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© 2001 Laura MacDonald
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Corazón en prácticas, n.º 1639 - abril 2020
Título original: Medic on Approval
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1348-154-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
Y DIME, Lindsay, ¿dónde diablos está ese lugar al que te marchas? –preguntó Romilly Souter, la novia del padre de Lindsay, algo afectada por el vino de la cena.
–Lo preguntas de un modo que cualquiera diría que estuviera al otro extremo del mundo –respondió Lindsay, tratando de mantener la calma, a pesar de la incipiente irritación que sentía–. No es más que el Norte de Gales.
–Pues es que eso está al otro extremo del mundo –dijo su amiga Annabelle Crichton-Stuart–. Recuerdo que mi padre nos llevó a Rupert y a mí a Caenarvon una vez, y yo tenía la sensación de que no llegábamos nunca. No había más que kilómetros y kilómetros de montañas y de ovejas, y no paraba de llover. Me pareció espantoso.
–No sé –dijo Gideon, el marido de Annabelle–. Yo fui de excursión a Snowdon y fue estupendo.
–Dinos, Lindsay, ¿por qué Gales? –preguntó Charles Croad, un viejo amigo de su padre.
–¿Por qué no? –Lindsay se encogió de hombros, cada vez más alterada al oír las opiniones que tanto había temido escuchar desde que había tomado la decisión.
–Bueno… –Charles se volvió hacia el padre de Lindsay, Richard Henderson–. Yo habría considerado que una consulta en Harley Street habría sido algo más adecuado.
–No creas que no lo he intentado, pero ella insistió en que quería irse al campo –respondió Richard Henderson con una ligera carcajada.
–Pero Gales… –protestó Annabelle–. ¿Por qué Gales? Allí solo hay rugby, canciones y minas de carbón.
–Bueno, tengo una confesión que hacer –dijo Richard–. Tengo cierta relación con Gales –todo el mundo se quedó repentinamente en silencio. Diez pares de ojos se volvieron hacia él. Solo Lindsay mantuvo la cabeza baja, mientras recorría el dibujo del mantel con el dedo–. Un viejo amigo mío, Henry Llewellyn, tiene una consulta a las afueras de Betws-y-coed. Cuando Lindsay decidió que quería hacer medicina general, lo llamé para ver si podía hacer las prácticas con él.
–Pero yo pensé que Lindsay ya era médico –dijo Annabelle.
–Lo es –respondió Richard–. Pero necesita un año de experiencia para poder ejercer.
–Seguramente, después de ese año volverás a la civilización –Romilly levantó las cejas y miró a Lindsay.
–Puede –dijo ella.
–Pero, Linds, no puedes quedarte allí, ¿verdad que no? –dijo Annabelle–. Vas a perderte todo lo que pase este año aquí. Mi padre nos va a llevar en el barco a Cowes. Luego iremos a la villa y…
Charles Croad volvió a intervenir.
–¿Por qué vas a hacer medicina general? Todos esperábamos que hicieras cirugía como tu padre.
–Sí –respondió Richard con una extraña sonrisa–. Y por eso, precisamente, no lo va a hacer.
Hubo una carcajada general a la que también se unió ella. Todos sabían que Lindsay era tremendamente independiente.
–Quiero trabajar con gente –dijo ella.
–Pero también trabajarías con gente en Harley Street –dijo Romilly, alzando ligeramente la nariz.
Lindsay negó con la cabeza.
–No me refiero a gente privilegiada, sino a gente normal, personas a las que las cosas les han resultado difíciles en la vida. Quiero trabajar este año en Gales con campesinos que han tenido muchas dificultades en los últimos tiempos. Después, seguramente volveré a Londres, pero no a Harley Street, sino a algún área con problemas sociales.
–La gente con problemas sociales también necesita cirujanos.
–Lo sé, papá –dijo Lindsay–. Sé que esto debe resultar muy decepcionante para ti, pero de momento no quiero hacer cirugía. Quizás más adelante sí, pero ahora quiero hacer medicina general.
Hubo un silencio en la mesa que poco a poco se fue disolviendo en pequeñas conversaciones individuales. Lindsay se sintió aliviada de que el tema se diera por concluido.
Pero la paz no duró mucho. Algo más tarde, en la lujosa casa de Richard en Chelsea, Annabelle volvió a lanzarse al ataque. Al menos, tuvo la delicadeza de no hacer sus comentarios en público. La conversación quedó entre ellas dos.
–Te voy a echar mucho de menos, Linds –le dijo en un tono acusatorio, y con una triste mirada de víctima.
–Lo sé, Bella –respondió Lindsay–. Yo también te voy a echar de menos. Pero no será por mucho tiempo. Un año pasa muy rápido y estaré de vuelta antes de que te des cuenta. La verdad es que Gales no está tan lejos. Gideon y tú podréis ir a visitarme.
–Sí, supongo que sí –respondió Annabelle no muy convencida–. Cuando estuvimos hablando antes, te oí decir que habías estado posponiendo este año de prácticas. ¿Ha sido por causa de Andrew?
–¿Andrew? Bueno, puede ser. ¿Por qué?
–Por nada. Solo me preguntaba si tenía algo que ver –Annabelle volvió la cabeza hacia la chimenea en la que el fuego se agitaba incesante.
Hubo un largo silencio.
–¿Has superado aquello, Linds?
–Por supuesto –respondió Lindsay con un exceso de entusiasmo.
–Bien, me alegro –hizo una pausa–. Lindsay…
–¿Sí?
–Tú sabes que encontrarás a otra persona, ¿verdad?
–¿Qué te hace pensar que eso es lo que quiero? –preguntó Lindsay con un gesto de sorpresa.
–Sé que es así. Y seguro que la próxima vez, las cosas serán diferentes. Puede que conozcas a alguien en Gales, algún rudo granjero o algo así.
–¡Por Dios! –exclamó Lindsay y se levantó–. Eso es lo último que quiero.
–Bueno –dijo Annabelle–. Pues yo diría que es justo lo que necesitas.
Lindsay decidió viajar en coche hasta Gales, a pesar de que su padre trató de disuadirla.
–Necesito llevarme un montón de cosas –dijo ella–. Además, seguramente necesitaré un vehículo para hacer mi trabajo.
–Pero necesitarás un coche duro y no ese deportivo que conduces.
–Me preocuparé de eso cuando esté allí. De momento, no tengo ninguna intención de dejarlo en Londres –había sido el regalo de graduación de su padre y estaba orgullosa de él.
Hacía una bonita mañana de verano cuando ella llegó a su piso en Fulham. Ya se habían celebrado todas las fiestas de despedida oportunas y estaba ansiosa por partir.
Planificó cuidadosamente la ruta y decidió ir por Oxford, en lugar de por la autovía. Así podría atravesar los Costwolds y pasar por Gloucester, antes de llegar a Shrewsbury.
Los Costwolds estaban en todo su esplendor en aquella época del año, y Lindsay sintió que aquello era justo lo que necesitaba.
Lo que había dicho durante la cena, sobre querer ayudar a gente sin medios, era cierto. Pero la razón real de su partida estaba más relacionada con su ruptura con Andrew Barlow.
Con Andrew, Lindsay creyó haber encontrado al hombre de su vida. Había sido un amor a primera vista. Se conocieron en la fiesta de un amigo común en Kensington y, de inmediato, quedó prendada de la simpatía y el atractivo del joven abogado. Su relación pronto se hizo muy profunda, tanto que, en cuestión de dos meses, ya estaban viviendo juntos. Al principio, Lindsay se puso muy contenta, pero pronto descubrió que su pareja no era lo que ella había imaginado.
Todavía le dolía pensar en aquella época.
Salió de la carretera hacia una zona de descanso a las afueras de Worcester, y trató de apartar a Andrew de sus pensamientos.
Para cuando llegó a Shrewsbury su estado de ánimo había empeorado aún más. Por suerte, las carreteras eran buenas y pronto llegó a Gales. Una vez allí, puso rumbo a Llangollen. El paisaje se hacía más salvaje y dramático cuanto más al norte se dirigía.
Los últimos kilómetros se le hicieron pesados y complicados. Se equivocó en un par de ocasiones, pero al fin encontró Tregadfa, donde Henry Llewellyn tenía su consulta.
El pueblo no era tan pequeño como otros por los que había pasado. Parecía una pequeña ciudad. Había bastantes casas, un par de pubs y varias tiendas, así como señales que indicaban que había un centro de información turística y un camping.
Aparcó el coche ante lo que parecía una pequeña tienda de regalos y salió. Había muy poca gente por la calle y los comercios estaban cerrados. Suspiró y se detuvo a admirar el lugar.
La belleza del paraje era inigualable. No le iba a resultar difícil vivir y trabajar allí durante un año. Claro que, para eso, primero tendría que encontrar la dirección a la que debía dirigirse.
Se puso en marcha y atravesó un pequeño puente bajo el que corría un agua cristalina.
Al alzar la vista de nuevo, vio que, junto a uno de los pubs, el Red Dragon, había una tienda. Seguro que alguien allí podría indicarle dónde vivía el médico.
Aparcados a la puerta de la tienda, había tres coches y un Land Rover lleno de barro y con dos perros dentro. Uno de los perros ladró al ver pasar a Lindsay. Por suerte, las puertas del vehículo parecían bien cerradas, por lo que respiró aliviada.
Al entrar, sonó una campana, y Lindsay se sorprendió. Ya no había campanas en las tiendas de los pueblos ingleses.
Vio al fondo un mostrador en el que se encontraban varias personas conversando amigablemente. Pero, casi antes de que el último sonido de la campana muriera, todos se volvieron hacia ella. Al percatarse de que Lindsay se aproximaba, la conversación cesó.
Un hombre y una mujer estaban detrás del mostrador. Ambos eran de corta estatura. Él era corpulento y ella, de pelo gris, tenía las mejillas sonrosadas y una expresión vivaz. Lindsay a penas si prestó atención al resto de los presentes, pero notó que, con la excepción de una muchacha adolescente, todos los demás eran hombres. Algunos estaban apoyados sobre el mostrador, mientras al menos dos estaban sentados en unas sillas que solían verse antes en las tiendas, pero que se habían convertido en algo realmente excepcional.
La mujer fue la primera que habló y se dirigió a Lindsay en una lengua que no comprendió y que ella asumió era galés.
De pronto, le dio un vuelco el corazón. ¿Y si todo el mundo allí hablaba solo galés? ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a comunicarse con los pacientes? Respiró profundamente, nerviosa ante el hecho de ser el centro de atención.
–Lo siento, pero no hablo galés. ¿Alguno de ustedes habla inglés?
Buscó en el grupo alguna sonrisa amable, pero todo eran miradas frías y distantes. Se fijó en uno de los hombres porque tenía unos ojos azules y profundos, lo que no hacía sino aumentar su dureza. Estaba apoyado en el mostrador y debía tener unos treinta años. Tenía el pelo de color marrón rojizo y rizado. No era muy alto, pero tenía un cuerpo fuerte y musculoso. Por su ropa, unos vaqueros, una camisa de cuadros y una chaqueta de piel engrasada, Lindsay concluyó que debía ser uno de los granjeros, seguramente el dueño del Land Rover.
–¿Qué quiere? –le preguntó la mujer en un inglés teñido de un fuerte acento galés. Lindsay apartó la vista del hombre que la miraba intensamente y pensó que, seguramente, de haber respondido, sus modales habrían sido tan agresivos como los de sus perros.
–Hablan inglés. ¡Cómo me alegro! No quiero comprar nada…
–Ya –dijo la mujer con la misma falta de expresión que antes–. Entonces, ¿qué quiere?
–Esperaba que pudiera ayudarme –hizo una pausa, pero el silencio alrededor de ella seguía siendo ensordecedor–. Estoy buscando al doctor Henry Llewellyn.
–Así que busca al médico –interrumpió el hombre que estaba tras el mostrador y que la miraba con un aire de sospecha.
Lindsay sonrió a pesar de todo.
–Sí, así es –respondió.
La mujer continuaba mirándola de arriba abajo, apreciando cada detalle de su atuendo: el elegante traje de chaqueta y pantalón que llevaba con una camisa de seda, el pelo oscuro, sujeto atrás con un pañuelo, sus pendientes de oro y su reloj de pulsera, incluso su piel tostada por el sol de sus recientes vacaciones.
–¿De dónde es usted?
Por un momento, Lindsay estuvo tentada de decirle que no era asunto suyo, pero se tragó la respuesta y decidió asumir que no era más que curiosidad natural. No debía haber mucha gente que llegara al pueblo preguntando por el médico.
–De Londres –dijo al fin.
Notó que algo en la atmósfera cambiaba ligeramente. No obstante, fue tan leve que le pareció casi imperceptible y se preguntó si, sencillamente, se lo había imaginado.
–¿De Londres? –dijo la mujer, como si Londres estuviera al otro extremo del mundo–. ¿Y para qué quiere ver al doctor Llewellyn?
De nuevo estuvo a punto de decirle a la mujer que no era asunto suyo, pero, antes de hacerlo, el granjero de los ojos azules se incorporó, dijo algo en galés y se dirigió hacia la puerta.
Lindsay se dio cuenta de que lo que él había dicho había provocado cierta reacción en los otros. No se rieron, porque era realmente complicado imaginarse a aquella gente tan parca riéndose, pero tuvo la sensación de que se estaban divirtiendo a su costa.
Por fin, el hombre que estaba detrás del mostrador comenzó a darle indicaciones de cómo llegar a casa del doctor.
Momentos después salió de la tienda y atravesó el puente. Las sombras cada vez eran más largas y una suave neblina se había empezado a formar alrededor de las montañas. Al otro lado del puente vio un banco. Decidió sentarse y llamar desde allí a su padre. Estaba segura de que estaría preguntándose si habría llegado sana y salva a su destino. Sacó el móvil del bolso y marcó el número de su padre. Este respondió casi inmediatamente.
–¿Dónde estás, Lindsay? –le preguntó ansioso–. ¿Ya has llegado?
–Sí, por eso te llamo. Estoy en el pueblo, llamándote desde el móvil.
–¿Es que Henry no tiene un teléfono en la casa?
–No lo sé –se rio ella–. Todavía no he llegado a su casa. No podía encontrar la dirección, así que entré a una tienda a preguntar. Por el modo en que me miraron los aldeanos que había allí, me dio la sensación de que pensaban que era una extraterrestre. Pero, al menos, me indicaron dónde estaba la casa de Henry. Decidí llamarte antes de ir para allá porque no quería que te preocuparas.
–Bueno, yo no estaba realmente preocupado…
–Venga, papá, los dos sabemos que eso no es verdad.
–De acuerdo, admito que sí lo estaba. Pero ya estás allí.
–Te llamaré otra vez mañana.
Se despidieron y Lindsay guardó el móvil en el bolso. Luego se levantó y se dirigió hacia el coche. Delante de él se habían sentado unos chicos que lo admiraban encandilados. Lindsay les sonrió y abrió las puertas con el control remoto.
–¿Es su coche? –le preguntó uno de ellos.
–Sí, así es –asintió ella con una gran sonrisa.
–Es precioso –dijo el otro chico–. Me gusta mucho el color. ¿Corre mucho?
–Lo suficiente –respondió ella y se metió dentro. Agitó la mano en un gesto de despedida y se alejó de allí.
Según el hombre de la tienda, la casa del doctor Llewellyn estaba a las afueras del pueblo. La consulta estaba detrás de la iglesia, pero ya estaba cerrada a aquella hora. Siguió las indicaciones que el hombre le había dado, volviendo por la carretera por la que había entrado y girando a la izquierda hasta meterse en una carretera muy pequeña.
Lindsay había recorrido solo unos pocos metros, cuando vio que algo estaba obstruyendo la carretera. Redujo la velocidad hasta detener el coche.
Había una furgoneta justo delante de ella, pero el problema parecía estar más allá del vehículo. Lindsay no podía ver qué pasaba.
Se quedó sentada ante el volante, golpeándolo repetidas veces con las uñas en un gesto impaciente.
Después de cinco minutos, decidió apagar el motor y bajarse del coche. Se acercó a la furgoneta. Pero, al llegar, se percató de que el conductor no estaba allí. Decidió pasar de largo la furgoneta para ver lo que pasaba. Se dio cuenta entonces de que se trataba de un accidente. Una caravana estaba fuera de la carretera y un pequeño grupo de gente se había congregado alrededor de alguien que yacía en el suelo.
Lindsay se encaminó hacia el lugar del accidente, pues su primer instinto fue ir a ver si podía ayudar. En ese momento, vio que un joven vestido con un peto vaquero se aproximaba a ella. Parecía ser el conductor de la furgoneta.
–¿Qué ha ocurrido? –le preguntó Lindsay.
–Los de la caravana trataron de tomar la curva muy deprisa y se han salido de la carretera.
–¿Hay mucha gente herida?
–Dos personas. Hay un hombre mayor, que se ha golpeado la cabeza, y su mujer, que se ha hecho daño en un brazo.
–Iré a ver si puedo ayudar.
–La ambulancia viene de camino, así que voy a quitar la furgoneta para ver si pueden pasar.
–A pesar de todo, puede que necesiten primeros auxilios –sin esperar a que él respondiera, Lindsay se dirigió al lugar del accidente.
Había un montón de gente congregada alrededor de los heridos y se abrió paso entre ellos.
–Déjenme pasar –dijo–. Por favor, déjenme pasar. Soy médico.
La gente se movió de mala gana. Lindsay vio entonces a una mujer que estaba sentada en el suelo junto a un hombre mayor que estaba tendido. De rodillas, a su lado, había otro hombre, alguien con una chaqueta de cuero engrasada que ella reconoció al instante.
A Lindsay se le encogió el corazón al darse cuenta de quién era. Cuando aquellos ojos azules intensos la miraron ya no hubo error posible. Era el brusco granjero que estaba en la tienda del pueblo.
–Vaya –dijo ella sin pensar–. Es usted.