momentos parezca (¡escríbelo!) desastroso.

 

–Elizabeth Bishop, Un arte

 

Faltan veintisiete días para ser libre. Me encuentro enjaulada; suspendida dentro de una prisión de aluminio en forma de caja, con asientos de tela gris y olor a piña colada sintética que emana del fondo.

Josh –¡Joshua quise decir!– diría que soy melodramática. A veces me lo imagino haciendo ese tipo de comentarios. No es que pueda escuchar sus palabras en voz alta, ni que se me aparezca en sueños ni tonterías como esas. Pero si me quedo demasiado quieta, casi logro oírlo. Cuanto más se acerca el Aniversario, más lo intento. Simulo que está junto a mí en nuestro deteriorado balcón de madera antes del amanecer, cuando mi ruidoso y superficial aliento es el único sonido que se percibe. Cada vez que me encuentro aturdida y hastiada por culpa de Eden y del alcohol, lo evoco en medio de la noche, sentado junto a mi cama. Imagino que me acaricia la espalda mientras susurra las dulces canciones de cuna francesas que nuestra madre solía cantar. Hasta puedo sentir el calor de su mano.

Me gustaría que estuviera aquí para calmarme. Soy rehén en el asiento delantero de una camioneta blanca y pequeña, junto a una extraña mujer con cabello similar al algodón de azúcar color ginger ale. Me está contando acerca de la magistral actuación de su nieta en el papel de Velma Kelly en su producción escolar de Chicago, como si fuéramos viejas amigas y como si no la hubiera visto activar el seguro para niños en el instante en el que salimos del estacionamiento del aeropuerto.

En las películas antiguas, hombres vestidos de blanco se llevan a los locos. A mí me acarrea una mujer en una furgoneta blanca.

–…una interpretación tan vívida –Algodón de Azúcar tamborilea sus uñas pintadas color rosa perla contra el volante, exactamente en las posiciones diez y dos–. Ella realmente se transformó en su papel. Bill, mi marido, filmó toda la obra.

A través de la ventana, observo la extensa carretera de dos carriles. El desierto llano de Nuevo México parece un dibujo hecho por un niño: espirales de un ceroso cielo azul sobre la tierra roja irregular, cactus inclinados como si alguien los hubiera plantado sin molestarse por que estuvieran bien colocados. Incluso veo las líneas onduladas del calor, parecidas a las que divisábamos con Josh y nuestro padre cuando solíamos hacer barbacoas detrás de la casa en Broad. Pero luego parpadeo y desaparecen.

–Ella es la única creativa de la familia –Algodón de Azúcar ríe y sacude la cabeza, pero su cabello no se mueve.

El vehículo gira bruscamente hacia una sucia y estrecha carretera. A la derecha hay unos pastizales, los primeros que veo en horas. Más allá del verde, distingo una polvorienta pista de equitación con numerosos caballos amarrados a una valla. Hay algunas estructuras cuadrangulares de estuco con techos planos esparcidas por todo el terreno. Son antiguas y están separadas por espacios asimétricos, como si fueran dados que alguien lanzó sobre un suelo arenoso y luego los olvidó.

–Te dejaré en la residencia principal y, después, yo llevaré tus maletas a tu cabaña –comenta Algodón de Azúcar.

¿Residencia principal? ¿Cabaña? Hace que este lugar parezca un hotel con todos los servicios incluidos. Podría ordenar un cóctel de cortesía, ya que la euforia de anoche está comenzando a apagarse.

El moretón que tengo encima de mi ceja izquierda no deja de palpitar mientras escudriño mi reflejo en la ventana. El nudo se transformó en una hinchazón morada que luce como Italia, solo que de manera horizontal. La cubriría con mi cabello si todavía lo tuviera. Pero la semana pasada me cansé de él, sobre todo de cómo se ondulaba en algunas partes y permanecía lacio en otras, como si no supiera qué es lo que deseaba ser. Por lo tanto, le pedí a Eden que me rasurara. Ahora capas desiguales caen sin vida alrededor de mi cráneo. No recuerdo la última vez que me bañé.

La carretera termina en una rotonda frente a un amplio edificio de estuco, parecido a los anteriores, pero imponente. Está recubierto por un tejado rojo inclinado.

–En este momento hay otras diecinueve chicas con nosotros, cuatro por cabaña. Tú vas a estar en la Cabaña Tres. Son muchachas estupendas –exclama Algodón de Azúcar–. Estarán encantadas de ponerte al corriente de todo mientras te estés acomodando.

Dios mío, espero que haya un apretón de manos secreto.

–Esta es la residencia.

Estaciona la camioneta y se vuelve hacia mí. Es una antigua fumadora redimida, lo puedo deducir a partir de sus falsos dientes entre blancos y azules y de las delgadas grietas en sus labios fruncidos, como áridos cauces de ríos.

–Estoy muy contenta de que hayas decidido dar este paso, Stephanie –por un segundo, parece que va a sujetar mis manos entre las suyas y, tal vez, intentar rezar conmigo. Pero luego observa la expresión de mi rostro y no lo hace–. Todas lo estamos.

–Stevie. La gente me llama Stevie.

Mi voz suena ronca y débil, pese a que de pronto me encuentro furiosa. ¿Por qué no les avisó papá cuando llamó? Es Stevie. Jamás Stephanie. No soy ella.

–Stevie –parece insegura, probablemente porque acaba de notar el perfil de mi madre en mi antebrazo izquierdo–. Stevie –trata una vez más–, bienvenida al primer día de tu recuperación.

Escucho un chasquido y aferro la manija del vehículo. La puerta se abre.

Piso la tierra roja con mis sandalias grises y miro de reojo hacia la luz. Hay un par de peldaños de cemento que conducen a la puerta principal de madera, que posee un retorcido picaporte de hierro forjado. Entre las escaleras hay una fuente de piedra que se ahoga en débiles chorros de agua enmohecida.

Me recuerda a algo que vi en ese fastidioso programa de renovación del hogar que Josh solía poner de fondo mientras leía el material de sus clases de Psiquiatría. Era así de inteligente: a los diecisiete años ya estudiaba en la universidad e incluso podía mirar televisión y leer al mismo tiempo.

–De veras, Josh –dije acomodándome sobre la sucia alfombra color mostaza que cubría el suelo de la sala.

Olía a orina de gato y cigarrillos. Después de que mi madre nos abandonara, nos mudamos a este precario apartamento en la zona oeste de la ciudad. No se parecía en absoluto a la amplia casa victoriana que los cuatro habíamos compartido en Broad. Josh y yo lo bautizamos Le Mierdeau, versión español-francesa de “El Castillo de Mierda”.

–¿Podríamos mirar otra cosa?

En la mesa de café había un paquete cerrado de papas fritas con sal y vinagre. Nuestra madre jamás lo hubiera permitido.

–¿No deberías estar escribiendo? –me preguntó Josh desde el sofá francés de dos plazas del siglo xviii que, como el resto de los muebles, solía ser de ella. No combinaba demasiado bien con las persianas plásticas de tablillas ni con la horrible iluminación fluorescente–. ¿O al menos estar encerrada en tu habitación sufriendo el bloqueo típico de los escritores?

–Ben dice que no existe el bloqueo de inspiración. Solo son escritores que realmente, realmente, realmente no quieren escribir.

Bennett Ashe era un novelista amigo de nuestro padre. Se habían conocido cuando papá había comenzado un taller de hombres escritores al que había promocionado en el periódico local, donde trabajaba como editor de la sección de Artes y Ocio. Desde aquel momento, el grupo había sido predecible: las noches de los martes en nuestra cocina, con whisky americano y demasiados En mi próxima novela como para contar. Ben era el único novelista real del grupo, si no contábamos los tres manuscritos guardados al fondo del escritorio de mi padre, como si se tratara de revistas obscenas.

–¿Cómo viene, eh… la clase?

No es lo que él quería preguntar ni a quién quería preguntárselo. Pero hay una norma tácita entre los dos, y él la obedece.

–Bien, supongo.

Ben dictaba un seminario de verano sobre prosa narrativa para chicos preuniversitarios y había accedido a que yo asistiera como oyente. Papá juraba que se debía a mi talento y no al hecho de que Ben era básicamente parte de la familia y sentía lástima de que no tuviera madre. Sí, claro.

–Puedo leer algunos de tus escritos, si quieres.

–No están listos aún –dije rápidamente–. Más tarde, quizás.

Estiré mis piernas, presionando las palmas sobre la alfombra; sentía la áspera textura que se clavaba en mis manos.

Respiré hondo y tensé intencionalmente los músculos de las piernas. El movimiento de elevación tenía que ser exacto o no contaría. Subo, sostengo, contraigo y bajo. Subo, sostengo, contraigo y bajo.

Josh me ignoraba, concentrado en la mansión española de estilo colonial que aparecía en la pantalla. Estaba situada en Miami y rodeada de palmeras. Había incluso una piscina de horizonte infinito en el patio trasero. El dueño tenía la camisa desabrochada de manera tal que se podía ver el vello de su pecho.

–Observa aquella fuente, allí adelante. Es linda, ¿cierto? –Josh tomó el envase de papas fritas que, al abrirse, arrojó un aroma a sal y vinagre. Se me retorció el estómago de culpa. Demasiada sal, habría dicho ella. Demasiadas grasas. A Josh no le importaba. Actuaba como si nada; como si ella jamás fuera a regresar–. Vamos, te encantan –dijo mientras me acercaba la bolsa.

–No es verdad –discutí–. Además, ya comí –cambié de pierna con más velocidad esta vez, a doble tiempo. Yo era eficiente, una máquina. Me aseguré de inhalar por la boca para que ni siquiera el olor a grasas pudiera penetrarme. Era una fortaleza–. Este programa es para amas de casa aburridas, Josh. En serio.

–Cállate –me arrojó el control remoto con tanta fuerza que me golpeó el hombro. Lo levanté y puse el canal A&E–. Y es Joshua.

Pasar a usar su nombre completo había sido la primera medida que había tomado luego de haber obtenido la carta de aceptación a la universidad. Probablemente, pensaba que eso haría que los universitarios olvidaran que tenía diecisiete años y que era virgen.

–Lo siento –resoplé– pero este programa es para amas de casa aburridas… Joshuuuuaa.

Ahora Algodón de Azúcar abre la puerta delantera y me escolta hacia dentro.

–Después de ti.

Una ráfaga de aire helado se escurre por debajo de mis ropas, provocándome un fuerte escalofrío. Hace más frío aquí que en el avión. Puedo sentir que mi cuerpo empieza a funcionar a toda marcha.

Bien.

–Puedes considerar esta casa de campo como tu base de operaciones. Comerás aquí y pasarás el tiempo libre entre las reuniones de grupo y otras actividades. Las cabañas son solo para dormir. El personal las cierra con llave durante el día –me explica en voz baja mientras me guía a través de un largo corredor español de cerámica.

Llegamos a un enorme salón dividido por una enfermería. De un lado hay un comedor con cinco mesas redondas de madera clara, mientras que la otra parte luce como la sala de recreación de un campamento de verano para delincuentes psicóticos y desesperados: sofás que desentonan frente a una televisión y mesas desparramadas con lápices de colores y cartulinas.

A lo largo de la pared del fondo, puertas dobles de vidrio dan hacia un pequeño patio. Más allá de él, hay una pista de equitación y varios pastizales y, luego, el vacío del desierto. Estoy en los confines de la Tierra.

–Las otras chicas están en terapia de grupo ahora mismo. Las conocerás en el refrigerio de la tarde –su voz hace eco y el pasillo empieza a girar. Cierro los ojos con fuerza y aguardo la caída.

–Ten cuidado, querida –me dice, estabilizándome. Tiene reflejos sorprendentemente veloces.

–Estoy bien –la tranquilizo apresuradamente, apartándola con brusquedad. Al abrir los ojos, el corredor se encuentra estable–. Estoy bien.

Ella presiona sus labios hasta que se desvanecen.

–Las enfermeras revisarán tus signos vitales, te extraerán sangre y te harán un electrocardiograma antes de la cena. Pero Anna quería conocerte primero, saludarte.

–¿Anna? –¿acaso conozco a una Anna?

–Anna. Tu terapeuta –lentamente, me conduce hacia la puerta de la oficina del lado izquierdo del salón–. Tienes suerte, es una de las mejores que tenemos.

¿Suerte? Está desquiciada, debo admitirlo.

Nos encontramos frente a la puerta y mi nanny golpea la madera tres veces. AnnaAnnaAnna.

–Adelante.

Algodón de Azúcar me hace un gesto con la cabeza.

–Pasa.

Tomo el picaporte con la mano temblorosa. Solo que realmente no soy yo. Estoy ausente, cual espectadora en un frío y oscuro teatro que observa a una víctima desprevenida a la cual se le acerca su fin.

¡No lo hagas! Quiero gritar. ¡Es una trampa! Pero la chica de la pantalla no me escucha. Simplemente gira el picaporte y atraviesa el umbral. Siempre ocurre lo mismo.

 

–Es Stevie –digo después de que Algodón de Azúcar se ha retirado, pero antes de que la psicóloga lo tergiverse.

Permanezco contra la puerta, por necesidad de apoyo, aferrada a la promesa de una rápida huida.

–Stevie, soy Anna. Seré tu terapeuta personal durante tu estadía –la psicóloga sonríe con calidez, pero permanece quieta en su butaca roja. Está plegando un papel amarillo satinado con movimientos rápidos y seguros hasta que comienza a tomar forma cuadrangular. No intenta estrechar mi mano ni (tal vez haya un poder superior) abrazarme–. Oficialmente, no comenzaremos hasta mañana, pero escuché que ingresabas hoy y quería saludarte –coloca la escultura de papel sobre la mesa auxiliar que está a su lado.

Yo asiento como recompensa por no haberme tocado.

–¿Por qué no tomas asiento? –hace un gesto hacia el sofá turquesa de dos plazas enfrentado a su silla, encima del cual hay dos cojines redondos azafranados que están hilvanados con pequeñas cuentas marrones.

Considero no moverme. No sería justo tentarla con la obediencia. No obstante, me encuentro tan cansada y pesada que me encojo de hombros y me dejo caer sobre los suaves almohadones. En el momento del impacto, imagino que soy como cualquier otra chica acomodándose en el sofá luego de la escuela. Dejo que mi otro yo imaginario tome un bocadillo. Helado. No. Cereales azucarados, de la clase que mi madre solía decir que me darían cáncer.

–La primera semana te puede resultar un poco abrumadora, hasta que te acostumbres al tratamiento y a los horarios –dice la psicóloga, que viste jeans holgados y rotos, y una camiseta blanca sin mangas. Un chaleco color musgo oculta su envidiable y prominente clavícula, pero sus muslos y trasero son blandos. Lleva los pies descalzos, con excepción de un anillo turquesa en uno de los dedos. Mechones color fresa se amontonan en un caótico rodete sobre su cabeza. Tiene un tatuaje del signo de la paz en la parte interna de su muñeca derecha, por lo tanto todos sabemos que practica el yoga caliente y dona dinero a Planificación Familiar–. Cada mañana con el desayuno, recibirás un cronograma que te dirá dónde tienes que estar y cuándo. Todos los días contarás con un momento para relajarte y reflexionar. Tiempo libre, esencialmente, aunque tendrás que quedarte dentro de la casa o en el jardín.

–Entonces, no es libre –lamento haber abierto la boca. No tengo que permitir que llegue a mí.

–Durante la primera semana, vas a conocer a todo tu equipo de tratamiento: a mí, a tu médico, tu psiquiatra y tu nutricionista –continúa impávida, acurrucando sus pies debajo de ella–. Habrá mucho papeleo y pruebas, al igual que exámenes médicos, para que podamos comprender tus necesidades mientras estés aquí.

Tampoco es que estaré aquí mucho tiempo. Faltan exactamente veintisiete días para el Aniversario. Si es que aguanto tanto. Con suerte, me habré marchado para entonces. Habré desaparecido, como mi madre antes de mí.

–Una vez que tengamos todo el material –la psicóloga añade–, comenzaremos con tu rutina. Tendremos sesiones tres veces por semana, y tendrás terapia grupal dos veces.

Parece que es hora de que me encoja de hombros nuevamente.

–Es mucho para asimilar, lo sé –cuando sonríe, advierto que sus dos dientes delanteros sobresalen levemente por debajo–. Puedes preguntar lo que necesites. ¿Tienes alguna duda ahora mismo?

Sacudo la cabeza en señal negativa.

–De acuerdo –inclina un poco la cabeza y asiente–. Pues debes estar exhausta.

No hay forma de que sea doctora con una actitud como esa. Echo un vistazo a la pared de mi derecha en busca de un diploma, pero no hay nada. Probablemente sea para hacerme sentir que es solo una chica que conozco y que estamos pasando el rato en su dormitorio, hojeando revistas y charlando sobre temas como ¿Me quedaría bien el flequillo? Sé honesta.

Y luego: A veces me encierro en el baño y llevo el cepillo de dientes hasta la garganta. ¿Es muy raro? Sé honesta.

Me paso la mano derecha sobre el estómago y cuento las costillas del lado izquierdo. Una vez, dos veces, tres veces. No están tan puntiagudas como ayer. Necesito salir de este lugar. Esto fue un gran error. Le dije a papá que lo era.

La terapeuta levanta una carpeta de la mesa que se encuentra junto a ella y revisa el contenido.

–Por tus documentos, parece que no has tenido demasiado tiempo para prepararte para… esto. ¿Tuviste un solo día para alistarte? –la mesa está pintada como un tablero de ajedrez. Sobre ella hay una de esas fuentes al estilo zen, que es llamativa y un poco irregular, como elefante con problemas de próstata que intenta orinar.

–Incorrecto –ahora el lado derecho. Una vez, dos veces, tres veces. Apenas puedo palparlas debajo de la blandura–. Ocho horas.

–Vaya –se inclina hacia mí–. ¿Me puedes contar un poco cómo fue eso? ¿Qué te trajo aquí?

–Mi padre estaba preocupado, supongo, y por eso llamó. No puedo… no lo sé –no estoy mintiendo. De veras no sé cómo llegué aquí. Me acaricio el muslo derecho con el dedo del medio y puedo sentir la cicatriz a través de la tela gastada y dura de mis pantalones.

–Cuéntame lo que recuerdas. Desde tu punto de vista, no del de papá –del de papá, dice ella, como si fuera nuestro padre; como si nuestras historias fueran la misma.

–Nunca dije que no podía recordar –pero me mira fijamente y sé que no se va a dar por vencida hasta que le diga algo–. Llegué a casa ayer por la noche… esta mañana… y él me estaba esperando en el sofá de dos plazas, mirando televisión.

–¿Y a qué hora fue esto?

–No lo sé. A las tres, a las cuatro. Cualquiera sea la hora en la que pasan las repeticiones de Dick Van Dyke.

¿Has estado fuera?

Con Eden, mi… esta chica, Eden. Ella me trajo a casa en su coche.

Hundo las uñas en uno de los cojines amarillos. Pronunciar el nombre completo de Eden llena mi boca de rabia líquida. Pero ella es todo lo que me queda, por lo tanto la trago.

Cuando llegué a casa, papá estaba fumando en camiseta y jeans. Su boca estaba abierta, pero no emitió ningún sonido. De pronto, Josh apareció en la habitación, tal vez a causa del alcohol.

–Está asustado –tradujo Josh–. No sabía en dónde estabas. Jamás sabe en dónde te encuentras.

–¿No se da cuenta de que estoy ebria? –lancé una risita–. ¿Borrachita, borracha, borracha?

–No es tonto, Stevie –podía sentir el agotamiento de Josh–. Nunca lo valoras lo suficiente, ni a él ni a nadie.

¡Ohhh, Rooobbbb!, Mary Tyler Moore se queja en la pantalla.

–Escucha –dije yo–. Quizás puedas dejar el discurso moral para otro día. Tengo mucho por hacer. Se acerca un Aniversario, ¿sabes?

–Cállate.

–Estoy preparando el sacrificio –expliqué con solemnidad. Segundos después, invadida por una carcajada repentina, me acerqué a papá y al gemido de Mary Tyler Moore. Y luego todo se tornó oscuro.

Cuando me quedo en silencio, la psicóloga toma una botella plástica de Dasani que está a sus pies.

–Papá mencionó que te habías desmayado apenas regresaste y que te habías golpeado la cabeza con el borde de la mesa de café –la destapa y bebe un sorbo.

Señalo la Italia púrpura que se encuentra encima de mi ojo. Exposición A, signorina.

–Pérdida de conocimiento… ¿Se debe a tu anorexia, a tu desnutrición o también has estado bebiendo?

–Ambos –muerdo la parte interna de mi mejilla, pero no creo que oculte la sonrisa. Mis ganas de huir han desaparecido y, ahora, lo único que deseo es cerrar los ojos y deslizarme dentro del mundo, penetrarlo hasta que mi piel se pudra. Anorexia. Sí. Sí. Es como si ella me estuviera viendo por primera vez.

–¿Y eso ocurre seguido?

–¿Qué cosa? –pregunto, ansiando que lo vuelva a repetir. Llámame por mi nombre–. ¿El alcohol o los desmayos?

–Ambos. Cualquiera –su perfil se vuelve borroso alrededor de los bordes, hundiéndose de lado a lado.

–A veces.

–Y entonces… llegas a casa, pierdes el conocimiento y, cuando lo recobras, ¿qué recuerdas?

–Eh… –cierro los ojos–. ¿Pretzels o maníes? –me acuerdo de esta parte: una mujer de pestañas delgadas y maquillaje naranja estaba inclinada sobre mi asiento con una sonrisa de porcelana y acento sureño. ¿Prayt-sels o maníes, querida?

–Lo siguiente que recuerdas es el viaje en avión desde Atlanta.

–No comí ninguno –dije rápidamente.

–Ningún…

Pretzel ni maní. No comí ninguno –el solo pensarlo me retuerce el estómago. Vuelvo a contar las costillas. Esta vez, apenas logro distinguirlas.

–Ya veo –la psicóloga se inclina un poco hacia delante–. ¿Te molesta si te pregunto en qué estás pensando ahora mismo?

Mis ojos se abren de inmediato y, repentinamente, veo el mundo con sorprendente claridad.

–Pienso que no necesito estar aquí.

El aislamiento me ha hecho mordaz como un halcón. Sé lo que tiene que pasar. Esta noche llamaré a Eden y le pediré que me envíe un pasaje de avión. Estará enojada luego del mensaje de texto que le mandé esta mañana antes de que despegara mi avión, pero le diré que continuaba ebria. Y que no lo dije en serio. Una sola llamada, y ella me salvará. Los teléfonos celulares no están permitidos aquí; sin embargo, al bajar del avión, me escabullí al baño y lo puse dentro de mi sostén, junto con los veinte dólares que robé del bolso de mi padre.

–No crees que estás lo suficientemente enferma como para estar aquí –dice–. Entonces, si tuvieras que poner un número del uno al diez a tu motivación para buscar ayuda, ¿cuál sería ese número? El diez representa que estás plenamente motivada.

Oh, estoy motivada a hacer todo lo necesario antes del Aniversario. Si piensa que me va a detener con abrazos y cabeceos, está loca.

–¿Con quién tengo que hablar para retirarme de este sitio esta noche, por ejemplo?

Sus labios se separan como si fuera a decir algo. Luego cierra la boca por un instante. El elefante que orina en la habitación se torna difícil de ignorar.

–Sin duda comprendo que encontrarte en un centro de rehabilitación al otro lado del país debe ser abrumador. Especialmente porque no has tenido tiempo para prepararte.

–No estoy abrumada –afirmo. Mi paciencia se diluye. ¡Ja! Se diluye–. Simplemente, no pertenezco a este lugar.

–Sé que te sientes de esa forma. Pero, Stevie… –me mira a los ojos. No había reparado antes en el color de los suyos, que son de un turquesa casi idéntico al del sofá.

”Stevie –repite nuevamente–. Déjame asegurarte que necesitas estar aquí. Te encuentras increíblemente desnutrida. Si no recibes un tratamiento intensivo, morirás. Imagino que debes querer morir, de hecho.

Finalmente nos entendemos.

–Entonces, por ahora, quiero que vivas lo suficiente por el bien de ambas. Y eventualmente, tal vez llegues a desearlo por ti misma.

Lo que quiero es regresar al plan. Tic tac.

–Entonces… ¿retirarme por mí misma?

–Como tienes diecisiete años, no podrás abandonar el sitio tú sola –dice acomodando las manos sobre su regazo–. Papá tiene que hacerlo y ha dejado bien en claro que quiere que te quedes los sesenta días completos y aun más, de ser necesario.

Mi cuerpo se derrumba, como si ella me hubiera golpeado hasta dejarme sin aliento.

Ahora habla de otra cosa, algo sobre “recuperación con R mayúscula”. Probablemente, me esté diciendo que este podría ser el primer día del resto de mi vida. Eso es lo que me dijo mi padre camino al aeropuerto.

Sesenta días. Su programa es… inoportuno. ¿Acaso no sabe que faltan solamente veintisiete días para el Aniversario? Planeé este día con exquisita atención al detalle. Coreografié cada uno de mis movimientos –con más de un tropiezo, lo sé– durante casi un año.

Ya encontraré una solución, me digo a mí misma. Voy a llamar a Eden para que me compre un pasaje de avión. Y voy a pedir que me lleven al aeropuerto. Lo que sea que tenga que hacer para estar en casa a tiempo para morir. No volveré a traicionar a Josh.

No respiraré ni una vez en el día que se cumple un año de la noche que maté a mi hermano.

 

Durante las primeras horas, me dedico a rechazar refrigerios y comidas, calorías intactas grabadas en mi conciencia como si fueran ecuaciones complejas. Hice el cálculo y sé aproximadamente cuánto peso tengo que perder antes de que mi corazón se silencie por completo. La muerte no es una ciencia exacta, lo cual es irritante para los que nos gusta la precisión.

En la cena y en el aperitivo de la noche, me siento en la mesa de la casa con las otras chicas de la Cabaña Tres. Son tres y me dijeron sus nombres más temprano, entre platos de comida y jarras sudadas de té frío. Jamás los aprenderé. ¿Por qué habría de hacerlo? De todas formas, no voy a estar aquí por mucho tiempo. Eden pensará en algo.

Una de las muchachas tiene cabello fino y oscuro, come muy rápido y tiene demasiada carne como para ser anoréxica. La otra es más bien una amenaza: una rubia encorvada con una sonda de alimenticia que serpentea desde su fosa nasal derecha hasta engancharse en su oreja. Sus omóplatos sobresalen; sus huesos se marcan cual exquisito mármol tallado. La tercera es la menos honorable: una muchacha robusta con las mejillas rojas y abundantes rizos rubios y blancos completamente descontrolados. No tiene la fuerza suficiente como para obedecer las exigencias de la huelga de hambre, sino que parece desesperada por seguir las reglas del lugar.

Hay demasiadas normas, no podría recordar todas aunque lo quisiera. Reduce la velocidad; no comas tan rápido; apresúrate; no comas tan lento; no uses sudaderas con bolsillos en la mesa; las mangas deben estar subidas hasta los codos durante las comidas. Están prohibidas las charlas sobre alimentos, los gestos y ruidos hacia ellos. Salar una vez por comida, no más. Echar pimienta dos veces por comida, no más. No cortar la comida en pequeños trozos. Tres comidas al día, tres refrigerios al día. Si los rechazan, se ofrecerán suplementos. Si rechazan los suplementos, se registrará en las carpetas color granate de los estantes de las enfermerías.

El refrigerio de la tarde está finalizando. Parloteos triviales y ansiosos me rodean mientras las otras estrujan vacíos contenedores de yogurt y destruyen envoltorios de celofán, aguardando a ser liberadas. No abrirán las puertas de la mansión ni del único baño hasta que el personal se asegure de que los pacientes hayan digerido cada caloría.

Echo una mirada afectuosa al brazalete de plástico rojo que envuelve mi muñeca. Acarícialo.

Deslisle, Stephanie (Stevie)

Muerto al llegar: 4/7

Cabaña tres

Aprendí que el rojo es el color del poder. Representa a las chicas que no están progresando en el programa, es decir, a las que no han engordado. El amarillo es para las que están perdiendo terreno, ya que han subido el peso que el equipo de tratamiento les ha recomendado.

Y el verde… El verde es para las derrotadas, para las muchachas que se tatúan en las palmas las unas a las otras el símbolo de la recuperación con tinta brillante; las que juran una y otra vez que no permitirán que sus problemas las agobien. Las Chicas Verdes me dan lástima.

–Stevie, ¿verdad? –dice una voz.

De mala gana, alzo la vista.

Las otras muchachas vaciaron sus bandejas de aperitivos, dejándome sola con la rubia densa, que pasa el dedo índice por el borde interior de su envase individual de mantequilla de maní. Todo en ella grita bulimia.

–Stevie, así es –observo su brazalete. Es amarillo y capta la luz con cada uno de sus movimientos.

–¿Cómo estás hasta ahora? Los primeros días pueden ser duros.

Parpadeo, preguntándome qué quiere de mí.

–Estoy muy entusiasmada por tener una compañera de habitación –me presiona–. De veras, estoy sola desde que esta chica Jill se fue y me estoy muriendo. Teagan y Cate –sacude la cabeza y baja la voz– están en el otro dormitorio de la Cabaña Tres. Son súper amables y todo, pero son un poco jóvenes y viven en su mundo.

Casi lanzo una carcajada. Compañeras de habitación. Como si fuera un campamento de verano. Me concentro en el plástico de mi teléfono celular que presiono contra mi pecho. Cuando me pesaron y me conectaron a la máquina de electrocardiograma, como si fuera una rata de laboratorio, puse el teléfono en los blandos pliegues de mis jeans, debajo de la pila de ropa, sobre el suelo.

–Mira… –estuve muy cerca de utilizar su nombre, a pesar de haber tantos para elegir. Bulímica. Despreciable. Desperdicio.

–Ashlee.

Estupendo. Parece que es de las que pronuncian su nombre con una doble e al final. La clase de chica que apenas logró ingresar al equipo de porristas, constantemente puesta a prueba por los hoyuelos de sus muslos. Ash! Lee!

Antes de que pueda decirle que está perdiendo el tiempo, una enfermera aplaude.

–De acuerdo, chicas. Son las nueve. Las cabañas ya deben estar abiertas. Buenas noches.

–Finalmente –Rizos Dorados empuja su silla y se deshace de la basura. La sigo hasta el patio, el aire helado me sorprende.

–Me estaba agarrando claustrofobia allí dentro.

Me conduce por el costado de la casa y me impulsa hacia una empinada colina.

–Vamos, por aquí.

Mientras ascendemos, escucho el rítmico balanceo de sus pasos a mi lado, mezclándose con los latidos de mi corazón. La Cabaña Tres se sitúa en la cúspide. Hay un pequeño porche al fondo con dos mecedoras.

–Pues, ¿de dónde eres? –me pregunta.

–De las afueras de Atlanta.

–Genial. Yo soy de Dallas –respira con ansiedad, ya sin aire–. ¿Qué hacen tus padres?

Padres. Plural.

Los adoquines crujen debajo de mis chancletas a causa de mi peso, como el eco de un sonido muy familiar: el de las arrugas de las trufas envueltas en papel aluminio que mi madre solía guardar en una fuente de vidrio grabada, sobre el escritorio de su oficina. Tenía seis trufas allí, siempre seis. El chocolate era solamente para los clientes, prohibido para las niñas como yo. Muchas cosas estaban prohibidas.

Casi nunca podía ir al trabajo con mamá. Un bufete de abogados no es un lugar para niños, me había dicho. Yo le suplicaba cada verano. La oficina era agradable, pulcra y tranquila, todo lo que la caracterizaba a ella y en lo que yo aspiraba a convertirme. El día que cumplí ocho años se rindió. Tomé un bolso de mano y la seguí hasta un rascacielos en el centro de Atlanta. Era la perfección del vidrio y del acero. Pasé horas simulando que la lustrosa mesa de conferencias de caoba era un barco o una cabina y haciendo fortalezas con libros polvorientos de la librería de usados que se encontraba a pocas cuadras de nuestro hogar. Anna Karenina, Holden Caulfield y Jo March formaban muros de protección que me rodeaban, y yo me acurrucaba detrás de ellos, inhalando el olor rancio mientras mi madre se sentaba frente al escritorio, iluminada por el monitor de su computadora. Vestía una camisa blanca. Tenía un largo y delgado cuerpo de bailarina, y unos labios rojo fresa que jamás se apagaban.

Ella era la única mujer de la firma. A su alrededor, personas importantes susurraban palabras como Washington y magistratura. Tenía un Futuro Prometedor. Una vez le pregunté si le enorgullecía la forma en que la gente hablaba sobre ella. El Futuro Prometedor es como una piedra preciosa, me había comentado, hipnotiza pero, luego de un tiempo, su peso podría hundirte.

–¿Mamá? –fruncí el ceño en dirección al libro abierto sobre mi regazo. Flaubert. En su vida anterior al Derecho, mi madre se había especializado en literatura francesa. Había prometido que algún día viajaríamos juntas a Francia. Me mostraría todo: dónde había asistido a sus clases en la Université Paris-Sorbonne, el apartamento que había alquilado en el Barrio Latino, el café en dónde había terminado de editar su tesis.

–¿Ehh? –su voz resonaba al otro lado del fuerte.

–¿Madame Bovary ama a Berthe?

–Berthe es su hija, mi amor. Todas las madres aman a sus niñas.

–Pero no pareciera que la ame.

–Bueno, es que Madame Bovary no es una mujer feliz.

–¿No puede Berthe hacerla feliz, mamá? –sentí un nudo en la garganta.

–No, querida. Los hijos no pueden hacer felices a sus padres, no es su trabajo.

Había demasiadas cosas que quería preguntar, pero nos interrumpieron porque tenía una reunión con sus socios. Me quedé sola dentro de mi fortaleza el mayor tiempo que pude. Sin embargo, yo era débil, incluso en aquel momento. Me escabullí hacia la gaveta de su escritorio y busqué la bolsa de chocolates escondida en el fondo que estaba casi repleta. Ella jamás contaría la cantidad de trufas, ¿no es cierto? Desenvolví el papel de aluminio arrugado y me llené la boca de un suave chocolate con leche. Con las rodillas dobladas contra el pecho y la cabeza levemente inclinada, me acomodé debajo del escritorio. Allí, acurrucada, una palabra vino a mi mente: consuelo.

Llegamos a la casa y Rizos Dorados empuja el umbral con la cadera.

–A veces, la puerta se atora, entonces hay que forzarla un poco.

La cabaña es pequeña, con paredes de cemento pintadas y un fino tapete azul grisáceo tendido sobre el suelo. Hay un dormitorio a cada lado del vestíbulo; y la otra puerta al final del corredor debe conducir al baño.

–Aquí estamos –Rizos Dorados entra en la habitación de la derecha dando brincos y enciende la luz.

El lugar es austero, con dos camas cubiertas de mantas azul marino desteñido; un armario largo y poco profundo bordea un lado del dormitorio y una puerta corrediza de vidrio da hacia la oscuridad.

Su cama está al otro extremo de la sala y su espacio luce como siempre imaginé que sería una habitación femenina de una residencia universitaria: fotografías de amigos en blanco y negro y coloridas tarjetas de cartulina con el nombre ASHLEY (oh, pienso, esa ortografía no parece correcta) escrito en enormes letras infladas pegadas al tablero adhesivo que se encuentra sobre su cama. Sobre un estante, hay algunos libros de autoayuda amontonados junto al despertador digital; un pequeño perro, un oso azul y un conejo de peluche con una sola oreja se sientan sumisamente del otro lado del reloj.

En mi parte, una maleta negra se encuentra ubicada cuidadosamente al pie de la cama.

–Desempacaron por ti –Rizos Dorados estira sus sucias y decoradas Sharpie Keds–. Tendrían que hacer control de equipaje –comenta y se desploma sobre la cama.

–¿Lo dices en serio? ¿Para qué? –pregunto respirando superficialmente.

Alto. No me permitiré estar más que ligeramente irritada. Todo esto –la muchacha, la alfombra rasgada, las paredes de cemento– es temporario. Solo debo esperar hasta que Eden me saque de aquí.

–Ya sabes, lo usual. Maquinillas de afeitar. Laxantes. Comida.

Cruzo la habitación y abro la puerta del armario. Algunas prendas de vestir cuelgan sin fuerzas de la varilla de madera.

–¿Dónde diablos está mi ropa?

Paso las manos por dos pares de jeans, la enorme sudadera que, cuando cierro los ojos, aún huele a Josh, tres camisetas henleys de manga larga y mis camisetas Brave. Mi calzado deportivo está desparramado en la parte de abajo y, súbitamente enfurecida, lo pongo en orden.

–Probablemente se quedaron con algunas de tus cosas. No puedes tener prendas demasiado ceñidas o cortas. Tampoco vestidos con tirantes.

–¡Es una mierda! –jalo bruscamente la sudadera de Josh de la percha, y la paso por sobre mi cabeza.

–Sé que apesta, pero no es una mala idea. Para mí, sería súper frustrante ver a todas esas chicas delgadas vistiendo minúsculos tops y ese tipo de cosas. ¿No te molestaría a ti también?

Me empiezo a acalorar. Por supuesto que para mí no sería lo mismo. ¡Yo soy una de esas chicas delgadas! ¿Acaso no se dio cuenta? ¿No me ve?

–Quiero que me devuelvan mis cosas.

Esto es culpa de mi padre. Mi piel arde, luego se enfría y todo a mi alrededor se torna borroso. Las yemas de mis dedos se encuentran con mi pecho para contar mis huesos. Siento el teléfono celular en el sostén.

–Créeme, al principio realmente apesta, pero…

–Voy a salir.

Está diciendo algo sobre los controles nocturnos, pero le doy un portazo a sus palabras. No doy otro respiro hasta que me encuentro a salvo, fuera de la cabaña. El aire fresco hiere mis pulmones. Puedo oír voces en la oscuridad, risitas femeninas fuera de la villa, pero nadie está demasiado cerca como para ser visto. Desentierro el teléfono y lo enciendo.

Eden atiende en el último segundo. En el fondo, percibo una oleada repugnante de estudiantes universitarios borrachos y copas para brindar. Sé exactamente en dónde se encuentra.

–¡Holaaaa, amiga! ¡Craptown USA te echa de menos! ¿Qué hay de nuevo? –chilla, demasiado ebria como para recordar.

Como está borracha, le sigo la corriente, lo cual es mi especialidad.

–La comida apesta –no que yo lo supiera. Presiono mi espalda contra el exterior de la cabaña y dejo que el peso me arrastre hacia abajo–. Escucha, no puedo hablar mucho. Simplemente… ¿podrías ir a mi casa y hablar con mi padre? Él no me prestaría atención a mí, pero tal vez si alguien le dice que esto no es una buena…

–¡Jaaaaaason! –su risa ebria produce un zumbido en mi oído.

–Es Jaden, cariño. Jaden –exclama una voz profunda y áspera. Él respira sobre el teléfono–. ¿Hola? ¿Quién es?

–Excelentes noticias –le informo a Jaden–. Es una borracha cachonda.

Corto la comunicación. Me quedan solo dos barras de batería y olvidé empacar el cargador.