2019 TAMARA ARAOZ

© 2019 de la presente edición en castellano para todo el mundo: Group Edition World

Dirección: www.groupeditionworld.com

 

ISBN digital: 978-84-1732-44-5

Primera edición: Noviembre 2019

Diseño portada: Ninaminina

Edición: Jordi Llorella i Oriol

 

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la ley. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, electrónico, actual o futuro incluyendo las fotocopias o difusión a través de internet y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

 


PIDE

 

UN

 

DESEO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para todo el que quiera soñar y desear.

No le pongan límites a sus deseos.

 

Capítulo I:

Nuevo amanecer

 

—¡¡Pide un deseo!!

¿Quién no ha estado en esa situación? Sumido en la oscuridad, rodeado por personas —dícese familiares y amigos— que aguardan por un movimiento tuyo para poder capturarlo en la fotografía más ridícula de tu vida. Solo una luz en el centro de la mesa, tambalea errante y frágil frente a tu rostro que intenta forzar la mejor sonrisa.

Esa era su situación y extrañamente, a pesar de saber que cada año le deparaba lo mismo, no hacía nada para evitarlo. No es que fuese una atea de los cumpleaños, pero luego de diecisiete apagones en los que vaciaba sus pulmones con ahínco, seguía sin tener resultados.

Había descubierto amargamente que Santa Claus y los Reyes Magos eran ni más ni menos que sus padres, a la tierna e inocente edad de cuatro añitos. Pero por alguna razón, siempre había guardado sus pedidos especiales para el momento que ella definía como el más importante del año: su cumpleaños. Por supuesto con el tiempo también terminó por perder la fe en ellos, pues nunca vio realizado nada de lo que pedía.

La muñeca Barbie de cuando cumplió seis, fue decepcionantemente reemplazada por un libro para conjugar verbos —una muy mala jugada por parte de su abuela—. El pequeño horno con luz y un pollo que giraba en el centro sin necesidad de baterías, jamás llegó; en su lugar obtuvo zapatos ortopédicos. Pero bueno, quizás ella fue la responsable en esa ocasión, después de todo no podía servir una cena de comida cocinada en un horno de fantasía con los arcos chuecos. ¿Qué clase de ama de casa sería entonces?

A medida que fueron pasando los años, sus deseos también fueron aumentando de tamaño e intensidad. A los catorce rogó a todos sus santos de cumpleaños que le enviaran un par de senos para dejar de parecer un muchacho, y para su sorpresa eso tampoco ocurrió. Finalmente en el transcurso de entre los quince y los dieciséis sus curvas decidieron hacer acto de presencia, no en los términos en los que ella había pactado, pero algo era algo. Y frente a ese pequeño logro, recobró parte de su antigua emoción por la fecha más aclamada en su calendario, en esa ocasión tuvo que ser egoísta y sopló la vela con una sola idea: «Que mis padres ya no intenten sorprenderme”, “no más fiestas sorpresas».

Pero no… llegaron sus diecisiete y con él, otra fiesta mal planeada. Viendo que era inútil tratar de disuadir a su familia de festejar el recuerdo de su nacimiento, optó por pedir amor, concentrando todas sus fuerzas en Aarón Mittler. Deseando fervientemente que ese año él finalmente reparara en su presencia y de un día para el otro, descubriera que no podía pasar un segundo más sin estar a su lado. Pero cruzando el umbral de los dieciocho, está de más decir que Aarón aún seguía sin saber cómo rayos se llamaba, e incluso en una ocasión le llegó a palmear la espalda creyendo que era uno de sus amigos.

Por eso había decidido que ese año no iba a perder tiempo, no gastaría pensamientos en buscar minuciosamente algo que pedir, pues sabía que no iba a ocurrir. No repetiría la misma historia, no aguardaría a que las cosas pasasen producto de una intervención mística.

Todos tenían sus cámaras apuntadas en su dirección, la vela seguía parpadeante esperando que ella le diera un fin a su candente baile. Su padre presionaba su hombro derecho, su madre el izquierdo y el pastel helado se engullía a sí mismo producto del calor agobiante propio de aquel recóndito lugar del país. Soltó un suspiro por lo bajo y cerró los ojos con resignación, aquí iba otro año desperdiciado y otro sueño desahuciado.

—¿Lo tienes, Abi? —inquirió su madre sonriéndole desde arriba. Ella asintió y se inclinó sobre la mesa para poder tener un mejor alcance, de ese modo al menos no contaminaría el pastel con sus gérmenes.

Se encogió de hombros ante sus propios pensamientos y dio una última mirada a toda la gente que con rostros anodinos, la observaban como si no supieran a ciencia cierta qué rayos hacían allí. Y Abi se preguntó exactamente lo mismo, ¿qué hacía allí? Ella no debería estar soplando velitas, forzada a festejar una farsa en la que siempre había depositado todos sus anhelos y frustraciones. Porque honestamente, los cumpleaños no eran más que promesas vacías, una forma de desear aquello que nunca llegaba, un invento del hombre moderno para lucrar con las pobres víctimas que creen en la magia. Pero ella ya no sería una de esas personas. Repentinamente se sintió embaucada, estafada y bastante molesta con todo lo que la rodeaba. ¿Por qué no podía tener una vez lo que deseaba? ¿Es que el universo no le debía al menos eso? Sacudió la cabeza, incrédula, resoplando entre dientes y entonces solo pudo pensar en una cosa: desearía no estar aquí.

«Desearía haber nacido en otra época».

Y el aire dio paso a la oscuridad.

 

***

 

Con un brazo se cubrió la cara en un vano intento por apartar la luz que se colaba por la ventana impactando directamente en sus ojos. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había embriagado, incluso ni recordaba haber comenzado a beber. Pero, ¿qué otra explicación existiría para ese retumbar en su cabeza? Tal vez las celebraciones de su cumpleaños se le habían ido ligeramente de las manos, después de desear desaparecer parecía que su mente se lo había tomado demasiado en serio. Y en esos segundos que se encontraba entre la conciencia y el país de los sueños, no podía precisar nada, ni el momento de los regalos, ni siquiera el sabor que tenía su pastel helado. Nada.

Se incorporó ligeramente, ya resignada al hecho de que el sol no desistiría en fastidiarle la mañana, tiritó inconscientemente y aún con los ojos cerrados buscó a tientas sus mantas. ¿De aquí a cuando hacía tanto frío en Texas? Abi soltó un bufido cuando su mano chocó con algo húmedo y pastoso, abrió los ojos a regañadientes y espió con un poco de recelo aquello que había tocado.

—Lodo… genial. —Dejó caer la cabeza hacia atrás y su golpe de frustración contra la almohada, terminó su viaje en algo mucho, mucho más duro—. ¡Auch! —gritó esta vez, reparando en lo que había dicho antes. ¿Lodo?

Volvió a mirar y fue entonces cuando sus ojos casi saltan de sus orbitas, se puso de pie abruptamente. ¿Dónde estaba su cama? Se giró en su búsqueda y también en busca de… su habitación. ¿Dónde estaba? Extendió una mano temblorosa con el objetivo de posarla sobre el árbol en el que su cabeza había golpeado. Sí, era real, de eso ya no le cabía duda.

—Bien… —murmuró para calmarse un poco, seguramente esto era una broma de Jules. Ella siempre le jugaba bromas de cumpleaños, aunque iba a admitir que esta vez se había superado con creces—. ¡Ok, Jules! ¡Me atrapaste, ya sal de donde estés, boba! —exclamó poniendo sus manos alrededor de su boca, para acrecentar el volumen de su voz.

Se giró sobre su eje buscando por entre los árboles la silueta curvilínea de su amiga. Era un hecho que no reconocía el lugar donde estaba. Y eso era extraño dado que en su pueblo no había bosques, solo la reserva de aves y ese era un sitio que Abi conocía como la palma de su mano.

—¡Oye, vamos! ¡Tengo frío! —volvió a gritar ya un poco cansada del jueguecito, en realidad estaba calada hasta los huesos. No era una mañana fría, era polar.

Su fina blusa sin mangas y sus shorts de jean no podían considerarse como apropiados para ese clima. Se frotó los brazos con las manos, intentando sacarse la piel de gallina. Dio unos cuantos pasitos en la dirección que le pareció ver menos árboles, decidida a mantenerse bajo el sol antes de morir congelada. Jules seguía sin aparecer por ninguna parte, lo cual no era muy alentador para su precario estado. Se detuvo a mirar mejor los alrededores, sin notar nada que le indicara el camino hacia la civilización. Su amiga jamás se apartaría tanto, era tan miedosa que temía ir al baño sola por las noches porque eso implicaba tener que bajar al piso inferior.

Por alguna razón dejó de creer que fuera alguna artimaña de Jules y sin que pudiera controlar los impulsos de su cuerpo, echó a correr hacia donde le pareció más conveniente. De esa forma entraba en calor y buscaba una salida, no podían decir que no era una chica práctica. La idea de morir de frío no le era tentadora y esperar a que alguien se presentara parecía una completa pérdida de tiempo. Solo restaba que encontrara un camino que seguir, una persona o la casita de la bruja de Hansel y Gretel. Después de todo, tarde o temprano le daría hambre y comerse a la supuesta persona que encontraría, no sería bueno para entablar una futura relación de camaradería.

Mientras mantenía un paso acelerado saltaba y esquivaba ramas, todo el tiempo escaneaba con sus ojos el lugar, buscando algo que fuera remotamente útil. Abi se consideraba una persona en buen estado físico, no fumaba, no comía en exceso y formaba parte del equipo de atletismo de su escuela, pero en ese momento se sentía como una anciana con reuma. Nunca antes una carrera tan corta, había podido con su resistencia. Se sentía insultada.

Tras correr no más de diez minutos, sus pulmones colapsaron obligándola a detenerse tratando de coger el aire del suelo. Sus piernas se sentían flácidas y el cuerpo le pesaba una tonelada. No lo comprendía, había obtenido el primer lugar en su última carrera con saltos incluidos. ¿Qué le estaba pasando? ¿Podía ser a causa del frío?

En ese instante le hubiese gustado haber puesto mayor atención en sus clases de biología. Se posicionó en una fría rama y comenzó a inspirar con lentitud.

—Inhalo…exhalo… —se repetía mientras alzaba sus brazos con la intención de expandir la caja torácica. Esa parte la tenía más que sabida. Tras varios minutos en los que se replanteó varias veces su situación, decidió continuar pero esta vez caminando. Se frotó las manos una con otra y en ese instante comenzó a temer por sus dedos, los tenía violetas y prácticamente no los podía mover—. Ok, no entres en pánico, Abi, solo recuerda que te has visto todos los episodios de A prueba de todo. ¿Qué haría Bear? —preguntó en voz alta, porque de alguna manera oír el sonido de su voz la tranquilizaba y la hacía sentir menos sola.

Giró la cabeza en todas las direcciones, debía de haber algo en ese condenado bosque que le sirviera de abrigo. Matar a un oso sería un poco complicado y ese día había olvidado su rifle en su otro short. Entonces tras una rápida inspección se topó con su salvación, arqueó una ceja al mirarlo con mayor detenimiento pero bueno, era eso o la muerte por congelamiento.

Se acuclilló y comenzó a tomar el lodo entre sus manos, lo esparció por su rostro, sus brazos y piernas desnudas. Extrañamente funcionaba bastante bien como aislante térmico, Abi sentía menos frío ahora que llevaba una capa mullida de lodo. Comprendió muy bien las razones del Yeti al salir vestido así frente a las cámaras. Mientras ese pensamiento cruzaba por su mente, esbozó una ligera sonrisa, podía sentirse extraviada, helada y sola, pero nunca perdía su sentido del humor. Tal vez esa era la única razón por la cual aún no había despotricado y comenzado a hacer un berrinche como una mujer entrada en pánico. Siempre que pudiera reírse de la situación, Abi lograba salir bien librada… tan solo tenía que verle el lado positivo. Ponerse histérica, ¿qué resolvería? Se volvió buscando el camino más idóneo para continuar y su boca casi se le desencaja del lugar.

—Uhh… —dejó ir en un leve susurro.

El animal… gato, puma, pantera, jaguar o lo que sea, la miraba fijamente con sus ojos de líneas verticales. Abi dio un paso hacia atrás, hundiendo el pie en su salvador, pero no se inmutó ante ello y continuó retrocediendo con suma precaución. El bicho seguía cada movimiento suyo con ojo avizor, como aguardando a que diera un paso en falso y pudiera devorársela de un solo mordisco. Pero eso no iba a ocurrir, se dijo internamente, ella también tenía apetito y si se iban a intentar comer, pelearía con uñas y dientes. Después de todo, para eso los tenía.

Su pie golpeó algo duro y Abi bajó la vista en un parpadeo para divisar de qué se trataba: un grupo de rocas. Una sonrisa surcó sus labios y el felino decidió acortar sus distancias con mayor premura, ella se acuclilló tomando un buen montón y aguardó con el aire atorado en sus pulmones. El animal continuó avanzando y Abi apretó las rocas con mayor intensidad entre sus manos, cuando lo tuviera a una distancia en que no pudiese fallar lo asustaría, entonces correría como los mil diablos.

Sí, en teoría su plan parecía estupendo, en teoría todo le sonaba bien a ella. Pero con lo que no contaba era con que el animal se movía más rápido y que podía brincar dos metros en tan solo una milésima de segundo. Soltó un grito agudo y se llevó las manos al rostro intentando cubrirse de las garras que se dirigían hacia ella. Abi pensó solo una cosa… «Odio a los gatos».

Luego llegó el golpe seco y desorientador.

 

***

 

No había tenido tiempo de gritarle que corriera, pero vamos… ¿qué idiota no se apartaría del camino de una panthera hambrienta? William trasladó su arco hacia la espalda y descendió del caballo de un brinco. Había tenido la dicha de atinar en el disparo, pero al parecer el joven al que el animal tenía pensado cenarse, no había corrido con la misma gracia. Sacó una flecha de su carcaj y apartó al felino con cuidado, lo único que faltaba era que no hubiese muerto. Pero como lo había sospechado desde que su flecha había abandonado su arco, el tiro había sido certero y letal.

Él era un excelente arquero y no había nada que disfrutara más que salir de caza, sus tierras estaban infestadas de animales deseosos de hacerle la vida interesante y él los aprovechaba a sus anchas. Observó con detenimiento el cuerpo herido de la persona, ¿estaría muerta? Un leve quejido escapó del bulto en el suelo, automáticamente respondiendo su pregunta. William lo tomó por un hombro, llenándose la mano de suciedad, entonces se replanteó la idea de ayudarlo. No tenía por qué, después de todo el extraño estaba invadiendo su propiedad y lo justo sería castigarlo, o terminar con su sufrimiento y matarlo. Ese no era tan mal plan, requeriría un flechazo en la cabeza y fin de la discusión. ¿Pero qué clase de caballero sería si matara a sangre fría a un idiota indefenso? Resopló por entre los dientes y se acuclilló para intentar reanimarlo, solo evitaría tocarlo, estaba completamente sucio y era asqueroso. Incluso podría tener la peste, ¿o quién sabe? Todo era posible tratándose de los campesinos.

—¡Despierta! —llamó empujándolo ligeramente con la punta de su bota, el bulto soltó otro gemido pero no dio más señales de querer obedecer—. ¡Vamos, despierta! —exclamó, rodándolo con el pie hasta ponerlo boca arriba.

Por un segundo se quedó admirando los rasgos de ese hombre sucio. Y comenzó a dudar. ¿Era hombre? Era difícil decirlo, teniendo en cuenta que parecía demasiado pequeño y el lodo que lo cubría no ayudaba a determinar nada. Sacó de su bolsillo uno de sus pañuelos y tras frotarle por unos minutos el rostro, evitando rozar los pequeños cortes que allí tenía, logró encasillarlo en una definición: mujer. ¿Pero dónde estaba su vestido? ¿Acaso solo estaba cubierta por barro? Arqueó una ceja divertido con esa idea, sería interesante descubrirlo.

—Ahmm… —ella llamó su atención al volver a emitir tan peculiar sonido, parecía el ronroneo de un gatito. William buscó el lugar más adecuado para levantarla, en realidad no quería ensuciar su ropa pero al parecer iba a tener que hacerlo. Se quitó la capa y recordando que en alguna parte de su ser, había algo que lo asimilaba a un caballero, la cubrió con ella. La mujercita se retorció ligeramente en sus brazos, mientras él emprendía el camino de regreso a su caballo—. ¿Qué…? —dijo con un suave susurro.

—Shh… —la calmó apretándola más a su cuerpo, ella estaba congelada. Y cómo no estarlo, si prácticamente no llevaba ropa—. Vendrá conmigo… tranquila.

 

Capítulo II:

El lord

 

Era imposible pero por un instante había creído tener un sueño, en el que se despertaba en un bosque frío y un felino enorme intentaba devorársela. Pero solo había sido su imaginación demasiado estimulada por el azúcar, pues se encontraba en su confortable cama, cubierta por las mantas correspondientes. ¡Momento! ¿Por qué las mantas se apartaban? Abi abrió los ojos abruptamente, para encontrarse delante de ella a un extraño que tenía las manos justamente encima de su blusa. Gritó afanosamente y retrocedió hasta darse la cabeza contra el respaldo de la cama, él dio un brinco poniéndose de pie pareciendo sorprendido por haber sido atrapado infraganti. Intentó acercarse midiendo sus pasos y ella volvió a soltar un chillido dándole a entender que no lo quería cerca.

—No grite —ordenó mirándola con recelo.

—¡No te acerques! —replicó Abi, mientras se echaba un rápido vistazo para corroborar que todo estuviera en su lugar. Si notaba una mínima arruga en sus shorts, ese tipo se las vería negras.

—¿Todo en orden? —inquirió al percatarse de lo que ella hacía.

—¿Quién eres? —preguntó, ignorando sus palabras anteriores.

—Soy el que salvó su vida y debería mostrarse más agradecida al respecto.

Abi apartó la mirada de su rostro y no pudo más que sonrojarse avergonzada por la no muy sutil reprimenda.

—Lo lamento, amigo, es que me has pillado desprevenida… —explicó, gesticulando con las manos para restarle importancia. Algo que había aprendido en su curso de lenguaje corporal y que hasta la fecha le había reportado muy buenos resultados.

Siempre que se conocía a alguien nuevo, para crear una relación de pares y tranquila, debía mostrar sus palmas de modo que dejara implícito que ella era fuente de paz. ¿A que no era un curso genial ese? Él la observó arqueando una ceja y pasó de hacer un comentario, quizá lo de las palmas había funcionado para que no se pusiera a la defensiva.

Abi aprovechó ese momento de silencio para dar una miradita al lugar donde se encontraba, era una habitación bastante austera, poco amueblada pero amplia, al igual que la cama. No podía emitir queja alguna pues era comodísima; se arrellenó en los almohadones probando su textura y disfrutándola. Entonces notó que alguien medía cada uno de sus movimientos, alzó la cabeza y sonrió de medio lado en disculpa, por un instante se había olvidado de él. Pero fue el simple hecho de verlo lo que despertó automáticamente una duda en su cabeza.

—¿Por qué me estabas sacando la ropa? —El extraño apretó los ojos en finas líneas y la escrutó a profundidad con una mirada oscura. En ese instante reparó en el color negro refulgente de sus ojos y un calor ascendió desde su estómago para situarse justamente en sus mejillas.

Abi se olvidó lo que le estaba reclamando y optó por llevar su atención a cualquier otro punto lejos de él. Pero por más que intentaba no mirarlo, sus ojos regresaban inexorablemente a aquel tipo vestido de traje negro, al igual que un empleado mortuorio. Eso desentonaba un poco con su imagen, pues parecía joven, no más de veintitantos. No entendía cómo una persona tan joven, podía lucir a la vez tan amargado y desdichado. Ella podría jurar que sonriendo, el hombre aquel sería devastadoramente apuesto.

—No puede meterse al agua con ropa —musitó en respuesta, después de lo que parecieron horas de silencio.

—¿Al agua?

—Usted y su ropa, están causando estragos en mi cama… —señaló paseando la mirada por la susodicha. Abi se miró las manos y las piernas cubiertas de lodo sutilmente apoyadas sobre unas sábanas que supieron ser blancas antes de su llegada.

—Ay, lo siento… —susurró y si podía ser posible se puso aún más roja—. ¿Dónde puedo limpiarme?

—Allí. —Apuntó una puerta de madera y luego se metió las manos en los bolsillos, sin quitarle la mirada de encima, como si ella fuese alguna especie de ladrona que bajo ninguna circunstancia debía ser descuidada. Abi se puso de pie y lentamente se dirigió a donde le había indicado.

—¿Qué? —preguntó ya cansada de ese escrutinio tan intenso, él sacudió la cabeza en una suave negación y por un momento ella pensó que no le respondería.

—Nada… solo que, sí es mujer… —apuntó pareciendo desilusionado al respecto. Abi lo observó arqueando una ceja con una insignificante sensación de resignación; no se lo había parecido en una primera inspección, pero quizás su radar de homosexuales estaba averiado por tantos golpes en la cabeza.

—Oh… —respondió no muy segura de qué decir—. Tal vez tengas mejor suerte la próxima.

Y sin más, ingresó en el cuarto de baño.

En el lugar había encontrado una enorme tina que desbordaba agua caliente, un biombo y un espejo de cuerpo entero en el que ella no tenía deseos de verse. Al parecer el tipo iba a bañarla se despertase o no, pues ya tenía todo listo para meterla. ¡Qué bueno que había reaccionado antes! El hecho de que estuviese como para comérselo no lo habilitaba para ciertas tareas, ella aún tenía algo de dignidad.

Se metió sin sacarse la ropa, pues el frío continuaba siendo demasiado fuerte como para andar desnudándose así como así. Luego de tallarse cada parte de su cuerpo y de dejar el agua teñida de negro, se sintió lista para salir. En el transcurso de su baño había intentado lavar sus prendas para luego dejarlas colgadas en los laterales de la tina, con la esperanza de que una vez secas mejoraran algo su deteriorado aspecto. Entonces se percató de un pequeño faltante, no tenía nada con que secarse o peor, para el caso, no tenía nada que ponerse. Al menos que se arriesgara a pescar un resfriado y volviera a usar las ropas que traía tal y como estaban. Algo que sinceramente, no le pareció del todo atractivo. Observó en todas direcciones, ni siquiera había una cortina como para cubrirse y salir en busca de alguna prenda, algo que incluso sería demasiado teniendo en cuenta que no conocía el lugar. Bueno solo quedaba una opción y era pedirle ayuda al señor X, pues lo llamaría así hasta que le diera un nombre con el cual tratarlo.

—¡Oye! —exclamó con toda la delicadeza que pudo… después de todo era una damisela en apuros—. ¡¡Chico!! —no hubo respuesta, ni siquiera un mísero sonidito que le indicara que había sido oída. Se arrodilló en la tina para poder ampliar el alcance de su grito, colocó sus manos alrededor de su boca y lo intentó una vez más—. ¡¡Hey!! ¡¡Holaaaa!! —La delicadeza se le había ido con el baño, pues hasta parecía un camionero gritando a todo pulmón. ¿Es que no había nadie en ese maldito caserón?—. ¡¡Oyeeee!! —Y entonces la puerta se abrió, Abi se quedó tiesa admirando al hombre que la observaba sorprendido y de alguna otra forma, que ella prefirió no averiguar.

Él bajó la vista más allá de su cuello y ella acompañó el movimiento por inercia, notando horrorizada que se le estaba exhibiendo y completamente gratis. Abi ahogó un grito de pura pena y prácticamente se echó un clavado en la tina para que el agua volviese a cubrirla. Él se quedó allí, el muy pervertido, sin mover un mísero músculo. Abi asomó la nariz y la punta de su boca fuera para hablar.

—¿Podrías darme una toalla? —murmuró, volviendo a sumergirse con el cuerpo en llamas, pues no podría haber causado peor impresión que esa. El hombre la había visto desnuda. ¿Qué podría ser más humillante?

Oyó el sonido de sus pasos y unos minutos después la puerta volvió a cerrarse, Abi emergió de su entierro acuático y a tientas tomó la toalla que reposaba inocentemente a un costado. Luego de secarse a conciencia una y otra vez, quizá por el simple hecho de hacer tiempo y no tener que salir a verlo, optó por dejar de actuar como una niña. Sí, la había visto desnuda, ¿y qué? No tenía un cuerpo por el cual debería avergonzarse, y no era el primer hombre que la veía de esa manera. Qué va, solo eran un par de pechos, seguramente él también había visto algunos en su vida y los de ella no serían algo trascendental.

Convencida de que ese pequeño incidente no dictaminaría la relación entre el desconocido y ella, logró salir con la frente en alto. Se encontró con la cama limpia e incluso las marcas en el piso ya estaban borradas, ¡vaya que él no había perdido el tiempo! Ataviada en una toalla no se sentía muy cómoda, pero no había visualizado nada de ropa por lo que iba a tener que pedirle ayuda una vez más.

Alguien se aclaró la garganta a sus espaldas y ella dio un respingo antes de volverse.

—Emm… me preguntaba… si… —Bien, sin importar cuánto se hubiese querido convencer, nada iba a lograr que se sintiera menos incomoda en su presencia. La expresión de sorpresa de él, todavía seguía demasiado viva en su mente como para pretender que no había pasado.

—¿Qué? —la apremió sin dejar de analizarla, Abi apretó con mayor fuerza la toalla y entonces cualquier duda en su cabeza se disipó. Este hombre no era gay, eso era definitivo.

—¿Tienes algo que pueda usar…?

Él arqueó una ceja y sin decir nada se dio la vuelta, ella soltó un suspiro por lo bajo. No estaba acostumbrada a que la observaran de esa forma y con tanta seriedad, él parecía de semblante frío pero sus ojos habían contado una historia muy diferente en el cuarto de baño.

—Es lo único, no tengo nada para una mujer. —Le extendió una camisa blanca que podría cubrirla hasta las rodillas, era larguísima y asemejaba más a un camisón. Pero no le importaba, cualquier cosa era mejor que una toalla húmeda.

—Gracias —susurró y luego solo permanecieron mirándose, como si ninguno supiera qué hacer a continuación.

Tras un largo minuto de vacilación, él optó por dar el primer paso y rápido desapareció por la puerta de madera dejándola completamente sola. Abi se apresuró a echarse la prenda encima y aunque ya no estaba desnuda, tenía el pequeño detalle de que estaba descalza y con mucho frío.

—Hay unas pantuflas del otro lado de la cama y puedes usar esto.

Ella casi da un brinco al oír su voz una vez más, es que se movía como un fantasma sin emitir sonido. Siguió sus indicaciones y se puso las pantuflas, luego tomó la bata azul que posiblemente le pertenecía a él pues el aroma masculino era demasiado penetrante. Una vez que hubo completado su atuendo el frío mermó considerablemente, toda enfundada en ropas masculinas alzó la mirada y le obsequió una sonrisa en agradecimiento. Él continuó con su semblante inexpresivo, sin emitir juicio, por lo que ella decidió romper el hielo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó mirándolo fijamente. No hubo alteración ni siquiera una mínima muestra de interés, pero aun así le respondió.

—William Warenne, marqués de Adler —pronunció lo último con cieta reticencia, como si presentarse de esa forma fuese una molestia. Abi se quedó con sus ojos clavados en él. ¿Había dicho marqués? Tentativamente ella podría decir que parecía demasiado joven para ostentar un título nobiliario, pero ella no sabía mucho del tema. Eso de los títulos era algo muy del viejo continente, muy de la vieja época. La muy vieja época. Estaba casi segura que en América ni existían. Pero bien, si él quería ser marqués, ¿quién era ella para negárselo?

—Yo soy Abi… —se detuvo y pensó que si William tenía tanta ceremonia para presentarse, ella también podría intentarlo—. Abigail Fletcher, sin título —añadió medio en broma. Pero al parecer él no captó la idea, pues le devolvió una mirada reprobatoria—. Mis amigos me dicen Abi —continuó, dado que él no lucía muy dispuesto a poner de su parte en la charla.

—Muy bien, señorita Fletcher. —Él asintió a nadie en particular, algo muy similar a una rápida reverencia y se dio la vuelta para dejarla una vez más sola.

—¡William espera! —lo llamó haciendo que se detuviera en el quicio, él solo le dirigió una mirada para que ella supiera que tenía su atención—. Me preguntaba… si podrías indicarme el camino más directo a Corpus Christi.

Él se volvió por completo y por primera vez pareció confuso.

—Me temo que no estoy familiarizado con ese sitio. —Una vez más intentó irse y Abi fue un tanto más agresiva en ese momento, lo agarró del hombro impidiéndoselo. William le devolvió una mirada cargada de impaciencia y resopló mostrándose receloso.

—Pues… el camino a la ciudad más cercana —insistió, deteniéndose por un segundo al notar que no tenía idea de donde estaba—. ¿También podrías decirme dónde estoy?

—Está en mis tierras y también está agotando mi paciencia, la ciudad más cercana es Bath. ¿Contenta?

Frunció el ceño, confusa.

—¿Bath? —murmuró sacudiendo la cabeza. Nunca había escuchado de ningún lugar llamado Bath en Texas.

—Bath —repitió él con tono cansino—. Inglaterra —añadió como si nada.

Abi soltó una carcajada, podía jurar que él estaba bromeando. Por un instante a ella le pareció haber oído Inglaterra.

—Vamos, no juegues —le espetó sonriendo sin obtener ninguna respuesta satisfactoria—. Necesito ir a casa antes de que alguien note mi ausencia.

Él apretó los ojos en finas líneas y soltando un suspiro, se acercó hasta que solo los separaron unos centímetros.

—Primero —señaló con la voz en un tajante susurro—, yo no juego; segundo, no le he permitido dirigirse hacia mí con tanto desenfado. Para usted señorita Fletcher, soy lord Adler y que no se le olvide.

Ella abrió los ojos como platos, ese idiota realmente no estaba bromeando, pretendía que ella le dijera lord. ¡Qué locura!

—Es… —él sacudió una mano frente a su rostro para callarla, claramente no había terminado con su pequeño discursillo y ella lo estaba interrumpiendo.

—Mandaré a alguien al pueblo para que le consiga ropa y tendrá un carruaje a su disposición para que la lleve a donde a usted se le ocurra ir. Mientras, le agradecería que no se entrometiera en mi camino y que guarde silencio, estoy intentando trabajar. —Sin decir más giró sobre sus talones dejándola con la boca abierta y cientos de preguntas rondándole en la mente.

 

Abi pensó en salir por su propio pie a buscar respuestas, pero no estaba vestida para la ocasión y cabía la posibilidad de que el lord se enfadara con solo verla paseándose por su casa. Pero tras pasar un largo tiempo considerando la situación y admirando el cielorraso, decidió que valía la pena el intento. Ese lugar era tan aburrido, no había una televisión o siquiera un libro con el cual engañar la realidad.

Se arrimó a la ventana y descorrió las cortinas de un jalón, el sol estaba ligeramente cubierto por nubes y el día lentamente comenzaba a caer. Ante esto comenzó a sentirse algo nerviosa, no tenía intención de pasar la noche en aquel sitio y mucho menos como huésped de ese hombre extraño. Pero sin ropa no podría llegar lejos y tras echar un rápido vistazo, notó que la casa estaba rodeada por un espeso bosque. No podía ver nada en las cercanías, solo un establo en el que había dos hombres bastantes sucios, trabajando.

Alguien golpeó la puerta logrando que ella se pusiera alerta, esperaba que fuese William trayéndole la ropa que le había prometido ya que eso sin duda le facilitaría un poco cubrir el primero de sus problemas. Pero no era él, cuando ella dio la señal para que pasaran, una mujer entrada en edad se le acercó exponiéndole una tímida sonrisa.

—Buenos días, señorita. —Le hizo una rápida reverencia y luego se quedó viéndola con unos pequeños ojos azules, amigables. Abi sonrió y dio unos pasos vacilantes en su dirección.

—Hola, soy Abi.

—Yo soy Catrina… —señaló con un tono de voz regio pero a la vez maternal. Al segundo Abi se sintió cómoda en su presencia, pues sus ojos trasmitían amabilidad y comprensión. La mujer fue hasta la cama y en ese momento ella notó que traía una caja en sus finos brazos—. No sabía su talla, pero creo que esto le sentará bien. —Sin poder ocultar su emoción, prácticamente brincó hasta ponerse a un lado de Catrina y ver lo que colocaba en la cama.

No le importaba si le iba pequeño, ella lo haría entrar. Pero entonces su entusiasmo pareció huir por la ventana, al encontrarse cara a cara con un vestido y uno que parecía ser bastante… viejo. No que estuviera gastado, sino más bien anticuado, algo que habría estado de moda en los años de su bisabuela o quizás antes, mucho antes.

—Amm… —no sabía cómo decirle que eso no era lo que ella acostumbraba, después de todo Catrina la observaba con cierto entusiasmo, como si no pudiera esperar a verla enfundada en esas telas—. No suelo usar vestidos —musitó evitando su mirada.

La mujer dio un respingo y se llevó una mano a la boca como si Abi acabara de soltar la peor blasfemia.

—Pero… ¿Qué es lo que usted usa? —instó con la curiosidad adornando su arrugado rostro.

—Pantalones… jeans o quizás una falda. —Catrina chasqueó la lengua y levantó el vestido de la cama, haciendo caso omiso a sus palabras.

—Aquí no podrá utilizar esa clase de atuendos, usted es una señorita y su ropa debe reflejar su condición.

Abi soltó una carcajada por lo bajo.

—A nadie le importa eso, todo el mundo sabe que soy chica —apuntó, dado que era algo tonto pensar que si no llevaba vestido, se vería menos femenina. De acuerdo, sus senos no eran descomunales, pero estaban allí y ellos eran más que suficiente prueba visual.

—Por supuesto —acordó Catrina, haciéndola levantar los brazos para pasarle el vestido por la cabeza. Abi puso los ojos en blanco pero se dejó hacer. ¿Qué más daba? Siempre había sentido curiosidad por saber cómo sería llevar algo con corsé—. Pero a milord no le agradaría verla llevar cualquier atuendo… él ha pedido específicamente que la vistiéramos acorde a su posición —comentó risueña. Abi hizo un alto y la observó ceñuda, ¿acaso creía que era una muñeca para vestir a su antojo?

—No me voy a poner un vestido cursi para él —espetó oscamente, tirando del revoltijo de telas para salir cuanto antes—. Me interesa absolutamente nada su opinión.

Catrina bufó y luchó por volverle a bajar el vestido, pero ella se apartó y la mujer la persiguió por el lugar en un vano intento por atraparla.

—Por favor, señorita, no debe correr en esas ropas… podría enfermar.

Abi no hizo caso de su advertencia y cubierta solo por la camisola, escapó del vestido, de Catrina y de la habitación. Ya no le importaba enfrentar el frío, tan solo quería salir de allí, nunca se rebajaría a cumplir los caprichos de un loco que se creía marqués.

 

***

 

William llevaba horas estudiando la misiva, jamás había esperado recibir noticias tan exasperantes. Pero como si no fuera suficiente tener que atender todo los asuntos de la finca, ahora también tendría que concentrarse en nimiedades. Cualquiera pensaría que con su pasado ya estaría exento de cumplir con protocolos, pero claramente había subestimado a su familia. Releyó la carta de su madre y soltando una maldición entre dientes la arrojó a un lado, decidiendo atender ese asunto luego. Tenía cosas más importantes en las que pensar, le importaba un diablo que su hermano menor se casara y le importaba incluso menos que ahora pareciera más adecuado para ostentar su título que él. Era insultante que su madre siquiera se molestara en mencionarlo, como si William no estuviese al tanto de su propia situación familiar. Tal vez a su hermano ya no le bastaba con el condado que había heredado de parte de un tío lejano, ahora también podía postularse como un candidato legitimo para convertirse en el próximo marqués o procurar el heredero Warenne que él todavía no había sido capaz de hacer.

Suspirando William alzó la cabeza de entre sus papeles al oír un ruido en el piso superior, salió de su estudio y con paso apresurado se dirigió a las escaleras. Cuando alcanzó el primer escalón, notó cómo una persona bajaba a trompicones sin mirar hacia adelante, él intentó hacerse a un lado pero no logró su cometido. La chica le impactó de lleno logrando que ambos descendieran el último tramo con una fuerte caída, él se llevó la peor parte pues ella aterrizó sobre su cuerpo de forma poco decorosa. Maldiciendo su mala suerte se puso de pie, levantándola también a ella y tomándola por los hombros, le dio una sacudida.

—¿Acaso es estúpida? —ella lo observó con los ojos como platos y se volvió sobre su hombro dirigiendo su atención a la escalera, William se vio obligado a observar también y vio cómo Catrina descendía a la misma velocidad con un vestido colgado en el brazo.

—¡Oh, por Dios! —exclamó la criada, tomando a la chica por un brazo y alejándola de su lado—. Milord… yo… —ella intentó explicarse, pero William sabía que la culpable era aquella mujercita de mirada tan extraña.

—No —calló a la mujer mayor con un ademán y llevó su atención a la chica—. ¿No fui claro antes? —Ella asintió ligeramente y su labio inferior tembló amenazando con romper en un llanto—. Olvídelo —rezongó dando por terminada esa ridícula reunión. Se volvió hacia Catrina para dar una última orden—. La quiero fuera de esta casa, ahora mismo.

La criada no respondió pero sus ojos expresaron cuán en desacuerdo estaba con su decisión, William se encogió de hombros con desinterés. Él no iba a dar refugio a cualquiera que encontrara vagando por ahí y esa chica solo auguraba problemas. Regresó a su estudio y una vez más enfrentó su realidad, si continuaba lejos de la sociedad terminaría por perder su prestigio. Y entonces su hermano tendría argumentos validos para declararlo no apto para seguir detentando un lugar en la cámara de comunes.

Se sirvió un vaso de brandy y observó el fuego crepitar en la chimenea. No era tan importante, su vida no cambiaría si perdiera el título. Seguiría siendo él, tan miserable como de costumbre, tal vez con el tiempo terminaría por rendirse y dejaría que la muerte lo atrapase. Hacía mucho tiempo que había perdido el deseo de vivir y lo único que lo mantenía ocupado eran sus obligaciones. Si dejaba que su hermano tomara el control, él ya no tendría que preocuparse, ya no tendría que intentar mantenerse aferrado a nada. Podría desligarse y dedicar lo que restara de su existencia a pensar, pensar en todo lo que había perdido y pensar en ella. Recordarla e incluso soñarla, podría darle todo ese tiempo que no supo aprovechar, todo ese tiempo que le había negado. Entonces quizás en algún momento regresaría a su lado y dejaría de sentir ese vacío que hacía tanto crecía en su pecho. Ese que había invadido cada centímetro de su ser desde el mismísimo día en que se había despedido de Marian.

 

Capítulo III:

Abi en el País de las Maravillas

 

No sabía cuánto tiempo llevaba dando vueltas en esa habitación, pero sus pies estaban por traspasar el piso por tanta fricción. Abi se regañaba internamente por ser tan insensata; por supuesto que siempre se arrepentía de las cosas cuando era demasiado tarde. Sus padres continuamente le recordaban que ser tan impulsiva la metería en problemas constantemente, el asunto era que ella aún no podía hacer nada al respecto. No hasta que ya había echado a perder las cosas.

¿Por qué simplemente no se había puesto ese condenado vestido? ¿Qué perdía con seguirle el juego? Bueno, ahora ya sabía lo que perdía y era su oportunidad de pasar la noche en un lugar caliente. Pero ya estaba hecho y no pensaba rogarle, si tenía que ir a la calle lo haría con la frente en alto. Se limitaría a buscar un teléfono público y llamar a sus padres, o quizá ni siquiera fuese necesario. Una idea centelleó en su mente y Abi prácticamente pegó un brinco para alcanzar el cuarto de baño. Sí, estaba mojado y embarrado, pero también tenía su carcasa protectora.

Presionó las teclas con los ojos cerrados, rogando internamente que aún tuviera vida útil.

—Por favor… por favor… —y entonces el sonido celestial que anunciaba en la pantalla brillante «Buenos días, Abi», se hizo oír—. ¡¡Sííí!!

Mientras aguardaba a que el móvil consiguiera señal, tomó asiento en la cama dejando sus pies colgar libremente.

—Señorita… —la llamada fue acompañada por el ingreso de Catrina. La señora la observó con un gesto apesadumbrado que podía trasmitir mucho más que mil palabras. Iban a echarla por cabeza dura.

—No te preocupes, Cat, ya encontré mi teléfono. Pronto llamaré a mis padres y ellos vendrán a recogerme.

Ella arqueó una ceja al parecer no muy convencida y fue a sentarse a su lado.

—Antes debería vestirse —ofreció con una sonrisa propensa a escapar de sus labios, Abi bajó la vista al vestido y la regresó hacia Catrina.

—Mmm… —Penso en negarse pero el rostro que le expuso Cat fue demasiado como para decir que no, solo se acarrearía más problemas—. Bien. —Terminó por acceder y la mujer le sonrió de oreja a oreja.

—Ya va a ver lo guapa que queda. —Se encogió de hombros, dudosa. No es que fuera el vestido mágico de Cenicienta lo que le estaba ofreciendo, pero quién sabe. Quizá era el primer paso para encontrar un príncipe encantado que la devolviera a su hogar, preferentemente antes de que alguien notara su inusual ausencia—. ¿Cómo se pondrá en contacto con sus padres? —instó la mujer, mientras le anudaba las distintas tiras del corsé, apretando sistemáticamente sus pechos.

Abi dirigió su vista al espejo y quedó sorprendida por el rápido efecto de aquella cosa, jamás en su vida habría pensado que podía llegar a tener escote. Pero allí estaba, a la vista de cualquiera que quisiera apreciarlo. Sí, la cosa le quitaba el aire, pero los resultados de su presencia eran más que evidentes. No pudo responder al instante pues de un segundo a otro se vio inmersa en un montón de tela, que por su suavidad delataba ser de alguna especie de seda; de un color celeste agua que algunos lo llamarían turquesa pero que ella pensaba que simplemente era una variación del celeste. El vestido caía majestuosamente en finas capas, desde la faja, a tono, realzando su esbelta figura desde el busto hasta sus tobillos.

—Traje mi móvil así que no será problema —respondió, volviendo su cabeza en dirección a donde reposaba el aparato y al mismo tiempo recuperándose del pequeño shock que le produjo descubrir lo bien que podría lucir enfundada en telas tan exquisitas. Desmintió en ese momento el tonto dicho «aunque la mona se vista de seda…». Pues definitivamente aquel vestido podría obrar milagros, incluso para esa desdichada mona.

—¿Móvil? —a través del espejo Abi pudo notar el ceño fruncido de Catrina, pero no se molestó en dar una amplia explicación pues aún se encontraba ensimismada en sus pensamientos.

—Sí, me será un poco difícil explicarles dónde estoy… —hizo una pausa súbitamente notando que aún no se lo había preguntado a ella, quizás Catrina no le jugaría bromas y le diría la verdad—. Por cierto… ¿dónde estoy?

—Está en el condado de Bath, al oeste de Londres. —La mujer se detuvo para recoger algo de la cama y al instante la hizo sentarse en la pequeña silla que reposaba frente al tocador. Abi se quedó muda… ¿Londres, Inglaterra? No podía ser que se lo estuviese imaginando, realmente le estaban informando que estaba en aquel viejo país. Pero, ¿por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo?

—¡¿Dijiste Londres?! —Catrina asintió muy concentrada en su trabajo, moviendo sus manos hábilmente en su cabello, levantando mechones y ajustándolos correctamente con peinetas—. Pero eso queda en Europa —explicó en un susurro aún sin poder creer lo que oía.

—Así es —respondió sin inmutarse, incluso sonreía, Abi casi suelta un bufido.

—¡No puedo estar en Europa! —exclamó dándose la vuelta para mirar a aquella mujer, que sin duda tenía que estar mintiendo. Dios no la dejaría creer tremenda mentira.

Catrina pareció desconcertada por su reacción, pero volvió a exponerle una sonrisa con la esperanza de que Abi se relajase. ¡Al demonio! Pensó en un exabrupto, jamás se relajaría, no estando en Inglaterra, no estando tan lejos de su casa y de su familia.

—¿Qué tiene de malo?

—¿Qué tiene…? —repitió incrédula—. ¡Yo vivo en América! No pude simplemente haber aparecido aquí de un día para el otro. —Abi se levantó de un brinco y giró en la habitación de un lado a otro, como si no estuviese segura de a dónde ir o qué hacer. Finalmente se dejó caer en la cama con un gesto de rendición y un profundo suspiro. Golpeó su cabeza con sus manos tratando de alguna forma de mantenerla sobre su cuello, pues de un minuto a otro pensaba que simplemente escaparía y la dejaría a su buena suerte.

—¡Oh, Dios! Tal vez me secuestraron… tal vez me vendieron… —Mientras divagaba en las distintas hipótesis, se preguntó cómo era posible que sus padres no la estuvieran buscando. ¿Cuántos días llevaría lejos de su casa?—. Puedes… —Levantó la vista un tanto abrumada, hacia la mujer que la observaba con compasión—. ¿Qué fecha es? —instó sin poder contener el temblor de su labio, tan solo necesitaba de un mínimo estímulo y rompería en llanto.

Sí, se consideraba fuerte y una mujer capaz de afrontar casi cualquier cosa, pero ¿Inglaterra? Eso era otro país, otra costumbre. ¡Rayos! Era otro maldito continente.

—Diecisiete de febrero.

Abi soltó una carcajada irónica, al parecer no estaba mostrándose demasiado desesperada pues Catrina pretendía seguir con el absurdo.

—Imposible —musitó poniéndose lentamente de pie, la mujer lució un rostro de verdadera contrariedad—. No puede ser diecisiete de febrero, porque eso fue ayer… porque eso significaría que aún es mi cumpleaños y es más imposible aún, porque yo no pude atravesar todo el mundo en unos segundos. —Catrina no pareció feliz con su respuesta y se volvió con el objetivo de recoger algo en la cómoda, Abi la observaba pero su mente estaba proyectando distintos escenarios. ¿Habrían sido secuestradores de chicas?

No lo recordaba y eso la asustaba aún más, tal vez la habían drogado o quizás habían utilizado su cuerpo para transportar droga. Todo podía ser probable, todo y a la vez nada, quizá los dementes de esa casa pretendían unirla en su grupo y le exponían esa sarta de idioteces. Sí, se dijo mentalmente, ellos estaban mal, seguramente eso era lo que ocurría. Al menos esa teoría la tranquilizaba un poco, ahora solo restaba salir de allí cuanto antes, o tal vez terminaría contagiándose.

—Aquí tiene, es la gacetilla del día. La recogí esta mañana en el pueblo, puede verificar la fecha allí. —Le apuntó la parte superior del gran periódico y ella frunció el ceño antes de ponerse a leer.

—Esto está mal —señaló con convicción y aunque en su voz no hubo vacilación, la teoría del engaño masivo tambaleó notoriamente.

—No, señorita, la fecha es correcta… estamos al día diecisiete del segundo mes del año 1765 de nuestro señor. —Por un instante solo se quedó con la mirada fija en la boca de Catrina, sus labios se habían movido, de eso no cabía duda, pero sus palabras… sus palabras simplemente carecían de sentido.

Entonces, ¿por qué repentinamente sintió como si la realidad viniera a golpearle a la puerta?