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© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 428 - diciembre 2020
© 2008 Christine Rimmer
Matrimonio en prácticas
Título original: Having Tanner Bravo’s Baby
© 2009 Patricia A. Kay
Cinco días de pasión
Título original: His Brother’s Bride-To-Be
© 2007 Stella Bagwell
Amor bajo el sauce
Título original: Having the Cowboy’s Baby
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1348-948-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Matrimonio en prácticas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Cinco días de pasión
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Amor bajo el sauce
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
CRYSTAL Cerise estaba de pie en la pequeña zona de cocina de su piso de un dormitorio, ante el fregadero, viendo la aburrida panorámica del aparcamiento por la ventana. Estaba embarazada de dos meses. Y esa noche, mientras cenaban, iba a darle la gran noticia al padre del bebé.
La ensalada estaba hecha y en el frigorífico. El plato principal, lasaña, estaba en el horno. Su tentador olor flotaba en el aire. Crystal miró la hogaza de pan italiano que había en la encimera. Abierta y lista para ponerle mantequilla de ajo. Empezó a extenderla en el pan y echó un vistazo al reloj de cocina, un tesoro rojo con enormes números blancos, estilo Art Decó, comprado en un rastrillo. Normalmente le hacía sonreír, pero no ese día. Haría falta mucho más que un caprichoso reloj de cocina para hacer sonreír a Crystal.
Eran las seis y cinco. Faltaban veinticinco minutos para que llegara. No quería hacer lo que iba a hacer, pero retrasarlo sólo haría que fuese más difícil después. Al menos eso se decía…
Dios. Iba a tener el bebé de Tanner Bravo. Se preguntó cómo había permitido que ocurriera.
La respuesta era fácil: química. Tanner y ella estaban colados el uno por el otro. Ninguno de ellos quería dejarse dominar por la lujuria. Acordaban que no volverían a hacerlo.
Y luego sí lo hacían. Una y otra vez.
Por desgracia, aparte de en la cama, no tenían nada que ver. Ella sabía que él la consideraba un bicho raro, aunque no lo decía. A veces comentaba que tenía hábitos «raritos» y la recriminaba por haber llenado el coche con sus cosas y trasladarse a Sacramento llevada por lo que él consideraba un capricho.
—Mejor ser un bicho raro —farfulló para sí—, que ser serio, meditabundo y huraño —espolvoreó pimienta en el pan ya untado—. Y controlador —Tanner Bravo era demasiado controlador.
Nunca debería haber practicado el sexo con él. Ni la primera vez. Ni la segunda. Ni la tercera y la cuarta.
La lujuria la había llevado al descuido y ahora había un bebé en camino. Un bebé que tendría, desde luego. Crystal podía no haber sido práctica, ahorradora o actuado con sabiduría en su vida. La asustaba mortalmente ser una madre terrible.
Sin embargo, no podía rechazar ese enorme regalo del universo. Sobre todo teniendo en cuenta lo que había ocurrido cuando tenía dieciséis años.
Así que se quedaría con el bebé.
Dos veces en el último par de semanas había intentado decirle a Tanner que había un bebé en camino y que iba a quedárselo. Habían acabado acostándose, como era habitual. Y después del sexo, se sentía tan disgustada consigo misma por haber cedido a su deseo por él que no llegaba a decírselo.
A decir verdad, seguía sintiendo la necesidad de retrasar la confesión. Más de una vez, a lo largo del día, había estado a punto de telefonearle y cancelar su encuentro. El deseo había alcanzado su mayor intensidad a las dos de la tarde, justo después de dimitir en su empleo. Tenía lógica, nadie desearía quedarse en paro y confesarle a un hombre su embarazo el mismo día.
Crystal arrugó la frente y miró por la ventana; parpadeó sorprendida al ver aparecer una cabeza de pelo cano. Era Doris Krindel, que vivía en el piso de al lado.
—¿Nigel? ¿Has visto a Nigel? —formuló con los labios Doris, frenética.
—¡Ay, Dios! —exclamó Crystal con simpatía—. ¿Ha salido?
Doris asintió con vigor. Nigel, su enorme gato persa, color negro humo, era un animal casero en todos los sentidos.
Crystal llegó a la puerta en tres pasos. Abrió de par en par.
—¿Cuánto hace que no está? —le preguntó al rostro arrugado y moreno de Doris.
—Ay, ojalá lo supiera —contestó Doris, llevándose las huesudas manos al pecho—. Fui a la tienda y cuando volví… —movió la cabeza y los rizos plateados se agitaron—. Lo aterroriza estar fuera. Normalmente cuando abro la puerta corre hacia el interior. Pero lo he buscado por todo el piso. No está. Ha desaparecido.
—Tranquila —Crystal agarró a Doris por los delgados hombros—. Respira. Intenta pensar en algo positivo y lleno de paz. No puede haber ido muy lejos.
—Espero que tengas razón.
—Vamos —afirmó Crystal con ánimo—. Lo encontraremos, ya lo verás. Empezaremos buscando en tu piso otra vez —hizo girar a Doris y la empujó suavemente hacia su casa.
Tanner Bravo subió la ventanilla, apagó el motor del Mustang y, con una mano sobre el volante, miró el complejo de pisos de estuco blanco en el que vivía Crystal.
Lo había invitado a cenar y se preguntaba por qué.
Dado que siempre planificaban no volver a tener relaciones sexuales, nunca hacían cosas como salir juntos o cenar solos. Se encontraban por casualidad en celebraciones familiares: las representaciones de danza de su sobrina DeDe, comidas dominicales en casa de su hermana Kelly…
Al menos una vez a la semana acababan en la misma habitación, rodeados de familia. Sólo hacía falta esa proximidad para encenderlos, aunque ante los demás simulaban no tener ningún interés el uno por el otro.
Incluso cuando era hora de marcharse a casa, ambos hacían lo posible por no dar la impresión de que pensaban estar desnudos y uno encima del otro en cuanto se quedaran solos. Se despedían de su hermana y de su familia y se alejaban cada uno en su coche.
Después, uno de ellos se debilitaba y llamaba al otro. El otro, sin aliento, aceptaba.
Y luego, en su casa o en la de ella, siempre era igual: sexo ardiente, salvaje y fantástico. Sólo con pensarlo estaba teniendo una erección.
Pero era extraño que lo hubiera invitado a su piso. Ellos no actuaban así. Ocurría algo.
Se oía un estruendo horrible. Una alarma, o algo así, en el interior del edificio.
Tanner bajó del coche. Piii, piii, piii. Parecía una alarma contra incendios, y sonaba en el piso de Crystal.
Corrió los cien metros que lo separaban de la puerta. Cuando llegó, alzó la mano y golpeó.
—¡Crystal! —gritó.
Ella no contestó, pero la puerta se abrió.
Salió una nube de humo gris. Dentro, la alarma seguía pitando: Piii, piii, piii.
—¡Crystal, Crystal! —gritó. No hubo respuesta.
Se preguntó si estaría allí dentro, indefensa, inconsciente por la inhalación de humo. Esa idea hizo que el corazón le golpeteara en el pecho como una bola de billar.
—¡Crystal!
Como no hubo respuesta, se subió la camisa para taparse la nariz y la boca, se puso a gatas para pasar por debajo del humo y cruzó el umbral gritando su nombre.
NIGEL no estaba.
Crystal y una Doris cada vez más frenética habían registrado cada centímetro del piso unas seis veces. Habían mirado en el aparcamiento, debajo de todos los coches. Habían examinado todos los huecos entre los setos que bordeaban los senderos. Habían recorrido las aceras que había entre los edificios del complejo y revisado el patio central, con sus zonas de césped esmeralda y sauces llorones. Incluso habían ido al salón de ocio, abierto los armarios y mirado bajo los muebles. También habían sacudido los arbustos que había en la zona de la piscina.
No había rastro del orondo gato de pelo largo color negro humo y nariz chata.
Finalmente, habían regresado a la sala de Doris, donde la mujer se retorcía las manos con desesperación.
—Mi pobre, pobre gatito. ¿Dónde has ido? —gimió. Una lágrima se deslizó por su arrugada y morena mejilla—. Oh, Crystal. No durará un día en el exterior. Sé que tiene carácter y se cree el rey del mundo. Pero en realidad no es más que un gato gordo y peludo sin el más mínimo instinto de supervivencia, excepto un maullido gruñón cuando quiere su comida…
—Está bien, lo sé —dijo Crystal por enésima vez.
—Eres un cielo por decir eso, pero…
Ambas oyeron un maullido grave e irritado al mismo tiempo. Se volvieron al unísono hacia la puerta. Nigel estaba sentado en el umbral, con expresión de indiferencia, acariciando el suelo con su plumoso rabo.
—¡Nigel! —gritó Doris. Corrió hacia él y lo alzó en brazos, apretándolo contra su pecho—. ¿Dónde has estado? ¡Nos has dado un susto de muerte!
El gato dejó escapar otro maullido gruñón y permitió que lo rascara bajo la diminuta barbilla. Doris se limpió las lágrimas de alivio con el dorso de la mano. Miró a Crystal con agradecimiento.
—Oh, gracias, gracias.
—¿Por qué? —Crystal se rió—. Yo no he hecho nada. Nigel parece haberse encontrado él mismo.
—Cierto, cierto —Doris rió con alivio y felicidad—. Así es. Pero estuviste conmigo mientras me moría de miedo. No sabes cuánto significa eso para mí.
—Bueno, sé que tú harías lo mismo por mí, si te necesitara.
—Claro que sí, lo juro. Siempre —afirmó Doris con pasión. Acarició el espeso pelaje del gato—. ¿Dónde has ido, chico malo? —el gato empezó a ronronear. Doris suspiró—. Supongo que nunca lo sabré.
Ya superada la crisis, Crystal miró el reloj de oro y marfil que había sobre la consola. Eran las siete menos cuarto.
—Oh, no —masculló—. Tanner —supuso que estaría esperando ante su puerta, irritado y preguntándose dónde diablos había ido.
—¿Disculpa? —Doris frunció el ceño.
—No es nada —Crystal sonrió—. Invité a alguien a cenar. Tengo que irme.
—¿Alguien? —los ojos aún húmedos de Doris chispearon de interés—. ¿Un hombre? ¿Una cita?
—Sí que es un hombre —Crystal volvió a reírse—. Pero no exactamente una cita…
—Hum. Vaya. Llevas aquí más de dos meses. Ya es hora de que haya un hombre por aquí.
En vez de contestar, Crystal emitió un gruñido poco comprometedor.
—Pásalo bien, Crys. Y gracias otra vez.
—De nada —Crystal abrió la puerta y olió…
—¡Humo! —Doris olfateó el aire—. Huele a…
—¡Ay! La lasaña —Crystal echó a correr.
—Si me necesitas… —le gritó Doris.
—¡Gracias! —Crystal agitó la mano por encima de la espalda y corrió a su puerta. Estaba abierta. Y también la ventana de la cocina.
—¿Tanner? —cruzó el umbral con cautela.
—Aquí —estaba apoyado en la encimera de la cocina, con los brazos cruzados sobre el pecho. La puerta del horno estaba abierta y la bandeja de lasaña, carbonizada, sobre la cocina.
—Oh, Dios —gimió Crystal.
—Llegué a tiempo.
—Ay, lo siento muchísimo…
—Oí la alarma, olí el humo. Grité tu nombre. No contestaste y pensé que te habrías desmayado por el humo. Pero cuando entré y abrí las ventanas, comprobé que no había rastro de ti.
Ella sabía cómo funcionaba su mente. Había sido detective privado demasiado tiempo.
—Seguramente pensaste que me habían secuestrado y metido en un saco para llevarme a quién sabe dónde, mientras mi lasaña se quemaba.
—Algo así.
—De veras, Tanner, lo siento muchísimo.
No sólo estaba embarazada, en paro y con cuatrocientos veintitrés dólares y dieciséis centavos en su cuenta corriente, además había hecho que Tanner se preocupase por su seguridad. Y su piso apestaba a lasaña carbonizada. Era imposible que las cosas fueran peor. Se encontró con los ojos oscuros y atentos de Tanner. Decidió que sí podían ir peor. Aún tenía que darle la gran noticia.
—El gato de la vecina se escapó. Fui a ayudarla a buscarlo.
Él descruzó los brazos y apoyó las manos en la encimera que había a su espalda.
—La próxima vez, apaga el horno antes —sugirió.
—Sí. Buena idea.
—¿Encontrasteis al gato?
—Sí. Más o menos, de hecho el gato nos encontró a nosotras.
—Ah —dijo él, como si no lo entendiera pero tampoco tuviera mayor interés.
Siguió un silencio. Se miraron. Como siempre, ella pensó en sexo: en la sensación de su piel bajo sus manos, la calidez de sus labios en los suyos, su rasposa mejilla, el intenso sabor de su boca, la deliciosa forma en que la llenaba y cómo se movía cuando estaba dentro de ella.
Los ojos oscuros de él se habían vuelto negros como la noche. Supo que pensaba lo mismo que ella. Su cuerpo lo deseaba, lo anhelaba.
Los separaban tres pasos. Habría sido muy fácil darlos y rodear su fuerte cuello con los brazos, ofrecerle su boca.
Carraspeó y desvió la mirada.
—Crystal —dijo su nombre con tono grave y brusco, pero al mismo tiempo gentil.
—¿Qué? —la palabra sonó como la de una niña enfurruñada. Siguió sin mirarlo.
—Mírame.
—Vale —tragó aire y se obligó a hacerlo.
—¿Qué ocurre?
«Estoy embarazada. Es tuyo», pensó.
—Yo, eh… —fue cuanto pudo decir.
Él esperó a que siguiera. Cuando no lo hizo, se encogió de hombros; el gesto hizo que ella deseara enredar los dedos en su pelo casi negro y atraer esos increíbles labios hacia los suyos.
Crystal inspiró lentamente y se recordó en silencio que, por más que lo deseara, esa noche no habría sexo.
—He encendido el ventilador de la bomba de calor —dijo él—. Y he abierto todas las ventanas —señaló por encima de la barra que separaba la cocina de la zona de estar, hacia la amplia ventana que daba al jardín y a los sauces—. El resto del humo se irá enseguida —una comisura de su pecaminosa y sensual boca se arqueó hacia arriba—. La vista es muy bonita por esa ventana.
Ella se sintió aún peor al ver que él hablaba por hablar. Percibía que algo la inquietaba pero no sabía qué, así que intentaba tranquilizarla. Tanner, que la había mirado con suspicacia desde el día que se conocieron, que había protegido su corazón con tanta fiereza como ella protegía el suyo de él. Tanner, que nunca hablaba por hablar.
Lo estaba haciendo porque intuía que su problema era grave. Y como su mente siempre seguía caminos de oscuridad y destrucción, debía de imaginar lo peor: que había cometido un asesinato o tenía una enfermedad incurable.
Deseó decirle que no se preocupara, que no era tan grave como eso. Pero entonces exigiría saber qué era. Y tendría que decirle «Es sólo un bebé. Tú bebé. Nada más».
Eso sería perfecto. Exactamente la razón por la que lo había invitado a cenar esa noche.
Aun así, no lo dijo.
Él se enderezó y se acercó lentamente, como si temiera que cualquier movimiento brusco fuera a hacerle echar a correr. Cuando llegó a su lado, alzó las manos y las posó en sus hombros.
—Oh, Tanner —Crystal se derritió bajo el contacto y ordenó a su traicionero cuerpo que no se apoyara en él.
—Algo va mal, ¿verdad? Muy mal —la miró a los ojos.
—Eh, bueno, yo…
—No es propio de ti invitarme a cenar. No es algo que… hagamos.
—Lo sé —Crystal se dijo que no era justo. Además de ser increíblemente sexy, estaba siendo amable. Tan comprensivo.
—Venga. Dímelo. Si hay algo en lo que pueda ayudarte, lo haré. Puedes contar conmigo.
Ella lo creyó. Tanner era así. Meditabundo y serio, suspicaz por naturaleza y profesión, era un muro en momentos de necesidad. El tipo de persona que nunca evitaría sus responsabilidades.
«Debo decírselo». No sabía por qué no podía hacerlo, sin más. Abrió la boca.
—Hoy he dimitido de mi trabajo —la frase se le escapó: era el secreto incorrecto, no el que Tanner necesitaba conocer.
—¿Ése es el problema? —soltó sus hombros y dio un paso atrás—. ¿Que has dejado tu trabajo?
—Bueno —desvió la mirada y luego se obligó a enfrentarse a sus ojos de nuevo—. Me preocupa.
—Necesitas un préstamo, ¿es eso? —la miró intrigado.
—¿Yo? Para nada —cuadró la espalda—. No es la primera vez que dejo un empleo. Me apañaré hasta que encuentre otro. Siempre lo hago.
—Pero por eso estoy aquí, ¿no? Me has invitado a cenar para decirme que habías dejado el trabajo.
—Eh. No exactamente. Pero lo he dejado. Hoy. Esta tarde.
Él se pasó una mano por el pelo. Ella vio como su bíceps se hinchaba con el movimiento y se imaginó clavando los dientes en esa sedosa piel, con suavidad, jugando.
—Vale —dijo él con paciencia—. Entonces, ¿vas a contármelo todo?
—¿Todo?
—Por qué lo dejaste.
—Es una larga historia.
—Estoy escuchando.
—¿Te apetece una cerveza? —Crystal necesitaba un momento para reunir coraje.
—Una cerveza —la miró como si pensara que tenía un problema mental.
—Ve a sentarte —señaló la sala—. Te la llevaré. Además, tengo que meter el pan de ajo en el horno —miró la lasaña quemada y masculló—. Creo que vamos a necesitar mucho pan.
—De acuerdo, tráeme una cerveza —gruñó él, tras escrutarla con sus agudos ojos.
Fue a la sala y se sentó en el futón azul que hacía las veces de sofá.
Ella se reunió con él unos minutos después.
—Vale. Cuéntamelo —aceptó la cerveza y la dejó en la mesita de café, sin probarla—. ¿Qué pasa con lo de haber dejado el trabajo?
—¿Unas nueces? —le ofreció el cuenco que había traído de la cocina.
—No, gracias —la miró fijamente, sin parpadear.
—Bueno —dejó el cuenco—. Tal vez Kelly te lo haya dicho. Odio a mi jefe, es decir, mi ex jefe.
—Trabajabas en un bufete, ¿no? Bandley y Schiker, abogados de familia, ¿correcto?
—Así es.
—Tienen muy buena reputación.
—Estaban bien, como bufete. A quien odiaba era a mi jefe. Acepté el empleo cuando llegué a la ciudad.
—Sí, lo recuerdo.
—Lo odié desde el principio. No creo que esté hecha para trabajar en un bufete, aunque tenga buena reputación. Pero seguí allí, pensando que podía aguantar hasta encontrar algo mejor.
—Ya veo por dónde va el tema. Dime más de ese jefe al que odias.
—Mi antiguo jefe es alto, rubio y de mandíbula cuadrada. Guapo si no se tiene en cuenta su personalidad. Casado. Y un auténtico rastrero. Siempre se me estaba insinuando, de maneras que a él debían de parecerle sutiles. Hasta hoy. Hoy se pasó de la raya e intentó besarme. Después de un par de arcadas, le dije que dimitía. Eso es todo —forzó una sonrisa alegre—. No es una historia muy original, ¿eh?
—¿Cómo se llama? —Tanner no sonreía. Su tono plano y la mirada inescrutable de sus ojos inquietaron a Crystal.
—Oh, oh. De eso nada. Sé cómo eres, Tanner. Y agradezco que hayamos llegado al punto de que te sientas responsable de mí. Pero en este caso no lo eres.
—Dices que intentó besarte. Eso es acoso. Lo mínimo es denunciar a ese cerdo.
—Tanner. Escucha.
—¿Qué?
—Sólo te lo he contado porque… bueno, no sé exactamente por qué. Pero sé que no necesito ayuda con este tema. He hecho lo que tenía que hacer, dimitir. Se acabó. Fin de la historia, hora de pasar a otra cosa. ¿Ha quedado claro?
—Seguro —dijo Tanner con voz y ojos serios.
Ella se preguntó por qué diablos le había hablado del salido de su ex jefe. No tendría que haberlo hecho. Era increíble lo que la gente podía llegar a contar para evitar decir otras cosas.
—Quiero que me des tu palabra —exigió—. No quiero que investigues quién era mi jefe. No quiero que lo sigas. No quiero que hagas absolutamente nada. Sólo que escuches como acabas de hacer. Eso es todo. En serio.
—Eso es una chorrada.
—No es una chorrada. Es… una cosa femenina. A las mujeres le gusta tener una amistad que escuche. A veces es lo único que necesita una mujer: alguien que la escuche.
Él levantó la cerveza y vació la mitad de un trago. Ella observó como su nuez se movía al tragar. Luego se recostó en el futón y la escrutó. Crystal pensó que parecía una pantera contemplando su almuerzo.
—No te hagas el Clint Eastwood, ¿vale? —dijo ella cuando él dejó pasar un minuto en silencio—. Esto es un asunto mío que compartí contigo. Mío. ¿Lo entiendes? Mío. Asiente si me escuchas.
Contó hasta diez. Finalmente, con desgana, él inclinó la cabeza.
—Lo digo en serio, Tanner. Prométeme que no te meterás en esto. Olvida a mi ex jefe.
—No me gusta. No está bien. Ese bastardo se pasó. Alguien tiene que enseñarle que eso no se hace.
—Lo sé. Lo entiendo. Tú no eres ese alguien porque esto no es asunto tuyo. Dame tu palabra de que no intentarás averiguar nada sobre él, no te acercarás a él, no le harás nada de nada.
—De acuerdo. Si es lo que quieres —aceptó él por fin, cuando ella ya perdía la esperanza.
—Es lo que quiero.
—Vale entonces —gruñó él, con cara de querer romper algo—. Tienes mi palabra.
Sonó el timbre del horno.
—El pan de ajo —dijo ella, animosa—. Vamos a comer.
La lasaña no tenía salvación, pero al menos había ensalada y pan de sobra.
Crystal ofreció a Tanner vino u otra cerveza. Eligió cerveza. Ella dejó la botella de vino en la encimera.
—¿Tú no vas a beber? —preguntó él.
Era la oportunidad ideal. Podía explicarle que no iba a beber vino porque estaba embarazada.
—No —dijo, sin más. Él no la miró con extrañeza ni le preguntó si tenía algo más que contar. Apartó una silla y se colocó la servilleta en el muslo.
Comieron. No tardaron mucho.
Después, él le ayudó a recoger la mesa. Ella estaba metiendo el último plato en el lavavajillas cuando él se acercó por detrás. Sintió un cálido cosquilleo en la piel. Cerró el lavavajillas.
—¿Café? —preguntó, irguiéndose.
—No, gracias —colocó sus grandes y cálidas manos en su cintura.
—Tengo unas galletas fantásticas. De chocolate amargo con trocitos de chocolate blanco… —dijo ella, controlando un jadeo deseoso.
Él se acercó más. Adoraba el calor de su cuerpo. Notó que ya estaba excitado, su erección rozó la parte baja de su espalda, provocándole anhelo, derritiéndola.
—Nada de galletas —apartó su cabello a un lado y le besó el cuello.
Ella suspiró, aunque intentó no hacerlo. Él deslizó las manos hacia sus caderas. Crystal se convirtió en fuego líquido. No sabía qué tenían esas manos, esos labios, ese cuerpo, para hacerla reaccionar así.
Química. Era pura química. Maravillosa.
—Tanner —suspiró. Alzó la mano y la colocó en su nuca, acercándolo cuando tendría que estar alejándolo. Su cabello era espeso y sedoso; enredó los dedos en él—. Tanner…
—Mmm… —él sacó la lengua y lamió el lateral de su cuello. Luego rascó con los dientes el lugar que había lamido.
Ella no pudo detenerse. Se frotó contra él, que gruñó y la apretó contra sí, haciéndole sentir lo que tenía intención de darle.
Crystal supo que estaba perdiendo la partida. Otra vez. Gimió de deseo y frustración.
Era la tercera vez que Crystal se había impuesto la tarea de darle la noticia, y a la tercera iba la vencida. Se había jurado que se lo diría. Sin embargo, allí estaba, con los dedos en su cabello, arqueando el cuerpo y ladeando el cuello para que siguiera besándola allí.
Él trazó un camino ascendente de besos hasta llegar al lóbulo de su oreja. Lo lamió.
—Oh, Dios —murmuró ella.
—Tu piel —dijo él con un gruñido grave y viril—. Tu aroma. Me vuelves loco, ¿lo sabías?
—Oh, Tanner. Lo sé. Lo siento.
—¿Lo sientes? —dejó escapar un sonido que podría haber sido una risa o un gruñido.
—A mí me ocurre lo mismo.
Entonces esas asombrosas manos se posaron en sus hombros y la giraron hacia él. El cuerpo de ella se curvó hacia el suyo y alzó la boca buscando sus labios, incapaz de hacer otra cosa.
Él aún olía levemente a humo. Pero también olía… delicioso. Tentador de una forma que era incapaz de definir. Un olor viril y limpio. Un aroma que la atraía, le hacía anhelarlo y olvidar que no era el hombre adecuado para ella.
Deseaba más, a pesar de que se sentía avergonzada de sí misma. Se había jurado que esa noche sería distinta de todas las demás y allí estaba, en sus brazos. Había sido una tonta al pensar que podría evitarlo.
Entonces él la besó. Su boca le hizo olvidar los últimos atisbos del mundo real; su obligación de decirle que iba a ser padre se desvaneció. Sólo quedó su tacto, su sabor, la fuerza de los brazos que la rodeaban, la suavidad de la bella boca que la besaba.
Fue un beso largo, profundo, húmedo y maravilloso. Como todos sus besos desde el primero, que había sido en marzo, tras salir del estudio de danza donde su sobrina, DeDe, acababa de actuar. Esa noche habían ido a casa de él.
Después habían hablado de que lo ocurrido había sido inevitable, imprescindible para sacarse el deseo que sentían el uno por el otro.
Algo que no volverían a hacer…
Él alzó la cabeza, pero sólo para ladearla hacia el otro lado y seguir besándola. Ella nunca se cansaría de esos besos. Ni siquiera tenía sentido intentarlo.
Levantó la cabeza una segunda vez y, como no empezó a besarla de inmediato, ella abrió los ojos.
—¿Tanner?
La contemplaba con ojos oscuros, tan negros como una noche sin estrellas.
—Cuando te toco, sólo deseo tocarte más —sus dedos mágicos empezaron a trazar dibujos eróticos en la base de su columna—. Siempre es igual. Desde que nos conocimos, el día en que murió Candy, ¿lo recuerdas?
Candy era la perra de su sobrina. Había sido ya vieja, y muy dulce.
—Sí. Lo recuerdo. Me dio mucha pena. Y DeDe estaba inconsolable. Entonces entraste tú y quise saltar sobre ti allí mismo. Me sentí fatal por eso. DeDe acababa de perder a su adorada mascota y yo sólo podía pensar en ponerte las manos encima. Por todo el cuerpo.
—Yo sospeché de ti —soltó una risita grave y sexy—, por aparecer de repente, de la nada.
—Lo sé.
—Y tampoco podía aguantarme las ganas de tocarte, de hacerte todo tipo de cosas eróticas.
—A mí me ocurrió lo mismo —deslizó la mano por su musculoso brazo. Bajo la manga de su camisa negra, de punto, su piel era cálida y sedosa. Suspiró.
—Pero esta noche tienes algo en la cabeza, ¿verdad? —preguntó él, frunciendo el ceño.
A ella se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que tragar saliva.
—¿No es verdad? —insistió él—. Aparte de lo del imbécil de tu ex jefe a quien no me permites dar una paliza.
El corazón de ella, que un minuto antes se había acoplado al ritmo pausado e insistente que le inspiraban sus besos, empezó a latir con fuerza bajo sus costillas. Sentía una incómoda sensación de angustia en el estómago. Iba a tener que hacerlo. Sin más dilación.
Tenía que hacerlo. Ya.
—¿Qué es? Dímelo —la animó él.
Sin darse tiempo a dar marcha atrás, abrió la boca y se forzó a decir las palabras.
—Estoy embarazada.
UN bebé.
Tanner miró los enormes ojos de Crystal. Siempre había pensado que tenía cara de ángel. Nunca tanto como en ese momento. Sus mejillas se habían sonrojado y unos mechones de su cabello largo y rizado se curvaban sobre su ojo izquierdo. Alzó la mano para ponérselos detrás de la oreja.
—Es tuyo —dijo ella, agarrando su muñeca con fuerza y alzando la delicada barbilla—. Es tuyo y voy a tenerlo.
Él esperó a que lo soltara y luego siguió colocando los suaves mechones rizados.
—Vale.
—¿Vale? —los ojos color miel destellaron—. ¿Eso es todo? ¿Simplemente… vale?
—Crystal… —deseaba confortarla de alguna manera, o al menos asegurarle que estaría a su lado, que podía contar con él. Pero ella habló antes de que encontrara las palabras adecuadas.
—¿«Vale» que es tuyo o «vale» que lo tenga?
—Mira, yo…
—¿Qué?
—Las dos cosas, ¿vale? Las dos.
—Las dos —susurró ella, dubitativa. Defensiva.
—Eso es.
Siguió un silencio. A ella le temblaba el labio inferior.
—Lo siento. De repente estoy comportándome de mala manera y no sé por qué razón.
—No importa —él se encogió de hombros—. Puedo soportarlo.
—Es sólo que… —tomó aire—. Llevo dos semanas intentando decírtelo. Empezaba a pensar que nunca tendría coraje para hacerlo. Y ahora, de repente, ya está —lo miró como si no supiera qué más decir—. Estoy segura de que es difícil de aceptar —dijo, aunque él no había dudado—. Si quieres hacer una prueba de paternidad…
—No. No quiero.
—¿En serio? —parpadeó—. ¿Crees que es tuyo?
—Lo creo.
Tanner, más que creerlo, sabía que el bebé era suyo. Conocía a Crystal. Era cierto que podía ser irresponsable y que debería de tomarse la vida más en serio. Ese día había dejado el trabajo y dudaba que tuviera más de unos pocos cientos de dólares en el banco. Nunca hablaba de su familia, ni de su vida antes de hacerse amiga del cuñado de Tanner, Mitch Valentin, en Los Ángeles. Tanner sabía que tenía secretos, pero no era mentirosa. Si decía que el bebé era suyo, lo era.
Un bebé. De él. Era algo increíble.
—¿Te parece que nos sentemos? —dijo ella, apoyándose en la encimera—. ¿No tendríamos que hablar de esto?
—Claro —él se encaminó hacia el futón. Aparte de la mesa y las dos sillas desparejadas, era el único sitio donde sentarse en la zona de estar. Crystal alegaba que tenía muebles de verdad, pero que los había dejado atrás cuando realquiló su piso de Hollywood, seis meses antes.
Ella lo siguió. Se sentaron en los extremos del largo futón azul. El día se acababa y las sombras invadían los rincones de la habitación. Crystal encendió la lámpara que le había prestado la hermana de él, recostó la cabeza y apoyó las manos en su vientre, aún plano.
—Yo…, vaya. No sé por dónde empezar.
A él le ocurría lo mismo. Pero de repente se le ocurrió una pregunta importante.
—¿Quién más lo sabe?
Era razonable preguntarlo. Su hermana, Kelly, era la mejor amiga de Crystal; lo había sido casi desde el primer día, cuando ella apareció en su puerta, buscando a Mitch. Crystal consideraba a Mitch el hermano que nunca había tenido y decía que había hecho las maletas y se había trasladado a Sacramento porque «percibía» que Mitch la necesitaba. Así que podría haberles dado la noticia antes que a Tanner.
Hasta ese momento ella había mantenido la vista al frente, en la dirección de su televisor, flanqueado por estanterías de ladrillos y madera, llenas de libros sobre tarot, feng sui y curación natural. Volvió la cabeza hacia él.
—No lo sabe nadie aún. Sólo tú.
—Bueno, vale —dijo él, misteriosamente satisfecho por la respuesta.
—No dejas de decir «vale» —rezongó. Un rizo indómito volvió a caer sobre su ojo y lo apartó.
—Es que es todo muy nuevo —encogió los hombros—. Se podría decir que no tengo palabras.
—Ya. Te creo —asintió ella. Su irritación desapareció tan rápido como había llegado—. Pero ahora que lo mencionas, tendremos que decírselo, antes o después.
Desde la primera vez que habían acabado en la cama, Tanner y Crystal habían acordado mantenerlo en secreto. Les había parecido lo más lógico, dado que, en teoría, cada vez que ocurría iba a ser la última. Mitch y Kelly seguían sin saber nada de su relación.
Habría sido demasiado complicado intentar explicarles que no querían salir juntos, no tenían nada en común y no iban a iniciar una relación que no tenía futuro pero, sin embargo, no podían evitar acabando desnudos y juntos cada vez que se veían.
—Tal vez deberíamos esperar a que vuelvan de su viaje antes de decir nada —sugirió Tanner.
—Estoy de acuerdo —afirmó Crystal—. Y creo que tampoco mencionaré que he dejado mi trabajo. Al fin y al cabo, es su luna de miel. Ahora todo debería centrarse en ellos.
Kelly y Mitch, reunidos tras años de separación, se marchaban al día siguiente a una isla paradisíaca al este de Madagascar, durante dos semanas. Aunque se habían casado hacía un mes, Kelly había tardado en hacer un hueco en su agenda de trabajo. Crystal iba a quedarse en su casa, cuidando de la sobrina de Tanner, DeDe. Tanner, cuyo trabajo lo alejaba de Sacramento a menudo, iba a ayudar a Crystal cuando pudiera.
—Es raro —Crystal volvió a mirar la televisión apagada—. Durante dos semanas sólo he pensado en que tenía que decírtelo. Y ahora que lo he hecho me siento, no sé, atontada. Inerte. Sin saber qué hacer a continuación.
—Bueno… —estuvo a punto de volver a decir «vale», pero se contuvo a tiempo—. No importa.
—Piénsalo —ella lo miró y forzó una sonrisa—. Si me hubiera callado, ahora podríamos estar disfrutando del sexo, en vez de estar aquí sentados sin saber qué decirnos.
—Me alegra que me lo hayas dicho —farfulló él.
Siguió otro silencio. Él la oyó suspirar y se preguntó qué hacer.
Para Tanner la familia lo era todo. Y esa mujer iba a tener a su bebé. No era la mujer con la que había planeado un futuro. Siempre que pensaba en una relación seria, imaginaba a su lado a una mujer tranquila y constante, práctica y ahorradora; resumiendo: alguien completamente distinto a la mujer que tenía al lado en el futón.
Sin embargo, tenía treinta y un años y esa mujer ideal no había aparecido. A lo largo de los años había conocido a varias mujeres como la que creía estar buscando. Había salido con ellas y todas lo habían aburrido mortalmente.
Crystal nunca lo aburría. Además, ya era casi parte de la familia. Por no mencionar que era la única mujer que había ocupado su mente, y su cama, desde que apareció en un polvoriento coche rojo, dos meses y medio antes.
Más importante aún era que tenía que pensar en el bienestar del bebé. Quería que llevara su apellido, cualquier hombre desearía lo mismo. Pero aún más que su apellido, Tanner quería que creciera en una familia verdadera, algo que él nunca había tenido de niño.
—Oh, bueno —Crystal suspiró—. Tenías que saberlo y me alegro de habértelo dicho por fin.
Él miró su perfil y pensó que incluso vestida con vaqueros agujereados y camiseta a rayas rojas y blancas parecía una princesa de cuento. Sus facciones eran simétricas y delicadas, su piel de melocotón y crema. Y luego estaba su cascada de cabello rizado. Le encantaba enterrar el rostro en ella cuando hacían el amor, enredarla en su puño.
—Y una cosa que quiero dejarte clara, es decir, sé cómo eres…
—¿Ah, sí? —él enarcó una ceja—. ¿Cómo?
—Eres tradicional a ultranza.
—¿Y qué si lo soy? —preguntó él, sabiendo que no le iba a gustar lo que estaba a punto de oír.
Ella se inclinó y puso la mano en su brazo, como si quisiera prepararlo. Luego lo dejó claro.
—Necesito que entiendas, desde ya, que el matrimonio no entra en la agenda.
—¿Así que hay una agenda? —dijo él, apartando el brazo y evitando el contacto de su mano.
—Es una forma de hablar, que significa en «el plan». El matrimonio no es parte del plan. Quiero que aprendamos a colaborar para darle la mejor vida posible al bebé. Espero que a lo largo de los meses y años que sigan, nuestro… vínculo como padres solteros evolucione.
«Evolucione». Ella quería que evolucionaran. Tal vez como un ser que saliera del océano y con el tiempo se pusiera sobre dos patas. Tanner dominaba la inexpresividad facial, dado su trabajo, e hizo uso de ella, aunque lo irritaba enormemente que ella hablara de «el plan», como si sólo hubiera uno, el plan de ella.
Sin embargo, de momento le bastaba con que su bonita boca le hubiera dicho la verdad. Habría tiempo de sobra para discutir lo del matrimonio.
—Bueno, de acuerdo —dijo, con el mismo tono neutral que llevaba utilizando casi toda la velada.
—Fantástico —ella se enderezó y le ofreció una sonrisa deslumbrante, como si su futuro como padres solteros hubiera quedado decidido.
No era el caso. Ni por asomo. Cierto que no eran una pareja ideal. Pero aun así, el tema del matrimonio se merecía cierta consideración.
Una reluciente limusina negra esperaba ante la casa de Kelly cuando Crystal llegó la mañana siguiente, a las diez. Tenía los cristales tintados y no vio al chófer, pero sabía que había uno dentro.
Mitch, un empresario con compañías en Dallas y Los Ángeles, debía de haberla alquilado para ir con Kelly al aeropuerto. Utilizaba limusinas a menudo, así que no la sorprendió verla.
El coche de Tanner también estaba allí. Eso tampoco era raro. Era lógico que hubiera ido a desear un feliz viaje a los recién casados.
Crystal aparcó junto al Mustang negro. La noche anterior Tanner había sido fantástico: gentil, dulce y comprensivo. Y muy complaciente.
«Complaciente», sonrió para sí. No era una palabra que ella habría asociado con el alto, moreno y devastadoramente sexy Tanner hasta ese momento. Había estado muy equivocada.
Salió del coche y fue hacia la puerta disfrutando del cálido sol de mayo y admirando las rosas rojas que había junto al porche. Era un día precioso. Su vida también parecía estar tomando forma. No tenía trabajo, pero pronto encontraría uno. Y Tanner sabía lo del bebé.
Las cosas podrían ser mucho peores.
En ese momento una Kelly con aspecto estresado abrió la puerta.
—Has llegado. Bien —dijo, con el ceño fruncido.
—¿Qué ocurre? —Crystal entró al vestíbulo.
—Es DeDe —Kelly movió la cabeza. Deidre era hija biológica de Mitch y Kelly, resultado de su relación romántica en el instituto. Pero cuando Kelly había abandonado la ciudad para irse a vivir con su recién encontrado hermano, Mitch había roto la relación y había desaparecido; después Kelly había descubierto que estaba embarazada.
Habían tardado diez años en volver a encontrarse. Por fin Kelly tenía al hombre a quien nunca había dejado de amar. Mitch tenía la familia que necesitaba más que nada en el mundo. Y DeDe tenía a su padre. Todo tendría que ser perfecto.
—Solía ser la niña más sensata y manejable de todas —añadió Kelly—. Pero últimamente, a veces no sé qué pensar.
—¿Dónde está?
—En su habitación. Con una pataleta endiablada. Mitch está con ella. Ha decidido que no quiere que nos marchemos.
Crystal emitió un sonido compasivo. Kelly señaló hacia la sala de estar y la cocina.
—Tanner está aquí —su voz sonó cariñosa al decir el nombre de su hermano.
Tanner y Kelly habían discutido cuando Mitch reapareció. Ambos se negaban a hablar del tema. Pero cualquiera que hubiera sido el problema, parecía haberse solucionado.
—Danos un par de minutos. Estamos intentando tranquilizarla antes de irnos.
—Ánimo.
—Gracias. Voy a necesitarlo —Kelly se alejó por el pasillo.
Crystal dejó el bolso en el banco que había junto al mirador, cruzó el salón y fue a la cocina. Allí encontró a Tanner sentado a la mesa, con una taza de café ante él.
—Buenos días —dijo él. Su voz grave le provocó el habitual escalofrío.
—Hola —apartó una silla.
—Hay café —arrugó la frente—. ¿O ya no puedes tomar?
—Más bien no. No me importa, nunca fui muy aficionada al café. Kelly tiene infusiones, puede que me haga una más tarde.
Él aún tenía el cabello húmedo de la ducha. Deseó tocarlo, poner la mano en su mejilla recién afeitada, pero se resistió. Kelly o Mitch podían aparecer en cualquier momento. Iban a ocultarles su relación hasta que volvieran de su luna de miel.
«Su relación», se repitió Crystal con una sonrisa. Con un bebé en camino y lo bien que se lo había tomado él, parecía correcto denominar lo que había entre ellos una relación. No era una relación típica, ya que no estaba encaminada a una vida de amor y matrimonio. Pero se responsabilizarían del bebé y se esforzarían para ser buenos padres. Así que tenían una relación, una muy importante.
Descubrió que le gustaba eso, pensar en ellos dos como algo más que dos conjuntos de hormonas desatadas que eran incapaces de no saltar uno sobre otro a la menor oportunidad.
—¿Qué pasa con DeDe? —preguntó ella.
—Está montando el numerito —contestó él—. A lo grande.
—¿Crees que tendríamos que hacer algo? Odiaría que tuvieran que posponer el viaje.
—¿Hacer qué?
—Buena pregunta —aceptó ella, encogiéndose de hombros.
—No te preocupes. Piensan marcharse. O eso han dicho hace unos minutos.
En ese momento oyeron una puerta abrirse en el pasillo y luego la voz de Mitch.
—Vamos, Kell. Tenemos que irnos…
—Oh, papá —gritó DeDe—. ¿Cómo podéis hacer esto? ¿Cómo podéis iros así?
—Déjalo —dijo Kelly—. Déjalo ya.
—Pero…
—Se acabó —la voz de Kelly sonó terminante—. Tu padre y yo nos vamos de luna de miel y que tú te comportes mal no va a detenernos.
DeDe murmuró algo que Crystal no entendió. Kelly volvió a hablar con un tono de voz que no admitía discusión posible.
—Sécate los ojos y suénate la nariz. Y sal a decirnos adiós. Ahora.
Se oyeron pasos. Kelly y Mitch entraron a la sala, con aspecto estresado en vez de felices como una pareja de recién casados que partían a pasar dos semanas románticas en un paraíso tropical.
Crystal se levantó al verlos. Fue a abrazarlos. Primero a Kelly, luego a Mitch.
—Por favor, no os preocupéis por DeDe. En cuanto os marchéis dejará la pataleta, seguro.
—Eso espero —los ojos marrones de Mitch estaban cargados de duda—. Porque nos vamos, eso es indudable. La limusina está cargada y lista —puso un cheque en la mano de Crystal.
Ella lo miró y movió la cabeza de lado a lado.
—Es demasiado. La comida sólo costará…
—Crys —intervino Kelly—. Queremos estar tranquilos. Mejor que sobre que no que falte.
—Sí. Acepta el dinero. Por una vez —añadió Mitch con voz seca. Siempre estaba intentando darle dinero, como el hermano honorario que era. Él tenía una fortuna y ella siempre estaba estirando lo poco que tenía. Nunca había comprendido que para ella era cuestión de orgullo mantenerse sola.
—Gracias —aceptó, consciente de que no era momento de discutir.
—No os preocupéis —dijo Tanner—. Cuidaremos de DeDe. Estará perfectamente.
Crystal cuestionó ese «cuidaremos». Sería ella quien estuviera a cargo de DeDe, Tanner sólo aparecería cuando tuviera tiempo. Lo miró interrogativamente, él se limitó a asentir.
Se oyeron más pasos. Apareció DeDe, seguida por un desaliñado perro marrón, Cisco; el perro vagabundo que Mitch había encontrado y adoptado tras la muerte de Candy. El perro se sentó sobre las patas y jadeó con satisfacción.
DeDe, en cambio, tenía la nariz roja y los ojos hinchados y tristes. Llevaba un vestido morado con leotardos a juego.
—Adiós —dijo con vez triste, alzando la mejilla para que la besaran.
Mitch y Kelly intercambiaron una mirada inquieta. Pero no titubearon. Abrazaron a su hija y le dijeron que la querían. DeDe soportó sus atenciones con el coraje de una heroína trágica condenada a un sino horrible y sin esperanza.