Akal / Cuestiones de antagonismo / 62

Slavoj Žižek

En defensa de causas perdidas

Traducción de: Francisco López Martín

 

 

 

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RAG

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Título original

In Defense of Lost Causes

© Slavoj Žižek, 2008

© Ediciones Akal, S. A., 2011

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3988-4

 

 

En cierta ocasión, Alain Badiou estaba sentado entre el público de una de mis conferencias, cuando su teléfono móvil (que, para colmo, era el mío: se lo había prestado) de pronto empezó a sonar. En lugar de apagarlo, me interrumpió amablemente y me preguntó si podía bajar la voz, para poder oír mejor a su interlocutor… Si eso no es una demostración de verdadera amistad, no sé qué puede serlo. Así, pues, este libro está dedicado a Alain Badiou.

Introducción. Causa Locuta, Roma Finita

Roma locuta, causa finita: éstas son las palabras de autoridad decisivas que ponen fin a una disputa, en todas sus versiones, desde «el sínodo eclesiástico ha decidido» hasta «el Comité Central ha aprobado una resolución» y, por qué no, «el pueblo ha expresado claramente su decisión en las urnas»… Ahora bien, ¿no apuesta el psicoanálisis exactamente por lo contrario, por que la Causa hable por sí misma (o, como dijo Lacan, «Hablo yo, la verdad») y el Imperio (romano, es decir, el capitalismo mundial contemporáneo) se desplome? Ablata causa tolluntur effectus: cuando falta la causa, prosperan los efectos (Les effets ne se portent bien qu’en absence de la cause). ¿Por qué no damos la vuelta al proverbio? Cuando interviene la causa, se disipan los efectos1

Ahora bien, ¿qué Causa debe hablar? En los tiempos que corren, las cosas no pintan bien para las grandes Causas, en una época en la que, aunque la escena ideológica está fragmentada en una panoplia de posiciones que luchan por la hegemonía, hay un consenso subyacente: la época de las grandes explicaciones ha terminado, necesitamos un «pensamiento débil», opuesto a todo fundacionalismo, un pensamiento atento a la textura rizomática de la realidad; tampoco en el ámbito de la política debemos aspirar ya a sistemas que lo expliquen todo y a proyectos de emancipación mundial; la imposición violenta de grandes soluciones debe dar paso a formas de intervención y resistencia específicas… Si el lector simpatiza, aunque sea mínimamente, con tales ideas, lo mejor es que deje de leer este libro.

Hasta quienes tienden a desdeñar la teoría posmoderna «francesa» y su «jerga», al considerarlas un caso ejemplar de «verborrea», tienden a compartir la aversión de los partidarios de dicha teoría por el «pensamiento fuerte» y por sus explicaciones a gran escala. De hecho, la verborrea está lejos de desaparecer. No es de extrañar que hasta quienes popularizaron la idea de la «verborrea», como Harry Frankfurt, caigan en ella. En la infinita complejidad del mundo contemporáneo, donde las cosas se presentan casi siempre como sus opuestos –la intolerancia como tolerancia, la religión como sentido común, etcétera–, es difícil resistir a la tentación de cortar por lo sano y gritar con vehemencia «¡Basta de verborrea!», cosa que rara vez es algo más que un impotente passage à l’acte. El deseo de trazar una línea de demarcación clara entre la «verborrea» y el saludable lenguaje de la sinceridad no hace sino reproducir en ese mismo lenguaje la ideología predominante. No sorprende que, para el propio Frankfurt, entre los políticos que han entonado ese «basta» se encuentren Harry Truman, Dwight Eisenhower y, en la actualidad, John McCain2; como si la pose de la sinceridad personal autoproclamada fuera garantía de veracidad.

El sentido común de nuestra época nos dice que, ante la vieja distinción entre doxa (opinión accidental / empírica, Sabiduría) y Verdad, o, de forma aún más radical, entre conocimiento empírico positivo y Fe absoluta, hay que trazar una frontera entre lo que se puede pensar y lo que se puede hacer en el mundo actual. En el plano del sentido común, a lo máximo a lo que puede aspirarse es al liberalismo conservador de raíz ilustrada: desde luego, no hay una solución de recambio para el capitalismo; al mismo tiempo, abandonada a su propio impulso, la dinámica capitalista amenaza con socavar sus propios cimientos. Eso es así no sólo en lo tocante a la dinámica económica (la necesidad de un poderoso aparato estatal que mantenga la competencia del mercado, etc.), sino también y en mayor medida a la dinámica ideológico-política. Los demócratas conservadores inteligentes, desde Daniel Bell hasta Francis Fukuyama, son conscientes de que el capitalismo mundial contemporáneo tiende a socavar sus propias condiciones ideológicas (fenómeno al que, hace tiempo, Bell denominó «las contradicciones culturales del capitalismo»): el capitalismo sólo puede prosperar si hay un mínimo de estabilidad social, si se mantiene intacta la confianza simbólica, si los individuos no sólo aceptan la responsabilidad de su destino, sino que, además, pueden contar con la «equidad» básica del sistema. Este trasfondo ideológico ha de estar sustentado por un potente aparato educativo y cultural. Dentro de este horizonte, la respuesta, por tanto, no es ni el liberalismo radical de un Hayek ni el conservadurismo puro y duro, ni mucho menos el mantenimiento de los viejos ideales del Estado de bienestar, sino una mezcla de liberalismo económico con un espíritu comunitario mínimamente «autoritario» (que ponga el énfasis en la estabilidad social, en los «valores», etc.), para contrarrestar los excesos del sistema; dicho de otro modo, lo que los socialdemócratas de la Tercera Vía, como Blair, han fomentado.

Éste es, pues, el límite del sentido común. Lo que hay más allá entraña un Salto a la Fe, a la fe en las Causas perdidas, las cuales, desde el ámbito de la sabiduría escéptica, no pueden parecer sino uno locura. En el presente libro se habla tras haber dado ese Salto; pero, ¿por qué? El problema, claro está, reside en que, en una época de crisis y rupturas, la propia sabiduría escéptica empírica, limitada al horizonte de la forma dominante de sentido común, no puede ofrecer respuestas, así que hay que arriesgarse a dar un Salto a la Fe.

Este cambio es el cambio que va del «Yo hablo [y, al hacerlo, digo] la verdad» a «la propia verdad habla (en / por medio de mí)» (como en el «matema» de Lacan del discurso del analista, en el que el agente habla desde la posición de la verdad), hasta el punto en el que puedo decir, como el Maestro Eckhart, «es cierto y la propia verdad lo dice»3. Desde luego, en el plano del conocimiento positivo nunca es posible (estar seguros de haber) alcanza[do]r la verdad; sólo cabe acercarse a ella cada vez un poco más, pues, como el lenguaje siempre es a la postre autorreferencial, no hay modo de fijar un límite definitivo entre sofisma, ejercicios sofistas y la propia Verdad (ahí radica el problema de Platón). En lo que a esto hace, la apuesta de Lacan es la misma que la de Pascal: la apuesta por la Verdad. Pero, ¿cómo hacer esa apuesta? Pues no corriendo tras la verdad «objetiva», sino abrazando la verdad de la posición desde la que se habla4.

Hay todavía sólo dos teorías que entrañan y ponen en práctica el compromiso con esa concepción de la verdad: el marxismo y el psicoanálisis. No sólo son dos teorías acerca de la lucha, sino que son teorías luchadoras, comprometidas en una lucha: su historia no consiste en una acumulación de conocimiento neutral, sino que está marcada por cismas, herejías, expulsiones. Por eso, en las dos la relación entre teoría y práctica es propiamente dialéctica, o, dicho de otro modo, presenta una tensión irreductible: la teoría no sólo es el fundamento conceptual de la práctica, sino que, al mismo tiempo, explica por qué la práctica está irremediablemente condenada al fracaso; como dijo Freud concisamente, el psicoanálisis sólo sería plenamente realizable en una sociedad que ya no lo necesitara. En su aspecto más radical, la teoría teoriza una práctica fallida: «Por eso han salido mal las cosas…». Se suele olvidar que los cinco grandes informes clínicos de Freud informan básicamente de éxitos parciales y de un fracaso final; asimismo, los mejores análisis históricos marxistas de acontecimientos revolucionarios lo son de grandes fracasos (el de la guerra de los campesinos alemanes, el de los jacobinos en la Revolución francesa, el de la Comuna de París, el de la Revolución de Octubre, el de la Revolución Cultural china…). El examen de dichos fracasos nos pone frente al problema de la fidelidad, de cómo redimir el potencial emancipatorio de esos acontecimientos evitando la doble trampa de la vinculación nostálgica al pasado y de la acomodación facilona a las «nuevas circunstancias».

Ambas teorías parecen trasnochadas. Como hace poco dijo Todd Dufresne, ninguna figura de la historia del pensamiento se equivocó tanto en los puntos fundamentales de su teoría como Freud5 (salvo Marx, añadiría alguno). Y, de hecho, en la conciencia liberal los dos aparecen actualmente como la gran «pareja de criminales» del siglo xx: como era de suponer, en 2005, el escandaloso El libro negro del comunismo, en el que se detallaban todos los crímenes comunistas6, fue seguido por El libro negro del psicoanálisis, en el que se consignaban todos los errores teóricos y fraudes clínicos del psicoanálisis7. Así quedó de relieve, aunque fuera de forma negativa, la profunda solidaridad entre el marxismo y el psicoanálisis.

Sin embargo, algunos signos perturban esta complacencia posmoderna. Hablando de la resonancia cada vez mayor del pensamiento de Alain Badiou, Alain Finkelkraut lo ha caracterizado recientemente como «la filosofía más violenta, sintomática de la vuelta de la radicalidad y del desplome del antitotalitarismo»8, admisión franca y asombrada del fracaso de la larga y ardua obra de toda clase de «antitotalitarios», defensores de los derechos humanos, luchadores contra los «caducos paradigmas izquierdistas», desde los nouveaux philosophes franceses hasta los partidarios de una «segunda modernidad». Lo que tendría que haber muerto, lo que tendría que haberse abandonado, víctima de un descrédito completo, vuelve con ánimo de venganza. La desesperación ante este hecho resulta comprensible: ¿cómo es posible que, tras explicar durante décadas no sólo en los tratados universitarios, sino también en los medios de información, a todo el que quisiera escuchar (y a muchos que no querían) los peligros de los totalitarios «Maestros del Pensamiento», esa clase de filosofía vuelva en su forma más violenta? ¿No ha quedado suficientemente claro que la época de esas utopías tan sumamente peligrosas ha terminado? ¿O estamos ante una extraña ceguera incurable, una constante antropológica innata, una tendencia a sucumbir a la tentación del totalitarismo? Nuestro propósito es invertir la perspectiva: como diría Badiou con su inimitable estilo platónico, las verdaderas ideas son eternas, indestructibles, vuelven siempre que se anuncia su muerte. Basta con que Badiou las vuelva a afirmar con claridad, para que el pensamiento antitotalitario se muestre en toda su miseria, como lo que realmente es: un ejercicio sofista sin valor, una pseudoteorización de los más bajos miedos e instintos de supervivencia y oportunismo, un modo de pensar que no sólo es reaccionario, sino también profundamente reactivo, en el sentido que Nietzsche da a este término.

En relación con esto, hace poco se ha producido (no sólo) en Francia un enfrentamiento interesante (no sólo) entre lacanianos. Dicho enfrentamiento tiene que ver con la categoría del «Uno» como denominación de una subjetividad política y ha roto muchos lazos personales (por ejemplo, entre Badiou y Jean-Claude Milner). Lo irónico es que la lucha se produzca entre exmaoístas (Badiou, Milner, Lévy, Miller, Regnault, Finkelkraut) y entre intelectuales «judíos» y «no judíos». La pregunta es la siguiente: ¿es el nombre del Uno el resultado de una lucha política contingente, o está en cierto modo enraizado en una identidad particular más sustancial? La posición de los «maoístas judíos» es que el nombre que representa lo que en la actualidad resiste a la tendencia mundial a superar todas las limitaciones –incluida la propia finitud de la condición humana– en la «fluidificación» y «desterritorialización» radicales del capitalismo (tendencia que alcanza su apoteosis en el sueño gnóstico-digital de transformar a los propios seres humanos en programas informáticos virtuales, susceptibles de pasar de un ordenador a otro) es el de «judíos». Por tanto, ese nombre representa la fidelidad más primordial a lo que uno es. Al hilo de esto, François Regnault afirma que la izquierda contemporánea exige de los judíos (mucho más que de cualquier otro grupo étnico) que «se rindan en lo tocante a su nombre»9, en referencia a la máxima ética de Lacan «no hay que rendirse en lo tocante al deseo»… En este punto, cabe recordar que el mismo giro, el que lleva de la política de emancipación radical a la fidelidad al nombre de «judío», resulta discernible en la evolución de la Escuela de Fráncfort, sobre todo en los últimos textos de Horkheimer. Los judíos son la excepción: desde la perspectiva liberal multicultural, todos los grupos pueden afirmar su identidad, excepto los judíos, cuya autoafirmación es una muestra de racismo sionista… En cambio, Badiou y otros pensadores insisten en la fidelidad al Uno que aparece y queda constituido por la propia lucha política de/para darse nombre y que, por tanto, no puede cimentarse en contenido particular determinado alguno (como las raíces étnicas o religiosas). Desde este punto de vista, la fidelidad al nombre de «judíos» es el reverso (el reconocimiento tácito) de la derrota de las luchas auténticamente emancipatorias. No es de extrañar que quienes exigen fidelidad al nombre de «judíos» sean también quienes nos avisan de los peligros «totalitarios» de todo movimiento de emancipación radical. Su estrategia consiste en aceptar la limitación y finitud fundamentales de nuestra situación, y, como la Ley judía es la marca última de dicha finitud, entienden que todos los intentos de ir más allá de la Ley y tender a un Amor sin distinciones (del cristianismo al estalinismo, pasando por el jacobinismo) desembocan en el terror totalitario. Para decirlo sucintamente, la única solución auténtica a la «cuestión judía» es la «solución final» (la aniquilación de los judíos), pues los judíos, en cuanto objeto a, son el último obstáculo para la «solución final» de la propia Historia, para la superación de las divisiones en una unidad y flexibilidad sin distinciones.

Sin embargo, ¿no sucede más bien que, en la historia de la Europa moderna, los partidarios de la lucha por la universalidad fueron precisamente judíos ateos, como Spinoza, Marx y Freud? Es irónico que, en la historia del antisemitismo, haya judíos que representen uno y otro polo: a veces simbolizan la obstinada fidelidad a su forma de vida particular, lo que les impide convertirse en ciudadanos del Estado en el que viven; otras, un cosmopolitismo universal, sin raíces, «sin hogar», indiferente a toda forma étnica particular. Por tanto, lo primero que cabe recordar es que esta lucha es (también) inherente a la identidad judía. Y, tal vez, esta lucha judía sea la más importante que hemos de librar en el presente: la lucha entre la fidelidad al impulso mesiánico y la reactiva (en sentido nietzscheano) «política del miedo», centrada en preservar la identidad particular de cada cual.

El papel privilegiado de los judíos en el establecimiento de la esfera del «uso público de la razón» descansa en su apartamiento de todo poder estatal; es esta posición, la de la «parte de ninguna parte» de toda comunidad orgánica nacional-estatal, y no la naturaleza abstracto-universal de su monoteísmo, lo que los convierte en la encarnación inmediata de la universalidad. Por tanto, no es de extrañar que con el establecimiento de la nación-Estado judía apareciera un nuevo tipo de judío: el que se resiste a identificarse con el Estado de Israel, el que se niega a aceptar el Estado de Israel como su verdadero hogar, el que se «aparta» a sí mismo de ese Estado y lo incluye entre todos aquellos con los que insiste en mantener las distancias, en vivir en sus intersticios; este judío siniestro es el objeto de lo que sólo se puede denominar «antisemitismo sionista», exceso foráneo que perturba la comunidad de la nación-Estado. Estos judíos, los «judíos de los propios judíos», herederos cabales de Spinoza, son hoy los únicos judíos que siguen insistiendo en el «uso público de la razón» y rechazan someter su razonamiento al ámbito «privado» de la nación-Estado.

Este libro abraza abiertamente el punto de vista «mesiánico» de la lucha en pro de la emancipación universal. Por consiguiente, no es de extrañar que para los partidarios de la doxa «posmoderna» la lista de Causas perdidas que en él se defienden sea un túnel del terror protagonizado por sus peores pesadillas, un almacén de los fantasmas del pasado que han tratado de exorcizar con todas sus fuerzas: la política de Heidegger como caso extremo de filósofo seducido por el totalitarismo; el terror revolucionario, desde Robespierre hasta Mao; el estalinismo; la dictadura del proletariado… En cada uno de esos casos, la ideología predominante no sólo desdeña la causa, sino que proporciona un sustitutivo, una versión «más blanda»: en lugar del compromiso intelectual totalitario, intelectuales que investigan el problema de la mundialización y luchan en la esfera pública a favor de los derechos humanos y la tolerancia y contra el racismo y el sexismo; en lugar del terror estatal revolucionario, la multitud descentralizada autoorganizada; en lugar de la dictadura del proletariado, la colaboración entre múltiples agentes (iniciativas de la sociedad civil, dinero privado, regulación estatal…). El auténtico objetivo de la «defensa de causas perdidas» no es defender el terror estalinista, etcétera, como tal, sino problematizar la facilona opción liberal-democrática. Los compromisos políticos de Foucault y, sobre todo, de Heidegger, aunque aceptables en su motivación primera, fueron claramente «pasos adecuados en la dirección errónea»; las desgracias acarreadas por el terror revolucionario nos enfrentan con la necesidad no de rechazar el terror in toto, sino de reinventarlo; la crisis ecológica que se perfila en el horizonte parece ofrecer una oportunidad única de aceptar una versión reinventada de la dictadura del proletariado. Por tanto, el argumento es que, aunque tales fenómenos fueron, cada cual a su modo, una monstruosidad y un fracaso históricos (el estalinismo fue una pesadilla que tal vez causó aún más padecimientos que el fascismo; los intentos de imponer la «dictadura del proletariado» produjeron una parodia ridícula de un régimen en el que se redujo al silencio precisamente al proletariado), ésa no es toda la verdad; en cada uno de ellos hubo un momento de redención que el rechazo liberal-democrático echa a perder y que es crucial aislar. Hay que tener cuidado de no tirar al niño con el agua sucia, aunque es difícil resistir a la tentación de invertir la metáfora y afirmar que quien pretende hacer tal cosa es la crítica liberal-democrática (es decir, tirar el agua sucia del terror y retener al niño limpio de la auténtica democracia socialista), olvidando, en consecuencia, que al principio el agua estaba limpia y que la suciedad proviene del niño. Lo que hay que hacer, más bien, es tirar al niño antes de que ensucie el agua cristalina con sus excreciones, de modo que, parafraseando a Mallarmé, rien que l’eau n’aura eu lieu dans le bain de l’histoire.

Por consiguiente, nuestra defensa de las Causas perdidas no está dedicada a emprender ninguna clase de juego deconstructivo, del estilo de «toda Causa ha de desaparecer para ser eficiente como Causa». Al contrario, el objetivo es superar, con toda la violencia que se necesite, eso a lo que Lacan se refirió burlonamente, el «narcisismo de la Causa perdida», y aceptar con valentía la plena actualización de una Causa, incluido el riesgo inevitable de un desastre catastrófico. Badiou tenía razón cuando, a propósito de la desintegración de los regímenes comunistas, propuso esta máxima: mieux vaut un desastre qu’un désêtre. Más vale el desastre causado por la fidelidad al Acontecimiento que el no ser de la indiferencia ante el Acontecimiento. Por parafrasear la memorable frase de Beckett, que repetiré muchas veces a lo largo de este libro, tras fracasar es posible seguir adelante y fracasar mejor; en cambio, la indiferencia nos hunde cada vez más en el cenagal del Ser estúpido.

Hace un par de años, la revista Première publicó una ingeniosa investigación acerca de cómo se habían traducido a otras lenguas los finales más famosos de las películas de Hollywood. En Japón, la frase de Clark Gable a Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó, «Frankly, my dear, I don’t give a damn!» [«Francamente, querida, ¡me importa un bledo!»], se había traducido así: «Me temo, querida, que entre nosotros se ha producido un pequeño malentendido», concesión a la cortesía y ceremonia proverbiales de los japoneses. En cambio, los chinos (de la República Popular de China) tradujeron el «This is the beginning of a beautiful friendship!» [«¡Éste es el principio de una hermosa amistad!»] de Casablanca como «¡Entre los dos formaremos una nueva célula de lucha antifascista!»: la lucha contra el enemigo era la prioridad máxima, muy por encima de las relaciones personales.

Aunque parezca que este libro deja caer afirmaciones demasiado agresivas y «provocativas» (¿qué puede resultar hoy más «provocativo» que mostrar aunque sólo sea un poco de simpatía o comprensión por el terror revolucionario?), más bien efectúa un desplazamiento similar al de los ejemplos citados en Première: aunque la verdad es que mi oponente me importa un bledo, digo que se ha producido un pequeño malentendido; aunque lo que está en juego es un nuevo campo teórico-político de lucha compartida, puede parecer que hablo de alianzas y amistades entre profesores universitarios… En estos casos, compete al lector descifrar las claves que tiene ante sí.

1 La inversión obedece a la misma lógica que la acertada respuesta ilustrada de la izquierda a la tristemente célebre frase de Joseph Goebbels «Cuando oigo la palabra cultura, echo mano de la pistola»: «Cuando oigo pistolas, echo mano de la cultura».

2 Véase su entrevista «Demokratie befordert Bullshit», Cicero, marzo de 2007, pp. 38-41.

3 Del sermón «Jesus Entered», traducido al inglés en R. Schuermann, Wandering Joy, Great Barrin-gton (MA), Lindisfarne Books, 2001, p. 7.

4 Así, pues, ¿qué relación hay entre ese Salto a la Fe y la toma de postura ante asuntos políticos concretos? ¿Acaso no le queda a uno otro remedio que apoyar las posturas habituales de la izquierda liberal, con la salvedad de que «no son la Cosa Real», de que falta por dar el Gran Paso? Aquí está la clave: no, existen otras opciones. Aun cuando no parezca haber, dentro de la constelación existente, espacio para actos radicales de emancipación, el Salto a la Fe nos da la posibilidad de adoptar una actitud absolutamente clara e inquebrantable ante toda clase de alianzas estratégicas: permite romper el círculo vicioso del chantaje del liberalismo de izquierdas («si no nos votas, la derecha restringirá el aborto, aprobará leyes racistas…») y aprovechar una vieja idea de Marx, la de que los conservadores inteligentes a menudo ven más allá (y son más conscientes de los antagonismos del orden existente) que los progresistas liberales.

5 Véase T. Dufresne, Killing Freud: 20th Century Culture & the Death of Psychoanalysis, Londres, Continuum, 2004.

6 Le Livre noir du communisme, París, Robert Laffont, 1997 [ed. cast.: El libro negro del comunismo, trad. C. Vidal et al., Madrid, Espasa-Calpe, 1998].

7 Le Livre noir de la psychanalyse: vivre, penser et aller mieux sans Freud, París, Éditions Les Arènes, 2005.

8 Cita extraída de E. Aeschimann, «Mao en chair», Libération, 10 de enero de 2007.

9 F. Regnault, Notre objet a, París, Verdier, 2003, p. 17.

I

El estado de las cosas