La Joya es riqueza

La Joya es belleza

La Joya es realeza

Pero para chicas como Violet, la Joya no es más que sumisión.

Ella nació y creció en el Pantano. Durante años, la entrenaron para cumplir con un solo objetivo: servir a la realeza. Pero una realidad brutal y violenta se oculta detrás de la brillante fachada de la Joya.

Allí, Violet conocerá qué tan lejos puede llegar una persona con tal de obtener poder. Y lo que es aún peor, se dará cuenta de que las vidas de las jóvenes como ella valen menos de lo que jamás imaginó.

Ahora debe encontrar una manera de sobrevivir, de escapar de ese futuro para el que tanto la prepararon, antes de que sea demasiado tarde…

“Con una trama sólida y provocativa y unos personajes irresistibles, La Joya me mantuvo atrapada hasta el último y asombroso giro. ¡Necesito la continuación!”.

–Andrea Cremer, autora de la saga Nightshade

 

 

 

 

Para Jess
por todo.

Uno

Hoy es mi último día como Violet Lasting.

Las calles del Pantano son silenciosas durante las primeras horas de la mañana, solo se oyen los pasos lentos y pesados de un burro y el tintineo de botellas de vidrio causado por el andar de la carreta de un lechero. Corro mis sábanas y me pongo la bata de baño sobre el camisón. La bata, de un azul oscuro, es una prenda que heredé de mi madre, y tiene los codos desgastados. Solía quedarme enorme, las mangas cubrían mis manos por completo y el dobladillo se arrastraba por el suelo. Durante los últimos años, crecí con ella puesta, esperando para que me quedara bien, y ahora me calza de la misma manera que a mi madre. Me encanta. Es uno de los pocos objetos que me permitieron traer conmigo a la Puerta Sur. Tuve suerte de poder traer todo lo que traje. Los otros tres centros de retención son más estrictos con respecto a los objetos personales; la Puerta Norte los prohíbe por completo.

Presiono mi rostro contra los barrotes de hierro forjado de la ventana; son curvos y están enredados en forma de rosas, como si el hecho de ser agradables a la vista les permitiera fingir ser algo que no son.

Las calles de tierra del Pantano brillan con un resplandor dorado opaco con la luz de la madrugada; casi puedo imaginar que están hechas de un material majestuoso. Son las calles las que le dan al Pantano su nombre: todas las piedras, el cemento y el asfalto fueron llevados a los círculos más adinerados de la ciudad, por lo que el Pantano quedó con las calles cubiertas de un lodo oscuro y grueso que huele a sal y azufre.

Los nervios revolotean en mi pecho, como si tuvieran pequeñas alas. Hoy podré ver a mi familia por primera vez en cuatro años. A mi madre, a mi Ochre, y a la pequeña Hazel. Probablemente ya no sea tan pequeña. Me pregunto si siquiera desean verme, si me he convertido en una extraña para ellos. ¿He cambiado quien solía ser? No estoy segura de poder recordar quién fui una vez. ¿Y si ni siquiera me reconocen?

La ansiedad repiquetea en mi interior a medida que el sol, lejos, se eleva con lentitud sobre la Gran Muralla, la que rodea la totalidad de la Ciudad Solitaria. La muralla que nos protege del océano violento que está del otro lado. La que nos mantiene a salvo. Amo el amanecer aún más que el atardecer. Hay algo tan fascinante en ver al mundo cobrar vida con una paleta infinita de colores. Es esperanzador. Me alegra poder presenciar este: franjas rosadas y lavandas se entremezclan con ríos rojos y dorados. Me pregunto si podré presenciar algún amanecer cuando comience mi nueva vida en la Joya.

A veces, desearía no haber nacido sustituta.

Cuando Patience viene a buscarme, estoy acurrucada en la cama, todavía en mi bata de baño, memorizando mi habitación. No es la gran cosa, solo hay una cama pequeña, un armario y un tocador de madera descolorido. Mi violonchelo está apoyado en una esquina. Sobre el tocador hay un jarrón con flores, que luego de unos días las cambian, un cepillo, un peine, algunas cintas para el cabello y una cadena vieja que tiene el anillo de bodas de mi padre. Mi madre me obligó a quedármelo luego de que los médicos me diagnosticaron, antes de que los soldados vinieran a llevarme.

Me pregunto si lo ha extrañado, después de tanto tiempo. Me pregunto si me ha extrañado al igual que yo la he extrañado a ella. Un nudo se tensa en mi estómago.

La habitación no ha cambiado mucho desde que llegué aquí hace cuatro años. Sin cuadros. Sin espejo. Los espejos están prohibidos en los centros de retención. La única incorporación ha sido mi violonchelo, que ni siquiera es mío en realidad, dado que pertenece a la Puerta Sur. Me pregunto quién lo usará cuando me haya ido. Es extraño, pero por más aburrida e impersonal que sea esta habitación, creo que la voy a extrañar.

–¿Cómo lo llevas, querida? –pregunta Patience. Siempre usa esos apodos con nosotras: “querida”, “cariño” y “borre-
guita”; como si tuviera miedo de usar nuestros nombres reales. Tal vez simplemente no quiere encariñarse. Ha sido la cuidadora en jefe en la Puerta Sur por un largo tiempo. Probablemente ha visto cientos de jóvenes pasar por esta habitación.

–Estoy bien –mentí. No tiene sentido decirle la verdad, que me siento como si la piel me picara de adentro hacia afuera y como si hubiera un peso en la parte más profunda y oscura de mi ser.

Sus ojos me observan de pies a cabeza, y frunce los labios. Patience es una mujer rellenita que tiene mechones grises en su ralo cabello castaño, y su rostro es tan fácil de leer, que puedo adivinar lo que dirá antes de que lo haga.

–¿Estás segura de que eso es lo que quieres usar?

Asiento, mientras acaricio la suave tela de la bata de baño con mi pulgar y el índice, y salgo de la cama a toda prisa. Ser una sustituta tiene ventajas. Podemos usar la ropa que nos plazca, comer lo que queramos y dormir hasta tarde los fines de semana. Nos dan educación; una buena educación. Nos dan comida y agua fresca, siempre tenemos electricidad y nunca debemos trabajar. Nunca debemos en-
frentarnos a la pobreza, y las cuidadoras nos dicen que obtendremos aún más beneficios una vez que comencemos a vivir en la Joya.

Excepto libertad. Jamás la mencionan.

Patience sale de la habitación y yo la sigo. Los pasillos del Centro de Retención de la Puerta Sur están revestidos con madera de teca y palo de rosa; obras de arte cuelgan en las paredes, manchones de color que no muestran nada real. Todas las puertas son exactamente iguales, pero yo sé hacia cuál nos dirigimos. Patience te despierta solo si tienes una consulta con el médico, si hay una emergencia, o si es tu Día de la Verdad. Solo hay otra chica más en este piso, sin contarme a mí, que irá a la Subasta mañana. Mi mejor amiga: Raven.

Su puerta está abierta y ya está vestida con unos pantalones de cintura alta color canela y una camiseta con escote en v.
No puedo decir si Raven es más linda que yo, porque no he visto mi propio reflejo en cuatro años. Pero sí puedo afirmar que ella es una de las sustitutas más hermosas de la Puerta Sur. Ambas tenemos el cabello negro, pero el de Raven es muy corto, lacio y brillante, mientras que el mío cae en ondas por mi espalda. Tiene la piel sedosa color caramelo y ojos almendrados casi tan oscuros como su cabello, que enmarca un rostro ovalado perfecto. Es más alta que yo, lo que es mucho decir. Mi piel es color marfil, lo que contrasta en forma extraña con mi cabello, y mis ojos son violetas. No necesito un espejo para saber eso. Por ellos tengo este nombre, Violet.

–Gran día, ¿eh? –me dice Raven, saliendo al pasillo para reunirse con nosotras–. ¿Eso te vas a poner?

Ignoro su segunda pregunta.

–Mañana será un día más importante.

–Sí, pero no podemos elegir qué vestir mañana. O el día siguiente. O… bueno, nunca más –se acomoda el cabello detrás de las orejas–. Espero que quien sea que me compre me permita usar pantalones.

–Yo no me haría ilusiones, querida –dice Patience.

Debo admitir que tiene razón. La Joya no parece ser el tipo de lugar donde las mujeres vistan pantalones, a menos que sean sirvientes que trabajen en lugares ocultos a la vista. Incluso si nos venden a una familia mercante del Banco, es probable que los vestidos sean el atuendo requerido.

La Ciudad Solitaria está dividida en cinco círculos, cada uno separado por un muro, y todos, excepto el Pantano, tienen apodos basados en su industria. El Pantano es el círculo exterior, el más pobre. No tenemos industria, solo albergamos a la mayoría de los trabajadores que trabajan en los otros círculos. El cuarto círculo es la Granja, donde se cultivan todos los alimentos. Luego, le sigue el Humo, donde están las fábricas. Al segundo círculo se lo llama el Banco, porque allí es donde todos los comerciantes tienen sus tiendas. Y por último está el círculo interno, o la Joya. El corazón de la ciudad, donde vive la realeza. Y donde, después de mañana, Raven y yo viviremos también.

Bajamos por la amplia escalera de madera, siguiendo a Patience. El aroma desde la cocina envuelve la escalera: pan recién horneado y canela. Me recuerda a cuando mi madre hacía bollos de canela almibarados para mi cumpleaños, un lujo que casi nunca podíamos pagar. Puedo comerlos cuando desee ahora, pero no tienen el mismo sabor.

Pasamos por una de las aulas; la puerta está abierta y me detengo un segundo para observar. Las niñas son jóvenes, tal vez tengan solo once o doce años. Nuevas. Como yo lo fui una vez. Cuando augurio era solo una palabra, antes de que me explicaran que yo era especial, que todas las niñas en la Puerta Sur lo eran. Que gracias a una peculiaridad genética, teníamos la capacidad de salvar a la realeza.

Las niñas están sentadas en los escritorios, cada una con una cubeta pequeña a un lado, y hay un pañuelo cuidadosamente doblado junto a cada una de ellas. Cinco cubos color rojo están alineados delante de cada niña. Una cuidadora está sentada en un gran escritorio, tomando notas; detrás de ella en el pizarrón está escrita la palabra verde. Las están evaluando en el primer Augurio: Color. Esbozo una media sonrisa, pero también me estremezco al recordar todas las veces que di ese examen. Observo a la niña que está más cerca de mí, mientras transformo un cubo imaginario en mis manos y ella transforma uno de un rojo intenso en las suyas.

Una vez para verlo como es. Dos, para verlo en tu mente. Tres, para que obedezca tu voluntad.

Unas vetas verdes se expanden desde el área donde sus dedos tocan el cubo y se arrastran a través de la superficie roja como si fueran enredaderas. Los ojos de la niña están entrecerrados por la concentración, mientras lucha contra el dolor, y si puede aguantar solo unos segundos más, sé que podrá lograrlo. Pero el dolor gana, y ella llora y suelta el cubo. El rojo le gana al verde. Luego sujeta la cubeta y escupe una mezcla de sangre y saliva. Un delgado hilo de sangre sale de su nariz y lo limpia con el pañuelo.

Suspiro. El primer Augurio es el más fácil de los tres, pero ella solo logró cambiar el color de dos de sus cubos. Tiene un largo día por delante.

–Violet –llama Raven, y me apresuro a alcanzarla.

El comedor no está lleno, la mayoría de las chicas ya están en clase. Cuando Raven y yo ingresamos, todas las conversaciones se detienen, las cucharas y las tazas se apoyan, y cada chica en la habitación se pone de pie, cruza dos dedos de la mano derecha y los presiona contra su corazón. Es una tradición del Día de la Verdad, un homenaje para las sustitutas que se irán para ser parte de la Subasta. Yo misma he hecho el mismo gesto cada año, pero se siente extraño que esté dirigido hacia mí. Se me hace un nudo en la garganta y me pican los ojos. Puedo sentir a Raven poniéndose tensa a mi lado. Muchas de las chicas que nos saludan con el gesto también irán a la Subasta mañana.

Nos sentamos en nuestra mesa de siempre, en una esquina junto a las ventanas. Me muerdo el labio, dándome cuenta de que, en muy poco tiempo, ya no será “nuestra” mesa. Este es mi último desayuno en la Puerta Sur. Mañana, estaré en un tren.

Una vez que tomamos asiento, el resto de la habitación hace lo mismo, y las conversaciones empiezan de nuevo, ahora en susurros bajos.

–Sé que es un símbolo de respeto –murmura Raven–, pero no me gusta estar del lado que lo recibe.

Una cuidadora joven, llamada Mercy, se apresura a acercarse con una cafetera plateada.

–Buena suerte mañana –dice con voz tímida. Apenas logro sonreír. Raven no dice nada. El rostro de Mercy se torna un poco rosado–. ¿Qué puedo traerles para desayunar?

–Dos huevos fritos, papas aplastadas fritas, tostadas con manteca y jalea de frutilla; y tocino, cocido pero no quemado.

Raven recita sin pausas y con velocidad toda su lista de desayuno, como si estuviese deseando que Mercy se equivoque. Probablemente, logró que la cuidadora se confundiera. A
Raven le gusta molestar a las personas, sobre todo cuando está nerviosa.

Mercy simplemente sonríe e inclina la cabeza.

–¿Y para ti, Violet?

–Ensalada de frutas –digo. Mercy se escabulle hacia la cocina–. ¿De verdad te vas a comer todo eso? –le pregunto a Raven–. Yo siento que mi estómago se encogió de pronto.

–Siempre estás preocupada –dice, y agrega dos cucharadas generosas de azúcar a su café–. Lo juro, un día te vas a generar una úlcera.

Bebo un sorbo de café y observo al resto de las chicas en el comedor. Sobre todo a las que irán a la Subasta. Algunas se ven como yo me siento, como si desearan acurrucarse en la cama y esconderse debajo de las sábanas; pero otras chicas están conversando con entusiasmo. Nunca logré comprender del todo a esas jóvenes, a las que creían todas las palabras de las cuidadoras sobre lo importantes que somos, y sobre cómo estamos cumpliendo con una tradición noble y antigua. Una vez le pregunté a Patience por qué no podíamos regresar a casa después de haber dado a luz, y ella dijo: “Eres demasiado valiosa para la realeza. Quieren cuidarte por el resto de tu vida. ¿No es maravilloso? Tienen un corazón tan generoso”.

Le respondí que prefería a mi familia antes que la generosidad de la realeza. A Patience no le gustó mucho mi comentario.

En una mesa cercana, una niña más joven que parecía tímida, grita presa del dolor y la sorpresa al ver cómo su vaso de agua se convierte en hielo. Lo suelta y se hace trizas contra el suelo. Le empieza a sangrar la nariz, toma una servilleta y sale corriendo del comedor, mientras que una cuidadora se apresura a seguirla con una pala en la mano.

–Me alegra que eso ya no suceda –dice Raven. Los Augurios son difíciles de controlar cuando empiezas a aprenderlos, y el dolor siempre es peor cuando no te lo esperas. La primera vez, tosí sangre y creí que estaba muriendo. Pero deja de suceder después de un año o dos. Ahora, solo me sangra la nariz cada tanto.

–¿Recuerdas cuando hice que toda esa canasta de fresas fuera azul? –pregunta Raven, casi riendo.

Me estremecí ante el recuerdo. Al principio, había sido divertido, pero no pudo detenerlo durante un día entero: todo lo que tocaba se teñía de azul. Raven se enfermó gravemente, y los médicos tuvieron que ponerla en cuarentena.

Ahora la miro, observo cómo le agrega con tranquilidad leche a su café y me pregunto cómo se supone que viviré sin ella.

–¿Sabes tu número de lote? –le pregunto.

La cuchara tintinea contra la taza de Raven, su mano tiembla por un segundo ínfimo.

–Sí.

Es una pregunta estúpida, a todas nos asignaron nuestros números de lote anoche. Pero quiero saber cuál es el de Raven. Quiero saber por cuánto tiempo más podré ver a mi mejor amiga.

–¿Y?

–Lote 192. ¿Tú?

Exhalo antes de responder.

–197.

–Parece que somos productos deseados –dice Raven sonriendo.

Cada Subasta consta de una cantidad diferente de sustitutas y todas responden a una clasificación. Se considera que las últimas diez en ser subastadas son de la mejor calidad y, por lo tanto, son las más codiciadas. Este año tiene la mayor cantidad de sustitutas para subastar en la historia reciente: 200.

No me importa demasiado mi posición. Prefiero estar con una pareja agradable que con una adinerada; pero esos números implican que Raven y yo estaremos juntas hasta el final.

El comedor queda sumido en silencio cuando tres chicas ingresan en él. Raven y yo nos ponemos de pie al igual que el resto y saludamos a las muchachas que mañana viajarán con nosotras en el tren. Dos de ellas se sientan en una mesa debajo del candelabro, pero la otra, una rubia pequeña con grandes ojos azules, se acerca a nosotras con paso animado.

–Buen día, chicas –dice Lily efusivamente, dejándose caer en una de las sillas elegantes, con una revista de chismes apretada entre las manos–. ¿No están entusiasmadas? ¡Yo estoy más que emocionada! Mañana podremos ver la Joya. ¿Pueden creerlo?

Lily me cae bien, a pesar de su entusiasmo abrumador y de caer en la categoría de chicas exaltadas que no comprendo.
No tenía una familia demasiado buena en el Pantano. Su
padre la golpeaba, y su madre era alcohólica. El haber sido diagnosticada como sustituta fue algo bueno para ella.

–De seguro es un cambio en la rutina –dice Raven con acidez.

–¡Lo sé! –Lily es incapaz de detectar el sarcasmo.

–¿Irás a casa hoy? –pregunto. No puedo imaginar que Lily quiera ver a su familia de nuevo.

–Patience dijo que no tengo que hacerlo, pero me gustaría ver a mi madre –explica Lily–. Y ella dijo que puedo llevar unos soldados como escolta, para que papi no me lastime –su boca dibuja una sonrisa amplia, y siento una fuerte punzada de lástima.

–¿Ya sabes tu número de lote? –le pregunto.

–Agh, sí. 53, ¿pueden creerlo? ¡De 200! Es probable que termine con una familia mercante del Banco.

La realeza le permite a una cantidad selecta de familias del Banco asistir a la Subasta cada año, pero ellos solo pueden hacer una oferta por las sustitutas que están en las posiciones bajas. El Banco no necesita a las sustitutas tanto como la realeza; las mujeres del Banco son capaces de engendrar sus propios hijos. Para ellos, nosotras solo somos un símbolo de status.

–¿Ustedes qué posiciones tienen, chicas?

–192 –responde Raven.

–197.

–¡Lo sabía! Sabía que ambas obtendrían puntajes excelentes. Ooooh, ¡estoy tan celosa!

Mercy se acerca a paso rápido con nuestro desayuno.

–Buen día, Lily. Suerte para mañana.

–Gracias, Mercy –Lily le sonríe–. Ah, ¿puedes traerme tortitas de arándanos? ¿Y jugo de pomelo? ¿Y mango cortado?

Mercy asiente.

–¿Eso es lo que te vas a poner? –me pregunta Lily, frunciendo el ceño con preocupación genuina.

–Sí –digo, exasperada–. Esto es lo que me pondré. Es mi ropa favorita y dado que es la última vez en mi vida en la que podré elegir mi propio atuendo, elijo usar esto, porque me encanta y porque es mío. No me importa cómo me veo.

Raven esconde su sonrisa detrás de una cucharada de huevos y patatas. Lily parece confundida por un segundo, pero pronto vuelve a la normalidad.

–¿Se enteraron? ¿Sobre la Electriz? –nos mira con expectativa, pero Raven está más interesada en su comida, y yo nunca le presté demasiada atención a la política de la Joya. Sin embargo, algunas chicas sí están al tanto de los chismes.

–No –respondo para ser amable, pinchando un trozo de melón con el tenedor.

Lily apoya la revista sobre la mesa. El joven rostro de la Electriz nos observa desde la cubierta de La Joya hoy, debajo del titular que dice la electriz asistirá a la subasta.

–¿Pueden creerlo? ¡La Electriz en nuestra Subasta! –está fuera de sí. Adora a la Electriz, al igual que varias de las chicas de la Puerta Sur. Su historia es bastante inusual: ella nació en el Banco, no es parte de la realeza en realidad, pero el Exetor la vio durante un viaje que hizo a una de las tiendas de su padre, se enamoró de ella, y se casaron. Muy romántico.
La familia de la Electriz es parte de la realza ahora, por supuesto, y vive en la Joya. Muchas chicas la ven como un símbolo de esperanza, como si sus destinos pudieran cambiar como el de ella. Aunque no entiendo, en primer lugar, qué es lo terrible de ser la hija de un comerciante.

»Nunca pensé que vendría –continúa Lily–. Es decir, su hermoso hijito nació hace pocos meses. Imagínense: ¡podría elegir a una de nosotras para engendrar a su próximo bebé!

Quiero destrozar el mantel de encaje con mis uñas. Lo dice como si tuviéramos que sentirnos honradas, como si fuera nuestra decisión. No quiero engendrar el bebé de nadie, ni el de la Electriz ni de ninguna otra. No quiero que me vendan mañana.

Y Lily se ve tan entusiasmada, como si realmente existiera la posibilidad de que la Electriz hiciese una oferta por ella. Solo es el Lote 53.

Me odio a mí misma en cuanto se me ocurre ese pensamiento. Ella no es el Lote 53, ella es Lily Deering. Ama el chocolate, los chismes y los vestidos rosas con collares de encaje, y toca el violín. Viene de una familia horrible y nunca te darías cuenta, porque tiene algo bueno que decir de todas las personas que ha conocido. Ella es Lily Deering.

Y mañana, la comprarán y pagarán por ella, y vivirá en una casa desconocida bajo las reglas de una mujer extraña. Una mujer que tal vez no la comprenda a ella ni a su incansable e infinito entusiasmo. Una a la que no le importe o que no sepa cómo hablar con ella. Una mujer que obligará a su propio hijo a crecer dentro de Lily, le guste a ella o no.

De pronto, estoy tan enojada que apenas puedo tolerarlo. Antes de darme cuenta, estoy de pie con las manos cerradas como puños.

–¿Qué…? –comienza a preguntar Lily, pero ni siquiera la escucho. Apenas vislumbro la expresión de sorpresa de Raven antes de marcharme a través de las mesas, ignorando las miradas furtivas y curiosas de las otras chicas, y de repente estoy corriendo fuera del comedor y subiendo las escaleras. Cierro la puerta de mi habitación de un portazo.

Sujeto el anillo de mi padre y lo coloco en mi pulgar; es el dedo más grande que tengo y al anillo aún le queda holgado. Cierro los dedos formando un puño alrededor de la cadena.

Camino sin cesar de un lado a otro por la celda pequeña que es mi habitación; no puedo creer que pensé que extrañaría este lugar. Es una cárcel, un sitio en donde me mantienen encerrada antes de que me despachen para convertirme en la incubadora humana de una mujer que jamás he conocido. Las paredes comienzan a cerrarse sobre mí y tropiezo con mi tocador y todo cae al suelo. Escucho los golpes cortos del cepillo y el peine mientras rebotan contra la madera, y cómo el jarrón se hace trizas y desparrama las flores por doquier.

Mi puerta se abre. La mirada de Raven va de mí al desastre en el suelo sin parar. La sangre palpita con fuerza en mi sien y el cuerpo me tiembla. Se acerca hacia mí mirando dónde pisar y me envuelve con sus brazos. Los ojos se me llenan de lágrimas y no puedo contenerlas, se deslizan por mis mejillas y su blusa las absorbe.

Nos quedamos en silencio por un largo rato.

–Tengo miedo –susurro–. Tengo miedo, Raven.

Me abraza con fuerza, y luego comienza a levantar los trozos desparramados. Siento una oleada cálida de vergüenza por el desorden que he causado, y me inclino a ayudarla.

Colocamos los restos del jarrón destrozado sobre mi tocador y Raven se limpia las manos en el pantalón.

–Vamos a asearte –dice.

Asiento y caminamos por el pasillo, tomadas de la mano, hasta el baño. La chica que dejó caer el vaso de hielo está allí, limpiándose la nariz con un paño húmedo; el sangrado se ha detenido, pero tiene la piel cubierta de una capa delgada de sudor. Se sorprende al vernos.

–Fuera –ordena Raven. La chica suelta el paño y se apresura a salir por la puerta.

Raven toma un paño facial limpio y lo remoja en agua y jabón de lavanda.

–¿Estás nerviosa… –estuve a punto de decir “por la Subasta”, pero cambié de opinión– por ver de nuevo a tu familia?

–¿Por qué debería estarlo? –responde, limpiando mi cara con el paño húmedo. El aroma a lavanda es reconfortante.

–Porque no los has visto en cinco años –digo con delicadeza. Raven ha estado aquí más tiempo que yo.

Se encoge de hombros, pasando el paño debajo de mis ojos. La conozco lo suficientemente bien y sé que debo cambiar el tema. Enjuaga el paño y comienza a peinar mi cabello. El corazón me late con fuerza al pensar en lo que ocurrirá después de este día.

–No quiero ir –confieso–. No quiero ir a la Subasta.

–Por supuesto que no quieres –responde–. No estás loca como Lily.

–No seas mala. No digas eso.

Raven pone los ojos en blanco, apoya el peine, y me acomoda el cabello sobre los hombros.

–¿Qué nos sucederá? –pregunto.

Raven toma mi barbilla con la mano y me mira directo a los ojos.

–Escúchame con atención, Violet Lasting. Vamos a estar bien. Somos inteligentes y fuertes. Estaremos bien.

El labio inferior me tiembla y asiento. Raven se relaja y acaricia mi cabello por última vez.

–Perfecto –dice con firmeza–. Ahora, vayamos a ver a nuestras familias.

Dos

Los carruajes eléctricos nos trasladan a través de las calles polvorientas.

Las cortinas gruesas de terciopelo nos protegen de las par-
tículas de lodo seco que flotan en el aire, las que se adherían en mi piel cuando era una niña. Incapaz de evitarlo, espío a través de la tela. No he salido del centro de retención desde los doce años.

Las calles están delineadas por casas de un solo piso hechas de ladrillos de lodo; algunos techos están podridos o a punto de colapsar. Hay niños corriendo semidesnudos por la acera, y hombres panzones apoyados contra la pared de los callejones o sentados en taburetes, que beben licores fuertes de botellas escondidas en bolsas de papel. Pasamos por una casa de beneficencia con las ventanas y las puertas cerradas, estas últimas con candado. El domingo habrá una fila larga en esta calle: estará llena de familias esperando recibir cualquier tipo de comida, ropa o medicinas que la realeza haya donado para ayudar a los menos afortunados. Sin embargo, sin importar cuántas provisiones envíen, nunca es suficiente.

Algunas calles más adelante, veo tres soldados alejando a empujones de la verdulería a un niño escuálido. Ha pasado mucho tiempo desde que vi a un hombre, sin contar a los médicos que nos revisan. Los soldados son jóvenes, con manos y narices grandes y hombros anchos. Dejan de acosar al niño cuando mi carruaje pasa junto a ellos, y asumen una postura firme. Me pregunto si me ven espiándolos a través de las cortinas. Las cierro con rapidez.

Somos cuatro en el carruaje, pero Raven no está aquí. Su familia vive en el otro extremo de la Puerta Sur. El Pantano es como la rueda de una bicicleta que rodea las afueras de la Ciudad Solitaria. Si alguna vez la Gran Muralla se derrumba, seremos los primeros en morir, consumidos por el terrible océano que nos rodea por completo.

Cada círculo de la ciudad, a excepción de la Joya, está divido por dos rayos que forman una x, en cuatro distritos: Norte, Sur, Este y Oeste. En el medio de cada distrito del Pantano hay un centro de retención. La familia de Raven vive al este de la Puerta Sur; la mía, al oeste. Me pregunto si ella y yo nos hubiéramos conocido de no haber sido diagnosticadas como sustitutas.

Agradezco que nadie hable en el carruaje. Me froto la muñeca y siento el relieve duro del transmisor circular que me implantaron bajo la piel. A todas nos colocan uno antes de visitar nuestro hogar. Solo es temporal, se disolverán en ocho horas, aproximadamente. Es el método que utiliza la Puerta Sur para hacer cumplir las reglas: no hablar de lo que sucede dentro del centro de retención. No hablar de los Augurios. No hablar de la Subasta.

El carruaje nos lleva a destino, una por una. Soy la última.

Mi cuerpo entero está temblando cuando llego a mi casa. Escucho con atención, buscando un indicio de que mi familia está allí afuera, esperándome, pero solo oigo el ruido sordo de mi pulso latiendo en mis oídos. Utilizo toda mi energía para estirar la mano y mover la manija de metal sobre la puerta del carruaje. Por un segundo ínfimo, creo que no puedo hacerlo. ¿Y si ya no me quieren? ¿Y si se olvidaron de mí?

Luego escucho la voz de mi madre.

–¿Violet? –llama con timidez. Abro la puerta.

Están parados en fila, vestidos con lo que deben ser sus mejores prendas. Me sorprendo al ver que Ochre ha crecido y es más alto que mi madre; su pecho y sus brazos son musculosos, tiene el cabello corto y la piel seca y bronceada. Debe haber conseguido trabajo en la Granja.

Mi madre parece mucho mayor de lo que recuerdo, pero su cabello sigue siendo rojo cobrizo. Tiene arrugas pronunciadas alrededor de los ojos y de la boca.

En cambio, Hazel… Hazel está casi irreconocible. Tenía siete años cuando me fui, ahora tiene once. Sus piernas y brazos son largos, y el delantal harapiento le cuelga con tristeza del cuerpo huesudo. Pero su rostro es idéntico al de papá; tiene exactamente sus mismos ojos. Ambas tenemos el cabello largo, negro y ondulado. La semejanza me hace sonreír. Hazel se acerca con lentitud un poco hacia Ochre.

–¿Violet? –repite mi madre.

–Buenos días –digo, sorprendida por mi formalidad. Bajo del carruaje y siento el polvo grueso del pantano entre los dedos de mis pies. Los ojos de Hazel se agrandan; no sé qué pensaba que llevaría puesto, pero es probable que no esperara un camisón y una bata de baño. Ningún miembro de mi familia está usando zapatos. Me alegra que yo tampoco. Quiero sentir la tierra bajo mis pies, el polvo sucio de mi hogar.

El silencio incómodo dura un segundo, y luego mi madre da un paso torpe hacia adelante y me envuelve en un abrazo. Está muy delgada y noto una leve renguera que estoy segura que no tenía antes.

–Ah, mi niña –canturrea–. Estoy tan feliz de verte.

Inhalo su aroma a pan, sal y sudor.

–Te extrañé –susurro.

Limpia mis lágrimas y me sostiene a un brazo de distancia.

–¿Cuánto tiempo tenemos?

–Hasta las ocho.

Mi madre abre la boca, luego la cierra con un leve movimiento de cabeza.

–Bueno, entonces aprovechémoslo al máximo –gira para ver a mis hermanos–. Ochre, Hazel, vengan a abrazar a su hermana.

Ochre se acerca con pasos largos; ¿cuándo creció tanto? Solo tenía diez cuando me fui. ¿Cuándo se convirtió en un hombre?

–Hola, Vi –dice. Después se muerde el labio, como si
estuviera preocupado por hablarle a una sustituta de manera tan informal.

–Ochre, estás enorme –bromeo–. ¿Con qué te ha estado alimentando mamá?

–Mido 1,80 –dice con orgullo.

–Eres un monstruo.

Sonríe ante mi respuesta.

–Hazel –exclama mi madre–, ven a saludar a tu hermana.

Entonces ella, mi pequeña Hazel, quien solía escuchar mis canciones en la noche, comer las galletas que le llevaba a escondidas luego de que apagaran las luces, y jugar conmigo a “Ponle la joya a la corona” en nuestro patio trasero, se da vuelta y entra corriendo a la casa.

–Solo necesita un poco de tiempo –dice mi madre después de unos minutos, mientras me sirve té de crisantemo.

Pero si hay algo que no tengo, es tiempo.

Bebo un sorbo de té y hago mi mayor esfuerzo para evitar fruncir la cara. He olvidado el sabor amargo y astringente; mis papilas gustativas están muy acostumbradas al café y al jugo recién exprimido. La culpa se desliza hacia mi estómago mientras trago.

Mi madre y yo estamos en la mesa de madera, sentadas en sillas que mi padre construyó. La casa es más pequeña de lo que recuerdo. Tiene una sola habitación para la cocina y el comedor. Hay un lavabo, un pequeño hornillo a querosén y un mueble que funciona de mesa auxiliar y tiene un gabinete para guardar platos y cubiertos. Hay un solo sillón, con el relleno a la vista en distintas zonas, y una mecedora junto a la chimenea. Mi madre tejía en esa silla. Me pregunto si aún lo hace.

–Hazel no se acuerda de mí –digo con tristeza.

–Sí que te recuerda –replica mi madre–. Solo… no como eres ahora. Es decir, por todos los cielos, Violet, mírate.

Bajo la mirada. ¿De verdad me veo tan diferente? Mis brazos son más gruesos que los de ella y mi piel tiene un tono rosado saludable.

–Tu rostro, cariño –ríe mi madre con dulzura.

Se me tensa la garganta.

–No… no he visto mi rostro por un tiempo.

–¿Te gustaría verlo ahora? –pregunta, y frunce los labios.

No puedo tragar. Mi mano se desliza dentro del bolsillo de mi bata y aprieto el anillo de mi padre.

–No –susurro. No sé por qué, pero el mero pensamiento de ver mi reflejo me aterroriza. Observo las manos de mi madre que están dobladas sobre su falda: están deformadas por la artritis y las venas azules sobresalen como si fueran ríos de un mapa topográfico.

–¿Dónde está tu anillo? –le pregunto. Sus mejillas se tornan rosadas y se encoge de hombros–. Madre –insisto–, ¿qué le sucedió a tu anillo?

–Lo vendí.

–¿Qué? ¿Por qué? –pregunto mientras siento cómo mis ojos sobresalen de sus cuencas. Me observa con expresión desafiante.

–Necesitábamos el dinero.

–Pero… –niego con la cabeza, desconcertada–. ¿Y el salario?

A las familias de las sustitutas les dan un salario anual en compensación por la pérdida de una hija.

Mi madre suspira.

–El salario no alcanza, Violet. ¿Por qué crees que Ochre tuvo que abandonar la escuela? Mira mis manos; ya no puedo trabajar tanto como antes. ¿Quieres que envíe a Hazel a las fábricas? ¿O a los huertos?

–Por supuesto que no.

No puedo creer que se atreva a sugerir eso. Hazel es demasiado joven para resistir el trabajo inhumano en la Granja, apenas tiene algo de músculo. Y jamás sobreviviría en el Humo. Me estremezco al pensar en ella operando alguna maquinaria pesada, ahogándose con el polvo que satura el aire.

–Entonces no me juzgues por cómo mantengo a esta familia. Tu padre, que en paz descanse, lo entendería. Solo es algo de oro –se pasa la mano por la frente–. Solo es algo de oro –repite en un murmullo.

No sé por qué estoy tan molesta. Tiene razón, es solo un objeto. No es mi padre.

Sujeto con fuerza su anillo por última vez, lo extraigo del bolsillo y lo apoyo sobre la mesa.

–Toma. Te lo devuelvo. De todos modos, no puedo quedármelo.

Hay algo en la mirada de mi madre mientras recoge el anillo, y entiendo cuánto le costó vender el suyo.

–Gracias –susurra.

–¿Puedo quedarme con la bata de baño? –pregunto.

Se ríe, y los ojos le brillan llenos de lágrimas.

–Por supuesto. Ahora te queda muy bien.

–Probablemente la desechen. Pero me gustaría conservarla lo más que pueda.

Extiende el brazo y aprieta mi mano.

–Es tuya. Me sorprende que te permitan visitarnos en pijama.

–Podemos usar lo que queramos. Sobre todo hoy.

El silencio se apodera de la habitación y me aplasta como una almohada, ahogando todo lo que quiero decir. Una mosca zumba en la ventana junto al lavabo. Mi madre acaricia mi mano con el dedo, su expresión distante, preocupada.

–Te cuidan bien allí, ¿verdad? –pregunta.

Me encojo de hombros y aparto la mirada. No tengo permitido hablar con ella sobre la Puerta Sur.

–Violet, por favor –dice–. Por favor, dímelo. No puedes imaginar lo difícil que ha sido. Para mí, para Hazel y Ochre. Primero tu padre y… mírate, has crecido y… me lo perdí –una sola lágrima escapa y se desliza por su mejilla–. Me lo perdí, mi niña. ¿Cómo se supone que viva con eso?

Se me hace un nudo en la garganta.

–No es tu culpa –respondo, con la vista fija en sus manos–. No tuviste otra opción.

–No –murmura mi madre–. No la tuve. Pero de todos modos te perdí. Así que por favor, dime que algo bueno ha salido de esto. Dime que tienes una vida mejor.

Desearía poder decirle que sí. Desearía poder decirle la verdad sobre los tres Augurios, los años de dolor, las pruebas interminables y las visitas médicas. Desearía decirle cuánto la he extrañado, y que hay más ternura en su dedo acariciando mi mano que en todas las cuidadoras juntas. Desearía poder decirle cuánto me encanta tocar el violonchelo y lo buena que soy. Creo que estaría orgullosa de mí si lo supiera. Creo que le gustaría escucharme tocar.

El nudo en mi garganta está tan hinchado que me sorprende que todavía pueda respirar. Mi mente se traslada con velocidad al horrible día en el que los soldados vinieron, un recuerdo tan viejo y enredado como un rompecabezas con piezas perdidas. Me veo a mí misma llorando, gritando, rogándole a ella que no permita que me lleven. Los ojos de Hazel, abiertos y suplicantes, sus manos pequeñas aferradas a mi vestido andrajoso. El destello frío del arma del soldado. Y mi madre, presionando los labios contra mi frente, sus lágrimas empapando mi cabello mientras decía: “Tienes que ir con ellos, Violet. Tienes que ir con ellos”.

De pronto, hace demasiado calor en la habitación.

–Yo… necesito aire –digo con la voz entrecortada. Empujo mi silla y salgo con paso torpe por la puerta de atrás.

El patio trasero no es más que un sector de tierra seca y césped amarillento. Pero me siento mejor cuando una brisa fresca acaricia mi piel y hace crujir las hojas del limonero que está en el centro del patio. El árbol que ni una sola vez dio un limón. ¿Cómo era la canción que cantaba mi padre?

Qué bonito el limonero,

Y qué dulce que es su flor.

Era algún tipo de analogía sobre la naturaleza peligrosa del amor, pero lo único que recuerdo pensar cuando la cantaba era las ganas que tenía de comer un limón. Fue lo primero que probé cuando llegué a la Puerta Sur. Debido a mi entusiasmo, mordí la cáscara y la acidez me sorprendió mucho.

–Te ves diferente.

Giro sobre mí misma. Hazel está sentada en una cubeta dada vuelta contra la pared de la casa. Ni siquiera la vi.

–Eso es lo que dice mamá –respondo. Mi voz suena un poco áspera.

Me observa con atención por un momento. Sus ojos son sagaces e inteligentes. Me sorprende otra vez lo parecida que es a nuestro padre.

–Dice que mañana irás a la Subasta –comenta Hazel–. Por ese motivo permiten que nos visites.

Asiento.

–Lo llaman el Día de la Verdad. Es cuando… saldas cuentas con tu pasado antes de comenzar tu futuro –no sé por qué lo dije. La frase que escuché cientos de veces de la boca de las cuidadoras tiene un sabor amargo.

Hazel se pone de pie.

–¿Eso es lo que somos? ¿Una cuenta que saldar antes de que te vayas a vivir a algún palacio de la Joya?

–No –respondo, aterrada–. No, por supuesto que no.

Forma puños con las manos y los presiona con fuerza, al igual que yo cuando estoy enojada o herida.

–¿Entonces por qué estás aquí?

Niego con la cabeza, sorprendida.

–¿Por qué…? Hazel, estoy aquí porque los quiero. Porque te extrañé. Y a mamá y a Ochre también. Los extraño todos los días.

–¿Entonces por qué no me escribiste? –grita Hazel, y se le quiebra la voz, al igual que mi corazón–. Prometiste que lo harías. “Pase lo que pase”, dijiste. ¡Esperé todos los días recibir una carta y tú nunca, pero nunca, escribiste! ¡Ni una sola vez!

Sus palabras me golpean el pecho como un puño. Pensé que se había olvidado de esa promesa. Había sido tan evidente que me sería imposible escribirle una vez que estuviese dentro del centro.

–Hazel, no pude. Nos lo prohíben.

–Apuesto a que ni siquiera lo intentaste –suelta–. Solo querías tener cosas elegantes, ropa nueva, comida fresca y agua caliente. Por eso entraste allí, lo sé, así que deja de mentir.

–Sí, me dan esas cosas. Pero ¿no crees que devolvería todo en un segundo si eso me permitiera volver a vivir contigo? ¿Y arroparte por la noche y cantarte? ¿Y hacer pasteles de lodo cuando llueve, para luego tirárselos a Ochre cuando esté distraído? –las imágenes aparecen sin detenerse y amenazan con consumirme. La vida que podría haber tenido. Pobre, sí, pero feliz–. ¿De verdad piensas que abandoné a mi familia por agua corriente y ropa? No tuve opción, Hazel. No me dieron opción.

»Todos los años festejo tu cumpleaños –le digo. Corro el riesgo de encender el transmisor, pero no me importa–. Hago que preparen un pastel de chocolate con cobertura de vainilla, escriben tu nombre en él con glaseado verde y encienden una vela; y mi amiga Raven y yo cantamos el “Feliz cumpleaños”.

Hacemos lo mismo para el hermano de Raven y para Ochre. Hazel parpadea.

–¿De verdad?

Una lágrima rueda por mi mejilla y aterriza en la comisura de mi boca.

–A veces, te hablo cuando apagan las luces. Te cuento bromas que he oído, o historias sobre mis amigos y la vida en el centro. Todos los días te extraño, Hazel.

De pronto, acorta la distancia entre nosotras y me envuelve con los brazos. La sujeto con fuerza mientras su frágil cuerpo huesudo tiembla por los sollozos. Más lágrimas caen por mis mejillas y se pierden en su cabello.

–Pensé que no te importaba –su voz suena amortiguada contra mi bata–. Pensé que me habías abandonado para siempre.

–No –susurro–. Siempre te querré, Hazel. Lo prometo.

Me alegra tanto tener este breve momento. Sin importar lo que pase después ni lo que me depare el resultado de la Subasta, estoy agradecida de que, al menos, pude compartir este último momento con mi hermana.

Esa noche, la cena es un pequeño pato asado que es puro hueso, patatas hervidas y algunas arvejas mustias.

Me siento culpable al pensar en todas las cenas que he comido, en la infinita variedad de los productos más frescos. Y mi familia trata a esta comida humilde como si fuera un festín digno de la Electriz.

–Ochre trajo crema de la lechería–exclama Hazel, jalando mi manga–. Podemos comer helado de postre.

–Qué delicioso –digo con una sonrisa antes de pasarle las patatas a mi hermano–. ¿Así que trabajas en la lechería?

–La mayor parte del tiempo –responde Ochre, sirviéndose una gran porción de patatas en el plato; mamá le quita el recipiente antes de que pueda servirse más–. Me gusta trabajar con los animales. El capataz dice que en un año podría empezar a aprender a arar la tierra –el pecho se le hincha un poco al decirlo–. Mientras pueda seguir trabajando para la Casa de la Llama estaré feliz. Son justos con los empleados, nos dan recesos largos para tomar agua, nos hacen trabajar horas decentes y todo eso. ¿Te acuerdas de Sable Tersing? Trabaja para la Casa de la Luz y parece que son horribles. Los capataces tienen látigos y no temen usarlos, y te descuentan el sueldo si te encuentran fumando, o…

–¿Y qué hace Sable Tersing fumando? –pregunta mi madre. Ochre se ruboriza.

–No me refería a Sable, solo que…

–Ochre, lo juro por la tumba de tu padre, si alguna vez te veo con un cigarrillo…

–Madre –Ochre pone los ojos en blanco–, lo único que digo es que no es justo para los trabajadores no saber cómo los van a tratar en cada casa real. Debería haber reglas fijas, y deberían permitirnos apelar al Exetor si no se cumplen.

–Sí, claro, porque estoy segura de que el Exetor no tiene nada mejor que hacer que escuchar las quejas de unos adolescentes –dice mamá. Pero no puedo evitar sonreír.

–Suenas igual que papá –le digo a Ochre. Se rasca la nuca, avergonzado, e introduce unas patatas en su boca.

–Hacía algunas observaciones interesantes –comenta con la boca llena.

Hazel vuelve a jalarme la manga, exigiendo atención.

–Soy la mejor de mi clase en la escuela –dice con orgullo.

–Claro que sí –respondo–. Eres mi hermana, ¿o no?

Nuestra madre se ríe.

–Tú no te metiste ni en la mitad de problemas que ella. El año apenas acaba de empezar y ya ha estado involucrada en dos peleas.

–¿Peleas? –frunzo el ceño mirando a mi hermana–. ¿Con quién te has peleado, Hazel?

Ella le lanza una mirada asesina a mamá.

–Con nadie. Solo unos niños estúpidos.

–Sí, y si vuelve a suceder, tendrás que hacer quehaceres extra y no habrá juegos por una semana –dice mamá con firmeza. Hazel hace un mohín mirando el plato.

, me digo a mí misma. Si lo hago, verán cuán asustada estoy. No puedo permitir que lo vean. Deben pensar que seré feliz.

Me recuesto sobre la pared de la casa y contemplo el cielo nocturno; las estrellas resplandecen. Al menos, sin importar dónde termine, estaré bajo el mismo cielo. Hazel y yo siempre veremos las mismas estrellas.

Cuando giro hacia la pila de leña, mi mirada se posa en el limonero, plateado bajo la luz de la luna, y se me ocurre una idea.

El tercer Augurio: Crecimiento.

Me acerco a él a paso rápido y deslizo la mano sobre su corteza familiar. Dolerá, pero no me importa. Por una vez, el dolor valdrá la pena. Y sé que puedo lograrlo: soy la mejor alumna del tercer Augurio en la Puerta Sur.

Encuentro un nudo pequeño en una de las ramas y presiono mi mano contra él mientras repito las palabras en mi cabeza.

Una vez para verlo como es. Dos, para verlo en tu mente. Tres, para que obedezca tu voluntad.

Imagino lo que quiero en mi mente; el calor brota del centro de mi palma al mismo tiempo que el dolor comienza en la base de la nuca. Puedo sentir la vida del árbol, algo inquieto y titilante, y jalo de ella, como si fueran las cuerdas de una marioneta, sacándola. Un bulto pequeño se forma en mi palma y una hoja verde asoma entre mis dedos. El árbol se resiste un poco y doy un grito ahogado mientras siento cómo un fuego consume mi columna, y parece que están clavándome agujas en el cerebro; arqueo la espalda y la cabeza me da vueltas, pero he experimentado dolores peores en mis cuatro años en la Puerta Sur, y estoy decidida a lograrlo. Me obligo a concentrarme, mordiendo mi labio con fuerza para evitar gritar, y saco los hilos de vida uno por uno, como el tejido de una telaraña, manipulándolos, dándoles forma, y el bulto se agranda hasta que calza cómodamente dentro de mi mano.

Un limón.

Lo suelto, y mis rodillas ceden; las palmas golpean el suelo y permanezco doblada, jadeando. Algunas gotas de sangre salpican la tierra y me limpio la nariz con el reverso de la mano. Apoyo la frente sobre el árbol y cuento hacia atrás desde diez, tal como nos enseñó Patience, y de a poco el dolor disminuye, hasta que lo único que queda es una leve puntada detrás de mi oreja derecha. Temblando, me pongo de pie.

El limón es perfecto: su piel es de un amarillo vibrante, y su cuerpo redondo cuelga de la rama. A Hazel le encantará.

Aún siento la vida del árbol dentro de mí, y sé que también le di una parte mía a él. Este árbol ya no será estéril.

Me alejo, tomo algo de leña de la pila y regreso adentro para reunirme con mi familia.