JUAN VILLORO

ilustrado por
RAFAEL BARAJAS, EL FISGÓN

Primera edición, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

Índice

Terribles ronchas

Viajes Babylonia

Los otros pasajeros

Un invierno de cinco horas

Leche que sabe a mueble

Un dentista sin dientes y un letrero muy extraño

Los pies hinchados y el mosco más flaco del mundo

El dinero rojo

Tipos de sangre

Muchísimas agujas

Un traidor a bordo

El mantel comestible

La más rica sangre

La Ciudad de la Sangre

La entrada al corazón

El Máximo Piojo

Río Revuelto

La gran bienvenida

Terribles ronchas

Los hermanos Tere y Pepe Martínez Delgadillo vivían en una hermosa casa color limón. Dormían en una litera con colchones de la más alta tecnología, tenían un cuarto lleno de juguetes y en la cocina los esperaba un refrigerador con delicias, como las paletas de mantequilla de cacahuate y el sorbete de mandarina. Todo parecía perfecto en casa de la familia Martínez Delgadillo.

Sin embargo, había un pequeño problema: cada nueve minutos el metro pasaba por debajo de la sala. Las ventanas crujían, las lámparas temblaban, la televisión parecía a punto de estallar. El efecto era terrible, como si la casa estuviera en el lomo de una ballena acatarrada. La sopa se salía del plato y los cuadros se ladeaban.

—No se preocupen: a todo se acostumbra uno —decía el señor Martínez.

La verdad sea dicha, Pepe y Tere vivían contentos en la casa. Su papá tampoco estaba muy molesto, entre otras cosas porque llegaba muy tarde de la oficina, cuando el metro ya había dejado de circular.

¿Y la mamá? Encarnita Delgadillo de Martínez era una mujer nerviosa, pero muy nerviosa. Le tenía miedo a las hormigas rojas y a los ratones chicos, medianos y grandes. Cuando encontraba una telaraña había dos posibilidades: si estaba vacía, pegaba un grito; si estaba ocupada por una araña, se desmayaba hasta el día siguiente.

—¡Soy tan sensible! —suspiraba Encarnita Delgadillo de Martínez.

Su nariz respingada parecía hecha para descubrir olores apestosos. Dos veces al día, trapeaba el piso con alcohol y rociaba desodorante de eucalipto en los rincones de difícil acceso.

No podía ver la tele sin sollozar por emoción, por tristeza o tan sólo por costumbre.

—Todo me afecta. ¡Soy tan sensible! —y hundía su pequeña nariz en el pañuelo, húmedo de tanto llanto.

Aunque tomaba un té para relajarse, en las noches soñaba que la empanizaban como si fuera una milanesa.

—¡Siento cada migajita en mi piel! —gritaba a medianoche, y sus hijos bajaban de la litera a decirle que no, que todo estaba bien, que ella era su mamá y no una milanesa.

—¿Por qué no ves a un doctor especializado, Encarnita linda? —le preguntaba su esposo.

—¿Dónde voy a encontrar un especialista en mujeres empanizadas?

La verdad, parecía difícil encontrar un doctor de ese tipo.

Así, la familia Martínez Delgadillo se acostumbró a vivir con las sacudidas del metro cada nueve minutos y con los nervios de punta de la mamá.

Lo malo era cuando las dos catástrofes se juntaban. Imaginemos a Encarnita en la sala, bebiendo su té antinervios o fumándose un cigarrito. De repente, oye el rumor del metro, cierra los ojos, infla las mejillas y se tapa los oídos, como un astronauta rumbo a la Luna. Es difícil pensar en un astronauta con escoba, pantuflas y tubos en el pelo, pero el rostro de Encarnita era, inconfundiblemente, el de un astronauta en apuros.

Tarde o temprano, tanto nerviosismo iba a ocasionar consecuencias.

Una mañana la casa color limón se estremeció con un alarido:

—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado a mi piel sensible?

¿Encarnita había vuelto a soñar que la empanizaban como una milanesa?

Algo mucho más grave. La familia fue al baño y encontró a la mamá frente al espejo. Lo que vieron fue horrendo:

—¡Mi piel, mi piel sensible!

Encarnita tenía la cara llena de ronchas. De ronchas francamente rojas.

—¡No puede ser! ¡Si siempre he tenido cutis de porcelana, terso, suave, bastante mullido! —Encarnita empezó a llorar sobre su pañuelo—. ¡Mi cutis, mi fino cutis!

El señor Martínez se asustó con el aspecto de su esposa, pero fingió calma:

—Encarnita linda, te ves tan hermosa como siempre, yo te quiero aunque tengas la cara horriblemente picada de ronchas —se dio cuenta de que no iba por buen camino y agregó—: ¡Tenemos que ver a un médico especialista!

—Todo lo quieres solucionar con especialistas. ¿Quién puede devolverme mi rostro de princesa? —protestó Encarnita, y puso su cara de astronauta.

El señor Martínez buscó en internet y aunque no encontró a expertos en princesas, dio con un anuncio que le pareció conveniente:

Dr. Jerónimo Williams
Ronchas de toda clase.

El señor Martínez fue al piso de arriba para que nadie lo escuchara, marcó el número del médico y le comentó:

—¿Doctor Williams? Mi esposa parece un perro dálmata, sólo que sus manchas son color rojo.

—Debe ser un caso de alergia. Tráigala de inmediato —ordenó el doctor con voz fuerte y confiable.

Encarnita no creía tener curación; para ella, sus sufrimientos eran los peores en la historia de la humanidad.

—No puedo ir con un médico.

—¿Por qué? —preguntó su esposo.

—¿Y si me pide que le enseñe la panza?

—¿Qué tiene de malo?

—Es que… estoy un poco gordita —dijo ella con coquetería—, no soportaría que pensara que soy una de esas señoras que se la pasan tragando. No, de mi panza ni hablar.

—Basta con que te revise la cara, mi amor. Te lo prometo.

Así fue como Encarnita Delgadillo de Martínez aceptó ver al especialista en ronchas de toda clase. Sin embargo, al llegar al consultorio se puso nerviosa y le preguntó al doctor:

—Con todo respeto, ¿usted es médico de panza o médico de cara?

—Soy médico de la piel, señora, y como usted sabe, la piel abarca el cuerpo entero.

—¡¿El cuerpo entero?! ¡Jesús bendito! ¿Quiere decir que tiene que verme todo el cuerpo? ¿Todito?

—Bueno, en este caso no creo que sea necesario.

—Si desea puedo enseñarle mis pies. ¡Son tan hermosos! Tengo un cuello sutil, como habrá apreciado, y nariz pequeña. Pero a últimas fechas he engordado un poco, lo admito. Tal vez por soñar que soy una milanesa se me abre el apetito.

—¿Sueña que es una milanesa? —preguntó el doctor, muy asombrado.

—Sólo a veces, no se preocupe.

—¿Y qué otras molestias tiene?

—Para decirlo en pocas palabras: la casa, las travesuras de mis hijos, el metro que pasa por debajo de la sala, los olores de la calle, la vecina que me ve feo y la vecina que nunca me mira, los días de lluvia, las telarañas (incluso las deshabitadas), el ladrido de los perros, el carácter de mi marido…

—Creo que es suficiente —dijo el doctor.

—¡Soy tan sensible! —suspiró Encarnita.

El doctor acercó una lupa a las ronchas y sacó unas pinzas.

—¿Me va a pellizcar? —preguntó la paciente.

—Necesito tomar una muestra para verla en el microscopio.

—Está bien, maltráteme. Todo sea por la ciencia.

—No le va a doler.

El doctor desprendió un pellejito con las pinzas, lo estudió en su microscopio y después de reflexionar un rato se acercó a Encarnita.

—¿Sobreviviré? —preguntó ella, muy afligida.

—No se preocupe. Su problema es nervioso. La curación resulta fácil pero no sé si puedan llevarla a cabo.

—Si el problema es de dinero, no se preocupe —dijo el señor Martínez con tanta generosidad que su esposa sollozó de la emoción.

—Bueno, hay que hacer algunos gastos, pero no los que usted se imagina. Le resumiré la situación. La señora tiene una alergia muy profunda.

—¿Una alergia qué? —preguntaron al unísono los esposos Martínez.

—Eso es lo curioso. Su esposa tiene alergia a la ciudad.

—¿A la ciudad?

—En efecto. El aire contaminado, los ruidos del metro y las tensiones de la vida urbana le han producido esta neurodermatitis —la última palabra era tan complicada que el diagnóstico pareció indiscutible.

—¿Y cuál es la solución?

—Salir de la ciudad, naturalmente. Aire fresco, vida tranquila y natación, de ser posible.

—¿Una casa en el mar? —preguntó entusiasmada Encarnita.

—Veo que comprende mi diagnóstico, señora —dijo el especialista.

—¿Y mi trabajo? —preguntó el señor Martínez.

—Usted debe escoger entre cambiar de trabajo o tener una esposa con ronchas —la voz del doctor era muy firme.

—¡Siempre ha sido tan egoísta! —sollozó Encarnita.

—Está bien, buscaré otro trabajo.

—¡Siempre ha sido tan generoso! —festejó Encarnita.

—Eso sí, deben salir cuanto antes. Estas ronchas progresan muy rápido. Le voy a recetar una pomada para el camino.

El doctor Jerónimo Williams les dio la receta y cobró una cantidad exagerada por la consulta.

Encarnita Delgadillo de Martínez estaba tan feliz que cantó una extraña canción:

Mis hijos nadarán como delfines

Tendremos hortalizas con jazmines

Tomaremos el sol como las focas

Nunca más soñaremos cosas locas.

Así llegó a su casa. Y los niños se alegraron de verla tan animada.

—¡A empacar se ha dicho! —gritó el señor Martínez.

Sólo entonces se dio cuenta de que no era fácil mudarse a otra ciudad. Primero que nada, tenía que saber adónde iban a ir, luego debía vender la casa, cambiar de trabajo, buscar otra escuela para los niños, en fin, un montón de cosas.

El señor Martínez pasó la noche despierto, pensando en cómo solucionar tantos problemas. Lo más sencillo era enviar a su esposa a la playa y arreglar los asuntos poco a poco.

Al día siguiente supo que esto era imposible:

—¿Me vas a mandar sola, como si fuera un paquete de correo? Hace tanto que no viajamos y quieres que me vaya con gente desconocida.

—Iré contigo, Encarnita linda.

—Al fin vuelves a ser el mismo.

¿Qué significaba que el señor Martínez volviera a “ser el mismo”? Que se comportara como en los tiempos en que era novio de Encarnita y le daba flores y bombones a cada rato. El problema es que entonces no tenían hijos. ¿Qué iba a pasar con Tere y Pepe?

—No te preocupes, ellos son muy maduros. Ya tienen doce y diez años —dijo Encarnita.

—Yo tengo trece años —corrigió Tere.

—Y yo once —agregó Pepe.

—¡Los que sean! Ya están grandecitos para ayudarnos un poco, ¿no es así, Chuponcito?

Tere y Pepe supieron que estaban perdidos. Cada vez que su mamá le decía a su papá Chuponcito, él la obedecía ciegamente.

—Creo que ya me salió otra roncha —dijo Encarnita.

El señor Martínez habló a su oficina para renunciar y a la agencia de viajes para reservar boletos de avión.

Empacaron todo de prisa, le dejaron dinero a Pepe para los gastos más urgentes y pusieron un letrero en la casa color limón: “SE VENDE”.

A los pocos días, Pepe hizo el primer negocio de su vida. Vendió la casa a un señor de grandes bigotes, en la cantidad que su papá dejó escrita en una servilleta de papel. Luego guardó el dinero en una alcancía con forma de vaca loca.

Los niños Martínez Delgadillo ya no tenían dónde vivir; por suerte recibieron el siguiente mensaje:

Estamos en Puerto Sirena. Casa con
alberca. Mamá sin ronchas. Vengan
de inmediato. Seremos felices.
Dirección: Avenida Calamar 501.
Firma: Papá Martínez.

Tere y Pepe se despidieron de sus amigos en la escuela, compraron ropa de playa, empacaron sus juguetes favoritos, guardaron muy bien su alcancía y entonces se hicieron la siguiente pregunta: ¿cómo se llega a Puerto Sirena?

El encuentro con sus queridos padres iba a ser más difícil de lo que pensaban.