Manuel Díaz Rodríguez
Obras
Edición de Orlando Araujo
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Créditos
Título original: Obras.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9007-428-2.
ISBN ebook: 978-84-9007-430-5.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
Tic 9
Las ovejas y las rosas del padre Serafín 19
Música bárbara 32
Ensayos 49
Sobre el modernismo 51
Alrededor de Nápoles 61
I 61
II 65
Alma de viajero 71
Libros a la carta 77
Brevísima presentación
La vida
Manuel Díaz Rodríguez nació en Chacao (Miranda, Venezuela) el 28 de febrero de 1871 y murió en Nueva York el 23 de agosto de 1927.
Escritor, médico, periodista y político. Es considerado por muchos estudiosos como uno de los mayores representantes de la prosa modernista hispanoamericana.
En 1902 publicó Sangre patricia, un retrato del desarraigo. Tras publicar esta novela y a raíz de la muerte de su padre, Díaz se hace cargo de la hacienda heredada, situada en los alrededores de Chacao. Entre 1903 y 1908 comparte su tiempo entre las labores agrícolas y literarias. Finalmente pone fin a su retiro rural con la publicación de Camino de perfección, libro donde expone la realización de su ideal literario: el ajuste perfecto entre la idea y la palabra. En 1909 dirige el Diario El Progresista y es nombrado vicerrector de la Universidad Central de Venezuela. Director de Educación Superior y de Bellas Artes en el Ministerio de Instrucción Pública (1911), ministro de Relaciones Exteriores (1914), Senador por el Estado Bolívar (1915) ministro de Fomento (1916), y ministro plenipotenciario de Venezuela en Italia (1919-1923). En 1921, publica su última novela, Peregrina o el pozo encantado. Presidente del estado Nueva Esparta (1925) y presidente del estado Sucre (1926), viajó a Nueva York en 1927 para tratarse una afección en la garganta y murió en dicha ciudad.
Tic
Era la segunda o tercera vez que volvía muy nerviosa de la calle:
—De algún modo necesito acabar con esta situación que me hace la más desgraciada de las mujeres. Debe de existir un medio capaz de libertarme de esa pesadilla que a todas partes me persigue, y he de encontrar ese medio. Ya no me puedo dominar. Cada vez se me va haciendo insufrible la presencia de ese amigote serio de mi marido. Si supiera lo antipático y odioso que me es, sobre todo cuando me mira, así como lo ha hecho hoy, dándose aires y tomando actitudes de moralista: parece como si quisiera decirme: «Señora, no sea usted coqueta». En todo caso, ¿a usted qué le importa, señor palurdo? ¿Le disgusto?: pues no ha debido salir nunca de su provincia, de su tierruca de salvajes o, a lo menos, ha debido dejar por allá todo el pelo de la dehesa, y así no turbaría usted la paz y el reposo de quien no ha hecho mal ninguno. Usted podrá ser muy bueno, sí señor, y hasta muy inteligente, como dice mi marido, pero no por eso deja de hacerme el efecto de una mosca importuna que, revolando a mi alrededor se me posara de tiempo en tiempo en la punta de la nariz, y continuase en el mismo revolar, y produciéndome el mismo cosquilleo impertinente, de una manera indefinida, por los siglos de los siglos. Con esas palabras y con ese tono debiera yo hablarle, franca y abiertamente, pero no me atrevo. Mientras tanto, él sigue siendo nuestro visitante más asiduo, nuestro compañero indispensable de las noches de teatro, de las partidas de campo, y mi suplicio continúa sin esperanzas de un término próximo. ¿Decírselo a mi marido? ¡Ni pensarlo! Ya una vez traté de participarle todo lo que su amigo me repugna, e hizo como que no me comprendía. Ahora me parece inútil insistir: de antemano sé lo que puede responderme. Achacará mi aversión a caprichos míos, y me dirá, seguramente, que sería muy cruel, de parte suya, cerrar las puertas de su casa a su amigo más íntimo, a su mejor camarada de colegio, sobre todo cuando este su amigo vive solo, sin más conocidos ni parientes, en toda la ciudad, que nosotros, ni más compañía que la nuestra. ¡Como si no fuese más cruel abandonarme al suplicio en que vivo hace ya algún tiempo! ¡Como si su amigote le fuera necesario y su mujercita indiferente! Pero ... ya veremos, señor palurdo, ya veremos ...
Y mientras Margarita hablaba así, ora consigo misma, ora como dirigiéndose a un interlocutor invisible y odiado, iba cambiando incesantemente de postura, como si en vez de estar sentada en un sofá blando y mullido lo estuviese, en realidad, sobre mil puntas de alfileres. En su inquietud creciente, cerraba los puños, golpeaba el suelo con los pies inquietos, y más y más encapotaba el entrecejo, donde una preocupación furiosa luchaba, se resistía, forcejeaba, destrozándose las alas de mariposa negra.
El —ya veremos, señor palurdo, ya veremos—, dicho en alta voz, había salido como involuntariamente de sus labios, traduciendo la amenaza que los nervios acababan de formular en un lenguaje oscuro formado de vibraciones muy finas. Luego, repitiendo la amenaza, Margarita se levantó del sofá, y se detuvo delante de un espejo a verse y remirarse con la expresión de un deseo que no admite espera, con la expresión de una voluntad inquebrantable y segura de la victoria.
¿Qué podía traer tan exaltados y locos a los nervios de aquella rubia indolente que, por su apariencia risueña y bondadosa, más que de huesos y carne parecía compuesta de una pasta suavísima y tierna, mezcla de rayos de Luna y harina de trigo candeal y leche muy blanca? Quizá un grano de polvo, una brizna de paja, ¿quién iba a adivinarlo?: nervios holgazanes, el ocio los vuelve antojadizos y exigentes, de modo que el menor contacto desagradable, por muy ligero y fugaz que sea, los irrita y los lleva al dolor más agudo. Margarita misma no hubiera podido decir claramente los motivos de aquello que le andaba por dentro; ni a satisfacción explicarse el origen de aquel odio que experimentaba por un hombre, el cual debía serie, cuando más, indiferente; ni cómo de ese odio pudo venir el deseo, todavía confuso pero irresistible que la empujaba hacia el mismo hombre, objeto y blanco de sus furias, con la tenacidad irreflexiva y ciega de la obsesión.
Lo que sí hubiera podido decir Margarita era que sentía un malestar semejante al malestar que siempre acompañaba a sus «pequeñas supersticiones», como llamaba ella ciertos desbordamientos y arranques súbitos de la voluntad, arranques y desbordamientos a los que Margarita solía bautizar también con los nombres de humoradas, pequeñeces, cosas de los nervios, y de los cuales hacía burlas, aunque no alcanzara a dominarlos. A veces, paseando en un jardín público, se le ocurría, de repente, que necesitaba llegar a cierto banco, a sentarse a la sombra de cierto árbol determinado, y de la llegada a ese lugar preciso, sin hallar obstáculo ninguno, sin tropezar, por ejemplo, en el camino, con personas que se aproximaran a saludarla, hacía depender ella la realización de un deseo, un capricho o una esperanza cualquiera, por muy noble que fuese. Valiéndose de tales humoradas, tomaba a menudo las más graves decisiones, decisiones que de un modo razonable, sereno y tranquilo, no hubiera logrado tomar nunca, por lo irresoluto y débil de su carácter. Formulado en mientes uno de esos propósitos descabellados y cuya idea la sobrecogía de improviso en medio de un paseo, Margarita se precipitaba a cumplirlo con una fuerza desproporcionada al fin, desplegando una gran suma de energías, como si no se tratase de dar unos cuantos pasos, sino de alzar un peso enorme o de otro esfuerzo aun más penoso y duro; y mientras llegaba al objeto o paraje, interiormente fijado por su voluntad, iba desazonada, inquieta, casi loca, sin más idea que la de llegar lo más pronto posible, y con la sensación desesperante de un principio de asfixia que le comprimiera el pecho y le tenaceara la garganta, bajo cuya sutil epidermis la sangre, obediente al esfuerzo, venía a extender como un velo de vapores rosados. A esta sensación de angustia indecible sucedía, inmediatamente después, la sensación contraria de un bienestar infinito, como si el curso de la vida, interrumpido un momento, siguiera de nuevo tan sosegado y libre como antes.
Idénticas sensaciones dominaban a Margarita algunas veces en la noche, cuando por un olvido involuntario no había dejado la lámpara, como era su costumbre, en el mismo sitio de la mesa de mármol, de suerte que el pie de bronce, en forma de garra, de la lámpara tocase con uno de sus dedos el mismo ángulo de la mesa. En estas circunstancias, si después de matar la luz y de acostarse caía en cuenta de su olvido, en vano luchaba por conciliar el sueño y reprimir los impulsos, más y más poderosos, que le aconsejaban levantarse a subsanar la falta cometida contra el hábito. Y al fin se vela obligada a ceder a esos impulsos, pues de lo contrario el insomnio se prolongaba al través de las horas, en medio al retumbar de la sangre impetuosa en las sienes y en medio a la agitación del cuerpo todo, producida como por una multitud de hormigas malévolas que por la piel se pasearan mientras la jaqueca, en acecho en el fondo de las órbitas, espiaba el momento oportuno de asomar sus ojos mareantes constelados de estrellitas.
Subsanada la falta y vuelta a su puesto ordinario la lámpara, podía Margarita darse al reposo, y dormir con el sueño de los niños, pero con el sueño de los niños cuando éstos se rinden al sueño cansados de llorar, después de mucho gemir, y ya dormidos, todavía un sollozo les remueve el pecho y, a la menor caricia, les corre por los miembros el temblor de un sobresalto.