Debes correr… para salvar tu vida

Hace una semana despertaste en Los Ángeles. No recordabas quién eras. Solo sabías que estaban intentando matarte. Confiaste en Ben, pero te traicionó.

Ahora escapaste a Nueva York con un chico llamado Rafe, que dice recordarte de antes. Pero no están a salvo. Las mismas personas que te persiguen también lo tienen a él en la mira. Mientras la cacería se intensifica, comienzas a recobrar la memoria. Sin embargo, tu pasado no puede salvarte de tu presente. Tampoco evitará que un solo paso en falso pueda acabar con tu vida.

¿Podrás escapar?

Para mis alumnos del CJH

CAPíTULO UNO

“El abordaje del tren con destino a Chicago comenzará en cinco minutos”, se escucha un aviso. Unas cuantas personas se levantan, algunas arrastran maletas.

Al otro lado del pasillo ves a un chico indigente hecho ovillo, dormido debajo de una hilera de tres asientos.

–¿Qué haces ahí? ¡Estás bloqueando el paso! –un hombre se agacha y levanta su maleta, murmurando algo por lo bajo.

El chico asoma, toma una mochila que está a su lado, en el piso. Se sacude el cabello y se levanta. Luego alza la cara, tratando de echar un vistazo al tablero. Sus ojos se encuentran con los tuyos, y de pronto son las únicas dos personas allí. Son sus ojos, cafés, profundos y cálidos. Los dos lunares en la mejilla derecha. Su cabello está más largo, le cubre el ceño, pero lo reconocerías en cualquier lugar.

La parte interior de su camiseta está rota. Sus pantalones están cubiertos de mugre. Al mirar su muñeca derecha, notas el tatuaje que asoma debajo de un reloj de plástico. Un símbolo y una serie de números. Igual al tuyo.

Retraes la pulsera de cuero, mostrándole la delicada piel de la cara interna de tu muñeca. Sujetas tu mano de forma que nadie más pueda ver.

–Tú –dice finalmente–. Eres tú.

Entonces sonríe. Apenas puedes respirar. Es tanto lo que sientes por esta persona, por este extraño, por este chico de tus sueños.

–Estás aquí –dices mientras avanza hacia ti–. Eres real.

–Pensé que estabas muerta. Como no apareciste…

–¿Dónde?

Se sobresalta y te mira a los ojos. Tiene manchitas doradas en el iris. En los recuerdos de la isla, tenía la cabeza afeitada. Ahora lleva el pelo negro más largo y tupido. Da un paso hacia atrás.

–¿No recuperaste tus recuerdos?

Te pones tensa bajo su mirada.

–Están volviendo. Pero fragmentados. Sueños… flashes. ¿Tú recuerdas todo? ¿Incluso lo anterior?

–Comenzó de esa manera –explica–. Luego los recuerdos empezaron a fundirse entre sí y me resultó más fácil conectar los hechos.

Quieres saber más, pero tus ojos recorren la estación. Del otro lado del pasillo central, hay dos hombres sentados de unos cuarenta y cinco años, observando los tableros con los números de los andenes. En un segundo, uno de ellos se da cuenta de que lo estás mirando.

–No deberíamos estar hablando aquí. No es seguro. Ni siquiera deberían vernos juntos.

El chico se vuelve hacia el tablero.

–¿A qué hora sale tu tren?

–En cinco minutos.

–¿Nueva York?

–Chicago.

–Es el mismo tren, que sigue hacia Nueva York. Deberías seguir… ahí es donde voy yo.

Lo miras con atención, no sabes si puedes confiar en él. Tu instinto te dice que sí pero, después de las dos últimas semanas, no puedes estar segura. Confiaste en Ben, el chico que te ayudó cuando despertaste en las vías del metro. Estabas viva pero no sabías quién eras ni cómo habías llegado hasta ahí. Él te ayudó, o al menos eso fue lo que creíste. Se hicieron amigos, y luego algo más. Estaba dispuesto a escaparse contigo. Pero era todo una gran mentira; todo el tiempo había estado tendiéndote una trampa.

La mitad de tu atención sigue puesta en la multitud. Te acomodas la mochila, vuelves a controlar que el brazalete te cubra el tatuaje y que la bufanda oculte la cicatriz del costado del cuello.

–Hablemos en el tren.

–Ok. Estoy en el vagón cinco.

Asientes y te encaminas hacia los andenes.

Ya se ha formado una fila y un empleado controla los boletos. Le entregas tu billete y echas una mirada hacia el costado fingiendo estar distraída con una niñita que juega en el área de espera. Por el rabillo del ojo, ves que los hombres se colocan en la fila. El empleado pasa el escáner por el código de barras y te diriges deprisa hacia el tren.

No te das vuelta para fijarte si el chico viene detrás. Caminas hacia adelante y te pierdes entre un grupo de adolescentes. Algunos llevan un equipo de gimnasia rojo que dice secundaria jefferson. Esperas que los dos hombres pasen de largo. No parecen estar siguiéndote pero debes tener cuidado.

Hace menos de dos semanas despertaste en las vías del metro, en medio de Los Ángeles, sin saber quién eras ni cómo habías llegado hasta allí. Casi de inmediato, comenzaste a huir; unas personas trataban de matarte. De a poco, empezaron a regresar algunos fragmentos de tu memoria e intentaste desentrañar lo que pudiste acerca de las personas que te persiguen. Ahora conoces la existencia de las Empresas A&A (EAA), la organización que ha desarrollado un juego perverso que permite a sus jugadores cazar, de manera encubierta, seres humanos como presa final. Eres un blanco. Te marcaron con un código: esa es la forma en que te identifican. Primero fue una cacería en una isla lejana y luego apareciste en medio de Los Ángeles, donde continuó el juego con tu cazador rastreándote por las calles de la ciudad.

Hace varias horas le dejaste información a Celia, tu contacto dentro de la policía. Esperas haberle dado elementos suficientes que pueda utilizar como pruebas. Esperas que, a esta altura, ya haya atrapado a Goss, el cazador que te perseguía. Pero aun cuando lo haya hecho, seguramente ya te asignaron otro. Por lo que sabes, el juego recién termina cuando mueres.

Encuentras el vagón número cinco e ingresas a un largo corredor con muchas puertas. Compraste el billete con dinero que retiraste de las tarjetas de crédito de Ben: 450 dólares para un boleto a Chicago. Pero el vagón número cinco está lleno de compartimentos con camas plegables y lavabos. Una mujer mayor está sentada en el primero, el bolso de cuero en la falda, gafas doradas colocadas en su impecable peinado. Frente a ella, hay un hombre con camisa almidonada.

De alguna misteriosa manera, el chico llegó antes que tú y se pierde varias puertas más adelante. Permaneces unos instantes estudiando a los pasajeros mientras guardan el resto del equipaje y desaparecen detrás de las puertas corredizas. Nada parece raro; nadie te ha seguido. El tren ruge y comienza a moverse.

En el coche dormitorio, el chico empuja su mochila debajo de un asiento. Te escurres detrás de él y cierras la puerta. Hay dos sillones enfrentados y una cama encima de cada uno. Te ubicas junto al angosto lavabo y miras por la ventanilla mientras el andén se aleja a toda velocidad.

–¿Todo el compartimento es tuyo? –preguntas.

–Sí. Compré los dos boletos para estar seguro –apenas apoyas el bolso en el piso se estira hacia la ventanilla y cierra la cortina. El lugar queda a media luz.

–¡Qué despilfarrador!

–Soy bueno para muchas cosas… –da un paso hacia adelante y se tropieza contigo durante un segundo, la cabeza baja. Cuando vuelve a levantarla, tiene en la mano el fajo de billetes que llevas en el bolsillo delantero–. Pero soy realmente bueno para conseguir lo que necesito.

Te devuelve el dinero con una sonrisa y notas las heridas de los nudillos de su mano derecha. Acomodados en los sillones, quedan frente a frente, sus rodillas a pocos centímetros de las tuyas.

–Dame una razón para confiar en ti –tu voz brota aguda y despareja. Odias mostrarte nerviosa.

Se inclina hacia ti, los codos en las rodillas.

–¿No estás segura de poder confiar en mí? ¿Necesitas pruebas?

–Si puedes dármelas.

Alza la vista y señala el lado derecho de tu cuello, donde está la cicatriz que ocultas con la bufanda.

–Va desde atrás de la oreja derecha hasta arriba del hombro. En el medio, se curva un poquito hacia la izquierda. Tienes una marca de nacimiento en la espalda, justo arriba de la cadera izquierda. Tiene forma de automóvil.

Espera que te des vuelta y te fijes. No necesitas hacerlo, conoces tus cicatrices y marcas de nacimiento de memoria; tu cuerpo es la única prueba que tienes de quién eras.

–¿Qué más?

–No te gusta abrir la boca cuando sonríes. El pelo de arriba de la cabeza se te eriza cuando llueve. Cuando tienes miedo, te pellizcas la piel de los pulgares. Es un poco desagradable.

No puedes evitar reír.

–Corres más rápido que yo, más rápido que todas las personas que conozco –prosigue–. Tu tatuaje dice FNV02198. Tienes…

–Basta… ya está bien. Te creo.

Vuelve a sonreír, sus ojos oscuros no se apartan de los tuyos.

–Muy bien. Deberías.

Habías imaginado ese momento de otra manera. Irías hacia él y todo resultaría fácil, natural, como en tus sueños. Pero todavía es un extraño. Aún tienes que aprender la cadencia grave y despareja de su voz. Cuando alza una ceja, tuerce hacia arriba una de las comisuras de la boca, una expresión que no logras reconocer.

–¿Cuándo organizamos un encuentro?

–En la isla –responde, y su rostro cambia; baja los ojos y aparta la mirada.

–¿Se suponía que iba a encontrarme contigo?

–En San Francisco, el viernes de la segunda semana… si todavía seguíamos con vida. Yo lo recordé a tiempo. Tú no –atrae la otra pierna hacia el pecho, estableciendo más distancia entre los dos. Sus bíceps se mueven bajo la camisa mientras juega con la correa del reloj, dejando a la vista el tatuaje.

Piensas en aquella mañana en la estación de autobuses. Habías observado los horarios en el tablero electrónico que estaba arriba del mostrador. Chicago, Nueva York, Austin, Las Vegas. San Francisco te había llamado la atención. ¿Acaso lo supiste antes de recordarlo? ¿Estabas tratando de regresar a él?

–¿Dónde en San Francisco? ¿Por qué ahí?

Se queda mirándote, esperando algo… ¿qué? Cuando finalmente aparta la vista, apoya la cabeza en las manos, su voz es un tenue susurro.

–Lena…

–¿Lena?

Tu cuerpo se queda helado, el corazón en la garganta. El nombre. Tu nombre. Hubo un tiempo en que querías saberlo más que nada en el mundo y, ahora que lo sabes, no despierta ningún recuerdo. Ninguna asociación, ningún sentimiento. Repites para ti misma Lena, Lena, Lena, pero suena como una palabra cualquiera.

Te observa en silencio mientras absorbes ese dato básico acerca de ti misma.

–¿Por qué recuperaste la memoria y yo no? –dices. La pregunta queda flotando en el aire, pero él no tiene una respuesta.

Después de unos minutos, levanta la cabeza y corre la cortina. El tren pasa por la ciudad, los edificios encaramados en las colinas.

–No recuerdas nada –comenta suavemente.

–Lo siento –es todo lo que alcanzas a decir–. Tienes que explicarme… todo, desde el principio. ¿Qué sabes? ¿Qué te conté?

Su expresión se suaviza y el dibujo de una sonrisa atraviesa su cara, toda su cara.

–Bueno, antes que nada –estira la mano–. Soy Rafe.

–Por fin –tomas la mano y dejas que la sostenga unos segundos antes de retirarla–. Un nombre.

–Dos, si contamos…

–Entonces yo soy Lena.

–Estuvimos juntos en la isla.

–Eso lo sé –no mencionas los sueños (ahora sabes que son recuerdos) que has tenido desde que despertaste. Su cara sobre la tuya, su voz en tu oído, su cuerpo apretado contra el tuyo. Ya conocías sus dos lunares justo debajo del ojo derecho. El rasguño en la frente, que está cicatrizando. Estabas con él. Estabas enamorada de él.

Observa tus piernas desnudas, los relucientes zapatos con pulsera en forma de T que conseguiste. No son del tipo que usarías normalmente. Te desanudas la bufanda, repentinamente consciente de lo ridícula que le debe resultar. Él lleva jeans y una sudadera con capucha.

–Tú… con vestido –sonríe.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Nunca pensé que llegaría a verlo. Me gusta, eso es todo.

No quieres sonreír, pero lo haces de todas maneras.

CAPÍTULO DOS

Ya transcurrió una hora, el movimiento del tren te relajó. Mientras miras pasar las montañas por la ventanilla, te sientes segura en ese pequeño recinto.

–No me respondiste antes. ¿Por qué San Francisco?

Rafe hace una pausa antes de responder.

–Porque ahí tenías gente conocida. Después de que te marchaste de la casa de tu tía, viviste ahí durante cuatro meses antes de regresar al desierto…

–¿Cabazon? ¿Es ahí donde viven mi madre y mi hermano?

–Sí, viven ahí. En las afueras –se mueve en el asiento mientras mira al techo.

–¿Qué les pasó? –tratas de no alterar la voz, pero te resulta imposible. Es la primera vez que estás tan cerca de saber algo acerca de tu familia, acerca de algo real.

Respira profundamente y retiene el aire durante varios segundos.

–Después de que murió tu padre, un día volviste de la escuela y tu madre no estaba en casa. La esperaste. Trataste de ocuparte de tu hermano todo el tiempo que pudiste. Después de varias semanas de pensar que regresaría, te quedaste sin comida y sin dinero. Tuviste que llevarlo con una tía a la que apenas conocías, que tenía un novio espantoso al que detestabas.

Piensas otra vez en el recuerdo del funeral. La mujer que estaba a tu lado se cubría el rostro, la piel de las manos era tan fina que se le veían las venas. La imagen de tu hermano era más nítida, pero tenía aspecto de niño. No puedes recordar más que su risa.

–¿Te dije cómo se llamaba mi hermano?

–Chris. Chris Marcus. Ese también es tu apellido.

–Lena Marcus.

–Lena Marcus –mientras lo repite, se levanta la capucha, cruza los brazos sobre el pecho y te observa. Te das cuenta de que lo colocas en una posición extraña al forzarlo a que te hable de ti. Odias que las cosas tengan que ser de esa manera, pero necesitas saber.

–¿Te conté algo más? –preguntas–. ¿Dónde está mi hermano ahora? ¿Lo sabes?

–No estabas segura.

–¿Cómo murió mi padre? ¿Cuándo?

–Tenías quince años. De un ataque al corazón. Lo encontraste adentro del automóvil.

Esperas que llegue ese fuerte tirón, la sensación de que se aproxima un recuerdo. Quieres recordar lo que viste, sentir lo que sentiste en ese momento. Pero no ocurre nada. No puedes identificarte con nada de lo que Rafe está diciendo; podría estar hablando de cual-quiera.

–Mira, Lena… –Rafe te observa fijamente–. No tenemos por qué hablar de esto, no es necesario.

–Tal vez no deberíamos hacerlo. Tal vez es mejor no saber.

Justo en ese instante, golpean la puerta del compartimento y esta se desliza. Un hombre de impecable uniforme azul apoya el brazo contra el marco de la puerta. Tiene una barba blanca muy corta.

–Boletos, por favor –pide mientras mira la ropa sucia de Rafe.

Cuando le entrega los dos billetes de primera clase a Nueva York, los estudia con detenimiento. Luego los perfora y prosigue hacia el siguiente dormitorio. Tu boleto a Chicago está en tu bolsillo.

Te inclinas hacia adelante, acortando el espacio que los separa.

–¿Sabes algo? Yo nunca dije que iría contigo. Es probable que sea más peligroso que estemos juntos. De todas maneras, ¿por qué Nueva York?

Rafe guarda los boletos en el bolsillo.

–Quiero encontrar a otros blancos.

Otros blancos. Sabías que había otros, por supuesto… Piensas en la casa abandonada donde viste entrar a miembros de EAA. Era una especie de cuartel general, que tenía fotos en las paredes con nombres en clave como tu propio tatuaje: un halcón, una cobra, un tiburón. Junto a ellas, figuraban distintas ciudades. Nueva York, Los Ángeles, Miami. Pero, sinceramente, no habías pensado demasiado en los otros.

–¿Cómo vas a encontrarlos en una ciudad tan grande?

Juguetea con la correa del reloj. Ahora puedes ver el cuadrado negro. Adentro, tiene impreso un animal que parece un alce seguido del código KLP02111.

–Cuando estaba buscándote en San Francisco, comencé a indagar en distintos sitios web, sabiendo que tenían que haber existido otros blancos.

–¿Y pudiste encontrarlos?

–Encontré uno. Un chico que se hacía llamar Connor. Había publicado algo en Craigslist, y terminamos hablando una vez por Skype durante unos pocos minutos. Me contó que ya había encontrado otro blanco, una chica, y que estaba buscando más. Me dijo que había lugares en Nueva York donde se reunía con ella. Nuestra conversación se interrumpió, pero escuché lo suficiente como para decidirme.

–Pero ¿y si se trata de una trampa? Quizás está tratando de hacerte salir de tu escondite.

–Es un riesgo –admite Rafe–. Pero hablé con él. Escuché su voz; tenía miedo.

–¿De modo que quieres encontrarlo cuando llegues a Nueva York? ¿Cómo?

–Todavía no lo sé –responde–. Para empezar, iré a algunos de los lugares que mencionó. Creo que vale la pena intentarlo. Estoy harto de vivir con miedo. Estoy harto de estar solo.

Te miras las manos. Todavía tienen manchas rojizas oscuras debajo de las uñas. La sangre de Izzy. Era la vecina de Ben y tu primera amiga de verdad. Te siguió aquel día a la casa de Goss porque quería asegurarse de que estabas bien. Cuando él apareció, Izzy recibió un disparo.

Después de lo ocurrido, juraste que te mantendrías sola, que no serías responsable de nadie más. Pero ahora ya no estás tan segura. Pensaste que te dirigirías a algún pueblo desconocido en las afueras de Chicago, tratarías de integrarte, de ocultarte. Pero ahora el plan te resulta ingenuo. Quedarte con Rafe es arriesgado… pero estar sola también lo es.

La puerta del compartimento está levemente entreabierta. Te levantas y la cierras.

–Quiero encontrar a los demás blancos. Si ellos recordaron algo más que nosotros, eso podría conducirnos a las personas que dirigen EAA. Podríamos detener todo esto.

Rafe te mira larga e intensamente.

–Podemos empezar con Connor.

–Tenemos que actuar con cautela –no sabes a quién va dirigida la advertencia.

Rafe baja la mirada hacia el suelo y sonríe como si acabara de recordar algo.

–En la isla –dice–, la cautela no fue lo que nos mantuvo con vida.

CAPÍTULO TRES

La habitación huele a pan enmohecido y a blanqueador. Tienes el brazo debajo de la mesa que está delante de ti, para que no lo puedan ver. Arrastras la punta del bolígrafo por la muñeca, dibujando espirales largos y finitos. Sigues hasta justo debajo del codo y trazas unas estrellas negras. Te agrada estar haciendo algo que no deberías hacer.

–Lena –continúas con tu tarea. Dibujas un corazón y otra estrella–. Lena, te estoy hablando –la escuchas pero no te importa. Que lo diga otra vez, que intente hacerte levantar la vista.

Juanita está sentada a tu lado. Te codea y susurra:

–Williams te está viendo. No seas estúpida.

–Lena, te estoy hablando –Williams se acerca a ti y te quita el bolígrafo de la mano–. ¿Dónde lo conseguiste?

Te lo dieron en la Asistencia Social Católica. Lo pediste para escribir detrás de una estampita y nunca lo devolviste. No se lo dices. No dices nada.

–Levántate, Lena. Pasarás la noche en tu habitación –permaneces sentada ahí en esa estúpida silla de plástico, con esos pantalones holgados que no son de tu talla y los zapatos desabrochados. Te bajas la manga de la sudadera para que te cubra el brazo mientras aparece un empleado por el otro lado y te levanta por la fuerza.

Al abrir los ojos, te topas con el techo del compartimento del tren. La litera de arriba es angosta y el colchón es demasiado suave para ser cómodo. La luz del sol baña el minúsculo recinto. Te acostaste a la una de la mañana, tal vez más tarde, y no estás segura de cuánto tiempo estuviste dormida.

–¿Estás despierta? –Rafe es solo una voz que viene de abajo.

–¿Cómo te diste cuenta?

–Debes haberte dado vuelta unas veinte veces en la última hora. ¿Es por tu espalda, no? ¿Te duele por haber dormido a la intemperie?

–Es por todo. Estaba soñando.

–¿Un recuerdo?

–Sí.

–¿Soñabas conmigo? –puedes oír el tono risueño de su voz.

–Muy gracioso.

Te asomas por el costado de la litera. Rafe ya plegó su cama y volvió a convertirla en dos sillones. Está comiendo un sándwich de un envase de plástico.

–Yo solía soñar contigo –comenta–. Antes de recuperar la memoria.

La declaración queda flotando en el aire. Él espera y tú sabes que quiere averiguar si tus sueños son como los suyos.

–Era sobre mi vida de antes –dices mientras te acomodas en la litera y apoyas el pie en el sillón de abajo. Tu vestido está arrugado y el pelo apelmazado en la parte de atrás–. ¿Qué hora es?

–Casi las dos. Ya pasaron con el almuerzo.

Corta la mitad del sándwich y te lo ofrece. Recién en ese momento descubres lo hambrienta que estás: llevas casi un día sin comer.

Cuando levantas la vista, Rafe está observándote. Se quitó la sudadera y tiene una camiseta de algodón que le cubre el ancho pecho. Es muy alto, de modo que, aunque está sentado en un sillón, los ojos de los dos están casi al mismo nivel. La luz parpadea sobre su rostro resaltando sus pestañas oscuras y lanzando rápidos dibujos sobre su piel aceitunada.

–Hablaba en serio –afirma–. Tenía unos sueños muy vívidos sobre nosotros en la isla.

–Lo sé –dices.

–¿Tú también los tienes?

–Así es como te reconocí.

Te inclinas hacia atrás y mantienes los ojos posados en el paisaje que se desliza por la ventanilla. Hay árboles por todos lados y casas desperdigadas por las colinas que están detrás. Las hojas son de un bermellón intenso, algunas doradas. El cielo es de un monótono color blanco.

Mientras habla, mantiene la cabeza baja.

–Los primeros días después de despertarme, cuando no sabía nada… eso fue lo que me mantuvo cuerdo. Pensar en esos sueños.

Afuera, en el pasillo, escuchas personas que hablan. Comes el resto del sándwich saboreando cada bocado.

–Yo no podía distinguir si eran reales o no. No lo sabía.

–A mí siempre me parecieron reales.

–Todavía son un poco confusos –dices.

Se inclina hacia tu litera y apoya la barbilla sobre los nudillos.

–Esos sueños son lo único que no es confuso.

Su voz es baja y suave. Se estira y te toma la mano. La sostiene delante de ti, la da vuelta y desliza el pulgar por la palma. Tu piel está caliente bajo su contacto. Pero es demasiado.

–Rafe, todavía no puedo –dices, retirando la mano–. No te conozco. Yo quiero hacerlo, pero todavía no te conozco.

–Sí, lo sé –se sienta en uno de los sillones.

Escuchas su respiración. No quieres comparar, pero no puedes dejar de hacerlo. Lo que sentías cuando Ben estaba contigo, sus dedos entrelazados con los tuyos.

Eso no era real y esto sí lo es. Pero se hace difícil reconocer la diferencia. Bajas de la cama y te sientas frente a él.

–Quiero conocer tu historia.

–Mi historia…

Apoyas la frente contra el vidrio y miras hacia afuera.

–Cómo te encontró EAA, de dónde eres… cómo recuperaste la memoria. No me contaste nada.

Apoya los codos en las rodillas. Tiene un bulto en el puente de la nariz, la parte de arriba está torcida, como si se le hubiera roto en algún momento. En vez de mirarte, estudia el dibujo del tapizado del asiento.

–¿Quieres conocer mi historia? No pasé de cuarto año. A mi padre lo vi dos veces y mi madre comenzó a consumir metanfetamina cuando yo tenía seis. Uno de mis primeros recuerdos es encontrarla a ella inconsciente en el suelo del garaje. Me crio mi abuela.

Llevas las rodillas al pecho sin dejar de mirarlo.

–¿Dónde creciste?

–En las afueras de Fresno –hay un dejo de irritación en su voz–. Todo esto ya te lo conté.

–Cuéntamelo otra vez.

–Hay cosas que aún no recuerdo.

–Inténtalo…

–Siento que hay partes que faltan. Pero sé que practicaba boxeo en un gimnasio. El director era amigo de mi hermano mayor y me dejaba ir gratis cuando no había mucha gente. Ese sujeto me vio pelear y comenzó a preguntarme datos sobre mi familia, de dónde era. Yo pensé que eran preguntas sin importancia. Después dijo que me pagaría para que viajara a Texas y que ahí me organizaría una pelea, porque yo era realmente bueno.

–Me pregunto qué trabajo haría para ellos… No parecería ser ni un Vigilante ni un Organizador –murmuras casi como si hablaras contigo misma.

Rafe aparta las manos de la cara.

–¿De qué hablas?

–EAA asigna un Organizador a cada blanco. Son los que avisan a los cazadores para que puedan encontrarte, y luego se encargan de que no queden rastros de la cacería. Ellos me tendieron una trampa para que no fuera a la policía. Arreglaron todo para que pareciera que yo había entrado por la fuerza en un edificio de oficinas. Los Vigilantes son personas que están pendientes de tus movimientos y se aseguran de que te mantengas dentro de un cierto radio y estés saludable. Hacen esta tarea de vigilancia para EAA. Son los que nos colocan los dispositivos de rastreo. Tú te quitaste el tuyo, ¿no? –Rafe asiente y luego prosigues–. Descubrí todo esto cuando seguí la pista de Goss, mi cazador, hasta su propia casa. Tenía muchos papeles y documentos escondidos en uno de los armarios y había suficiente información ahí como para descifrar parte de esto.

Rafe reclina la cabeza contra el asiento.

–El tipo que se acercó primero a mí… No sé en qué consistía su trabajo. Curt. Un filipino gigantesco que podía pasarse horas hablando de boxeo y de fútbol americano. Odiaba a los Jets pero amaba a los 49ers.

Rafe hace una pausa esperando que digas algo.

–Es probable que haya estado vigilando el gimnasio durante un tiempo, tratando de ver a quién podría reclutar –sugieres–. Su trabajo era lograr que confiaras en él.

–Todavía me siento un estúpido al recordarlo. Era algo grande y muy emocionante. Les conté a todos que iba. No paraba de hablar del campeonato de boxeo en el cual participaría y de todo el dinero que iba a ganar. Para entonces, mi abuela estaba enferma y yo pensaba que iba a ir allí y…

No concluye la frase y mantiene los ojos clavados en el techo. Después se lleva las manos a la cara y se frota las sienes con los dedos.

–Curt dijo que tenían un sponsor y que tomaríamos un vuelo privado. Yo nunca había viajado en avión. Despegamos desde un pequeño aeropuerto y me asusté mucho cuando estuvimos en el aire. Era la sensación más loca del mundo. Y después, cuando desperté, ya estaba en la isla.

–¿Cómo sucedió?

–Me ofreció una bebida veinte minutos después de despegar. Debe haberle puesto algo adentro.

–Y cuando despertaste en la isla, ¿todavía podías recordar todo?

–Sí, en la isla nos acordábamos de todo. No sé cuánto tiempo podría haber durado allí sin mis recuerdos.

–¿Qué quieres decir?

–Recordar cosas… personas… Eso ayuda, a mí siempre me ayudó para luchar con más ganas. Me dio una razón para sobrevivir. En la isla, cada vez que empezaba a pensar que no iba a lograr salir de allí, me imaginaba… –lanza una risita silenciosa y luego voltea la cabeza para ocultar el rostro–. Recordaba los huevos revueltos que me hacía mi abuela. Les ponía salsa picante y luego les agregaba queso cheddar. Parece una estupidez, pero pensé tantas veces en eso, en que los hacía cada mañana solo para mí. A ella ni siquiera le gustaban. Ese recuerdo me mantuvo vivo.

Algo cede en tu interior. Te secas disimuladamente los ojos y deseas que se vuelva hacia ti, que te sujete la mano otra vez. Cuando lo hace, la tomas.