Akal / Básica de Bolsillo / 136

Fiódor Dostoievski

CRIMEN Y CASTIGO

Traducción: Sergio Hernández-Ranera

 

 

 

Con el fin de aliviar sus privaciones extremas, el cerebral joven Raskólnikov traza un plan aparentemente fácil de ejecutar: acabar a hachazos con una vieja usurera y hacerse con su dinero. Pero las cosas se tuercen desde el primer instante y la inesperada realidad superará a la ficción en un San Petersburgo cocido de puro bochorno donde los policías pueden entablar amistad con los asesinos, los borrachos filosofan sobre la depravación, las comidas de difuntos degeneran en choques transnacionales, y donde la redención del criminal puede llegar gracias al religioso amor de una desconocida prostituta. El sempiterno tema ético de si el fin justifica los medios queda planteado aquí de modo inusual. Fiódor Dostoievski compone esta brutal narración entre 1865 y 1866 bajo condiciones miserables y el resultado no puede ser más asombroso: siglo y medio después, Crimen y castigo continúa siendo una de las novelas más leídas del mundo, que ahora presentamos en una nueva traducción.

 

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Sergio Ramírez

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ISBN: 978-84-460-4554-0

Prólogo

A algunos quizá les resulte chocante que Rusia se ase de calor durante el verano. Otros, incluso, directamente no concebirán que San Petersburgo pueda ser una brasa candente en los primeros días de julio. Para todos ellos, gente desprevenida a causa de su gusto por la comodidad, esta novela pulverizará tales esquemas a base de dentelladas de realidad. Allí, en la Venecia del norte fundida por el calor estival, en el vasto país donde el frío primero te mata y el bochorno luego te remata, es donde el tormento de Dios firma esta mayúscula obra bajo el inmortal nombre de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881). No hay sosiego ni término medio en Crimen y castigo. Sólo hay (y ahí es nada) angustia, pasión y ni un segundo de tregua; exactamente igual a como aconteció en la vida del genial escritor y pensador ruso.

El autor, su obra y sus peripecias

Desde su irrupción con Pobres gentes (1846), escrita a la precoz edad de veinticinco años, Rusia tiene claro que cuenta con un nuevo genio de talla mundial. Fiódor Mijáilovich lleva ya la impronta de alguien criado en un ambiente familiar regido por un padre despótico y tiránico (no en vano sus propios siervos, hartos de tal crueldad, acabaron con él de forma violenta en cuanto pudieron), y también es alguien que pronto reniega de la profesión para la que fue instruido durante cinco años en una escuela militar de ingenieros. Lo que él quiere hacer es entregarse a la desmesura con la que concibe la existencia; su país (continente), el país de los extremos, y su personalidad (contenido), que está trufada de excesos, desmesuras y pasión, modelan el cocktail Mólotov con el que siempre dará tremendo y bizarro lustre a sus letras. Pero Dostoievski pronto se adentra por la senda más dura, y los primeros reveses vienen de la mano de la misma crítica que antes lo encumbrara por crear el primer atisbo de la novela social con Pobres gentes. El doble, su segunda obra, es fríamente recibida. No obstante, el prolífico ruso sigue incontenible: El señor Projachin, La patrona, Noches blancas, etc. Y entonces sobreviene el primer gran desastre. Por asistir a algunas reuniones de uno de los primeros círculos socialistas, cuyas ideas inicialmente gozaban de su simpatía por considerarlas una vuelta al cristianismo primitivo, Fiódor Mijáilovich es arrestado y recluido en la fortaleza de Piotr y Pavel en San Petersburgo. Meses después, la sentencia se hizo pública: pena de muerte. Inexorablemente, la gente «de ciencia» pensó que era un ataque contra la convivencia. Pero el violentísimo zar Nicolás I conmutó la pena en el último segundo (un delirio planeado de antemano en el que los redobles de tambor del pelotón de fusilamiento llegaron a resonar), y Dostoievski fue desterrado cuatro años a Siberia en régimen de reclusión y trabajos forzados. Es el 22 de diciembre de 1849.

Entonces ocurre lo impensable para cualquier otro ser humano. Pese a sufrir todo tipo de humillaciones y tratos vejatorios, Dostoievski sale del penal perfectamente curtido y listo para vivir «a tope». No sale de allí revestido de teflón, pues, muy al contrario, nada le resbala. Pero en el proceloso océano de los sufrimientos y las privaciones, Fiódor Mijáilovich Dostoievski nada a ritmo de récord del mundo. Y cuando bucea a profundidad abisal en esas mismas aguas, extrae incluso petróleo. Todavía no ha recuperado totalmente la libertad, pues aún debe cumplir pena sirviendo como soldado raso (él, ¡un ingeniero militar!) en un destacamento lejano junto a la frontera con China. Pero ya se le permite escribir... Para cuando corra el año 1859, su genio ya habrá producido un puñado de novelas sorprendentes: Apuntes sobre la casa muerta, La alquería de Stepanchikovo, etc. Y, sobre todo, su mente está poniendo en orden las atroces sensaciones vividas, moldeándolas en forma de argumentos; son las novelas eternas que habrían de conformar su artillería pesada, con sus típicos personajes de profunda caracterización psicológica, ya sea un depravado como el Svidrigailov de Crimen y castigo, el excelso príncipe quijotesco Mishkin de El idiota, o cualquiera de los hermanos Karamazov. En cualquier otra persona, semejante privación de libertad y dignidad significan la ruina total; basta pensar en la piltrafa a la que queda reducido Oscar Wilde tras sufrir prisión: su carrera se acaba. Sin embargo, para Dostoievski, la amarga experiencia sólo es el pistoletazo de salida. Y aunhay más.

Tras su confinamiento siberiano, sus ataques de epilepsia se redoblan en intensidad y frecuencia. Sorprendentemente, Fiódor Mijáilovich renuncia a tratarse la enfermedad y, como buen entusiasta del más tormentoso vicio, la disfruta al máximo; al parecer, en los momentos previos a los ataques, la sensación de placer y disfrute es tan intensa, la claridad de ideas e ingenio es tan cegadora, que no hay gozo en el mundo que la supere. Dostoievski se convierte en un yonqui de su propia enfermedad y, al igual que Edgar Allan Poe con sus problemas con la absenta, comienza a sacar de su dolencia un provecho impresionante. El par de segundos que anteceden a los accesos epilépticos es una eternidad en la que Fiódor Mijáilovich tiene tiempo tanto para flipar en colores, como para vislumbrar el desarrollo de todas sus obras. Se trata de un personalísimo síndrome de Stendhal, justo en el momento en que el propio Stendhal hablaba de ese goce supremo del arte que produce sensaciones inéditas, palpitaciones, sudoración, ansiedad, etc. En medio de este cúmulo de impresiones conoce a María Dmitrievna Isaieva, la bella viuda de un funcionario militar, la cual es testigo de un tremendo ataque en su misma noche de bodas, allá por 1857. Dos años después le llega la libertad definitiva y puede regresar a San Petersburgo. Se lanza a escribir para sobrevivir, lo cual en Dostoievski significa componer obras maestras a ritmo estresante; es decir, por entregas y a cuenta de anticipos. Así aparece Humillados y ofendidos. Aunque, injustamente, tampoco esta novela le reporta la tranquilidad necesaria. Pero los reveses y la penuria son una turbina de propulsión nuclear para la inspiración de este ruso eterno y, amén de seguir gestando nuevas historias, también plasma su pensamiento a través de los artículos escritos en una revista fundada por su hermano.

En 1862, Fiódor Mijáilovich Dostoievski viaja por primera vez a Europa occidental y visita Berlín, París, Florencia, Venecia, Ginebra, Londres y Viena. El desencanto que le produce esta parte del continente queda plasmado en «Notas de invierno sobre impresiones de verano», vitriólica crítica a las sociedades insensibles forjadas en la vorágine del materialismo y la industrialización salvaje. Su nacionalismo, ese que lo lleva a decir que Rusia será la salvación del mundo, que sólo Rusia posee la verdad y que los rusos no deben tratar de ser europeos, sino asiáticos, empieza a brotar irresistiblemente. Dostoievski ya adelanta la muy respetable idea de Dmitri Bíkov acerca de que el gigante euroasiático siempre ha ido en todo por delante de Occidente, incluso en degradación. Y como la degradación es una consecuencia de la depravación, ahí tenemos a nuestro Fiódor que, dos años después de realizar su primer viaje al extranjero, decide lanzarse a la arena cual maletilla con ganas de espontaneidad, y se marcha de viaje por Europa siguiendo el rastro irrenunciable de sus pasiones y vicios: una tal Apolinaria Suslova lo incita al desenfreno en París en una loca historia de pasión y, finalmente, desencuentros. Los cuidados paliativos que Fiódor Mijáilovich dedica entonces a su lacerado corazón, los aplica sobre los tapetes de las mesas de juego de las ciudades-ruleteras de Renania. Y pierde totalmente. No se puede pedir lógica a un pasional. Cuando por fin regresa a Rusia, perseguido por los acreedores, mal nutrido y suplicante de préstamos, encuentra a su esposa agonizante a causa de la tuberculosis. Su conciencia se ve entonces terriblemente azuzada por los sentimientos de culpabilidad y, como no podía ser de otro modo, todo este «mal rollo» cristaliza en la publicación en 1864 de Apuntes del subsuelo. Pero días después, el quince de abril, fallece su esposa. Y dos meses después, su propio hermano, de quien hereda una deuda de veinticinco mil rublos y una familia a quien atender. Son momentos extraordinariamente duros para él, algo difícilmente soportable en toda persona (la inmensa mayoría) que no sepa cincelar la pesada losa del sufrimiento extremo y, encima, tallar un diamante. Es la época en la que la novela que nos ocupa, un reconocidísimo clásico no ya de la literatura mundial, sino de allende el Sistema Solar, es escrita. Crimen y castigo es publicada por entregas entre 1865 y 1866 en la revista El mensajero ruso a golpe de míseros anticipos de ciento veinticinco rublos por página que en nada resuelven las enormes deudas contraídas por el juego y por la debacle de la empresa periodística de su hermano. Aunque la novela es un verdadero éxito de crítica y acogida popular desde la primera entrega, su editor Stellovski (que a la postre se forrará gracias a Crimen y castigo) exige a Fiódor Mijáilovich una obra más, y éste responde creando en menos de tres semanas la irreverente, demoledora y autobiográfica El jugador. Se la sabe de memoria, pero no tiene tiempo para escribirla, motivo por el que contrata a una joven taquígrafa de belleza recia y veintidós años de edad, Anna Grigorievna. Los plazos de entrega quedan así satisfechos. Fiódor Mijáilovich ha seguido fiel a su costumbre de satisfacer a quien le exige obras maestras en los momentos en que la miseria no le da cuartel. Y en medio del infernal ritmo que supone saber que tus libros ya tienen dueño antes de sentarte a escribirlos, Dostoievski aún tiene tiempo de ligar con Anna Grigorievna y de casarse con ella. Espectacular.

La pareja emprende ahora un nuevo viaje al oeste que habrá de durar cuatro años y en cuyo transcurso escribe El eterno marido, inquietante historia sobre la infidelidad conyugal. Primeramente, se pasan por las ciudades ribereñas del Rhin y por sus casinos. Como si gustara de validar su idea de que «sólo en el tormento aprendemos a amar la vida», Dostoievski se juega y pierde casi todo el dinero que tiene. Llega con lo puesto a Ginebra y nace allí su primera hija. Pero el bebé muere a los tres meses y el matrimonio se traslada a Florencia, donde en su mente toma forma la fantástica figura del príncipe Mishkin, el inolvidable protagonista de una las mejores novelas de la historia de la literatura: El idiota. Antes de volver a Rusia, entre 1871-1872 y siempre por fascículos, Dostoievski plasma sus veleidades políticas en Los demonios, enorme narración en la que exacerba su antioccidentalismo ridiculizando a los demócratas revolucionarios y reformistas de la época. Ya en su patria, y mientras trabaja por un tiempo como redactor-jefe en la revista El ciudadano, su prolífico espíritu elabora Diario de un escritor y El adolescente, que se convierten en grandes éxitos de librería. Cuando deja tal ocupación, Dostoievski se centra en una historia obsesiva incubada desde sus duros años en la katorga, el campo de trabajos forzados. Los hermanos Karamázov (1879) es su obra cumbre, la más profunda, la más exitosa. Es una historia donde un asesinato pone de relieve las imbricaciones de la culpabilidad general, la teología, la moral, la familia y el concepto religioso de que Rusia salvará a la Humanidad. Un año antes ha sido elegido miembro de la Academia de Ciencias, y en 1880 toma «al asalto» la tribuna de oradores en un gran acto público con motivo del primer centenario del nacimiento de Alexander Pushkin. En la plaza homónima de Moscú, Fiódor Mijáilovich Dostoievski hilvana un discurso arrollador sobre su tema favorito: la significación del hombre ruso. El autor literalmente «se sale» y la multitud, que lo ha escuchado hipnotizada y babeante durante toda su plática, jalea estruendosamente a su héroe al término de su alocución. El 28 de enero de 1881, muere.

¿Por qué hay que leer Crimen y castigo?

La respuesta a esta pregunta quizá sea la necesidad más perentoria de quien compre este libro. Cuando después de seiscientas páginas el lector haya llegado al final de la obra, tal vez piense que gustosamente hubiera pagado aún más dinero por ella y, sobre todo, que la pregunta es, sin duda alguna, incompleta. Más bien tendría que reformularse así: ¿por qué hay que leer cualquier cosa de Dostoievski que caiga en tus manos?

Pues porque Crimen y castigo es el producto de un genio cuyo mundo gira entre la muerte y la locura, porque Dostoievski era un tío que retornaba vivo de aquellos tenebrosos mundos (sus ataques) directamente para escribir historias que también puedan ser devoradas por la juventud del siglo xxi. Y porque Fiódor Mijáilovich Dostoievski ha sido el escritor que ha compuesto los análisis psicológicos más audaces, las caracterizaciones psicológicas más gloriosas. Porque sólo él puede presentar a un juez de instrucción encargado de un caso de asesinato (Zamétov, cuya raíz en ruso significa «observar»), quien se hace amigo del asesino, cosa que siempre chocó en el mundo anglosajón. En un mundo dominado en la actualidad por locos de remate que quebrantan diariamente la vida y los derechos humanos de millones de personas en nombre de la sacrosanta democracia, el genio de Dostoievski, imbuido por la fe, ciento cincuenta años atrás nos dice aquí, a través de su protagonista Raskólnikov: «Dios no permite semejantes horrores, pero permite otros. Tal vez no haya Dios». Este personaje, Raskólnikov (raskólnik en ruso significa apóstata), defiende que él no es un asesino por haber matado y robado a una vieja usurera. ¿Quién está más loco y es más asesino? ¿Él, que sólo quiere hacerse con tres mil rublos para labrarse un porvenir digno y huir del hambre que lo consume, o el admirado Napoleón (un Bush más brillante) que no duda en machacar a todos con tal de «hacer avanzar a la Humanidad»? Raskólnikov admite ser un canalla, pero no desea tal condición para los demás...

La angustia y el horror que Dostoievski nos brinda en Crimen y castigo caminan de la mano del entusiasmo con el que únicamente puede leerse toda su producción literaria. Como Rusia, ésta no puede comprenderse con la razón, sino con fe... Es el mismo enfoque con el que los más acerados se resistieron a ser evacuados de una infernal New Orleans anegada por las aguas huracanadas del Katrina en 2005 y arrasada por los saqueos... Las cámaras de televisión mostraron entonces al desgreñado propietario de una tienda de comestibles y licores, un excombatiente de la guerra de Vietnam de cara ajada por el espanto de su juventud, quien ardiente de puro estoicismo se atrincheró rifle en mano junto a su tienda y pertenencias. Recostado sobre un taburete, en la otra mano sostenía pacientemente un libro abierto por la mitad que le estaba gustando y con el que podría capear otro temporal más: The idiot.

Dicen que las grandes obras pueden conformar el espíritu nacional de un pueblo. En un país quijotesco como el nuestro, esto no es algo especialmente difícil de entender. No sé mucho de antropología, pero sí algo de atletismo, cosa que, a su modo, es también una manifestación antropológica. Y reparando en Dostoievski, quien nos sugiere que la vida es sufrimiento y afirma que sólo sufriendo se puede amar la vida, quizá se pueda entender por qué en los últimos metros de las agónicas pruebas de velocidad sostenida y semifondo, cuando la derrota anaeróbica colapsa de manera insoportable al cuerpo humano y le hace sufrir náuseas, mareos y calambres; cuando la meta que ya se vislumbra cercana sigue pareciendo remota mientras encarna gloriosamente el aura que definiera el gran Walter Benjamin y que, a la postre, convierte al atleta en obra de arte a punto de fundirse en el esplendor de esa lejanía cercana; cuando ese último esfuerzo transporta lo que queda de mente a un estado similar a lo que debió experimentar Fiódor Mijáilovich en sus penosos accesos; y cuando el dolor es la única sensación por la que uno tiene conciencia de que existe, quizá se pueda comprender, digo, por qué siempre habrá una atleta rusa capturando la presea de oro. Tal es la vigencia inconsciente de Dostoievski, quien en la meta del dolor, escribe como corría Zatopek: agónico, pero inabordable.

Sergio Hdez.-Ranera