Ronald Reng (Fráncfort, 1970) es periodista deportivo y escritor. Vivió durante diez años en Barcelona, donde trabó amistad con Robert Enke. Escribe habitualmente en periódicos de su país sobre fútbol español y ha sido galardonado ocho veces con el premio al mejor reportaje deportivo del año en Alemania. De sus libros destaca Der Traumhüter, biografía de Lars Leese, un portero amateur de un equipo de pueblo de la sexta división alemana, que acabó jugando en la Premier League inglesa. Una vida demasiado corta es su última obra y ha ganado el William Hill Sports Book Award de 2011, el galardón de literatura deportiva más prestigioso del mundo.

En los días de verano, que parecen pensados para la buena vida y la diversión, la prueba continúa: lo que ya no tiene claro es qué parte está a prueba. A veces le parece que se le pone a prueba por el placer de hacerlo, para comprobar si lo soportará.

Juventud, J. M. Coetzee

  1. Prólogo El decadente poder de la poesía
  2. UNO Un chico con suerte
  3. DOS El chasquido
  4. TRES Las derrotas son su victoria
  5. CUATRO Miedo
  6. CINCO La Ciudad de la Luz
  7. SEIS Suerte
  8. SIETE Siempre más alto, siempre más lejos
  9. OCHO Pies
  10. NUEVE Novelda
  11. DIEZ Meditando junto a la piscina
  12. ONCE A cámara lenta
  13. DOCE Sin luz, ni siquiera en la nevera
  14. TRECE Una isla de vacaciones
  15. CATORCE Si está Robert, no hay goles
  16. QUINCE Lara
  17. DIECISÉIS Después
  18. DIECISIETE En tierra de porteros
  19. DIECIOCHO Leila
  20. DIECINUEVE El perro negro
  21. VEINTE La alegría silenciada de los xilófonos
  22. EPÍLOGO Las vistas del palacio
  23. NOTAS

PRÓLOGO EL DECADENTE
PODER DE
LA POESÍA

—Me gustaría un poema —dice Teresa y, durante un segundo que dura una eternidad, la casa queda en silencio.

Robert Enke mira incrédulo a su esposa, sin estar seguro de si habla en serio. ¿Le está pidiendo que le regale un poema para su cumpleaños?

—Bueno, sería bonito —añade Teresa sin darle demasiada importancia, y ya no vuelve a pensar en ello.

Pero él no puede sacarse la idea de la cabeza.

Han pasado ya unos cuantos años desde que leyera un poema por última vez y muchos más aún desde que escribiera uno. Intenta acordarse. En su opinión, un poema debe rimar; «un poema bonito —piensa— es como una sonrisa esbozada, con una sutil ironía entre líneas». Y así, con esta idea en mente, Robert Enke empieza a escribir.

A veces, por las tardes, le miente a Teresa y le dice que se va al despacho a revisar el papeleo de los impuestos o a ordenar la documentación del banco. Entonces se sienta delante de la mesa, con un bolígrafo y un cuaderno de notas. Desvía la mirada al jardín. La pared trasera del despacho la forma un gran ventanal. En primavera le reconforta sentir los rayos de sol a través del cristal, pero ahora, en invierno, sentarse delante del escritorio no resulta tan agradable. La calefacción del despacho no acaba de funcionar del todo bien. Tiempo atrás, su casa de Empede, en las llanuras de la Baja Sajonia, había sido una granja y su oficina, un establo.

Sobre el papel, las palabras se le antojan rudas y toscas; como portero, apenas utiliza sus valiosos dedos para escribir. Pero en su mente, las palabras forman rimas cada vez más rápido. Le invade la felicidad, no como la que siente cuando desvía un disparo complicado por encima del larguero —más bien suave— sino algo más intenso que hace que Robert Enke sienta la necesidad de escribir en el despacho, en el hotel la noche antes de un partido de la Bundesliga, en hojas sueltas de papel, en el reverso de las facturas. A veces, cuando no tiene papel a mano, teclea sus ideas en el móvil. Cuando llega el gran día, el 18 de febrero de 2009, ha escrito un poema de 104 versos.

Aún en la cama, le desea a Teresa un feliz cumpleaños. De camino al baño, pasa por el recibidor y abre la puerta a los perros para que salgan. Tienen nueve perros y dos gatos. Teresa los recogió de la calle durante los años que vivieron en el sur de Europa. Para su último cumpleaños, Teresa pidió un cerdo como mascota. Robert prefirió no tomárselo en serio.

Enciende unas velas en el comedor.

—Dejemos los regalos para esta noche, cuando estemos tranquilos —dice Teresa mientras entra en el comedor.

Robert niega con la cabeza.

—No tardaremos mucho.

Le pide que se siente un momento a la vieja mesa rústica. Sosteniéndola por los hombros suavemente, le invita a sentarse en la silla sin poder evitar que una leve sonrisa anticipe lo que va a pasar. Robert se sienta al otro lado de la mesa.

Coloca el poema frente a él, pero lo recita de memoria.

Para tu cumpleaños, ¿qué querrás? ¿Un diamante grande y pulcro, quizá? ¿O más bien un reloj del joyero? No es caro, tranquila, o eso espero.

¿Y qué es eso de un cerdo para casa? De eso Robbi no quiere saber nada.

Gatos, caballos o un perro… No, de todo eso ya tenemos. Algo más, otra cosa debe haber que Teresa desee tener. ¡Sí, ya lo tengo! Un poema, eso es. Y me arranca esta sonrisa que ves. Al final, nada grande, ningún exceso, nada caro; me cuesta, pero ahora al fin lo tengo claro.

Teresa está tan feliz que se ha quedado sin palabras. Estrofa tras estrofa, Robert le retrata media vida: la llegada a Empede, su pasión por los animales y también la muerte de su pequeña Lara, que nació con un defecto cardíaco congénito y que falleció, tras una operación, con tan solo dos años y medio.

Y llegó Lara con su corazón enfermo, nos dolió mucho, no es para menos. Pero era fuerte, y luchó como una Enke.

Al acabar de recitar los versos, Teresa tiene los ojos inundados en lágrimas. Solo es capaz de pronunciar una frase: «Vuelve a leerlo, por favor». Él empieza de nuevo, las veintiséis estrofas, los 104 versos. El poema concluye así:

¿Qué será lo siguiente? Me pregunto, ¿qué nos deparará el futuro? ¿Nos dejará el perrito Opi o se quedará? ¿Otra mudanza a la vista, quizá?

No me preocupa demasiado lo que tenga que ser, porque el mañana llegará en un santiamén. Solo hay una cosa clara y cristalina, y es que te quiero, vida mía.

Robert Enke tiene 31 años y es el portero de la selección alemana de fútbol; un hombre fuerte, afable y feliz. Será el último cumpleaños que Teresa pase con él.

El martes 10 de noviembre de 2009, Robert saluda desde la cocina a la asistenta cuando esta llega a casa a las nueve. Le da un beso en la frente a Leila, su segunda hija, que tiene diez meses, y se despide de Teresa. En la pizarra magnética de la cocina, Robert ha anotado con un rotulador todo lo que hay que hacer, también las cuatro entradas que hay que reservar para el partido del Bayern. Robert sale por la puerta: hoy tiene dos sesiones de entrenamiento individual, una con el preparador físico por la mañana y otra con el entrenador de porteros del Hanóver 96 por la tarde. Volverá a casa sobre las seis, como siempre. O eso es lo que le dice a Teresa.

Pero ese martes no hay programado ningún entrenamiento.

Consigo que me coja el móvil poco después de las doce y media.. Está en el coche. Tengo un par de preguntas que hacerle: un periodista inglés amigo mío quiere hacerle una entrevista y la Biblioteca Olímpica Alemana quiere que sea el ponente invitado en la conferencia anual, que se celebra en enero. «Vaya, parezco tu secretario», le digo en broma, pero por teléfono suena muy seco. Bueno, es normal, pienso, va en coche de entrenamiento a entrenamiento y querrá ir a comer al Espada o al Heimweh, como siempre.

—Ronnie, te llamo esta noche, ¿de acuerdo? —me dice, y ya no recuerdo cómo se despidió de mí.

Pero esa noche solo recibo llamadas de otras personas.


El suicidio de Robert Enke aquella fría tarde de otoño unió a aquellos que lo conocíamos y también a aquellos que nunca antes habían oído su nombre, y nos sumió en un estado de vacío interior, como si nos hubieran arrebatado algo. En los días posteriores a su muerte, las muestras de condolencia a menudo rozaron la histeria: en Londres, el Times le dedicó media portada; en China, la televisión anunció su muerte en el telediario, y las agencias de noticias declararon que la asistencia al entierro había batido todos los récords («Más asistentes que en cualquier otro entierro celebrado en Alemania desde el del canciller Konrad Adenauer»). Tales dimensiones solo podían explicarse por el hecho de que, hoy en día, incluso la muerte se ha convertido en espectáculo.

Sin embargo, en lo más íntimo, yacía un dolor real, una parálisis profunda. La muerte de Robert Enke nos reveló a la mayor parte de nosotros lo poco que sabemos de esa enfermedad llamada depresión. Algunos fuimos conscientes de golpe de lo difícil que nos resulta hablar sobre ella. Al igual que Robert Enke, pensábamos que era mejor ocultar nuestra enfermedad o la de algún familiar y mantenerla en secreto.

Los datos aparecen regularmente en los periódicos: cada año hay más muertes como resultado de suicidios por depresión que por accidentes de tráfico, pero esas cifras solo nos sirven para intuir que, para algunos, sobrellevar esa tristeza resulta demasiado difícil. Y si los titulares nos ofrecen noticias tan truculentas como el suicidio de celebridades de la talla de Marilyn Monroe o Ernest Hemingway, entonces todo parece tener más lógica, aunque no lo digamos en voz alta: los artistas actúan así. ¿O acaso la melancolía no es esa cara oscura irremediablemente ligada al arte?

Pero Robert Enke era el portero de Alemania, un símbolo de tranquilidad y frialdad ante las situaciones más encendidas, capaz de controlar el estrés y el miedo en los momentos más extremos. Cada fin de semana, los jugadores de élite como él nos hacen sentir que es posible que nuestros sueños se hagan realidad. Robert, más que ningún otro jugador, le regalaba al público la ilusión de que no existen obstáculos imposibles de superar. Con veintinueve años, se convirtió en el portero de la selección nacional pese a una primera depresión que, cuatro años antes, le había dejado sin trabajo y relegado a la segunda división española. Tras la muerte de su hija Lara en 2006, Robert y Teresa habían conseguido vivir sus vidas en paralelo al dolor que sentían. Y cuando finalmente parecía que había logrado alcanzar la felicidad de nuevo, con otra hija en su vida y la perspectiva de ser el portero de la selección alemana en el Mundial de Sudáfrica, en agosto de 2009 reapareció la depresión.

¿Cuál es la fuerza de una enfermedad que hizo caer a Robert en la trampa de creer erróneamente que la muerte es la solución? ¿En qué tinieblas ha de vivir un hombre sensible como Robert para no darse cuenta del sufrimiento que iba a causar a sus seres queridos y al conductor del tren bajo el cual se arrojó aquella tarde de noviembre?

¿Cómo se puede vivir con depresión o con la idea de que la enfermedad puede volver en cualquier momento? ¿Con miedo al miedo?

Robert Enke quería dar respuestas. Era él quien quería escribir este libro, no yo.

Nos conocíamos desde el año 2002, de vez en cuando escribía sobre él en los periódicos. De repente nos encontramos viviendo en la misma ciudad, Barcelona, y empezamos a vernos cada vez más a menudo. Tenía la sensación de que compartíamos la visión de las cosas que eran importantes en la vida: la amabilidad, la tranquilidad, los guantes de portero. Una vez me dijo:

—He leído uno de tus libros y me ha parecido genial.

El elogio hizo que me sonrojara y contesté, un poco azorado, algo ingenioso para cambiar el curso de la conversación:

—Algún día escribiremos juntos un libro sobre ti.

Mi confusión aumentó cuando me di cuenta de que Robert se había tomado en serio la propuesta que le había hecho espontáneamente.

Después de aquello siempre me hablaba de nuestro proyecto: «He anotado algunas cosas para no olvidarme de ellas», me decía. Ahora entiendo por qué llevaba la idea de la biografía tan metida en el corazón: cuando se acabara su carrera como portero, por fin podría explicar la historia de su enfermedad. Un portero, el último bastión, no puede padecer depresión, al menos no en una sociedad enfocada siempre a obtener resultados. Por eso Robert se esforzó mucho por mantener su enfermedad en secreto, se encerró en ella.

Y por eso ahora me toca contar su historia sin él.

Es difícil imaginar volver a encontrarme con entrevistados tan sinceros como los que me encontré mientras realizaba el viaje a través de la vida de Robert. De repente sus amigos me contaban sus propios pensamientos más oscuros; sus colegas en la portería hablaban sobre sus propias inseguridades y miedos, rompiendo así la norma tácita de que el deportista profesional debe llevar siempre puesta la máscara de la invulnerabilidad en las entrevistas.

Cuando muere un ser querido, la mayoría de nosotros sentimos la necesidad de ser honestos, de hacer el bien, de querer cambiar las cosas, pero cuando muere un personaje público hay algo más que aparece en primer término: nuestra impotencia como seres humanos.

Ni siquiera sabíamos cómo llorar su muerte. En toda Alemania surgían encendidos debates sobre si las exequias en el estadio de fútbol eran un símbolo de respeto o si ya formaban parte del espectáculo. A la madre de Robert también le molestaba que el ataúd con el cuerpo de su hijo estuviera allí: «Me decía a mí misma: ‘¡Por el amor de Dios, que no es Lenin!’», me cuenta Gisela Enke mientras hablamos, sentados en su cocina, en Jena. En una de las muchas fotografías que tiene colgadas sobre la mesa de la cocina aparece Robert, elegante e informal, con un jersey con cuello de pico de terciopelo azul debajo de su traje gris, rodeándola fuertemente con el brazo. Esta mujer, entrañable y llena de energía, nos dio a todos una lección de humildad: había entendido lo absurdo que resultaba discutir sobre el éxito del funeral, porque había encontrado la paz al saber que todos querían hacerlo lo mejor posible. Sabía que, a veces, a pesar de que pongamos nuestras mejores intenciones, hacemos muy mal las cosas.


Muchas personas no entendieron la muerte de Robert: pensaron que se había suicidado porque ya no podía soportar más su vida. Hubo quienes imitaron su muerte y se suicidaron, gente que creía que, de ese modo, podría ser como él, que estaría más cerca de él. Un trágico error. La mayoría de personas con depresión que intentan suicidarse no quieren morir, solo quieren acabar con esa oscuridad que inunda sus pensamientos. Con Robert Enke, no fue distinto: «Si pudieras entrar en mi mente solo durante media hora, entenderías por qué me estoy volviendo loco», le dijo una vez a Teresa.


No importa cuántas explicaciones logré encontrar, porque ninguna respuesta consigue evitar que surjan nuevas preguntas, siempre recurrentes, como una espiral sin fin, una y otra vez.

¿Tal vez en su infancia pasó algo que hizo que fuera más propenso a la depresión? ¿Qué pasó por su cabeza aquel martes de noviembre durante las ocho horas que estuvo conduciendo sin rumbo antes de arrojarse a las vías del tren?

Las preguntas no dejan de volver inexorablemente, también el día que Teresa cumple 34 años. Es su primer cumpleaños, el primero sin él. Estamos en Empede, sentados en la cocina, y Leila se divierte con el juego preferido de todos los niños de un año: vaciar los armarios de la cocina.

El día ha sido soportable. Así mide ahora Teresa las cosas: soportables o insoportables. Muchos vecinos han pasado por la casa, con sus hijos y con pasteles caseros, con flores, deseándole un feliz cumpleaños, sin que Teresa ni nadie les hubiera dicho nada. En la cocina se reunieron una docena de amigos: «Prefiero leer vuestras felicitaciones más tarde», dijo Teresa, y todos se quedaron en silencio. Felicitaciones… qué vacías y equivocadas pueden llegar a sonar algunas palabras a veces.

A la mañana siguiente, los invitados ya se han ido. Se vuelve a palpar el vacío en la casa, una ausencia absoluta, y eso le lleva a pensar en su anterior cumpleaños, el día que cumplió 33 años. De algún modo, ese siempre será su último cumpleaños, el día que Robert le regaló el poema.

Teresa aún creía en el poder de la poesía cuando, a finales de verano de 2009, la depresión volvió a atraparlo.

—Escríbeme otro poema —le pidió Teresa por teléfono. Esto sucedía a principios de septiembre, y Robert estaba en Colonia, en una concentración de la selección nacional, tumbado en la cama de la habitación del hotel. El miedo al nuevo día, el terror de que alguien pudiera esperar algo de él, no le dejó levantarse de la cama. Por la tarde, cogió una silla y la sacó al balcón de la habitación del hotel. La catedral de Colonia brillaba al fondo, y Robert escribió unos versos en su teléfono móvil:

Sentado en el balcón, mi cabeza es un balón. Pesa tanto como el plomo: tendría que ser de otro modo.

Ya no sentía el placer que provoca la belleza de las palabras, esa felicidad que se consigue al plasmar pensamientos en un papel. Su poema le dejaba indiferente.

Las entradas del diario que escribía durante su enfermedad se volvieron más escuetas a medida que la depresión hacía mella en él. En la última página solo hay una frase escrita, en enormes letras mayúsculas. Se suponía que era un recordatorio para él mismo, pero hoy esa frase es una exhortación para todos nosotros:

«No olvides estos días.»