Traducción de
Paloma Rodríguez Esteban
Por Clifton Johnson (1908)
Del grupo de notables que a mediados del siglo pasado tuvieron su hogar en la pequeña población de Concord, en Massachusetts, otorgándole con ello una fama literaria a la vez especial y duradera, Thoreau es el único nacido allí. Su vecino Emerson había buscado aquel sitio en su madurez como refugio rural y, después de haberlo convertido en el lugar elegido para su retiro, le siguieron Hawthorne, Alcott y otros; pero Thoreau, el genio más peculiar de todos ellos, era hijo de la tierra.
En 1837, a los veinte años de edad, se graduó en Harvard, y durante tres años fue maestro de escuela en su pueblo natal. Luego se puso a trabajar en el negocio al que estaba dedicado su padre: la fabricación de lapiceros de grafito. Creía poder fabricar un lapicero mejor que cualquiera de los que se usaban en aquella época, pero cuando tuvo éxito y sus amigos lo felicitaron por haberse abierto la perspectiva de hacerse rico, él respondió que jamás fabricaría otro lapicero. «¿Para qué?», dijo. «No quiero hacer de nuevo lo que ya he hecho una vez».
De modo que dirigió su atención a diversos estudios y a la naturaleza. Cuando necesitaba dinero lo ganaba mediante alguna tarea manual que le resultase agradable, como construir un bote o una cerca, plantar, o realizar un relevamiento topográfico. Nunca se casó, rara vez iba a la iglesia, no votaba, se negaba a pagar impuestos al Estado, no comía carne, no bebía vino ni consumía tabaco; y durante mucho tiempo fue simplemente considerado una rareza por sus vecinos del pueblo1. Pero cuando finalmente llegaron a comprenderlo mejor, reconocieron su autenticidad, sinceridad y originalidad, y lo respetaron y admiraron. Era totalmente independiente, no se atenía a lo convencional y jamás le faltó el valor para vivir como consideraba adecuado y para defender y sostener aquello que creía correcto. De hecho, era tan devoto de sus principios e ideales que no parece haberse concedido nunca un momento de indiferencia o de descuido.
Era un hombre fuertemente ligado a su entorno, y pocas veces incursionaba fuera de su distrito. Salir de viaje no lo tentaba lo más mínimo. A su juicio, sería sólo un tiempo perdido de disfrutar de su propio pueblo, y comentaba: «En el mejor de los casos, París solo podría ser una escuela donde aprender a vivir aquí, un peldaño en el camino a Concord».
Albergaba una marcada antipatía hacia el tipo urbanita acomodado, y hablando de esta clase de personas señala: «Habitualmente realizan cada día una pequeña actividad con objeto de mantenerse y luego se reúnen en los salones a fabular lánguidamente y a chapotear en la sensiblería social, y se marchan sin reparos a la cama a revestirse de una nueva capa de pereza».
Las personas que él prefería eran de un tipo más primitivo, sin artificios, con el valor necesario para librarse de las ataduras de la moda y las costumbres heredadas. Le gustaba especialmente la compañía de aquéllos que vivían en estrecho contacto con la naturaleza. Un irlandés semisalvaje, un rudo granjero, un pescador o un cazador, le producían verdadero placer; y por ese motivo, Cape Cod lo atraía poderosamente. Constituía por entonces una porción sumamente aislada del estado, y sus habitantes eran precisamente del tipo de gente independiente, autónoma, que lo atraía. En la narración de sus excursiones por allí ocupa un lugar principal el elemento humano, y el autor se detiene larga y afectuosamente en las características de sus conocidos casuales, anotando todo comentario relevante por su parte. Sin duda ellos a su vez, también lo encontraban interesante, aunque los propósitos del viajero fueran en buena medida misteriosos para ellos y se inclinasen a pensar que se trataba de un buhonero.
Su libro fue el resultado de diversos viajes, pero el único de estos sobre el que nos habla en detalle fue realizado en octubre [1849]. Ese mes fue, por lo tanto, el escogido por mí para visitar Cape Cod con el fin de lograr la serie de láminas que ilustran esta edición; pues deseaba ver la región lo más aproximadamente posible a la forma en que Thoreau la describe. A partir de Sandwich, donde comienza el relato de sus experiencias en Cape Cod y donde la costa interior empieza a describir una marcada curva hacia el este, seguí casi la misma ruta recorrida por él en 1849, hasta Provincetown, en el propio extremo del gancho que forma la península.
Thoreau tiene mucho que decir acerca de caminos arenosos y laboriosas caminatas. En ese aspecto se ha producido una notable mejora, pues últimamente una parte considerable de la ruta principal ha sido «macadamizada»2. Pero todavía se encuentran bastantes de los viejos caminos de arena que hacen pesado el viaje, sea a pie o en vehículos de tracción a sangre. Otro elemento al que el amante de la naturaleza hace referencia una y otra vez son los molinos de viento. Aunque el último cesó de moler hace muchos años3, varios continúan en pie y en condiciones casi perfectas. Ha habido cambios en Cape Cod, pero el paisaje en conjunto presenta el mismo aspecto que en tiempos de Thoreau. En cuanto a la gente, si se la mira sin prejuicios, paseando como lo hacía Thoreau, su personalidad conserva en buena parte el interés que él hallaba en ella.
El relato de nuestro autor sobre su viaje posee un sabor que resulta sumamente estimulante. Esto podría decirse de todos sus libros, pues no importa sobre qué escribiese, era seguro que sus comentarios iban a resultar originales; y lo leemos tanto o más por lo que manifiestan acerca de sus gustos, sus pensamientos y sus inclinaciones que por el tema del que trate. A su muerte en 1862, con cuarenta y cuatro años, había publicado únicamente dos libros, y su Cape Cod no apareció hasta 1865. El público tampoco mostró al principio gran interés por sus libros. Durante su vida, pues, el círculo de sus admiradores fue muy reducido, pero su fama ha aumentado constantemente desde entonces, y el estímulo de sus vívidas descripciones y observaciones parece destinado a una valoración duradera4.
[1] Buena parte de lo contenido en las cinco frases precedentes fue recogido (en 1908) del ensayo biográfico de Emerson sobre Thoreau.
[2] Pavimentada con capas compactas de piedra machacada y prensada.
[3] Al menos un molino de viento de Cape Cod, en Brewster, estuvo en operación hasta 1900.
[4] Cuando esto fue escrito, la actual valoración de la figura de Thoreau acababa de iniciarse.
Con el deseo de obtener un panorama mejor del que ya había tenido del océano, que —dicen— cubre más de dos tercios del globo, pero del cual quien viva a algunas millas tierra adentro puede que nunca tenga más indicios que sobre otro mundo, realicé una visita a Cape Cod en octubre de 1849, otra en junio siguiente, y otra más a Truro en julio de 1855; la primera y la última con un acompañante1, la segunda, solo. En total, he pasado unas tres semanas en el Cape2; dos veces caminando por el lado del Atlántico desde Eastham hasta Provincetown3, y otra por el lado de la Bahía, exceptuando cuatro o cinco millas, y en mi andadura he atravesado la península media docena de veces; pero habiendo arribado tan fresco al mar, me he salado apenas. Mis lectores deben esperar únicamente el grado de salinidad adquirido por la brisa terrestre al soplar sobre un brazo del mar, o la que se percibe en las ventanas y en la corteza de los árboles a veinte mllas tierra adentro, tras los vendavales de septiembre. Solía efectuar excursiones a las lagunas a menos de diez millas de Concord, pero últimamente las he prolongado hasta la orilla del mar.
No vi razón alguna para no poder escribir un libro sobre Cape Cod, lo mismo que mi vecino sobre «La cultura humana». Es sólo otro nombre para la misma cosa, y apenas una fase más arenosa de ella. En cuanto a mi título, supongo que la palabra Cape proviene del francés cap, y esta a su vez del latín caput, cabeza; que tal vez deriva del verbo capere, coger, asir —siendo esta la parte por la que agarramos una cosa: «coger el Tiempo por el tupé. Es también la parte más segura por la que sujetar a una serpiente. Y en cuanto a Cod, está tomada directamente de aquel «gran acopio decodfish»4 que hizo allí el capitán Bartholomew Gosnold en 1602 5; pez cuyo nombre deriva al parecer del vocablo sajón codde, «caja en la que se guardan las semillas», sea por la forma del animal o por la cantidad de huevas que contiene; de donde también, quizá, codling («pomun coctile»?)ycoddle, cocinar en agua caliente, sin hervir (ver dicc.).
Cape Cod es el desnudo brazo curvado de Massachusetts —el hombro está en Buzzard’s Bay; el codo, o hueso del codo, en Cape Mallebarre; la muñeca en Truro; y el puño arenoso en Provincetown— detrás del cual el Estado se mantiene en guardia, de espaldas a las Green Mountains y con los pies afirmados en el suelo oceánico, como un atleta que protege su bahía —boxeando con las tormentas del nordeste, y alzando de vez en cuando a su adversario, el Atlántico, del regazo de la Tierra—, preparado para lanzar el otro puño, que entretanto monta guardia junto a su pecho en Cape Ann.
Estudiando el mapa, comprendí que debía haber una playa ininterrumpida al este, o lado exterior del antebrazo del Cape, más de treinta millas desde la línea general de la costa, que debía proporcionar un buen panorama marino, pero que, habida cuenta de una abertura en la playa que constituye la entrada a Nauset Harbor, en Orleans, debía acceder a ella por Eastham, si me aproximaba por tierra, y probablemente podría caminar de allí directamente a Race Point, unas veintiocho millas, sin tropezar con obstáculo alguno.
Partimos de Concord, Massachusetts, el martes 9 de octubre de 1849. Al llegar a Boston nos encontramos con que el vapor de Princetown, que debía haber entrado el día anterior, no había arribado aún, debido a una violenta tormenta; y, al advertir en las calles un volante encabezado «¡Muerte! Ciento cuarenta y cinco vidas perdidas en Cohasset», decidimos ir por la ruta de Cohasset. Encontramos en los vagones 6 muchos irlandeses que iban a identificar cadáveres y a compartir los sentimientos de los sobrevivientes, así como a asistir al funeral que iba a tener lugar por la tarde; y cuando llegamos a Cohasset parecía que casi todos los pasajeros se dirigían a la playa, que estaba como a una milla de distancia, y muchas otras personas acudían de la campiña vecina. Había varios centenares de ellas entrando en tropel por los terrenos municipales de Cohasset en aquella dirección, algunas a pie y otras en carromato, y entre ellas algunos deportistas con atuendo de cazador, con sus escopetas, morrales y perros. Al pasar por el cementerio vimos un gran hueco, semejante a un sótano, acabado de cavar allí, y, poco antes de alcanzar la costa por un agradable y sinuoso camino pedregoso, encontramos varios carros de heno y carromatos de granja que se alejaban hacia el salón comunal 7, cada cual cargado con tres grandes cajones rústicos de madera de pino. No necesitamos preguntar qué había en ellos. A los dueños de los vehículos les tocó ser los sepultureros. Cerca de la costa había numerosos carruajes con sus caballos atados a las cercas, y a lo largo de una o dos millas, arriba y abajo, la playa estaba cubierta de personas que buscaban cadáveres y examinaban los restos del naufragio. Frente a la costa había una pequeña isla, llamada Brook Island, con una choza en ella. Se dice que ésta es la costa más rocosa de Massachusetts, desde Nantasket hasta Scituate: dura roca sienita, que las olas han pulido pero no han logrado desmenuzar. Ha sido escenario de muchos naufragios.
El bergantín St. John, de Galway, Irlanda, cargado de inmigrantes, naufragó el domingo por la mañana 8; ahora era la mañana del martes y el mar continuaba golpeando con violencia las rocas. Sobre la ladera de una verde colina, a pocas varas del agua, y rodeados por una multitud, yacían dieciocho o veinte de los mismos cajones que he mencionado antes. Los cadáveres rescatados, veintisiete o veintiocho en total, habían sido reunidos allí. Algunos hombres clavaban rápidamente las tapas de los cajones, otros los acarreaban, y había otros que levantaban las tapas aún sueltas y echaban un vistazo bajo la tela que cubría el cadáver, pues a cada uno de éstos, incluso con restos de ropa adheridos, lo habían cubierto someramente con una sábana blanca. No vi ninguna señal de pesar, sino la sobria ejecución de una tarea que resultaba conmovedora. Un hombre procuraba identificar un cadáver en particular, y un sepulturero o carpintero llamaba a otro para saber en qué cajón se hallaba una determinada criatura. Según se alzaban las telas vi muchos pies marmóreos y cabezas apelmazadas, y el cuerpo lívido, hinchado y destrozado de una muchacha ahogada —probablemente había salido pensando en servir en casa de alguna familia americana— que llevaba todavía adheridos fragmentos de ropa, y un cordón medio oculto por la carne alrededor del cuello tumefacto; los restos retorcidos de un torso humano carcomido por las rocas o los peces de un modo tal que dejaba a la vista hueso y músculo, pero sin sangre alguna —simplemente rojo y blanco—, con los ojos muy abiertos pero opacos, como faros sin luz; o como los ojos de buey de un barco encallado, llenos de arena. A veces había en el mismo cajón dos o más niños, o un progenitor y su hijo, y en la tapa de uno quizá estuviese escrito, en tiza roja, «Bridget Tal-y-Tal, e hijo de su hermana». La hierba de alrededor estaba cubierta de trozos de velas y de ropa. Hace poco he oído, de alguien que vive en esta playa, que una mujer que había venido primero pero había dejado a su niño para que después lo trajese su hermana, acudió a examinar aquellos cajones y en uno —probablemente el mismo cuya inscripción en la tapa he citado— vio a su hijo en brazos de su hermana, como si esta última hubiera querido que la hallasen así; y antes de tres días, la madre murió de la impresión 9.
Nos volvimos y caminamos por la costa rocosa. En la primera caleta estaban esparcidos los que parecían fragmentos de una embarcación, en pequeños trozos mezclados con arena y algas marinas, y gran cantidad de plumas; pero su aspecto era tan antiguo y oxidado que, al principio, lo tomé por los restos de un antiguo naufragio que llevara allí muchos años. Pensé incluso en el Capitán Kidd10, y en que las plumas fueran las arrojadas en aquel sitio por las aves marinas; y en que acaso hubiera una tradición acerca de aquello en la vecindad. Pregunté a un marinero si se trataba del St. John. Dijo que sí. Le pregunté dónde había chocado. Él señaló un peñasco frente a nosotros, a una milla de la costa, llamado Grampus Rock, y añadió, «Se puede ver aún la parte de él que sobresale; parece un bote pequeño».
Lo vi. Debía estar sujeto por las cadenas y las anclas. Pregunté si los cadáveres que yo había visto eran de todos los que se habían ahogado. «Ni la cuarta parte», dijo él.
«¿Dónde está el resto?»
«La mayoría debajo de la parte que usted está viendo».
Nos pareció que la abundancia de residuos indicaba el naufragio de una gran navío en esta sola caleta, y que su acarreo iba a insumir muchos días. La aglomeración, en la que distinguimos esparcidas una gorra o una chaqueta, alcanzaba varios pies de altura. En el centro mismo de la multitud que rodeaba los restos había unos hombres con carretillas ocupados en recoger las algas que la tormenta había arrojado y llevarlas fuera del alcance de la marea, aunque a menudo se veían obligados a separar de las mismas fragmentos de ropas, y en cualquier momento podrían haber encontrado bajo ellas un cuerpo humano. Se ahogase quien se ahogase, no olvidaban que aquellas algas marinas eran un valioso fertilizante. Aquel naufragio no había generado ninguna vibración emotiva visible en el tejido social.
A eso de una milla hacia el sur pudimos ver, asomando entre las rocas, los mástiles del bergantín británico al cual el St. John se había empeñado en seguir, al que se le habían soltado los cables y, por suerte, se había internado en el abra de Cohasset Harbor. Poco más adelante, por la costa, vimos unas ropas de hombre sobre una roca; más allá, un pañuelo de mujer, un vestido, un sombrero de paja, la cocina del bergantín y uno de sus mástiles, alto y seco, quebrado en varios trozos. En otra caleta rocosa, a varias varas del agua y detrás de unas rocas de veinte pies de altura, yacía parte de un costado del buque, todavía entera. Tenía quizá cuarenta pies de largo por catorce de ancho. Me sorprendió aún más el poder de las olas que demostraba ese fragmento destrozado, que lo que me había sorprendido antes la visión de los fragmentos menores. Las cuadernas mayores y los tensores de hierro se habían roto irremediablemente, y me di cuenta de que ningún material podía resistir la fuerza de las olas; que el hierro tenía que hacerse pedazos en esas circunstancias, y que una embarcación de ese material se quebraría contra las rocas como una cáscara de huevo. Pero algunas de aquellas cuadernas estaban tan podridas que yo casi podía perforarlas con el paraguas. Nos dijeron que algunos se salvaron en aquel trozo del barco, e incluso nos mostraron el lugar donde el mar lo había arrojado a la caleta, que ahora estaba seca. Cuando vi dónde había entrado, y en qué condiciones, puse en duda que alguien se hubiera salvado en él. Un poco más lejos se había reunido una multitud alrededor de un tripulante del St. John que estaba contando su historia. Era un joven delgado, que se refería al capitán como el patrón y parecía algo excitado. Estaba diciendo que cuando saltaron al bote, éste se inundó, y que al inclinarse el barco, el peso del agua hizo que se rompiese la amarra, con lo cual quedaron separados. Ante eso, un hombre se alejó, diciendo:
«Bueno, no creo que esté contando toda la historia. Eso de que el peso del agua en el bote rompió la amarra. Un bote lleno de agua es muy pesado», etc.; todo ello en un tono bien audible y excesivamente serio, como si del asunto dependiera una apuesta suya, pero el aspecto humano no le interesase. Otro, un hombre voluminoso, estaba de pie allí cerca sobre una roca contemplando el mar y masticando tabaco como si tal fuese en él un hábito empedernido.
«Venga», dijo otro a su compañero, «vámonos de aquí. Ya lo hemos visto todo. Es inútil quedarse para el funeral».
Más allá vimos de pie sobre una roca a uno que, nos dijeron, era de los salvados. Un hombre de aspecto sobrio, vestido con chaqueta y pantalones grises, con las manos en los bolsillos. Le hice algunas preguntas, a las que él respondió; pero parecía renuente a hablar del asunto, y se alejó rápidamente. A su lado estaba uno de los hombres del bote salvavidas, con chaqueta de tela impermeable, quien nos contó cómo fueron al salvataje del bergantín británico, pensando que el bote del St. John, con el que se cruzaron por el camino, llevaba a toda la tripulación, pues las olas les impedían ver a quienes estaban en la nave, aunque de haber sabido que estaban allí podrían haber salvado a algunos. Poco más adelante estaba la bandera del St. John que se secaba al sol sobre una roca, sostenida por piedras en las esquinas. Esta frágil, pero esencial y significativa porción de la nave, que por tanto tiempo había sido juguete de los vientos, no podía dejar de alcanzar la costa. Desde aquellas rocas eran visibles una o dos casas, en las cuales estaban algunos de los sobrevivientes recuperándose de la conmoción experimentada por su cuerpo y su mente. Uno de ellos no era de esperar que salvase la vida.
Continuamos por la costa hasta un promontorio llamado Whitehead, para poder ver más de las Cohasset Rocks. En una pequeña ensenada, a menos de media milla, un anciano y su hijo recogían, con su equipo, las algas que aquella fatal tormenta había arrojado a la costa, y actuaban con tanta naturalidad como si nunca hubiese habido un naufragio en el mundo, aunque tenían a la vista la Grampus Rock, donde había chocado el St. John. El anciano se había enterado del naufragio, y conocía casi todos los detalles, pero dijo no haber estado allí desde que ocurrió. Lo que más le preocupaba eran las algas destrozadas, los líquenes, las coralinas, según las fue nombrando, que acarreaba hasta su corral; y los cadáveres no eran para él sino otras plantas arrojadas por la marea, pero que no le servían. A continuación dimos con el bote salvavidas en su ancladero, a la espera de otra emergencia. Y por la tarde vimos a lo lejos la procesión fúnebre, a la cabeza de la cual marchaba el capitán con los demás sobrevivientes.
En su conjunto, no fue una escena tan impresionante como habría esperado. Si yo hubiese hallado un cadáver en una playa solitaria, me habría afectado más. Más bien me identificaba con los vientos y las olas, como si lanzar y destrozar aquellos pobres cuerpos humanos fuera algo natural. Si tal era la ley de la naturaleza, ¿a qué malgastar un tiempo en sentirse turbado o apiadarse? Llegado el último día, no deberíamos pensar tanto en la separación de los amigos ni en las malogradas perspectivas de los individuos. Comprendí que los cadáveres podían multiplicarse, como en el campo de batalla, hasta dejar de afectarnos en grado alguno, como excepciones a la suerte común de la humanidad. Súmense todos los cementerios, ellos son siempre la mayoría. Es el individuo y soldado quien demanda nuestra simpatía. Hay un solo funeral al que un hombre no puede asistir en el curso de su vida, un solo cadáver que no puede mirar. Yo vi que a los habitantes de la costa no les afectó aquel suceso. Hicieron guardia allí muchos días y noches esperando que el mar entregase a sus muertos, y su imaginación y sus simpatías reemplazaron las de los deudos ausentes, no enterados aún del naufragio. Muchos días después, uno que ambulaba por la playa vio algo blanco flotando sobre el agua. Cuando se le aproximó un bote, pudo verse que era el cadáver de una mujer, que se había alzado en posición erguida, y cuyo sombrero blanco el viento soplaba hacia atrás. Comprendí que la presencia de numerosos caminantes solitarios malograría la propia belleza de la costa mientras no fueran capaces de percibir, por fin, cómo unos naufragios como aquel la incrementaban y la hacían adquirir una, más rara y sublime todavía.
¿Por qué ocuparse de aquellos cadáveres? No tienen en realidad más amigos que los gusanos o los peces. Sus dueños venían al Nuevo Mundo como lo hicieron Colón y los Peregrinos, estaban a menos de una milla de sus costas; pero antes de poder alcanzarlas, emigraron a un mundo más nuevo del que Colón soñó jamás, pero uno de cuya existencia creemos que hay muchas más pruebas universales y convincentes —aunque no hayan sido aún descubiertas por la ciencia— que las que Colón tenía del suyo; no simplemente cuentos de marineros y unas míseras ramas y algas flotando a la deriva, sino tendencias e instintos llegados a todas nuestras costas. Yo ví sus carcasas vacías que llegaron a tierra; pero ellos mismos, entretanto, eran arrojados a una costa aún más al este, hacia la cual todos nosotros tendemos y que alcanzaremos al final, tal vez entre la tormenta y la oscuridad, como ellos. Sin duda tenemos motivos para agradecer a Dios el que no hayan sido «naufragados de nuevo a la vida». El navegante que alcanza el puerto más seguro en el Cielo, quizás a sus amigos en tierra les parece naufragado, porque consideran que el sitio mejor es la bahía de Boston; aunque tal vez invisible para ellos, un hábil piloto viene a encontrarlo, y ante aquella costa soplan los más favorables y balsámicos vientos, su buena nave alcanza tierra en idílicos días, y él besa allí la orilla extasiado mientras aquí su viejo casco se bambolea sobre el oleaje. Es duro separarse del cuerpo de uno, pero sin duda es bastante fácil prescindir de él una vez que no está. ¡Todos sus planes y esperanzas explotan como una burbuja! ¡Montones de infantes estrellados contra las rocas por el océano Atlántico enfurecido! ¡No, no! Si el St. John no alcanzó su puerto aquí, ha sido anunciado allí. El más fuerte de los vientos no puede hacer que un Espíritu se tambalee; es un soplo de Espíritu. El propósito de un hombre justo no puede partirse en ninguna roca de Grampus ni material arenoso, sino que él mismo partirá las rocas hasta imponerse.
Los versos dedicados a Colón agonizante pueden, con leves alteraciones, aplicarse a los pasajeros del St. John:
«Soon with them will all be over,
Soon the voyage will be begun
That shall bear them to discover,
Far away, a land unknown.
«Land that each, alone, must visit,
But no tidings bring to men;
For no sailor, once departed,
Ever hath returned again.
«No carved wood, no broken branches
Ever drift from that far wild;
He who on that ocean launches
Meets no corse of angel child.
«Undismayed, my noble sailors,
Spread, then spread your canvas out;
Spirits! on a sea of ether
Soon shall ye serenely float!
«Where the deep no plummet soundeth,
Fear no hidden breakers there,
And the fanning wing of angels
Shall your bark right onward bear.
«Quit, now, full of heart and comfort,
These rude shores, they are of earth;
Where the rosy clouds are parting,
There the blessed isles loom forth.»
[«Pronto todo habrá acabado para ellos,/ pronto comenzará el viaje/ que los llevará a descubrir,/ muy lejos, una tierra desconocida.// Tierra que cada uno, a solas, debe visitar,/ pero que ninguna nueva trae al hombre;/ pues ningún marinero, una vez que ha partido,/ ha retornado jamás.// Ni madero tallado, ni ramas quebradas/ llegan jamás a la deriva desde ese lejano páramo;/ quien se lanza a ese océano/ no se encuentra ningún cadáver de ángel niño.// Sin abatiros, mis nobles marineros,/ diseminaos, luego desplegad vuestra vela./ ¡Espíritus! ¡En un mar de éter/ pronto flotaréis serenamente!// Donde la profundidad ninguna plomada sondee,/ no temáis ocultas rompientes,/ y las alas acariciantes de los ángeles/ llevarán vuestra nave adelante.// Idos, ahora, el corazón plenamente confortado,/ esas rudas costas, son de tierra;/ donde las rosáceas nubes se abren,/ allí asoman las islas benditas.»]
Pasado aquello, un día de verano vine aquí a pie, por la costa, desde Boston. Hacía tanto calor que en Hull unos caballos, buscando la brisa, habían trepado hasta el terraplén mismo de la muralla del fuerte, donde apenas tenían sitio para darse la vuelta. El datura stramonium, o estramonio, estaba en plena floración a lo largo de la playa; y a la vista de este cosmopolita —este Capitán Cook11 entre las plantas— llevado en lastre por todo el mundo, sentí como si me hallase en la avenida de las naciones. Más bien llamémosle este Vikingo, Rey de las Bahías, pues no
es una planta inocente; sugiere, no únicamente comercio, sino sus vicios concomitantes, como si sus fibras fueran la materia con la cual los piratas tejen sus historias. Oí las voces de unos hombres gritando a bordo de un navío, a media milla de la costa, que sonaban como si estuvieran en un granero en el campo, siendo que provenían de entre las velas. Era un sonido enteramente rural. Al mirar hacia el agua, vi las islas consumirse repentinamente, el mar mordisqueando con voracidad el continente, el arco ascendente de una colina súbitamente interrumpido, como en Point Alderton 12 —lo que los botánicos llamarían una mordida—, mostrando, por su curva contra el cielo, cuánto espacio debía haber ocupado, donde ahora solo había agua. Por otro lado, aquellos restos de islas se estaban organizando caprichosamente en nuevas costas, como en Hog Island, en Hull, donde todo parecía estar apaciblemente encaminándose al futuro. Dicha isla había adquirido la forma propia de una onda, y pienso que sus habitantes deberían llevar por emblema en sus escudos una onda, una ola que pasara sobre ellos, con la datura, de la que se dice que produce alienación mental de larga duración sin afectar la salud corporal, asomando por los costados13. Lo más interesante que he oído mencionar, en ese distrito de Hull, fue un manantial inagotable, cuya ubicación en la ladera de una colina distante me indicaron mientras yo jadeaba por la costa, y que no visité. Tal vez si pasara por Roma hubiese un manantial en la Colina Capitolina14 que yo recordase por más tiempo. Es verdad, yo estaba bastante interesado en el pozo del antiguo fuerte francés, el cual, decían, tiene noventa pies de profundidad, con un cañón en el fondo. En la playa de Nantasket conté una docena de calesines que provenían de la posada. De vez en cuando los conductores dirigían a los caballos hacia el mar, deteniéndose en el agua para gozar el frescor; y comprendí el valor que tienen para las ciudades las playas donde disfrutar de la brisa marina y del baño.
En la villa de Jerusalem los habitantes estaban recogiendo apresuradamente, antes de una lluvia en ciernes, las algas marinas que habían extendido a secar. La lluvia pasó por un costado y a mí me tocaron solo algunas gotas, que no refrescaron el aire. Sentí únicamente una ráfaga en la mejilla, pese a que, a la vista, un navío daba una vuelta de campana y otros arrastraban el ancla y se acercaban a la orilla. El baño de mar en Cohasset Rocks fue perfecto. El agua más pura y transparente que hubiera visto nunca. No contenía la menor partícula de barro o cieno. Como el fondo era arenoso, ví percas 15 nadando por allí. Las rocas, lisas y fantásticamente desgastadas, y las algas perfectamente limpias semejantes a una cabellera que cayera sobre uno, y tan firmemente sujeta a la roca que era posible izarse cogiéndose de ella, aumentaron considerablemente el goce del baño. La faja de percebes justo encima de las algas me hizo pensar en algún tipo de vegetación, pimpollos, pétalos, y vainas de flores. Se extendían a lo largo de las grietas de las rocas como los botones de un chaleco. Era uno de los días más calurosos del año, a pesar de lo cual encontré el agua tan helada que di un par de brazadas y pensé que, en caso de naufragio, sería mayor el riesgo de morir de frío que el de simplemente ahogarse. Una inmersión bastaba para hacer olvidar por completo la canícula. Aunque antes se hubiera experimentado un calor sofocante, después llevaba media hora recordar la calidez ambiental. Estaban las rocas rojizas, como leones echados, desafiando al océano, cuyas olas las golpeaban incesantemente y las restregaban con vastas cantidades de grava. El agua que con el receso de la marea quedaba retenida en sus pequeñas oquedades era tan cristalina que no se podía creer que fuese salada y daban deseos de beberla; y más arriba encontrábanse pilas de agua fresca dejada por la lluvia, todas las cuales, al ser también de diferente profundidad y temperatura, eran adecuadas para diferentes tipos de baño. Asimismo, los grandes hoyos en las pulidas rocas constituían asientos y vestidores de lo más convenientes. En ese sentido la costa era la más perfecta que yo hubiera conocido.
En Cohasset, separada del mar sólo por una playa estrecha, vi un bonito aunque apenas profundo lago de unos cuatrocientos acres, el cual, me dijeron, el mar había aventado entre la playa en una gran tormenta primaveral, y, después que los sábalos se hubieron internado en él, había interrumpido su desagüe, con lo que ahora aquellos peces morían por miles y, al evaporarse el agua, los habitantes percibían la pestilencia. En el lago había cinco islotes rocosos.
Esta costa rocosa se llama Pleasant Cove en algunos mapas; en el mapa de Cohasset ese nombre parece limitarse a la caleta que yo vi cuando el naufragio delSt. John. Ahora parecía que en el océano no hubiera habido nunca un naufragio; no era grandioso y sublime, sino hermoso como un lago. No se veía vestigio alguno de un naufragio, ni podía yo creer que los huesos de numerosos náufragos estuvieran sepultados en aquella arena pura. Pero sigamos con nuestra primera excursión.
[1] Ellery Channing, amigo de Thoreau, con cuya hermana Sophia editaron este libro tras la muerte de aquel.
[2] De los miles de cabos en el mundo, Cape Cod es uno de un puñado que son conocidos por millones de personas, en contexto, simplemente como «el Cabo». La breve lista incluye siempre: Cabo de Buena Esperanza, Cabo de Hornos, Cabo Cañaveral y Cape Cod, al que mencionaremos aquí frecuentemente como «el Cape».(N. del T.)
[3] La ininterrumpida extensión de playa entre el norte de la curva del cabo, y que es actualmente la Cape Cod National Seashore, de unas 25 millas de largo.
[4] Codfish: bacalao. (N. del T.)
[5] Bartolomew Gosnold (1572-1607), explorador inglés, zarpó de Nueva Inglaterra en 1602 en el Concord.
[6] Los vagones de pasajeros de un tren.
[7] Edificio usado para reuniones públicas, especialmente de culto, por los cuáqueros. (N. del T.)
[8] El St. John salió de Irlanda el 7 de septiembre de 1849. El 7 de noviembre una violenta tormenta precipitó al barco sobre la costa rocosa al sudeste de Boston. Se desconoce el número exacto de bajas, pero se calcula en alrededor de un centenar.
[9] Este parágrafo fue la fuente del poema de Robert Lowell The Quaker Graveyard in Nantucket, publicado en Selected Poems, 1976.
[10] William Kidd (1645?-1701), pirata/corsario escocés.
[11] El Capitán James Cook (1728-1779), navegante y explorador inglés, dio dos veces la vuelta al mundo.
[12] Cabo a la entrada de la bahía de Boston.
[13] (Nota de Thoreau): La hierba de Jamestown (o estramonio). «Siendo esta una planta temprana, era cosechada muy pronto para la ensalada hervida por parte de algunos de los soldados enviados allí (es decir, a Virginia) a sofocar la rebelión de Bacon; y varios de ellos la consumieron en abundancia, con el resultado de una comedia muy divertida, pues a consecuencia de su ingestión se volvieron tontos durante varios días: uno soplaba una pluma en el aire; otro le lanzaba furiosamente pajas a modo de dardos; y otro, completamente desnudo, se sentaba en un rincón como un mono, sonriendo y haciéndole muecas; un cuarto besaba y manoseaba cariñosamente a sus compañeros y se burlaba de ellos en su cara, con una expresión más grotesca que la de cualquier payaso alemán. En ese frenético estado los encerraban, a menos que ellos mismos, en su locura, se autodestruyesen, si bien se observó que todas sus acciones estaban llenas de inocencia y buena disposición. En realidad no eran muy diestros. Gastaban mil bromas simples, y al cabo de once días volvían a su estado normal, sin recordar nada de lo que había ocurrido». History of Virginia
[14] La más pequeña de las siete colinas romanas, y antiguo centro de poder.
[15] Perca amarilla (perca flavescens).
Después de pasar la noche en Bridgewater y de recoger allí por la mañana algunas cabezas de flecha, fuimos en tren a Sandwich, adonde arribamos antes demediodía. Aquel era el final de la línea de ferrocarril «Cape Cod Railroad»1, aunque no está sino en elcomienzo del Cape. Como llovía fuertemente, con una bruma intensa, y no había señales de que fuera a cesar, allí abordamos el más obsoleto medio detransporte, la diligencia, para que nos llevase «lo más lejos que llegase ese día», según le dijimos al conductor. Habíamos olvidado cuán lejos podíallegar una diligencia en un día, pero nos dijeron que los caminos del Cape eran muy «pesados», si bien añadieron que, siendo de arena, la lluvia losmejoraba. Aquel carruaje era sumamente estrecho, pero como colocándonos de a dos en un asiento sobraba un pequeño espacio, el conductor aguardó hasta quehubo nueve pasajeros, sin cuidarse de sus respectivas medidas, y a continuación cerró la puerta, tras unos golpes inútiles —como si el defecto se debieraexclusivamente a las bisagras o al pestillo—, mientras nosotros, para ayudarle, conteníamos la respiración.
Ahora estábamos realmente en el Cape, que se extiende desde Sandwich treinta y cinco millas hacia el este, y de ahí treinta más hacia el norte y noroeste,sesenta y cinco millas en total, y tiene un ancho promedial de alrededor de cinco millas. En el interior se eleva hasta una altura de doscientos —y enpartes tal vez trescientos— pies por sobre el nivel del mar. Según Hitchcock2, el geólogo estatal, secompone casi enteramente de arena, en algunas partes incluso hasta una profundidad de trescientos pies, aunque es probable que haya un núcleo oculto deroca un poco por debajo de la superficie, y su origen es diluvial3, exceptuando una pequeña porción en elextremo y en otras partes a lo largo de las costas, cuyo origen es aluvial4. En la primera mitad del Capese encuentran aisladamente, mezclados con la arena, grandes bloques de piedra, pero en las últimas treinta millas es raro tropezar con rocas, o inclusograva. Hitchcock conjetura que, en el curso del tiempo, el océano ha ido carcomiendo la bahía de Boston y otras en el continente, y que los minúsculosfragmentos han sido depositados por las corrientes a cierta distancia de la costa y formado de ese modo este banco de arena. Por encima de la arena, sisometemos la superficie a un examen agronómico, vemos que hay una delgada capa de suelo cuyo espesor va disminuyendo gradualmente desde Barnstable hastaTruro, donde desaparece; pero en esta vestidura azotada por los elementos hay muchos agujeros y desgarrones que no es probable que con el tiempo seanzurcidos, que dejan expuesto el cuerpo; y que en su extremidad aparece totalmente desnudo.
De inmediato saqué mi libro, el octavo volumen de la Colección de la Sociedad Histórica de Massachusetts5,impreso en 1802, que contiene suscintas referencias a los centros poblados del Cape, y me puse a investigar hacia dónde iba, pues en el tren no pude leercon la misma rapidez con la que viajaba. Para quienes provenían del lado de Plymouth, decía: «Después de atravesar una extensión boscosa de doce millas enla que se ven aisladamente algunas casas, aparece el poblado de Sandwich, que provoca el más agradable efecto visual en el viajero». Otro autor habla delmismo como un bonito pueblo. Pero yo creo que nuestros pueblos sólo admiten comparación entre ellos, no con la Natura. No siento un gran respeto por losgustos del autor, que habla con soltura de poblaciones «hermosas», acaso adornadas con «un molino completo», «un elegante instituto» o centro de reunión, y«una cantidad de talleres para las diferentes artes mecánicas»; donde la fachada de las casas verde y blanco de la gente acomodada, dispuestas en hilera,dan a una calle de la que sería difícil decir si se parece más a un desierto o a una extensa cuadra. Lugares así sólo pueden parecerle hermosos al viajerocansado o al nativo que regresa a su lugar de origen; o en todo caso al misántropo arrepentido; no a quien, desprejuiciado y en su sano juicio, acaba desalir del bosque y se aproxima al sitio por un camino pelado, a través de una desordenada sucesión de viviendas, donde no se sabe cuál es el asilo. Detodas maneras, en cuanto a Sandwich en particular, no puedo hablar. El nuestro fue, cuando mucho, medio sándwich, y en algún momento debe haber caído dellado enmantecado. Yo sólo vi que era un poblado compacto para su pequeñez, con fábrica de vidrio para aprovechar la arena, y calles estrechas por lascuales estuvimos dando vueltas y vueltas hasta que no supimos adónde íbamos, y vino la lluvia, primero de este lado y después del otro, y comprendí queellos en sus casas estaban más cómodos que nosotros en la diligencia. Mi libro decía también de este lugar: «Los habitantes, en general, llevan una vidasubstanciosa», es decir, supongo, que no viven como filósofos; aunque como la diligencia no se detuvo lo bastante como para que cenáramos, no tuvimosoportunidad de comprobar la verdad de tal aserto. Pero la referencia podría aludir a la cantidad «de aceite que producían». Decía además: «Los habitantesde Sandwich manifiestan en general apego y consistente adhesión a las costumbres, ocupaciones y modos de vida que caracterizaron a sus padres»; lo cual mehizo pensar que eran, después de todo, muy semejantes al resto del mundo; y agregaba (el libro) que aquél era «un parecido que, al día de hoy, noconstituirá descrédito en cuanto a la virtud o el gusto»; una afirmación que a mi juicio demuestra que el autor se identificaba con el resto de ellos.Ninguna persona ha vivido nunca maldiciendo a sus padres, aun cuando hayan sido para ella una verdadera maldición. Pero hay que admitir que la cita eraantigua, y probablemente todo eso haya cambiado actualmente.
Nuestra ruta iba por el lado de la Bahía, pasando por Barnstable, Yarmouth, Dennis y Brewster hacia Orleans, con una sucesión de bajas colinas a la derecharecorriendo el Cape. El tiempo no facilitaba la visión a los lados del camino, pero aprovechamos al máximo lo que podíamos atisbar del terreno y el agua através de la lluvia. El campo era, mayoritariamente, pelado, o con apenas el remanente de un montecillo achaparrado en las colinas. En Yarmouth —y, si nome equivoco, en Dennis— notamos grandes extensiones en las que cuatro o cinco años antes se habían plantado pinos tea. Formaban hileras, según pareciócuando pasábamos y, excepto porque había grandes espacios vacíos, daban la impresión de estar creciendo notablemente bien. Según nos comentaron, aquél erael único uso provechoso que se podía dar a tales extensiones. En lo más alto de cada uno de los promontorios había un mástil con un chubasquero o una velaatada al mismo como señal, para que los del lado sur del Cape, por ejemplo, pudieran enterarse cuando los paquebotes hubieran arribado en el norte. Daba laimpresión de que tal uso debería absorber la mayor parte de la ropa vieja del Cape, no dejando más que unos andrajos a los mercachifles. Los molinos deviento en las colinas —unas grandes estructuras octogonales marcadas por el tiempo—, y las salinas diseminadas por la costa, con sus largas hileras detanques apoyados sobre pilares hundidos en la marisma, sus bajos tejados en forma de caparazón de tortuga y sus molinos de viento más ligeros, eran objetos nuevos e interesantes para alguien del interior del país. La arena del borde del camino estaba parcialmente cubierta de grupos de una planta musgosa, laHudsoniana tomentosa6, a la cual, según una mujer que iba en la diligencia, llamaban «de lapobreza» porque crecía donde no germinaba ninguna otra planta.
Me impresionó la placentera igualdad reinante entre los pasajeros de la diligencia y su amplio e invulnerable buen humor. Eran lo que suele llamarseinformales, y sacaban provecho de encontrarse, como personas que, finalmente, han aprendido a vivir. Siendo desconocidos entre sí, por su sencillez y sufranqueza parecían haberse conocido de antemano. Se llevaban bien, de una forma inusual, es decir, se llevaban lo mejor posible y no parecía que tuvieranpreocupación alguna. No tenían temor ni se avergonzaban mutuamente, sino que se contentaban con la compañía que las circunstancias determinaban. Eraevidente que allí no se reclamaba ningún respeto estúpido debido a la simple riqueza o a la posición, como en muchas partes de Nueva Inglaterra; pese a quealgunos de ellos eran «gente de primera», como se les suele llamar, de los diversos pueblos por los que pasábamos. Capitanes de navío retirados que seencontraban a gusto hablando de las tareas rurales, como es habitual en ellos; un hombre erguido, respetable y con aspecto de persona digna de confianza,sal de la tierra hoy como antes lo fuera de los mares7; o un caballero sumamente cortés, que tal vez habríasido en su día representante parlamentario; o un voluminoso individuo de rostro colorado, oriundo del Cape, que había visto demasiadas tormentas como parairritarse con facilidad; o la esposa de un pescador, que había estado una semana esperando un barco de cabotaje para salir de Boston, y finalmente lo habíahecho por tren.
En honor a la verdad estamos obligados a decir que las pocas mujeres que vimos aquel día nos parecieron excesivamente flacas. Tenían el mentón y la narízprominentes, habían perdido toda la dentadura, y su perfil consistía en una afilada W. No estaban tan bien conservadas como sus respectivos maridos; o talvez lo estuvieran como frutos secos. (Los maridos, en cambio, lucían como encurtidos). Pero no por eso las respetamos menos; nuestro propio sistema dentalestá lejos de ser perfecto.
Continuábamos avanzando con lluvia, o, si nos deteníamos, era casi siempre en una estafeta de correos, lo que nos hizo pensar que el escribir cartas yclasificarlas a nuestro arribo debía ser la principal ocupación de los habitantes del Cape ese día lluvioso. Allí el Correo parecía una instituciónsingularmente doméstica. De vez en cuando la diligencia se detenía ante una tienda o vivienda de mala muerte, de la que surgía un carretero o un zapateroen mangas de camisa y con delantal de cuero, con las gafas recién puestas, sosteniendo en alto una bolsa del Tío Sam como si fuera un trozo de tarta caserapara los viajeros, mientras le pasaba algún chisme al conductor, en verdad tan indiferente a la presencia de aquéllos como si hubieran sido piezas deequipaje. En una ocasión supimos que la estafeta estaba a cargo de una mujer, y se decía que era la mejor de la ruta; pero nosotros sospechamos que allílas cartas eran sometidas a un muy cuidadoso escrutinio. Mientras estábamos detenidos delante de una estafeta en Dennis, nos aventuramos a asomar la cabezapor la ventanilla, y a través de la bruma vimos alzarse ante nosotros unas colinas notablemente despojadas, que mostraban sólo hierba de la pobreza,surgiendo como si estuvieran en el horizonte, aunque eran cercanas, y nos pareció hallarnos de ese lado al final del territorio, pese a que los caballosseguían enfilados en aquella dirección. En verdad, esa parte que vimos de Dennis era una zona sumamente estéril y desolada, de un carácter que no acierto adefinir; una superficie, tal vez, como la del fondo del mar trocado en tierra seca antes de ayer. Estaba cubierta de hierba de la pobreza y apenas habíaalgún árbol a la vista, y en cambio sí una casa de una planta aquí y allá, marcada por la intemperie, con el techo rojo —pues el techo solía estar pintado,aunque no el resto de la casa—, luciendo lóbrega y sombría sobre unos sólidos cimientos, dando la impresión de que todas las comodidades tendrían quehallarse en el interior. No obstante, leímos en el Indice Geográfico —pues también llevábamos uno— que en 1837 ciento cincuenta patrones de barcos oriundosde este poblado zarparon de los diversos puertos de la Unión. Ha de haber muchas más casas en la parte sur, de lo contrario no imaginamos dónde se alojantodos cuando están en casa, si es que alguna vez lo hacen; pero la verdad es que sus casas son flotantes y su hogar es el océano. No había casi árboles enesta zona de Dennis, ni supe que allí hablaran de plantar alguno. Es cierto, había un templo8 rodeado deálamos lombardos que formaban un somero cuadrado, las hileras tan rectas como los pilares de un edificio y las esquinas igualmente en escuadra. Pero si nome equivoco, estaban todos secos. No pude evitar pensar que allí hacía falta una renovación. Nuestro libro decía que en 1795 se erigió en Dennis «unelegante templo, con campanario». Tal vez fuera aquél; pero si tenía un campanario, o si para entonces el mismo se había agostado solidariamente con losálamos, no me acuerdo. Otro templo de esta población estaba descrito como un «cuidado edificio»; pero del templo en Chatham, una población vecina, puesentonces había sólo una, nada se dice, excepto que «está en buen estado»; comentarios, ambos, que confío deban entenderse aplicables a las iglesias tantoen sentido espiritual como material. No obstante, los «templos elegantes», desde el trinitario de Broadway hasta este en Nobscussets, pertenecen según micriterio a la misma categoría que las «bonitas villas». Nunca estuve en temporada para ver una. Obras son amores, que no buenas razones. No sabemos lo quehacían aquí para tener sombra en tiempo caluroso, aunque leemos que «las nieblas son más frecuentes en Chatham que en cualquier otra parte de la región; yen verano sirven, en lugar de los árboles, para proteger las casas contra el calor del sol». «Para quienes gustan los panoramas amplios» —¿debe inferirseque a los habitantes de Chatham no?—, «resultan desagradables, pero no se ha encontrado que sean insalubres». También es probable que la brisa marina librede obstáculos explique el propósito de un abanico. El historiador de Chatham añade después que «en muchas familias no hay diferencia entre el desayuno y lacena; el queso, las tartas y los pasteles son tan corrientes en uno como en la otra». Pero eso nos deja aún sin saber si eran realmente corrientes enambas.