BREVIARIOS
del
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
439
CLAUDE LÉVI-STRAUSS
Traducción de
VÍCTOR GOLDSTEIN
Primera edición en francés, 2002
Primera edición en español, FCE Argentina, 2003
Primera reimpresión, FCE México, 2014
Primera edición electrónica, 2014
© Presses Universitaires de France
Título original: Claude Lévi-Strauss
D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-2105-4 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
¿Qué es lo que yo sé sobre Claude Lévi-Strauss? En 1962, cuando lo conocí, a los cincuenta y tres años ya era el más grande antropólogo de su tiempo, fundador de la teoría estructuralista francesa con Georges Dumézil y Émile Benveniste. Yo tenía veintidós años; gracias a uno de sus libros, El pensamiento salvaje, había ganado las oposiciones de filosofía. Estábamos, ¿cómo decirlo?, en plena juventud. Hoy, colmado de honores, miembro de la Academia Francesa, mi viejo amigo es respetado en forma unánime como un “tesoro nacional viviente”, según la bella denominación japonesa; y si la edad encorvó levemente su alta estatura, la acuidad de su espíritu no cambió. En 1970 publiqué la primera obra francesa consagrada a Claude Lévi-Strauss; treinta años más tarde, me resulta imposible escribir otra sin primero dar cuenta de tantos años de afecto compartido. Lo que equivale a decir que no seré imparcial.
¿Qué es lo que yo sé sobre Claude Lévi-Strauss? Filósofo de formación, llegó a ser etnólogo en Brasil, donde lo habían llevado un rechazo por el oficio de profesor de filosofía –demasiado repetitivo– pero también una emocionada curiosidad por la manera como vivían sus semejantes. ¿Cómo llegaba uno a ser etnólogo en los años treinta? En esa época no había estudios tan estructurados como hoy; el aprendiz debía asegurar su “terreno” por sus propias fuerzas. Lévi-Strauss organizó varias expediciones difíciles en el Mato Grosso y en la Amazonia, estudió a los indios caduveo, bororo, nambikuará y tupí-kauahib, y volvió a Francia cargado con una tesis que la segunda Guerra Mundial paró en seco: la amenaza nazi lo obligó a exiliarse, y la tesis vio la luz del día en los Estados Unidos de América, antes de sostenerla en París en 1949. Las estructuras elementales del parentesco produjeron el efecto de una revolución; cincuenta y tres años más tarde se las sigue discutiendo. Fundadas en la intuición de que determinadas estructuras inconscientes rigen hasta el menor detalle el funcionamiento de las sociedades, el pensamiento de Lévi-Strauss se desplegó luego en toda su amplitud explorando la magia, la religión, las formas artísticas, las formas clasificatorias y, por último, los mitos, que son su soporte para la expresión de la emoción colectiva. Pocos pensadores abarcaron un campo tan amplio con explicaciones argumentadas de una manera tan elegante: “Si hay leyes en alguna parte, debe haberlas en todas”, ésta es la frase de Tylor que ubicó como epígrafe de Las estructuras elementales del parentesco. Este “inventario de los recintos mentales”, tal como es definido en las Mitológicas, es de una prodigiosa riqueza. Más allá de las ciencias humanas, leer a Claude Lévi-Strauss permite comprender infinidad de cosas para quien quiere tomarse el trabajo de observar el mundo. Cada uno de sus libros es un manual de pensamiento que fuerza a la inteligencia a abrirse y una suerte de evangelio laico que ayuda a conmoverse ante la vida.
¿Qué es lo que yo sé sobre Claude Lévi-Strauss? Este conservador declarado no dejó de manifestar una preciencia ampliamente superior a la de sus contemporáneos. ¿Quieren comprender el presente? Lean Tristes trópicos, allí está todo. En 1949, esto es lo que escribía acerca del islam:
Que el Occidente se remonte a las fuentes de su desgarramiento: al interponerse entre el budismo y el cristianismo, el islam nos islamizó, cuando el Occidente permitió que las cruzadas lo llevaran a oponerse a él y por lo tanto a asemejársele, antes que prestarse –si no hubiera existido– a esa lenta ósmosis con el budismo que nos hubiera cristianizado más y en un sentido tanto más cristiano en la medida en que nos hubiéramos remontado incluso más acá del cristianismo. Fue entonces cuando el Occidente perdió su posibilidad de seguir siendo mujer (1955: 473).*
¡El Occidente como mujer! Pero ¡qué extraña idea! ¿De dónde salía? De intuiciones surgidas en un humilde templo budista sobre la frontera birmana, lugar donde la androginia de los oficiantes se expresaba sin vueltas; de una visión precaria, pero atinada, del Pakistán recién nacido, teocracia musulmana fundada en la pureza, el etnólogo había extraído los elementos necesarios para presentir, con más de cincuenta años de anticipación, el horror que los fundamentalistas musulmanes tienen de las mujeres, el futuro rigorista del actual Pakistán, la persecución de los budistas y la escisión forzada entre el Occidente y el Islam, problema de nuestra actualidad. ¿De dónde le vino ese talento de profeta? No sé. Pero al comenzar este libro en el momento en que los talibanes, hace no tanto tiempo, aterrorizaban a las mujeres y las ejecutaban en público en el estadio de Kabul, esta frase, aparentemente insensata, sobre el Occidente que no pudo seguir siendo mujer, finalmente encuentra todo su sentido.
¿Qué es lo que yo sé sobre Claude Lévi-Strauss? Nunca el difícil diálogo entre los dos sexos fue tan apasionante como con este gran hombre. Jamás olvidó pensar la dimensión mujer del universo, que convirtió en la materia prima de sus trabajos. Sin embargo, nada de compromisos: Lévi-Strauss desaprobó la entrada de las mujeres en su Academia, porque no se cambian las reglas de una institución secular. Conservador, les digo.
A decir verdad, lo que yo sé sobre él no dejó de cambiar. En 1970 creía tenerlo sólidamente agarrado, como se atraviesa el abdomen de una mariposa muerta con un alfiler para desplegar el esplendor de las alas: a mi manera de ver, Lévi-Strauss era un filósofo disfrazado de etnólogo, un constructor de sistemas inconscientes que destronaba al sujeto pensante en provecho de poderosos determinismos. ¡Tonterías! Yo había confundido los puntales necesarios para la construcción de la casa con la propia casa, me escribió. Después de la reprimenda y con pruebas fundadas, decidí ser más prudente. Lo que yo sé es que en caso de avería del pensamiento, cuando se me aparece una pregunta insoluble, releo a Lévi-Strauss y encuentro.
No, no es un filósofo. Si la filosofía pudo servirle de andamiaje, su pensamiento nació del enfrentamiento con lo real. Sobre el terreno, el oficio de etnólogo pasa por una realidad que no carece de relaciones con las de la guerra: condiciones de vida difíciles y cambiantes, cierta peligrosidad sanitaria, una alimentación precaria, una proximidad animal, desacostumbrada para los occidentales, y, enfrente, unos semejantes cuyo pensamiento se apoya en otros valores, fastidiosos, pero tan fuertes como uno… Algo que pone en constante alerta, al punto de que, luego, uno ya no es lo que era.
* Los textos de Claude Lévi-Strauss se citan por su edición francesa como: (año de edición: página). [N. del T.]
Al parecer, no llega uno a ser etnólogo sin profundas perturbaciones.
El recuerdo más tenaz que me dejaron tales experiencias es ante todo el de un agotamiento físico y mental constante. Pero los etnólogos tienen para esto dos respuestas diferentes: algunos se ponen a trabajar día y noche con fuerzas centuplicadas, y acumulan notas, observaciones y documentos; otros, por el contrario, se encierran en sí mismos y en cierto modo se dejan flotar; se entregan a un trabajo inconsciente que de todos modos se produce, para instalar en ellos observaciones, hacer surgir reflexiones, pero que a veces se manifestarán a su conciencia años después de su estadía en el terreno. Creo que nunca hay que decidir de antemano lo que uno busca y cómo lo hace.1
De regreso a su tierra, el etnólogo tiene dificultades para vivir entre los suyos. Se siente como Lázaro, extraviado entre el mundo de los muertos y el de los vivos. ¿Cuál de los mundos es el vivo, el que uno acaba de dejar o el que vuelve a encontrar? En general, los dos. Un poco de carne mental permanece aferrada a la casa de palmas, a la choza enramada, y sin embargo fue en verdad bajo esta choza acogedora donde padeció la nostalgia. Un abismo separa las condiciones de vida de un grupo de amerindios del Brasil de las de un intelectual educado en Europa en una familia burguesa: sin agua, sin electricidad, acostado en el suelo, devorado por los mosquitos, acosado por las hormigas, picado por las abejas, el europeo soporta, pero no se acostumbra. Una vez que salió de apuros le resulta difícil admitir la comodidad extrema de su país. ¿Por qué tanta injusticia entre pobres y ricos?
El joven Lévi-Strauss se dirigió a Brasil en barco, partiendo desde Marsella. Como la travesía transatlántica seguía poco más o menos el surco de Cristóbal Colón, los buques cruzaban la región de brumas sobre la línea ecuatorial. Allí el océano permanece inerte; ambos mundos, el Viejo y el Nuevo, sólo están separados por ese “taciturno elemento” donde los vientos dejan de soplar. Pasaje místico, inercia peligrosa. El descubrimiento del Nuevo Mundo, las matanzas que luego se produjeron, las perturbaciones económicas, teológicas, geopolíticas, sus consecuencias sobre la esclavitud de los negros, bajo el nombre de tráfico triangular, es uno de los más temibles acontecimientos de la Historia. “La humanidad jamás había conocido una prueba tan desgarradora, y nunca más conocerá otra semejante, a menos que un día, a millones de kilómetros del nuestro, se revele otro globo, habitado por seres pensantes” (1955: 81).
De ambos lados del Atlántico, los hombres torturaron a “criaturas” sospechosas de ser animales o divinas. Para verificar la eventual divinidad de los europeos, los indios los ahogaron, montando guardia alrededor de sus cadáveres para ver si se pudrían; en cuanto a los europeos, redactaron el catálogo de los comportamientos inhumanos que, en todo indio, les permitirán ver a un animal. Así, en 1525 y ante el Consejo de Indias, Ortiz declaraba: “Comen carne humana, no tienen justicia, van todos desnudos, comen pulgas, arañas y gusanos crudos… No tienen barba y, si de casualidad les crece, se apuran por depilarla” (1955: 82). La conclusión se impone: estarán mejor como “hombres esclavos” que como “animales libres”.
El etnólogo no puede ignorar el remordimiento de pertenecer al mundo que se hizo culpable de diezmar a otro. Sólo se posee una idea imprecisa de la demografía de América Latina en la época de los Conquistadores; pero un ejemplo permite medir su escala. En la isla antiguamente llamada La Española, hoy compartida entre Haití y Santo Domingo, los indígenas eran alrededor de 100 mil en 1492; ¡un siglo más tarde no eran más que 200! En cambio, pese a sus interminables guerras intestinas, Occidente no dejó de crecer y enriquecerse. Cualquiera que sea su país de origen, el etnólogo de hoy no podrá descargarse del simple hecho de que pertenece a un país suficientemente rico para permitirle ejercer ese oficio lujoso: estudiar, durante toda su vida, las otras culturas. Allá se muere de hambre; aquí se paga para adelgazar. Y en todo el mundo, el amontonamiento por millones en el espacio ciudadano produce cada día más desperdicios. De donde proviene esa famosa denuncia, una de las frases más conocidas de Tristes trópicos: “Lo primero que nos muestran los viajes es nuestra basura lanzada a la cara de la humanidad” (1955: 38).
Uno no se pasa toda la vida enojado. De esta indignación que nunca lo abandonó Lévi-Strauss hizo el fermento de su obra. El status de Lázaro entre vivos y muertos termina por esfumarse. Con el tiempo, a través de la obra del inconsciente, el etnólogo es presa del pensamiento. Tras haber intentado las notas y los documentos, Lévi-Strauss se sumó a la segunda categoría de etnólogos, los que comienzan por dejarse flotar. Así se bosqueja su primera figura: Lévi-Strauss, etnólogo francés, se define como un analista de sociedades.
Pero no de todas las sociedades; no sobre todo lo “social”, ni mucho menos lo “societal”, palabra bárbara inventada a fines del siglo XX. Porque las sociedades a las que se aproxima Lévi-Strauss son pequeños grupos sin escritura ni archivos, totalmente desguarnecidos, socavados por el progreso moderno. Es raro que un etnólogo esté enamorado del progreso. La occidentalización de las Américas expuso a los indígenas del Norte y del Sur al contacto con los blancos, portadores de enfermedades contra las cuales los autóctonos no estaban inmunizados. Un simple resfrío puede devastar una tribu; y si se construyen casas durables en vez de chozas hechas de palmas, la tribu tampoco sobrevivirá. Lo que equivale a decir que el etnólogo constantemente es víctima de un dilema imposible: al estudiar, ocurre que puede poner en peligro a aquellos que quiere preservar. No, al etnólogo no le gusta el progreso, fuente de mutilaciones graves de las sociedades primarias.
No hay más nada que hacer: la civilización ya no es esa flor frágil que se preservaba, que se desarrollaba con gran trabajo en algunos rincones resguardados de una tierra rica de especies rústicas, sin duda amenazadoras por su vivacidad, pero que también permitían variar y revigorizar la siembra. La humanidad se instala en el monocultivo; se dispone a producir la civilización en masa, como la remolacha (1955: 39).
Espontáneamente, el etnólogo se vuelve ecologista, conservador de los frágiles equilibrios entre naturaleza y cultura, que vio vivir bajo sus propios ojos.
Aquí, este tema habrá de repetirse: el único verdadero pensador ecologista en Francia se llama Claude Lévi-Strauss. Esta forma de pensamiento no descansa en el optimismo, no. Por gusto, o superstición, Lévi-Strauss jamás omite terminar sus libros con una proclama desencantada: no somos más que una pequeña arruga en el agua universal, un simple estremecimiento en la historia de la evolución. Esta sólida muralla permite pensar con comodidad, avanzando allí donde otros andan con dilaciones. Esto ocurre tanto con el pensamiento de Lévi-Strauss como con el de un budista sin vestimenta púrpura ni escudilla para las limosnas, ligado a algunos enunciados primigenios: nada es, todo es sufrimiento, sólo vale el justo medio, donde es bueno vivir, pero con precaución.
1 Claude Lévi-Strauss, entrevista con La Nouvelle Critique, palabras recogidas por Catherine Clément y Antoine Casanova, febrero de 1973.
Todo es sufrimiento. La brillante carrera del joven etnólogo se detuvo en seco con el advenimiento del vergonzoso régimen de Vichy, durante la segunda Guerra Mundial. Judío francés de origen alsaciano, Lévi-Strauss pronto fue exonerado, y, para salvar su vida, se embarcó en un barcucho donde también se encontraban André Breton, padre fundador del surrealismo, como Víctor Serge, trotskista histórico. Tan fastuosas, extravagantes y divertidas como habían sido las travesías transatlánticas hacia Brasil, tan penosa fue la travesía del exilio. Refugiado en Nueva York, Lévi-Strauss se codea con los exiliados de Francia, pero también con las estrellas intelectuales de América; allí conoce al gran lingüista Roman Jakobson, descubre las esculturas amerindias del Noroeste de los Estados Unidos en el museo. Luego, cuando termina la guerra, se convierte en consejero cultural ante la embajada de Francia en los Estados Unidos, en Nueva York.
La experiencia no duró mucho; en 1948 Lévi-Strauss vuelve a ser etnólogo. El resto fue brillantemente clásico: subdirector del Museo del Hombre en 1949; director en la V sección de la Escuela Práctica de Altos Estudios en la cátedra de religiones comparadas de los pueblos sin escritura; luego, en 1959, elección en el Colegio de Francia en una cátedra de antropología social que ocupó hasta 1982; por último, elección en la Academia Francesa en el sillón 29, en 1973. En esa época yo era una de las intelectuales del Partido Comunista francés. Movida por el celo de los neófitos, escribí una carta muy sentida al nuevo académico: ¿qué iba a hacer entre los reaccionarios? La respuesta fue mordaz: una cartita que evocaba sin vueltas la pasmosa cantidad de académicos en la URSS. Fue nuestra única disputa; a mi juicio, haberme respondido fue un rasgo de generosidad.
Clásico como era, lo sigue siendo. Pero en este clasicismo vibra un timbre diferente. No fue totalmente su culpa si, en 1954, le encargaron un relato de viajes que escribió en tres meses, a marcha forzada. Publicado en 1955, Tristes trópicos tuvo un enorme éxito y estuvo a punto de obtener el premio Goncourt, desgraciadamente reservado por estatuto a las novelas. Hable de este libro a su autor y pegará un respingo, convencido de haberlo escrito demasiado a las apuradas, por encima, sin reflexionar. Sin duda. Al forzar su pensamiento, esa velocidad lo obligó a dejar surgir de sí mismo cohetes en forma de fuegos de artificio. Insólitas, desconcertantes, deshilvanadas, saltándose las épocas, los años, las estaciones, anhelantes por tener que rebobinar una vida a toda marcha, las fulguraciones de Tristes trópicos son de aquellas que trazan caminos en la noche. Y la cosa sigue durando.
En la última década del siglo XX, mi viejo amigo fue lo bastante generoso para autorizarme a escribir un libreto de ópera según Tristes trópicos. Me dio los derechos con algunas condiciones: no quería escuchar la música del compositor Georges Aperghis —porque, decía con gracia: “Luego de Schoenberg hay divorcio…”— ni asistir a las representaciones. Tristes trópicos fue creada en la ópera de Estrasburgo en el otoño de 1996, con música de Aperghis, y puesta en escena y decorados de Yannis Kokkos. En uno de los últimos ensayos, los autores de esta fechoría firmamos una carta al héroe: técnicos, iluminadores, cantantes, coreutas, músicos, vestuaristas, acomodadoras: todos firmamos. Habíamos trabajado bien, con fervor. Pero al subir a escena para los saludos, tuve la extraña impresión de haber usurpado algo.
Su otra vida. La primera frase de Tristes trópicos se hizo famosa: “Odio los viajes y a los exploradores”. Y ahí se encadena con los detalles insípidos, los acontecimientos insignificantes que, a modo de aventura, ocupan el sitio de lo cotidiano en el etnólogo. El libro está lleno de eso y, sin embargo, a causa de esos detalles, la potencia del espíritu surge más libremente. De ello dan fe esos episodios extraídos del seno de la fatiga en un campamento de indios tupí-kauahib en 1938. Estamos en Brasil, en la región de Pimienta-Bueno; los indios tupí-kauahib, por miserables que sean, son los últimos descendientes de la gran civilización Tupinambá, uno de cuyos vestigios reales subsiste en el Museo del Hombre, un manto de plumas real, símbolo de la autoridad territorial del jefe. Y de pronto Emidio, campesino reclutado en Cuiaba para ocuparse del cargamento de los animales, se apoya en su fusil por descuido: sale el tiro, tres dedos estropeados, la palma rota. Amputarlo sería privarlo de oficio. Entonces se decide conducir al herido al campamento del doctor Vellard, médico de la expedición, a tres días por el río. Emidio sufre y delira. Los gusanos, que le invadieron la herida, le causan dolores espantosos. Y en esta atmósfera de desastre sobreviene el milagro: los gusanos se comieron la gangrena y, luego de muchas intervenciones sucesivas del doctor Vellard, la mano de Emidio se salva.
Si bienes cierto que, en Tristes trópicos, no siempre son controladas y surgen como un torrente demasiado tiempo contenido, este texto exaltado contiene en germen la casi totalidad de la obra de Lévi-Strauss. A regañadientes, tal vez; en desorden, sin duda; ¡pero con qué fuerza! La suficiente para maravillar a los lectores desde hace más de medio siglo. ¿Es bastante para conocer a Lévi-Strauss? Sí, si sencillamente se quiere respirar el olor de la obra, como Don Giovanni el odor di femine; no, si se quiere comprender uno de los pensamientos más organizados y poderosos del siglo XX.