Akal / Básica de Bolsillo / 131

Serie Clásicos de la literatura francesa

Jean-Jacques Rousseau

JULIA, O LA NUEVA ELOÍSA

Traducción: Pilar Ruiz Ortega

 

 

 

Julia, o la Nueva Eloísa o, como reza el subtítulo, Cartas de dos amantes que vivieron en una pequeña ciudad al pie de los Alpes, nos sumerge en un análisis profundo de los sentimientos: la pasión amorosa y el amor filial, el deber, el honor y la virtud, la amistad, la lealtad en el matrimonio…

A pesar de un Romanticismo incipiente, Rousseau no deja de ser el filósofo de la Ilustración, por lo que, junto a la historia de amor que nos relata, la presente obra, que conoció un enorme éxito en el momento de su publicación, en 1760, nos permite hacer un recorrido por su pensamiento y también por los usos y costumbres del siglo XVIII, desde las artes y las letras hasta la educación de los hijos, pasando por la moda en el vestir, el trabajo en el campo o el jardín paisajista.

 

Maqueta de portada

Sergio Ramírez

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RAG

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Prólogo

En abril de 1756, Rousseau, invitado por madame d’Épinay a su castillo de la Chevrette, se instala en el Ermitage, una casa de campo perteneciente al mismo castillo, al norte de París, no lejos de Montmorency. Después de haber vivido durante más de diez años la vida mundana de París, después de haber disfrutado de los salones y de la gloria, junto con los filósofos enciclopedistas, Rousseau se encuentra en un momento de crisis personal, se enfada con sus amigos y busca la calma que necesita para emprender una serie de obras. Trabaja en El contrato social, en el Emilio, en el Diccionario de música, escribe a Voltaire su Carta sobre la Providencia, etc., e inicia Julia, o la nueva Eloísa. Sus amigos le acusan de desertar y de simular, por sistema, un falso amor a la naturaleza. No es la primera vez que Jean-Jacques Rousseau aspira a la vida modesta y tranquila. Su carácter difícil, su timidez, su torpeza para desenvolverse en sociedad, fruto, tal vez, de su desclasamiento social, hacen que una y otra vez prefiera la vida sencilla de sus orígenes, y no la de la sociedad de su tiempo. Aún rodeado de amigos, reconocido y admirado, Rousseau pocas veces se siente feliz y su vida está llena de contradicciones; es un ir y venir incesante, y no sólo físicamente de Suiza a Francia, o mejor dicho de Ginebra a París, pasando por la región de Saboya, Alpes, etc., viajes que a menudo realiza a pie, sino que también su vida intelectual y de creencias se mueve en un incesante ir y venir de una religión a otra: protestantismo, catolicismo, religión natural, vuelta a sus orígenes de ciudadano protestante de Ginebra; austero y nada dado a la vida de sociedad y de gloria de la Francia de su época y del trato con los enciclopedistas y filósofos, vida que sin embargo lleva a lo largo de más de diez años. Acaba enfadándose con todo el mundo: con Voltaire, con Diderot en quien cree ver un reproche dirigido expresamente a él en su obra El hijo natural, viéndose acusado por haber abandonado a los hijos que tuvo con Thérèse Levasseur; se enfada también con el resto de los enciclopedistas, sin contar que nunca terminaron bien sus relaciones con las personas que le daban trabajo o protección. Por ejemplo, en sus primeros tiempos en casa del pastor protestante Lambercier, o como secretario del embajador en Venecia, relación que termina airadamente, o con Hume, filósofo inglés que le invita a su casa en Inglaterra y de donde regresará amargado y enfadado por el trato que, según él, recibe Thérèse Levasseur, su acompañante incondicional hasta su muerte, a la que él puede permitirse tratar como a una criada pero que no permite que los demás lo hagan. En cuanto a su relación con las mujeres, las contradicciones de Rousseau son manifiestas y él mismo las relata en sus Confesiones:

Costureras, doncellas, pequeñas tenderas no me tentaban en absoluto. Necesitaba «señoritas». Cada uno tiene sus fantasías; ésa ha sido siempre la mía […] No es, sin embargo, la vanidad de su estado y el rango lo que me atrae; es una tez mejor conservada, las manos más hermosas, un arreglo más gracioso, un aire de delicadeza y de limpieza en toda su persona, más gusto en la manera de estar y de expresarse, un vestido más fino y mejor hecho, un zapato más lindo, cintas, encajes, cabellos mejor peinados. Seguiría prefiriendo a la menos guapa si tuviera todo lo demás. Yo mismo encuentro esta preferencia muy ridícula, pero mi corazón la siente, muy a pesar mío (Confesiones, libro IV).

Creo que ningún hombre se atrevería a ser más sincero. Para llegar al origen de su relación con las mujeres, podemos excavar un poco en sus Confesiones, aunque como en todos los casos en los que los autores intentan una autobiografía, tenemos que saber leer entre líneas. La madre de Rousseau muere en el parto. Más tarde el mismo Jean-Jacques nos relata sus encuentros amorosos; pero es sobre todo madame de Warens la que le inicia en el amor. Madame de Warens recibía del rey de Cerdeña una subvención para socorrer a los nuevos conversos al catolicismo que venían de las zonas protestantes de Suiza o de Alemania. Y a casa de esta señora llega Rousseau, cuando un domingo de marzo de 1728, al regresar demasiado tarde a casa del grabador Ducommun, en donde trabajaba como aprendiz y que, según él, le trataba brutalmente, encuentra las puertas de la ciudad de Ginebra cerradas y decide huir. Convertirse al catolicismo era el modo de conseguir ayudas de la piadosa madame de Warens, que vivía en Annecy, y eso es lo que hace. En varias ocasiones regresa junto a ella, cuando viene y va de un trabajo a otro, todos ellos de lo más insatisfactorios: preceptor, lacayo, maestro y copista de música; hasta su último gran viaje a pie desde París a Chambery, en 1731. Madame de Warens, que había iniciado a Jean-Jacques en el amor, era de buena y antigua nobleza del Vaud. Pero, nos cuenta él mismo que, en los brazos de esa mujer, a la que él adoraba, encuentra una especie de invencible tristeza que envenenaba el placer y el encanto de su amor: «me sentía como si hubiera cometido un incesto». Más tarde, otra mujer de buena familia y muy jovial, madame de Larnage, le procura placer, y más que placer, y sin embargo Jean-Jacques seguía buscando, no habiéndolo encontrado, el verdadero amor:

Si lo que sentía por ella no era exactamente amor, era al menos una correspondencia tan tierna donde me lo testimoniaba, era una sensualidad tan ardiente en el placer, y una intimidad tan dulce en los encuentros, que tenía todo el encanto de la pasión sin llegar al delirio que nos trastorna y hace que no se sepa gozar. Yo no he sentido el amor verdadero más que una vez en mi vida, y no fue junto a ella (Confesiones, libro VI).

Habrá otras mujeres en la vida amorosa de Rousseau, pero contradictoriamente seguirá siempre unido a Thérèse Levasseur, sirvienta en una posada, buena mujer con quien tiene cinco hijos, todos ellos entregados a la asistencia pública. Ésta es la gran contradicción que seguimos viendo en Rousseau, hoy más aún que en su época. Rousseau, que escribe Julia (1761) y sobre todo Emilio (1762), que versa exclusivamente sobre la educación que se debe dar a los niños, abandona a los suyos propios. Pero en junio de 1756, en su apacible retiro del Ermitage, Rousseau, «bajo los sotos frescos, al canto del ruiseñor, al murmullo de los riachuelos», el Ciudadano de cuarenta y cuatro años, prematuramente envejecido por la enfermedad y por los tormentos de todo tipo, hacía esta triste retrospectiva sobre sí mismo:

¿Cómo puede ser que con sentidos tan ardientes, con un corazón lleno de amor, no haya podido, al menos una vez, arder en la llama del amor por un ser determinado? Devorado por la necesidad de amar sin jamás haberla satisfecho, me veía alcanzar las puertas de la vejez, y morir sin haber vivido (Confesiones, libro IX).

«Morir sin haber vivido»; eso es lo que Saint-Preux le escribe a Julia desde las montañas del Valais, en su primera separación:

Todos los buenos sentimientos, alimentados en la juventud con el amor, llenarían un día el inmenso vacío; en el seno de este pueblo feliz, y siguiendo su ejemplo, cumpliríamos con todos los deberes que nos exige la humanidad: nos uniríamos siempre para hacer el bien, y no moriríamos sin haber vivido (Primera parte, carta XXIII).

Entonces Rousseau, como hace desde su juventud, utiliza la creación literaria para desahogar estas vagas aspiraciones. Se trata de crear unos personajes de ficción en los que pudiera volcar esa necesidad de alimentar su corazón sensible, una especie de revancha contra la vida. Imagina esta vez a dos criaturas,

una morena y la otra rubia, una vivaz y la otra dulce, una prudente y la otra débil, pero de una debilidad tan conmovedora que la virtud parecía salir ganando. Di a una de las dos un amante, siendo la otra su tierna amiga e incluso algo más… Prendido de mis dos encantadoras modelos, me identifiqué con el amante y amigo lo más que me fue posible; pero le hice amable y joven, dándole además mis defectos y mis virtudes (Confesiones, libro IX).

Es entonces cuando la realidad sobrepasó a la ficción, y que la vida le regaló una cierta dicha que parecía un principio de novela: una tarde de tormenta, Sophie d’Houdetot, joven esposa del conde d’Houdetot, cuñada de madame d’Épinay, propietaria del Ermitage, vino a refugiarse en la casa de Rousseau, en medio del bosque:

El encuentro fue tan alegre, que a ella le gustó y parecía dispuesta a volver. Sin embargo, este proyecto no lo realizó hasta el año siguiente… en este viaje ella se presentó a caballo y vestida de hombre. Aunque no me gustan esta clase de mascaradas, me sorprendió el aire novelesco de ésta, y por esta vez, fue el amor (Confesiones, libro IX).

Sin embargo, el plan de Julia, o la nueva Eloísa estaba ya trazado y fijado antes de este encuentro, y Rousseau había compuesto ya algunas cartas para las últimas partes de la obra, aunque a Sophie d’Houdetot le escribiera cartas más ardientes aún que las de la novela. Y como en su novela, el hombre virtuoso cometió una falta: en un bosquecillo, a la luz de la luna, supo emocionar el corazón de la joven, que, sin embargo pertenecía a uno de sus amigos; él la besó, la tuvo largo tiempo entre sus brazos, pero, nos dice, «ella salió en medio de la noche de ese bosquecillo y de los brazos de su amigo, tan intacta, tan pura de cuerpo y de corazón como había entrado».

Entre las costumbres de la época, no es el marido el que pide explicaciones al nuevo amante, sino el amante habitual. En este caso, Saint-Lambert, que era el amante de Sophie, estaba entonces en el ejército. A su vez, también era amigo de Rousseau. Cuando supo lo que había pasado perdonó a Rousseau, pero todo había cambiado. Rousseau acabó por romper con sus amigos protectores, con madame d’Épinay, con Diderot; dejó el Ermitage en diciembre de 1757 por otro retiro que le ofrecían el mariscal y la mariscala de Luxemburgo. Allí redactó La carta a D’Alambert, ruptura pública con sus amigos enciclopedistas, y acabó La nueva Eloísa; envió el manuscrito, pasado a limpio, libro a libro, desde abril de 1759 a enero de 1760, a su impresor editor Marc-Michel Rey. El director de la Librairie, es decir, el jefe de la censura, Malesherbes, le hizo modificar muchos pasajes de la novela en los que abordaba con demasiada audacia los problemas políticos, sociales y sobre todo religiosos. Rousseau se resistió, pero acabó transigiendo.

La nueva Eloísa conoció desde su publicación, en 1761, un gran éxito. No era lo que los lectores de Rousseau estaban acostumbrados a leer, pero fue recibida con entusiasmo, tal vez porque la obra llegó justo a su tiempo, cuando en la sociedad había un ansia de una mayor expresión de los sentimientos y de la sensibilidad. En un siglo pobre en poesía, el lirismo de Rousseau era una avanzadilla del romanticismo del siglo siguiente.

La intriga de la obra es sencilla: como en el caso de Eloísa y Abelardo de la Edad Media, de ahí el título de la novela, Julia se enamora de su preceptor y viceversa lo que da lugar a interminables cartas entre los dos amantes, en las que Rousseau podía dar rienda suelta a su lirismo y pasión, podía desmenuzar los sentimientos, compaginar éstos con la virtud y el honor, hacer un canto a la vida sencilla, al amor a la naturaleza, etc. Pero no sólo eso; Rousseau no deja de ser el filósofo y el austero ciudadano de Ginebra, y rodea a los personajes principales de otros que le permiten abordar los temas más diversos. En realidad todos los temas rousseaunianos están reflejados en la obra: sociedad, política, religión, moral, educación, las artes en todas sus vertientes, desde la arquitectura a la música, y otros temas aparentemente menos importantes como la jardinería, la cocina, los juegos o la moda en el vestir.

En los Prefacios que Rousseau unió a la novela, trata de explicarse ante sus lectores: «Las grandes ciudades necesitan espectáculos, y los pueblos corrompidos, novelas» (Primer prefacio).

Y en el segundo prefacio: «He cambiado de medio, pero no de objetivo. Cuando traté de hablar a los hombres, ellos no me oyeron; quizá hablando a los niños, me haré oír mejor».Y parece que lo consigue, ya que la novela logró ganar a un vasto público de hombres, mujeres y jóvenes, a toda una generación prerrevolucionaria, entusiasmada con la belleza de la historia de estos dos jóvenes amantes. Pero al mismo tiempo, los lectores de La nueva Eloísa sabían que no se enfrentaban a un puro entretenimiento, sino a las ideas profundas de su autor que exponía los problemas de su tiempo a la vez que la propia ficción. Julia, o la nueva Eloísa forma parte de la novela epistolar del siglo XVIII que se escribe en toda Europa, como por ejemplo:

Pamela o La Virtud Recompensada, publicada en 1740 en Inglaterra, de Samuel Richardson (1689-1761), y su segunda novela Clarisa o la Historia de una señorita (1747).

Cartas de una religiosa portuguesa, en 1669, atribuidas a la monja portuguesa Mariana Alcoforado, aunque más que una novela son cinco cartas de amor apasionado dirigidas al conde de Chamilly.

Las cuitas del joven Werther, de 1774, del germano Johann Wolfgang Goethe (1749-1832).

Las amistades peligrosas, de 1782, del francés Pierre Choderlos de Laclos (1741-1803)

Y ya en el siglo XIX, en 1802 Las últimas cartas de Jacobo Ortis, del italiano Niccolo Ugo Foscolo (1778-1827); y a mediados de siglo –1846– la primera obra del ruso Fëdor Mihajlovich Dostoyevski (1821-1881) Las pobres gentes, por citar algunas de las más importantes en cada uno de estos países de Europa.

El éxito fulgurante de Julia fue una sorpresa para el autor. Algunos de los lectores iniciaron con él una correspondencia en la que le expresaban lo que había representado para ellos la lectura de esta obra. Fue quizá la primera marejada de cartas de admiradores en la historia de la literatura, aunque parece que ya había ocurrido algo parecido en Inglaterra con la Pamela y la Clarisa de Richardson. Hay lectores que dicen haber modificado sus pautas de conducta sobre las bases morales de la obra, otros que no pueden pasar sin leerla varias veces. Los hay también quienes la critican y se escandalizan. Pero son más los que, entre sollozos, se sienten impresionados por esta historia de amor tan apasionada entre dos jóvenes cuyas diferencias sociales impiden que este amor pueda conducir al matrimonio. Se cuenta el caso de una dama de la alta sociedad que cogió el libro para distraerse mientras enganchaban su carroza para asistir a una cena, y que pasaron las horas sin que la dama reclamara el carruaje, hasta que, ya de madrugada, dio orden de desenganchar a los caballos y aún siguió leyendo La nueva Eloísa hasta el amanecer. O aquella otra, esta vez una burguesa, madame Grandet, según cuenta Stendhal en Lucien Leuwen en un tono de burla; se trata de la historia de esa sublime madame Grandet, mujer de banquero, que lanzaba gritos de horror al oír el título del Contrato social y, sin embargo, debía recurrir, a escondidas, en caso de disgustos amorosos o de vanidad herida a La nueva Eloísa:

Tuvo que recurrir a esas novelas contra las que desde hacía ocho años, madame Grandet despotricaba en su salón con frases moralizantes.

Toda la noche, madame Trublet, la doncella de confianza, se vio obligada a subir a la biblioteca, situada en el segundo piso, lo que le resultaba muy trabajoso. Traía una y otra vez sucesivamente varias novelas. Ninguna le gustaba, y finalmente, […] la sublime madame Grandet, que sentía horror por Rousseau, se vio obligada a recurrir a la nueva Eloísa.

O como el comerciante de La Rochelle, un tal Jean Ransom, lector apasionado de Rousseau, que lloraba de emoción en cada página, y que escribió abrumadoramente al autor, incorporando además las ideas de La nueva Eloísa en todos los actos de su vida: al establecerse como comerciante, al enamorarse, al contraer matrimonio y en la crianza y educación de sus hijos. O el caso de Marie-Anne Alissan de la Tour, que escribe a Rousseau ciento tres cartas a lo largo de quince años, y siempre a propósito de La nueva Eloísa. Exige que en sus cartas la llame Julia y que él sea el Saint-Preux de la ficción. Tienen incluso algunos encuentros en París. Esta mujer publicó esa correspondencia en 1803.

Julia, o la nueva Eloísa se convirtió en el gran best-seller del siglo, en la fuente más importante de la sensibilidad romántica. Esa sensibilidad, tal como aparece en las cartas, posiblemente se haya extinguido en la sociedad actual. Ningún lector moderno recorrería las cartas de La nueva Eloísa con el alma en vilo y hecho un mar de lágrimas. Pero el lector de hoy puede llevar a cabo en esta obra un recorrido por los temas rousseaunianos a través de una ficción que conserva además el lirismo y sobre todo el fino análisis de los sentimientos amorosos, la controversia entre la pasión, el deber y la virtud que dejará su huella en la literatura posterior. Es la puerta hacia una novela más personal, la novela confidencia, en la que la trama es menos importante que la observación de los sentimientos y de las actitudes, como en Stendhal, por ejemplo, y más tarde en Marcel Proust. Además, en este recorrido podemos pasearnos por el siglo XVIII, por los últimos años del Antiguo Régimen, y observar cómo se va forjando el pensamiento actual. Nos sorprenderemos con algunas de sus costumbres, no tanto por lo ajenas a nuestro mundo, sino porque nos seguimos pareciendo más a nuestros antepasados de lo que pensamos. Nos sorprenderemos, incluso, de esas estrategias de seducción, sobre todo en las primeras cartas, que siguen formando parte del sentimiento amoroso de todos los tiempos. Con Rousseau, hoy, seguimos admirando ese elogio de la vida natural y campestre, ese deseo de vivir en ciudades habitables y sencillas, en armonía con la naturaleza; gustamos del placer de los viajes, de las relaciones con los amigos, de la vida familiar que nos sirva de apoyo, casi como en esa pequeña sociedad de Clarens que nos da ejemplo de virtud, de igualdad y de bienestar, de tareas simples que llenen nuestra vida, sin olvidarnos de la pasión por las personas y por las cosas, para que, como dice nuestro protagonista, cuando llegue el momento, «no morir sin haber vivido».

Pilar Ruiz Ortega

Madrid, enero de 2007

Julia, o la nueva Eloísa

Cartas de dos amantes que vivieron en una pequeña ciudad al pie de los Alpes, recogidas y publicadas por Jean-Jacques Rousseau.

«Non la connobe il mondo, mentre l’ebbe: Connobill’ io ch’ a
pianger qui rimasi.»
[1]

Petrarca

[1] «El mundo la poseyó sin conocerla, y yo, que la conocí, estoy aquí llorándola.»

Prefacio

Las grandes ciudades necesitan espectáculos y los pueblos corrompidos, novelas. He visto las costumbres de mi época y he publicado estas cartas. ¡Ojalá hubiese vivido en un siglo en el que hubiera debido echarlas al fuego! Aunque aquí no aparezco sino bajo el título de editor, yo mismo he trabajado en este libro, y no lo oculto. ¿Lo he hecho todo, y la correspondencia entera es una ficción? Lectores del mundo: ¿qué os importa? Para vosotros es ciertamente una ficción.

Todo hombre honrado debe responder de los libros que publica. Pongo mi nombre, pues, encabezando esta colección de cartas, no para apropiármela, sino para responder por ellas. Si en ello hay algún mal, que se me impute; si hay algún bien, no espero honores. Si el libro es malo, me siento obligado, pues, a reconocerlo: no quiero pasar por alguien mejor de lo que en realidad soy.

En cuanto a la verdad de los hechos declaro que, habiendo estado varias veces en la tierra de los dos amantes, nunca oí hablar ni del barón d’Étange ni de su hija, ni de monsieur d’Orbe, ni de milord Edward Bomston ni de monsieur de Wolmar.

Advierto, además, que la topografía está notablemente cambiada en varios lugares, bien para confundir al lector, o bien porque el autor no conocía el lugar. Esto es todo lo que puedo decir. Que cada uno piense como le plazca.

Este libro no está hecho para circular por el mundo, y sólo es adecuado para unos pocos lectores. El estilo repelerá a la gente de buen gusto; el tema alarmará a la gente seria; todos los sentimientos parecerán antinaturales para quienes no tengan fe en la virtud.

Debe desagradar a los devotos, a los libertinos, a los filósofos; debe chocar a las damas cortesanas y escandalizar a las mujeres honradas. Así pues, ¿a quién gustará? Quizá sólo a mí. Pero es seguro que gustará con pasión o disgustará del todo; pero nunca gustará o disgustará a medias.

Quien quiera que se decida a leer estas cartas debe armarse de paciencia para soportar las faltas de lenguaje, el estilo enfático y soso, los pensamientos vulgares manifestados en términos pomposos; diré por adelantado que los que escriben las cartas no son franceses, ni gente erudita, ni académicos, ni filósofos; sino que son provincianos, extranjeros, solitarios, jóvenes, casi niños, que, en su imaginación novelesca, toman por filosofía los honrados delirios de su cerebro.

¿Por qué no me atrevo a decir lo que pienso? Estas cartas, con su tono gótico, convienen a las mujeres más que los libros de filosofía. Pueden, incluso, ser útiles a aquellas que, aun llevando una vida desordenada, han conservado algún amor por la honestidad.

En cuanto a las jóvenes, es otra cosa. Nunca las jóvenes honestas han leído novelas, y a este libro le he puesto un título lo bastante claro como para que, al abrirlo, uno sepa a qué atenerse. Aquella que, a pesar del título, se atreva a leer una sola página, será una joven perdida; pero que no se le impute al libro esta perdición, el mal estaba ya hecho. Puesto que lo comenzó, que lo acabe de leer: ya no arriesga nada.

Pero si un hombre austero, al hojear el libro, se siente asqueado desde el principio, tira el libro con rabia y se indigna contra el editor, no me quejaré en absoluto de su injusticia; en su lugar, yo hubiera hecho lo mismo. Pero si, después de haberlo leído por completo, alguien se atreve a censurarme por haberlo publicado, que lo diga, si quiere, a todo el mundo; pero que no venga a decírmelo a mí; me parece que no podría, en toda mi vida, estimar a ese hombre.

Primera parte

Carta I, a Julia

Tengo que alejarme de usted, mademoiselle d’Étange, lo sé muy bien: tendría que haberlo hecho antes; o mejor, tendría que no haberla visto nunca. Pero, ¿qué puedo hacer ahora? ¿Y cómo hacerlo? Usted que me prometió amistad, vea mi confusión y aconséjeme.

Sabe que entré en su casa por la invitación de su señora madre. Sabiendo que yo había cultivado algún talento agradable, creyó que yo no sería inútil para la educación de su adorada hija, en un lugar tan desprovisto de maestros. Engreído a mi vez, por poder adornar con algunas flores una naturaleza tan bella, me atreví a encargarme de este peligroso cometido, sin prever el peligro, o al menos sin temerlo.

No le diré que empiezo a pagar caro el precio de mi temeridad: espero no olvidar nunca que no debo decirle nada que no sea conveniente, y que debo guardar el respeto debido a su forma de vida, aún más que a su nacimiento y a sus encantos. Si sufro, tengo al menos el consuelo de sufrir solo; y no querría una felicidad para mí, a costa de la de usted.

Sin embargo, la veo a diario y me doy cuenta de que, sin que usted lo piense, agrava inocentemente el daño que me hace, daño que usted no puede lamentar ya que, aparentemente, lo ignora. Sé, es cierto, el partido que en tales casos dicta la prudencia cuando falta la esperanza; y yo me hubiera esforzado en tomar ese partido si pudiera hacer coincidir, en esta ocasión, la prudencia con la honradez; pero ¿cómo retirarme decentemente de una casa, cuya entrada me fue ofrecida por la misma dueña, en la que se me colma de bondades, y en la que se piensa que soy útil a quien más quiere ella en el mundo? ¿Cómo quitar a tan tierna madre el placer de poder sorprender agradablemente a su esposo con los progresos en los estudios de su hija, y que ella le oculta precisamente con este fin? ¿Tendré que dejar la casa de una manera descortés, sin decirle nada? ¿Tendré que declarar la causa de mi marcha? ¿Y no se sentiría ofendida por esa confesión de parte de un hombre cuyo nacimiento y cuya fortuna no le permiten aspirar a usted?

No veo, mademoiselle d’Étange, más que un modo de salir de este compromiso en el que me encuentro; y es que la mano que me ahoga, me salve; que mi pena y mi falta me vengan de usted; y que, al menos por piedad, se digne usted impedir mi presencia. Muestre esta carta a sus padres, haga que me cierren sus puertas, expúlseme como le plazca; puedo soportarlo todo si me viene de su mano, pero no puedo alejarme, por mí mismo, de usted.

¡Echarme usted! ¡Alejarme yo! ¿Y por qué? ¿Por qué es un crimen ser sensible a sus méritos, y amar lo que es digno de ser amado? No, hermosa Julia; aunque sus atractivos hubieran deslumbrado mis ojos, jamás hubieran extraviado mi corazón sin ese atractivo más poderoso que le da vida. Es esa admirable unión de una sensibilidad tan viva con una tan inalterable dulzura. Es ese fervor tan dulce hacia los males del prójimo; es ese juicio justo y ese gusto exquisito cuya pureza extraen del alma misma; es, en una palabra, la seducción de los sentimientos más que la seducción de la persona, lo que adoro en usted. Consiento en que uno pueda imaginarla a usted más bella aún; pero más amable y más digna del corazón de un hombre honrado, no, Julia, eso no es posible.

A veces me atrevo a jactarme de que es el cielo quien ha puesto una secreta conformidad en nuestros afectos, así como la ha puesto en nuestros gustos y en nuestra edad. Siendo aún tan jóvenes, nada altera en nosotros las inclinaciones naturales, y todas ellas parecen concordarse en nosotros.

Antes de adoptar los uniformes prejuicios del mundo, tenemos maneras uniformes de sentir y de ver; ¿por qué no puedo imaginar en nuestros corazones el mismo acuerdo que veo en nuestros juicios?

Algunas veces nuestras miradas se encuentran; algunos suspiros se nos escapan al mismo tiempo, algunas lágrimas furtivas... ¡Oh, Julia! ¿Y si esta armonía nos viniera de más arriba... si el cielo nos hubiera destinado... toda la fuerza humana...? ¡Ah, perdón!... Me pierdo, me atrevo a tomar mis deseos por esperanzas, y esta ansia le da, al objeto mismo del deseo, la posibilidad que le falta.

Veo con espanto el tormento que se prepara en mi corazón. No busco recrearme en mi mal, me gustaría odiar este mal, si fuera posible. Juzgue la pureza de mis sentimientos por la gracia que vengo a implorarle. Apure, si puede, la fuente del veneno que me alimenta y que me mata. Sólo quiero curarme o morir, e imploro su rigor como un amante imploraría su bondad.

Sí, prometo, juro esforzarme por mi parte en recuperar mi razón o en concentrar en el fondo de mi alma la turbación que en ella siento nacer; pero, por piedad, aleje de mí esos dulces ojos que me dan la muerte; impida que los míos vean sus gestos, su aspecto, sus brazos, sus manos, sus rubios cabellos, sus movimientos; engañe a la ávida imprudencia de mis miradas; retenga esa voz divina y penetrante que sólo se oye con emoción; sea, ¡ay!, otra diferente a usted, para que mi corazón pueda volver en sí.

¿Puedo decírselo sin rodeos? En los juegos que la ociosidad de la velada engendra, usted se dedica delante de todo el mundo a crueles familiaridades conmigo; no tiene ninguna reserva.

Ayer mismo, para castigarme, por poco si me deja que le diera un beso: se resistió débilmente. Menos mal que yo no insistí demasiado. Sentí, por mi creciente turbación, que iba a perderme y me detuve. ¡Ah! Si al menos hubiera podido saborearlo a gusto, ese beso hubiera sido mi último suspiro y hubiera muerto como el más feliz de los hombres. Por caridad, dejemos esos juegos que pueden tener funestas consecuencias. No, no hay uno que no tenga su peligro, hasta el más pueril de todos. Temo siempre encontrarme, sin querer, con su mano y no sé qué sucede que la encuentro siempre. Apenas su mano roza la mía un escalofrío me invade; el juego me produce fiebre o más bien delirio: no veo nada; no siento nada; y, en ese momento de alienación, ¿qué decir?, ¿dónde esconderme?, ¿cómo responder de mí?

Durante mis lecturas, otro inconveniente. Si la veo un instante sin su madre o sin su prima, usted cambia de repente de actitud: tan seria, tan fría, tan distante, que el respeto y el miedo a desagradarle me quitan mi presencia de ánimo, mi capacidad de juicio, y apenas si balbuceo, temblando, algunas palabras de la lección, que, a pesar de toda su sagacidad, apenas si puede llegar a entenderme. Así, este comportamiento variable que usted tiene se torna en perjuicio para ambos; por una parte, me disgusta; y por otra, usted tampoco se instruye, sin que yo pueda entender qué motivo hace cambiar el humor de una persona tan razonable. ¿Puedo preguntarle cómo puede usted ser tan juguetona en público, y tan seria en privado? Pensaba que debería ser al contrario y que sería preciso guardar la compostura en proporción al número de espectadores. En lugar de eso, lo que veo, siempre con gran perplejidad por mi parte, es el tono ceremonioso en privado, y el tono familiar delante de todo el mundo: sea, por favor, más equilibrada; yo me sentiré, tal vez, menos atormentado.

Si la conmiseración, que es propia de las almas bien nacidas, puede conmoverse por el sufrimiento de un infortunado a quien usted ha testimoniado alguna estima, unos pequeños cambios en su conducta harían la situación de este hombre menos violenta y podría soportar más apaciblemente su silencio y su desgracia. Pero si, ni su cautela ni su estado de ánimo la conmueven y si usted quisiera usar de su derecho a perderle, puede hacerlo, que él no se quejaría: prefiere perecer por una orden que usted le dé, antes de que un impulso indiscreto le haga culpable ante sus ojos. En fin, ordene lo que ordene sobre mi destino, al menos no me reprocharé el haberme hecho ilusiones temerarias; y si ha leído esta carta, ya hizo todo lo que quería pedirle, aun cuando no tuviera miedo de que usted me rechazara.

Carta II, a Julia

¡Cómo me engañé en mi primera carta, mademoiselle d’Étange! En lugar de aliviar mis males no hice sino aumentarlos exponiéndome a caer en desgracia ante usted, y ya veo que lo peor de todo es desagradarla. Su silencio, su aspecto frío y reservado anuncia mi desgracia. Si usted ha atendido en parte a mi ruego, no es más que para castigarme mejor.

E poi ch’amor di me vi fece accorta,

Fur i biondi capelli allor velati,

E l’amoroso sguardo in se raccolto[1].

Usted oculta en público la inocente familiaridad de la cual yo cometí la locura de quejarme; pero en privado es aún más severa; y su ingeniosa severidad la ejecuta por igual tanto en lo que acepta como en lo que rechaza. ¡No puede imaginar cuán cruel es para mí esta frialdad!

Me castiga demasiado. ¡Con qué ansia quisiera volver al pasado y hacer que nunca hubiera leído esa carta! No; ante el temor de ofenderla más, ahora no escribiría ésta, si no hubiera escrito antes la primera, y no quiero redoblar mi culpa, sino repararla. ¿Es necesario que diga para calmarla que yo mismo me equivocaba? ¿Es necesario que diga que no era amor lo que sentía por usted? Yo... ¡pronunciaré ese odioso perjurio! Mi corazón, que es suyo, ¿es digno de una tal mentira? ¡Ah! Seré desgraciado si es preciso; pero aunque haya sido temerario, no voy a ser ni mentiroso ni cobarde, y el crimen que mi corazón ha cometido, mi pluma no puede negarlo.

Presiento el peso de su indignación y espero sus últimos efectos como una gracia que usted me concede a falta de cualquier otra; el fuego que me consume merece ser castigado pero no menospreciado. Por piedad, no me abandone a mi propia suerte; dígnese, al menos, disponer de mi destino; manifieste su voluntad. Aun cuando usted osara echarme lejos de aquí, yo sólo sabría obedecer. ¿Me impone un silencio eterno? Sabría guardarlo. ¿Me expulsa usted de su presencia? Juro que no la vería más. ¿Me ordena usted morir? ¡Ah! No será lo más difícil. No hay ninguna orden de usted que yo no suscriba, salvo la de no amarla; incluso ésta obedecería, si me fuera posible... Cien veces al día me siento tentado de arrojarme a sus pies, de regarlos con mi llanto, de obtener así la muerte o el perdón. Pero un espanto mortal hiela este impulso; mis rodillas tiemblan y no me obedecen, las palabras expiran en mis labios y mi alma se siente insegura ante el temor de irritarla. ¿Hay en el mundo un destino más espantoso que el mío? Mi corazón siente cuán culpable es y no sabría dejar de serlo; el crimen y el remordimiento le perturban de igual modo; y sin saber cuál será mi destino fluctúo en una duda insoportable entre la esperanza y la clemencia, y el temor al castigo. Pero no espero nada, no tengo derecho a esperar nada. La única gracia que espero de usted, es la de apresurar mi suplicio. Satisfaga una justa venganza. ¿Es ser lo suficientemente desgraciado el verme reducido a reclamarla yo mismo? Castígueme, debe hacerlo; pero si no es despiadada, deje esa actitud fría y descontenta que me lleva a la desesperación: cuando se envía a un culpable a la muerte, ya no es necesario mostrarle, además, toda su cólera.

[1] «Y el amor, habiéndola hecho consciente, ocultó sus cabellos rubios, y recogió para sí sus miradas.»

Carta III, a Julia

No se impaciente usted, mademoiselle d’Étange; ésta es la última impertinencia que recibirá de mí. Cuando empecé a amarla, ¡qué lejos estaba de ver todos los males que se me avecinaban! Al principio sólo sentí el mal de un amor sin esperanza que la razón podría vencer con la ayuda del tiempo; conocí después un mal mayor, que fue el dolor por haberla desagradado; y ahora experimento el más cruel de todos, el sentimiento de sus propias penas. ¡Oh, Julia!, lo estoy viendo con amargura, mis quejas turban su descanso. Guarda un silencio invencible, pero todo revela a mi atento corazón sus secretas agonías. Sus ojos se ensombrecen, soñadores, fijos en el suelo; algunas miradas perdidas se le escapan hacia mí; sus vivos colores se marchitan; una extraña palidez cubre sus mejillas; la alegría se desvanece; una mortal tristeza la embarga; y no queda más que la permanente dulzura de su alma, que se mantiene inalterable gracias a su buen talante.

Sea sensibilidad, sea desdén, sea piedad por mis sentimientos, algo le afecta, lo veo; temo contribuir a aumentar su sufrimiento y este temor me aflige mucho más de lo que podía halagarme si viera renacer una posible esperanza; ya que, o me equivoco, o su felicidad me es más querida que la mía.

Sin embargo, volviendo a mí mismo, comienzo a darme cuenta de cuán mal había juzgado a mi propio corazón, y veo demasiado tarde que, lo que tomé al principio como un delirio pasajero, será mi destino para toda la vida. El progresivo aumento de su tristeza es lo que también ha hecho aumentar mi mal. Nunca, no, nunca el fuego de su mirada, el resplandor de su tez, la ternura de su alma, toda la gracia de su antigua alegría, hubiesen producido un efecto semejante al de su abatimiento. No dude, Julia adorada, si pudiese usted ver qué fuego ha encendido en mi alma en estos ocho días de decaimiento, se lamentaría usted misma del daño que me causa. Es un mal sin remedio, y siento, desesperadamente, que el fuego que me consume no se extinguirá hasta mi tumba.

No importa; quien no puede ser feliz, puede, al menos, merecer serlo, y yo sabré forzarla a estimar a un hombre a quien usted no se ha dignado dar la mínima respuesta. Soy joven y puedo merecer un día la consideración de la que ahora no soy digno.

Mientras tanto, tengo que devolverle la calma que yo he perdido para siempre, y que le robo a usted aun a mi pesar. Es justo que caiga sobre mí el castigo del crimen del que solamente yo soy culpable. Adiós, mi más querida Julia; viva tranquila, recupere su alegría; desde mañana, no me volverá a ver. Pero esté segura de que el amor ardiente y puro en el que me abraso, no se apagará en toda mi vida; de que mi corazón, lleno de tan digno cometido, ya no sabrá envilecerse; esté segura de que, desde ahora, mi corazón repartirá su adoración entre usted y la virtud, y de que nadie verá, nunca más, profanar con otras pasiones el altar en el que Julia fue adorada.

PRIMERA ESQUELA DE JULIA

No se lleve la opinión de haber hecho necesario su alejamiento. Un corazón virtuoso sabría dominarse o callar y sería tal vez temible. Pero usted... usted puede quedarse.

RESPUESTA

Me callé durante mucho tiempo; su frialdad me hizo hablar, al fin. Si uno puede dominarse por virtud, no soporta en absoluto el desprecio de quien ama. Tengo que marcharme.

SEGUNDA ESQUELA DE JULIA

No, señor, después de lo que parece sentir, después de lo que se ha atrevido a decir, un hombre tal como usted aparenta ser, no se va; hace algo más.

RESPUESTA

No he aparentado más que una pasión moderada en un corazón desesperado. Mañana estará contenta, y, piense usted lo que piense, habré hecho menos que marcharme.

TERCERA ESQUELA DE JULIA

¡Insensato, si en algo aprecias mi vida no atentes contra la tuya! Estoy atormentada, y no puedo ni hablarle ni escribirle hasta mañana. Espere.

Carta IV, de Julia

¡Tengo que confesar al fin ese fatal secreto tan mal disimulado hasta ahora! ¡Cuántas veces juré que no saldría de mi corazón, sino con mi vida! Pero la tuya en peligro me lo arranca; se me escapa, y mi honor está perdido. ¡Ay de mí! Mantuve mi palabra mucho tiempo; ¿hay una muerte más cruel que la de sobrevivir al honor? ¿Qué decir? ¿Cómo romper tan penoso silencio? O más bien, ¿no he dicho ya todo? Y tú, ¿no me has oído ya demasiado? ¡Ah, demasiado has visto para no adivinar el resto! Arrastrada poco a poco hacia la trampa de un vil seductor, veo, sin poder detenerme, el terrible precipicio al que me dirijo. ¡Hombre lleno de artificios! Es mi amor el que te hace audaz, no el tuyo. Viendo el extravío de mi corazón, te vales de ello para perderme; y cuando me haces digna de desprecio, me veo forzada también a despreciarte, y ése es el peor de mis males. ¡Ah, desgraciado! ¡Yo te estimaba y tú me deshonras! Créeme, si tu corazón estuviera hecho para gozar en paz de este triunfo, no lo hubiera conseguido nunca.

Lo sabes, tus remordimientos aumentarán; yo no sentía en mi alma inclinaciones al vicio. Amaba la modestia y la honestidad. Me gustaba nutrir esas virtudes con una vida sencilla y laboriosa. ¡De qué me han servido tantos esfuerzos, si el cielo los rechaza! Desde el primer día en el que tuve la desgracia de verte, sentí el veneno que corrompe mi razón y mis sentidos; lo sentí desde el primer momento, y, tus ojos, tus sentimientos, tus palabras, tu pluma criminal hacen este veneno cada día más mortal.

No escatimé nada para detener el avance de esta funesta pasión. Ante la imposibilidad de resistir quise evitar el ataque; tu acoso engañó a mi vana prudencia. Cien veces quise echarme a los pies de los autores de mis días, cien veces quise abrir mi culpable corazón; ellos no pueden conocer lo que me pasa; querrán aplicar remedios ordinarios para un mal desesperado: mi madre es débil y sin autoridad; conozco la inflexible severidad de mi padre, y no conseguiré más que perderme y deshonrarme, y no sólo a mí sino también a mi familia y a ti mismo. Mi amiga está ausente, mi hermano ya no está; no encuentro ningún protector en el mundo contra un enemigo que me acosa; en vano imploro al cielo: el cielo es sordo a las súplicas de los débiles. Todo fomenta el fuego que me devora; todo me deja abandonada a mí misma, o más bien, todo me entrega a ti; la naturaleza entera parece ser cómplice; todos mis esfuerzos son vanos, te adoro muy a pesar mío. ¿Cómo mi corazón, que no pudo resistir, aún empleando todas sus fuerzas, podrá ahora ceder a medias? ¿Cómo este corazón, que no sabe de disimulos, te ocultaría el resto de sus flaquezas? ¡Ah!, el primer paso, que es el más costoso, es el que no debía haber dado. ¡Cómo detendré ahora los siguientes! No, por este primer paso me siento arrastrada hacia el abismo, y tú podrás hacerme tan desgraciada como te plazca.

Tal es el espantoso estado en el que me encuentro, que no puedo recurrir más que a quien me ha vencido, y que, para preservarme de la perdición, has de ser tú el único que me defienda de mí misma; podría, lo sé, haber retrasado esta confesión; podría, por algún tiempo, disfrazar mi vergüenza y ceder gradualmente para aprender a imponerme a mí misma. ¡Vano intento que podría halagar mi amor propio, pero que no podría salvar mi virtud! ¡Ay!, demasiado sé, demasiado siento hacia donde conduce la primera falta, aunque no buscaba preparar mi ruina sino evitarla.

Sin embargo, si no eres el más despreciable de los hombres, si algún destello de virtud brilló en tu alma, si queda algún rastro de sentido del honor del que siempre me pareciste lleno, ¿puedo creerte tan vil como para abusar de la fatal confesión que me arrancó mi delirio? No, te conozco bien; sostendrás mi flaqueza, serás mi salvaguarda, protegerás mi persona contra mi propio corazón. Tus virtudes son el último refugio de mi inocencia; mi honor se confía al tuyo, no podrás conservar el uno sin el otro; ¡alma generosa! consérvalos; y, al menos por amor a ti mismo, dígnate tener piedad de mí.

¡Oh Dios! ¿No estoy ya bastante humillada? Te escribo de rodillas, baño esta carta con mis lágrimas; elevo a ti mis tímidas súplicas. Y no pienses sin embargo que ignoro que era yo quien debía recibirlas, y que, para hacerme obedecer, sólo tenía que haber sabido hacerme despreciable. Amigo mío, toma este vano dominio sobre mí, y déjame la honestidad: prefiero ser tu esclava y vivir inocente que comprar tu dependencia al precio de mi deshonor. Si te dignas escucharme, ¡cuánto amor, cuánto respeto podrás esperar de quien te debe el retorno a la vida! ¡Cuánta ternura en la dulce unión de dos almas puras! Dominados tus deseos, ellos serán la fuente de tu felicidad, y los placeres de los que goces serán placeres dignos del mismo cielo.

Creo, ansío, que un corazón que me pareció merecedor del afecto del mío, no desmienta la generosidad que de él espero; y aún más, si fuera tan cobarde como para abusar del extravío de mi corazón, el desprecio y la indignación me devolverían la razón perdida, porque yo no sería tan cobarde como para temer a un amante del que tendría que avergonzarme. Serás virtuoso o despreciado; seré respetada o me curaré de mi pasión. Ésta es la única esperanza que me queda antes de la esperanza de la muerte.

Carta V, a Julia

¡Poderes del cielo! Yo tenía un alma para el dolor, dadme otra para la dicha. Amor, vida del alma, ven a sostener la mía presta a desfallecer. Inexplicable ternura de la virtud, fuerza invencible de la voz amada, dicha, placeres, delirios, ¡qué punzantes son vuestros dardos! ¿Quién podrá resistir su herida? ¡Oh!, ¿cómo soportar el torrente de delicias que inunda mi corazón? ¿Cómo expiaré la zozobra causada a una temerosa amante? Julia... no. ¡Mi Julia de rodillas! ¡Mi Julia en llanto! ¡La que es digna de los honores del universo, suplicando a un hombre que la adora para que no la ultraje, para que no se deshonre a sí mismo! Si pudiera indignarme contra ti, lo haría; tus temores nos envilecen. Juzga mejor, hermosura divina y celestial, la naturaleza de tu poder. ¡Ah!, si adoro el encanto de tu persona, ¿no es sobre todo por la huella de esta alma sin tacha que la anima y cuya marca divina llevan todos tus rasgos? ¿Temes ceder a mis insistencias? Pero, ¿qué ataques puede temer la que cubre de respeto y honestidad todos los sentimientos que inspira? ¿Existe un hombre tan vil sobre la tierra que pueda ser temerario contigo?

Permite, permite que saboree la inesperada felicidad de ser amado... amado de quien... ¡Trono del mundo! ¡Cuán por debajo de mí te veo! Permite que relea mil veces esta adorada carta en la que tu amor y tus sentimientos están escritos con letras de fuego; en la que, a pesar del arrebato de un corazón inquieto, veo con delirio cómo en un alma honesta las pasiones más vivas conservan aún el carácter santo de la virtud. ¿Qué monstruo, después de haber leído tu conmovedora carta, podría abusar de tu situación y dar testimonio así del más profundo desprecio por sí mismo? No, amada mía, ten confianza en un amigo fiel que no está hecho para engañarte. Aunque mi razón se halle perdida para siempre, aunque la turbación de mis sentidos se acreciente a cada instante, tu persona es desde ahora para mí el más tierno, pero también el más sagrado tesoro con el que jamás mortal alguno fuera honrado. Mi pasión y mi amada conservarán juntas su inalterable pureza. Me estremeceré al posar mi mano en tu casto cuerpo como si de un vil incesto se tratara, y tu inviolable seguridad no estará más a salvo con tu padre que con tu amante ¡Oh, si alguna vez este feliz amante se olvidara un momento ante ti...! ¡El amante de Julia tendría un alma abyecta! No, cuando deje de amar la virtud también dejaré de amarte; ante mi primera bajeza, ya no quiero que me ames.