(DOS HISTORIAS AMOROSAS)
MADRID
V. PRIETO Y COMPAÑÍA, EDITORES
Pontejos, número 8.
1911
Es propiedad.
Queda hecho el depósito
que marca la ley.
Establecimiento tipográfico, Campomanes, 4.
INSOLACIÓN I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, |
MORRIÑA I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, EPILOGO |
LA primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño, fué un dolor como si la barrenasen las sienes de parte á parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las arterias, y el cuerpo declaraba á gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de la cama, no estaba él para valentías tales.
Suspiró la señora; dió una vuelta, convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís exclamó con voz ronca y debilitada:
—Menos abierto... Muy poco... Así.
—¿Cómo le va, señorita?—preguntó muy solícita la Angela (por mal nombre Diabla).—¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
—Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.
—¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?
—Clavada... A ver si me traes una taza de tila...
—¿Muy cargada, señorita?
—Regular...
—Voy volando.
Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara á la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batista en aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.
De tiempo en tiempo exhalaba un gemido sordo.
En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria de la Casa de la Moneda, pues no recordaba aturdimiento como el presente, sino el que había experimentado al visitar la fábrica de dinero y salir medio loca de las salas de acuñación.
Entonces, lo mismo que ahora, se le figuraba que una legión de enemigos se divertía en pegarla tenazazos en los sesos y devanarla con argadillos candentes la masa encefálica.
Además, notaba cierta trepidación allá dentro, igual que si la cama fuese una hamaca, y á cada balance se le amontonase el estómago y le metiesen en prensa el corazón.
La tila. Calentita, muy bien hecha. Asís se incorporó, sujetando la cabeza y apretándose las sienes con los dedos. Al acercar la cucharilla á los labios, náuseas reales y efectivas.
—Hija... está hirviendo... Abrasa. ¡Ay! Sosténme un poco, por los hombros. ¡Así!
Era la Diabla una chica despabilada, lista como una pimienta: una luguesa que no le cedía el paso á la andaluza más ladina. Miró á su ama guiñando un poco los ojos, y dijo compungidísima al parecer:
—Señorita... Vaya por Dios. ¿Se encuentra peor? Lo que tiene no es sino eso que le dicen allá en nuestra tierra un soleado... Ayer se caían los pájaros de calor, y V. fuera todo el santo día...
—Eso será...,—afirmó la dama.
—¿Quiere que vaya enseguidita á avisar al señor de Sánchez del Abrojo?
—No seas tonta... No es cosa para andar fastidiando al médico. Un meneo á la taza. Múdala á ese vaso...
Con un par de trasegaduras de vaso á taza y viceversa, quedó potable la tila. Asís se la embocó, y al punto se volvió hacia la pared.
—Quiero dormir... No almuerzo... Almorzad vosotros... Si vienen visitas, que he salido... Atenderás por si llamo.
Hablaba la dama sorda y opacamente, de mal talante, como aquel que no está para bromas y tiene igualmente desazonados el cuerpo y el espíritu.
Se retiró por fin la doncella, y al verse sola, Asís suspiró más profundo y alzó otra vez las sábanas, quedándose acurrucada en una concha de tela. Se arregló los pliegues del camisón, procurando que la cubriese hasta los piés; echó atrás la madeja del pelo revuelto, empapado en sudor y áspero de polvo, y luego permaneció quietecita, con síntomas de alivio y aun de bienestar físico producido por la infusión calmante.
La jaqueca, que ya se sabe cómo es de caprichosa y maniática, se había marchado por la posta desde que llegara al estómago la taza de tila; la calentura cedía, y las bascas iban aplacándose... Sí, lo que es el cuerpo se encontraba mejor, infinitamente mejor; pero, ¿y el alma? ¿Qué procesión le andaba por dentro á la señora?
No cabe duda: si hay una hora del día en que la conciencia goza todos sus fueros, es la del despertar. Se distingue muy bien de colores después del descanso nocturno y el paréntesis del sueño. Ambiciones y deseos, afectos y rencores se han desvanecido entre una especie de niebla; faltan las excitaciones de la vida exterior; y así como después de un largo viaje parece que la ciudad de donde salimos hace tiempo no existe realmente, al despertar suele figurársenos que las fiebres y cuidados de la víspera se han ido en humo y ya no volverán á acosarnos nunca. Es la cama una especie de celda donde se medita y hace examen de conciencia, tanto mejor cuanto que se está muy á gusto, y ni la luz ni el ruido distraen. Grandes dolores de corazón y propósitos de la enmienda suelen quedarse entre las mantas.
Unas miajas de todo esto sentía la señora; sólo que á sus demás impresiones sobrepujaba la del asombro.—«¿Pero es de veras? ¿Pero me ha pasado eso? Señor Dios de los ejércitos, ¿lo he soñado ó no? Sácame de esta duda.»—Y aunque Dios no se tomaba el trabajo de responder negando ó afirmando, aquello que reside en algún rincón de nuestro ser moral y nos habla tan categóricamente como pudiera hacerlo una voz divina, contestaba:—«Grandísima hipócrita, bien sabes tú como fué: no me preguntes, que te diré algo que te escueza.»
—Tiene razón la Diabla: ayer atrapé un soleado y para mí, el sol... matarme. ¡Este chicharrero de Madrid! ¡El veranito y su alma! Bien empleado, por meterme en avisperos. A estas horas debía yo andar por mi tierra...
Doña Francisca Taboada se quedó un poquitín más tranquila desde que pudo echarle la culpa al sol. A buen seguro que el astro-rey dijese esta boca es mía protestando, pues aunque está menos acostumbrado á las acusaciones de galeotismo que la luna, es de presumir que las acoja con igual impasibilidad é indiferencia.
—De todos modos—arguyó la voz inflexible,—confiesa, Asís, que si no hubieses tomado más que sol... Vamos, á mí no me vengas tú con historias, que ya sabes que nos conocemos... ¡como que andamos juntos hace la friolera de treinta y dos abriles! Nada, aquí no valen subterfugios... Y tampoco sirve alegar que si fué inesperado, que si parece mentira, que si patatín, que si patatán... Hija de mi corazón, lo que no sucede en un año sucede en un día. No hay que darle vueltas. Tú has sido hasta la presente una señora intachable; bien; una perfecta viuda; conformes; te has llevado en peso tus dos añitos de luto (cosa tanto más meritoria cuanto que, seamos francos, últimamente ya necesitabas alguna virtud para querer á tu tío, esposo y señor natural, el insigne marqués de Andrade, con sus bigotes pintados y sus achaques, fístulas ó lo que fuesen); á pesar de tu genio animado y tu afición á las diversiones, en veinticuatro meses no se te ha visto el pelo sino en la iglesia ó en casa de tus amigas íntimas; convenido; has consagrado largas horas al cuidado de tu niña y eres madre cariñosa; nadie lo niega; te has propuesto siempre portarte como una señora, disfrutar de tu posición y tu independencia, no meterte en líos ni hacer contrabando; lo reconozco; pero... ¿qué quieres, mujer? te descuidaste un minuto, incurriste en una chiquillada (porque fué una chiquillada, pero chiquillada del género atroz, convéncete de ello) y por cuanto viene el demonio y la enreda y te encuentras de patitas en la gran trapisonda... No andemos con sol por aquí y calor por allá. Disculpas de mal pagador. Te falta hasta la excusa vulgar, la del cariñito y la pasioncilla... Nada, chica, nada. Un pecado gordo en frío, sin circunstancias atenuantes y con ribetes de desliz chabacano. ¡Te luciste!
Ante estos argumentos irrefutables cedía la acción bienhechora de la tila, y Asís iba experimentando otra vez terrible desasosiego y sofoco. El barreno que antes le taladraba la sien, se había vuelto sacacorchos, y haciendo hincapié en el occipucio, parecía que enganchaba los sesos á fin de arrancarlos igual que el tapón de una botella. Ardía la cama y también el cuerpo de la culpable, que, como un San Lorenzo en sus parrillas, daba vueltas y más vueltas en busca de rincones frescos, al borde del colchón. Convencida de que todo abrasaba igualmente, Asís brincó de la cama abajo, y blanca y silenciosa como un fantasma entre la penumbra de la alcoba, se dirigió al lavabo, torció el grifo del depósito, y con las yemas de los dedos empapadas en agua, se humedeció frente, mejillas y nariz; luego se refrescó la boca, y por último se bañó los párpados largamente, con fruición; hecho lo cual, creyó sentir que se le despejaban las ideas y que la punta del barreno se retiraba poquito á poco de los sesos. ¡Ay, qué alivio tan rico! A la cama, á la cama otra vez, á cerrar los ojos, estarse quietecita y callada y sin pensar en cosa ninguna...
Sí, á buena parte. ¿No pensar dijiste? Cuanto más se aquietaban los zumbidos y los latidos, y la jaqueca y la calentura, más nítidos y agudos eran los recuerdos, más activas y endiabladas las cavilaciones.
—Si yo pudiese rezar—discurrió Asís.—No hay para esto de conciliar el sueño como repetir una misma oración de carretilla.
Intentólo en efecto; mas si por un lado era soporífera la operación, por otro agravaba las inquietudes y resquemores íntimos de la señora. Bonito se pondría el Padre Urdax cuando tocasen á confesarse de aquella cosa inaudita y estupenda. ¡Él, que tanto se atufaba por menudencias de escotes, infracciones de ayuno, asistencia á saraos en cuaresma, mermas de misa y otros pecadillos que trae consigo la vida mundana en la corte! ¿Qué circunloquios serían más adecuados para atenuar la primer impresión de espanto y la primer filípica? Sí, sí ¡circunloquios al Padre Urdax! ¡Él, que lo preguntaba todo derecho y claro, sin pararse en vergüenzas ni en reticencias! ¡Con aquel geniazo de pólvora y aquella manga estrechita que gastaba! Si al menos permitiese explicar la cosa desde un principio, bien explicada, con todas las aclaraciones y notas precisas para que se viese la fatalidad, la serie de circunstancias que... Pero, ¿quién se atreve á hacer mérito de ciertas disculpas ante un jesuíta tan duro de pelar y tan largo de entendederas? Esos señores quieren que todo sea virtud á raja tabla, y no entienden de componendas ni de excusas. Antes parece que se les tachaba de tolerantísimos: no, pues lo que es ahora...
No obstante el triste convencimiento de que con el Padre Urdax sería perder tiempo y derrochar saliva todo lo que no fuese decir acúsome, acúsome, Asís, en la penumbra del dormitorio, entre el silencio, componía mentalmente el relato que sigue, donde claro está que no había de colocarse en el peor lugar, sino paliar el caso: aunque, señores, ello admitía bien pocos paliativos.
HAY que tomarlo desde algo atrás y contar lo que pasó, ó por mejor decir, lo que se charló anteayer en la tertulia semanal de la duquesa de Sahagún, á la cual soy asidua concurrente. También la frecuenta mi paisano el comandante de artillería Don Gabriel Pardo de la Lage, cumplido caballero, aunque un poquillo inocentón, y sobre todo muy estrafalario y bastante pernicioso en sus ideas, que á veces sostiene con gran calor y terquedad, si bien las más noches le da por acoquinarse y callar ó jugar al tresillo, sin importársele de lo que pasa en nuestro corro. No obstante, desde que yo soy obligada todos los miércoles, notan que Don Gabriel se acerca más al círculo de las señoras y gusta de armar pendencia conmigo y con la dueña de la casa; por lo cual hay quien asegura que no le parezco saco de paja á mi paisano, aun cuando otros afirman que está enamorado de una prima ó sobrina suya, acerca de quien se refieren no sé que historias raras. En fin, el caso es que disputando y peleándonos siempre, no hacemos malas migas el comandante y yo. ¡Qué malas migas! A cada polémica que armamos, parece aumentar nuestra simpatía, como si sus mismas genialidades morales (no sé darles otro nombre) me fuesen cayendo en gracia y pareciéndome indicio de cierta bondad interior... Ello va mal expresado..., pero yo me entiendo.
Pues anteayer (para venir al asunto) estuvo el comandante desde los primeros momentos muy decidor y muy alborotado, haciéndonos reir con sus manías. Le sopló la ventolera de sostener una vulgaridad: que España es un país tan salvaje como el Africa central, que todos tenemos sangre africana, beduina, árabe ó qué sé yo, y que todas esas músicas de ferrocarriles, telégrafos, fábricas, escuelas, ateneos, libertad política y periódicos, son en nosotros postizas y como pegadas con goma, por lo cual están siempre despegándose, mientras lo verdaderamente nacional y genuino, la barbarie subsiste, prometiendo durar por los siglos de los siglos. Sobre esto se levantó el caramillo que es de suponer. Lo primero que le repliqué fué compararlo á los franceses, que creen que sólo servimos para bailar el bolero y repicar las castañuelas; y añadí que la gente bien educada era igual, idéntica, en todos los países del mundo.
—Pues mire V., eso empiezo por negarlo—saltó Pardo con grandísima fogosidad.—De los Pirineos acá, todos, sin excepción, somos salvajes, lo mismo las personas finas que los tíos; lo que pasa es que nosotros lo disimulamos un poquillo más, por vergüenza, por convención social, por conveniencia propia; pero que nos pongan el plano inclinado, y ya resbalaremos. El primer rayito de sol de España—este sol con que tanto nos muelen los extranjeros y que casi nunca está en casa, porque aquí llueve lo propio que en París, que ese es el chiste...
Le interrumpí:
—Hombre, sólo falta que también niegue V. el sol.
—No lo niego, ¡qué he de negarlo! Por lo mismo que suele embozarse bien en invierno, de miedo á las pulmonías, en verano lo tienen Vds. convirtiendo á Madrid en sartén ó caldera infernal, donde nos achicharramos todos... Y claro, no bien asoma, produce una fiebre y una excitación endiabladas... Se nos sube á la cabeza, y entonces es cuando se nivelan las clases ante la ordinariez y la ferocidad general.
—Vamos, ya pareció aquello. V. lo dice por las corridas de toros.
En efecto, á Pardo le da muy fuerte eso de las corridas. Es uno de sus principales y frecuentes asuntos de sermón. En tomando la ampolleta sobre los toros, hay que oirle poner como digan dueñas á los partidarios de tal espectáculo, que él considera tan pecaminoso como el Padre Urdax, los bailes de Piñata y las representaciones del Demi-monde y Divorciémonos. Sale á relucir aquello de las tres fieras, toro, torero y público; la primera, que se deja matar porque no tiene más remedio; la segunda, que cobra por matar; la tercera, que paga para que maten, de modo que viene á resultar la más feroz de las tres; y también aquello de la suerte de pica, y de las tripas colgando, y de las excomuniones del Papa contra los católicos que asisten á corridas, y de los perjuicios á la agricultura... Lo que es la cuenta de perjuicios la saca de un modo imponente. Hasta viene á resultar que por culpa de los toros hay déficit en la Hacienda y hemos tenido las dos guerras civiles... (Verdad que esto lo soltó en un instante de acaloramiento, y como vió la greguería y la chacota que armamos, medio se desdijo.) Por todo lo cual, yo pensé que al nombrar ferocidad y barbarie vendrían los toros detrás. No era eso. Pardo contestó:
—Dejemos á un lado los toros, aunque bien revelan el influjo barbarizante ó barbarizador (como Vds. gusten) del sol, ya que es axiomático que sin sol no hay corrida buena. Pero prescindamos de ellos; no quiero que digan Vds. que ya es manía en mí la de sacar á relucir la gente cornúpeta. Tomemos cualquier otra manifestación bien genuina de la vida nacional... algo muy español y muy característico... ¿No estamos en tiempo de ferias? ¿No es mañana San Isidro Labrador? ¿No va la gente estos días á solazarse por la pradera y el cerro?
—Bueno; ¿y qué? ¿También criticará V. las ferias y el Santo? Este señor no perdona ni á la corte celestial.
—Bonito está el Santo, y valiente saturnal asquerosa la que sus devotos le ofrecen. Si San Isidro la ve, él que era un honrado y pacífico agricultor, convierte en piedras los garbanzos tostados y desde el cielo descalabra á sus admiradores. Aquello es un aquelarre, una zahurda de Plutón. Los instintos españoles más típicos corren allí desbocados, luciendo su belleza. Borracheras, pendencias, navajazos, gula, libertinaje grosero, blasfemias, robos, desacatos y bestialidades de toda calaña... Gracioso tableau, señoras mías... Eso es el pueblo español cuando le dan suelta. Lo mismito que los potros al salir á la dehesa, que su felicidad consiste en hartarse de relinchos y coces.
—Si me habla V. de la gente ordinaria...
—No, es que insisto: todos iguales en siendo españoles; el instinto vive allá en el fondo del alma; el problema es de ocasión y lugar, de poder ó no sacudir ciertos miramientos que la educación impone: cosa externa, cáscara y nada más.
—¡Qué teorías, Dios misericordioso! ¿Ni siquiera admite V. excepciones á favor de las señoras? ¿Somos salvajes también?
—También, y acaso más que los hombres, que al fin Vds. se educan menos y peor... No se dé V. por resentida, amiga Asís. Concederé que V. sea la menor cantidad de salvaje posible, porque al fin nuestra tierra es la porción más apacible y sensata de España.
Aquí la Duquesa volvió la cabeza con sobresalto. Desde el principio de la disputa estaba entretenida dando conversación á un tertuliano nuevo, muchacho andaluz, de buena presencia, hijo de un antiguo amigo del Duque, el cual, según me dijeron, era un rico hacendado residente en Cádiz. La Duquesa no admite presentados, y sólo por circunstancias así pueden encontrarse caras desconocidas en su tertulia. En cambio, á las relaciones ya antiguas las agasaja muchísimo, y es tan consecuente y cariñosa en el trato, que todos se hacen lenguas alabando su perseverancia; virtud que, según he notado, abunda en la corte más de lo que se cree. Advertía yo que, sin dejar de atender al forastero, la Duquesa aplicaba el oído á nuestra disputa y rabiaba por mezclarse en ella; la proporción le vino rodada para hacerlo, metiendo en danza al gaditano.
—Muchas gracias, señor de Pardo, por la parte que nos toca á los andaluces. Estos galleguitos siempre arriman el ascua á su sardina. ¡Más aprovechados son! De salvajes nos ha puesto, así como quien no quiere la cosa.
—¡Oh Duquesa, Duquesa, Duquesa!—respondió Pardo con mucha guasa.—¡Darse por aludida V., V. que es una señora tan inteligente, protectora de las bellas artes! ¡Usted que entiende de pucheros mudéjares y barreñones asirios! ¡Usted que posee colecciones mineralógicas que dejan con la boca abierta al embajador de Alemania! ¡Usted, señora, que sabe lo que significa fósil! ¡Pues si hasta miedo le han cobrado á V. ciertos pedantes que yo conozco!
—Haga V. el favor de no quedarse conmigo suavemente. No parece sino que soy alguna literata ó alguna marisabidilla... Porque le guste á uno un cuadro ó una porcelana... Si cree V. que así vamos á correr un velo sobre aquello del salvajismo... ¿Qué opina V. de eso, Pacheco? Según este caballero, que ha nacido en Galicia, es salvaje toda España y más los andaluces. Asís, el señor Don Diego Pacheco... Pacheco, la señora Marquesa viuda de Andrade... el señor Don Gabriel Pardo...
El gaditano, sin pronunciar palabra, se levantó y vino á apretarme la mano haciendo una cortesía; yo murmuré entre dientes eso que se murmura en casos análogos. Llena la fórmula, nos miramos con la curiosidad fría del primer momento, sin fijarnos en detalles. Pacheco, que llevaba con soltura el frac, me pareció distinguido, y aunque andaluz, le encontré más bien trazas inglesas: se me figuró serio y no muy locuaz ni disputador. Haciéndose cargo de la indicación de la Duquesa, dijo con acento cerrado y frase perezosa:
—A cada país le cae bien lo suyo... Nuestra tierra no ha dado pruebas de ser nada ruda; tenemos allá de too; poetas, pintores, escritores... Cabalmente en Andalucía la gente pobre es mu fina y mu despabilaa. Protesto contra lo que se refiere á las señoras. Este cabayero convendrá en que toítas son unos ángeles del cielo.
—Si me llama V. al terreno de la galantería—respondió Pardo—convendré en lo que V. guste... Sólo que esas generalidades no prueban nada. En las unidades nacionales no veo hombres ni mujeres; veo una raza, que se determina históricamente en esta ó en aquella dirección...
—¡Ay, Pardo!—suplicó la Duquesa con mucha gracia.—Nada de palabras retorcidas, ni de filosofías intrincadas. Hable V. clarito y en cristiano. Mire V. que no hemos llegado á sabios, y que nos vamos á quedar en ayunas.
—Bueno; pues hablando en cristiano, digo que ellos y ellas son de la misma pasta, porque no hay más remedio, y que en España (allá va, Vds. se empeñan en que ponga los puntos sobre las íes) también las señoras pagan tributo á la barbarie—lo cual puede no advertirse á primera vista porque su sexo las obliga á adoptar formas menos toscas, y las condena al papel de ángeles, como las ha llamado este caballero.—Aquí está nuestra amiga Asís, que á pesar de haber nacido en el Noroeste, donde las mujeres son reposadas, dulces y cariñosas, sería capaz, al darle un rayo de sol en la mollera, de las mismas atrocidades que cualquier hija del barrio de Triana ó del Avapiés...
—¡Ay, paisano! Ya digo que está V. tocado, incurable. Con el sol tiene la tema. ¿Qué le hizo á V. el sol, para que así lo traiga al retortero?
—Serán aprensiones, pero yo creo que lo llevamos disuelto en la sangre y que á lo mejor nos trastorna.
—No lo dirá V. por nuestra tierra. Allá no le vemos la cara sino unos cuantos días del año.
—Pues no lo achaquemos al sol; será el aire ibérico; el caso es que los gallegos, en ese punto, sólo aparentemente nos distinguimos del resto de la Península. ¿Ha visto V. qué bien nos acostumbramos á las corridas de toros? En Marineda ya se llena la plaza y se calientan los cascos igual que en Sevilla ó Córdoba. Los cafés flamencos hacen furor; las cantaoras traen revuelto al sexo masculino; se han comprado cientos de navajas, y lo peor es que se hace uso de ellas; hasta los chicos de la calle se han aprendido de memoria el tecnicismo taurómaco; la manzanilla corre á mares en los tabernáculos marinedinos; hay sus cañitas y todo; una parodia ridícula, corriente; pero parodia que sería imposible donde no hubiese materia dispuesta para semejantes aficiones. Convénzanse Vds.: aquí en España, desde la Restauración, maldito si hacemos otra cosa más que jalearnos á nosotros mismos. Empezó la broma por todas aquellas demostraciones contra Don Amadeo; lo de las peinetas y mantillas, los trajecitos á medio paso y los caireles; siguió con las barbianerías del difunto rey, que le había dado por lo chulo, y claro, la gente elegante le imitó, y ahora es ya una epidemia, y entre patriotismo y flamenquería, guitarreo y cante jondo, panderetas con madroños colorados y amarillos, y abanicos con las hazañas y los retratos de Frascuelo y Mazzantini, hemos hecho una Españita bufa, de tapiz de Goya ó sainete de Don Ramón de la Cruz. Nada, es moda y á seguirla. Aquí tiene V. á nuestra amiga la Duquesa, con su cultura y su finura, y sus mil dotes de dama; ¿pues no se pone tan contenta cuando la dicen que es la chula más salada de Madrid?
—Hombre, si fuese verdad, ¡ya se ve que me pondría!—exclamó la Duquesa con la viveza donosa que la distingue.—¡A mucha honra! Más vale una chula que treinta gringas. Lo gringo me apesta. Soy yo muy españolaza, ¿se entera V.? Se me figura que más vale ser como Dios nos hizo, que no que andemos imitando todo lo de extranjis... Estas manías de vivir á la inglesa, á la francesa... ¿Habrá ridiculez mayor? De Francia los perifollos; bueno; no ha de salir uno por ahí espantando á la gente, vestido como en el año de la nanita... De Inglaterra los asados... y se acabó. Y diga V., muy señor mío de mi mayor aprecio, ¿cómo es eso de que somos salvajes los españoles y no lo es el resto del género humano? En primer lugar, ¿se puede saber á qué llama V. salvajadas? En segundo, ¿qué hace nuestro pueblo, pobre infeliz, que no hagan también los demás de Europa? Conteste.
—¡Ay!... ¡si me aplasta V.!... ¡si ya no sé por donde ando! Pietá, Signor. Vamos, Duquesa, insisto en el ejemplo de antes: ¿ha visto V. la romería de San Isidro?
—Vaya si la he visto. Por cierto que es de lo más entretenido y pintoresco. Tipos se encuentran allí, que... Tipos de oro. ¿Y los columpios? ¿Y los tíos vivos? ¿Y aquella animación, aquel hormigueo de la gente? Le digo á V. que, para mí, hay poco tan salado como esas fiestas populares. ¿Que abundan borracheras y broncas? Pues eso pasa aquí y en Flandes: ¿ó se ha creído V. que allá, por la Ingalaterra, la gente no se pone nunca á medios pelos, ni se arma quimera, ni se hace barbaridad ninguna?
—Señora...—exclamó Pardo desalentado—V. es para mi un enigma. Gustos tan refinados en ciertas cosas, y tal indulgencia para lo brutal y lo feroz en otras, no me lo explico sino considerando que con un corazón y un ingenio de primera, pertenece V. á una generación bizantina y decadente, que ha perdido los ideales... Y no digo más, porque se reirá V. de mí.
—Es muy saludable ese temor; así no me hablará V. de cosazas filosóficas que yo no entiendo—respondió la Duquesa soltando una de sus carcajadas argentinas, aunque reprimidas siempre.—No haga V. caso de este hombre, Marquesa—murmuró volviéndose á mí.—Si se guía V. por él, la convertirá en una cuákera. Vaya V. al Santo, y verá cómo tengo razón y aquello es muy original y muy famoso. Este señor ha descubierto que sólo se achispan los españoles: lo que es los ingleses, ¡angelitos de mi vida! ¡qué habían de ajumarse nunca!
—Señora—replicó el comandante riendo, pero sofocado ya—los ingleses se achispan; conformes: pero se achispan con sherry, con cerveza ó con esos alcoholes endiablados que ellos usan; no como nosotros, con el aire, el agua, el ruido, la música y la luz del cielo; ellos se volverán unos cepos así que trincan, pero nosotros nos volvemos fieras; nos entra en el cuerpo un espíritu maligno de bravata y fanfarronería, y por gusto nos ponemos á cometer las mayores ordinarieces, empeñándonos en imitar al populacho. Y esto lo mismo las damas que los caballeros, si á mano viene, como dicen en mi país. Transijamos con todo, excepto con la ordinariez, Duquesa.
—Hasta la presente—declaró con gentil confusión la dama—no hemos salido ni la marquesa de Andrade ni yo á trastear ningún novillo.
—Pues todo se andará, señoras mías, si les dan paño—respondió el comandante.
—A este señor le arañamos nosotras—afirmó la Duquesa fingiendo con chiste un enfado descomunal.
—¿Y el Sr. Pacheco, que no nos ayuda?—murmuré volviéndome hacia el silencioso gaditano. Este tenía los ojos fijos en mí, y sin apartarlos, disculpó su neutralidad declarando que ya nos defendíamos muy bien y maldita la falta que nos hacían auxilios ajenos: al poco rato miró el reloj, se levantó, despidióse con igual laconismo, y fuése. Su marcha varió por completo el giro de la conversación. Se habló de él, claro está: la Sahagún refirió que lo había tenido á su mesa, por ser hijo de persona á quien estimaba mucho, y añadió que ahí donde lo veíamos, hecho un moro por la indolencia y un inglés por la sosería, no era sino un calaverón de tomo y lomo, decente y caballero, sí, pero aventurero y gracioso como nadie, muy gastador y muy tronera, de quien su padre no podía hacer bueno, ni traerle al camino de la formalidad y del sentido práctico, pues lo único para que hasta la fecha servía era para trastornar la cabeza á las mujeres. Y entonces el comandante (he notado que á todos los hombres les molesta un poquillo que delante de ellos se diga de otros que nos trastornan la cabeza) murmuró como hablando consigo mismo:
—Buen ejemplar de raza española.
BIEN sabe Dios que cuando al siguiente día, de mañana, salí á oir misa á San Pascual, por ser la festividad del Patrón de Madrid, iba yo con mi eucologio y mi mantillita hecha una santa, sin pensar en nada inesperado y novelesco, y á quien me profetizase lo que sucedió después, creo que le llevo á los tribunales por embustero é insolente. Antes de entrar en la iglesia, como era temprano, me deslicé á dar un borde por la calle de Alcalá, y recuerdo que, pasando frente al Suizo, dos ó tres de esos chulos de pantalón estrecho y chaquetilla corta que se están siempre plantados allí en la acera, me echaron una sarta de requiebros de lo más desatinado; verbigracia:—Ole, ¡viva la purificación de la canela! Uyuyuy, ¡vaya unos ojos que se trae V., hermosa! Soniche, ¡viva hasta el cura que bautiza á estas hembras con mansanilla é lo fino!—Trabajo me costó contener la risa al entreoir estos disparates; pero logré mantenerme seria y apreté el paso á fin de perder de vista á los ociosos.
Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nunca he visto aire más ligero, ni cielo más claro; la flor de las acacias del paseo de Recoletos olía á gloria, y los árboles parecía que estrenaban vestido nuevo de tafetán verde. Ganas me entraron de correr y brincar como á los quince, y hasta se me figuraba que en mis tiempos de chiquilla no había sentido nunca tal exceso de vitalidad, tales impulsos de hacer extravagancias, de arrancar ramas de árbol y de chapuzarme en el pilón presidido por aquella buena señora de los leones... Nada menos que estas tonterías me estaba pidiendo el cuerpo á mí.
Seguí bajando hacia las Pascualas, con la devoción de la misa medio evaporada y distraído el espíritu. Poco distaba ya de la iglesia, cuando distinguí á un caballero, que parado al pié de corpulento plátano, arrojaba á los jardines un puro enterito, y se dirigía luego á saludarme. Y oí una voz simpática y ceceosa, que me decía:
—A los piés... ¿A dónde bueno tan de mañana y tan sola?
—Calle... Pacheco... ¿Y V.? V. sí que de fijo no viene á misa.
—¿Y V. qué sabe? ¿Por qué no he de venir á misa yo?
Trocamos estas palabras con las manos cogidas y una familiaridad muy extraña, dado lo ceremonioso y somero de nuestro conocimiento la víspera. Era sin duda que influía en ambos la transparencia y alegría de la atmósfera, haciendo comunicativa nuestra satisfacción y dando carácter expansivo á nuestra voz y actitudes. Ya que estoy dialogando con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor, ¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos á los hombres que lo sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo dijesen tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo decimos lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro. En suma. Pacheco, que vestía un elegante terno gris claro, me pareció galán de veras; pero con igual sinceridad añadiré que esta idea no me preocupó arriba de dos segundos, pues yo no me pago solamente del exterior. Buena prueba di de ello casándome á los veinte con mi tío, que tenía lo menos cincuenta, y lo que es de gallardo...
Adelante. El señor de Pacheco, sin reparar que ya tocaban á misa, pegó la hebra, y seguimos de palique, guareciéndonos á la sombra del plátano, porque el sol nos hacía guiñar los ojos más de lo justo.
—¡Pero qué madrugadora!
—¿Madrugadora porque oigo misa á las diez?
—Sí señor: todo lo que no sea levantarse para almorsá...
—Pues V. hoy madrugó otro tanto.
—Tuve corasonada. Esta tarde estarán buenos los toros: ¿No va V.?
—No: hoy no irá la Sahagún, y yo generalmente voy con ella.
—¿Y á las carreras de caballos?
—Menos; me cansan mucho: una revista de trapos y moños: una insulsez. Ni entiendo aquel tejemaneje de apuestas. Lo único divertido e el desfile.
—Y entonces, ¿porqué no va á San Isidro?
—¡A San Isidro! ¡Después de lo que nos predicó ayer mi paisano!
—Buen caso hase V. de su paisano.
—Y ¿creerá V. que con tantos años como llevo de vivir en Madrid, ni siquiera he visto la ermita?
—¿Que no? Pues hay que verla; se distraerá V. muchísimo; ya sabe lo que opina la Duquesa, que esa fiesta merece el viaje. Yo no la conozco tampoco; verdá que soy forastero.
—Y... ¿y los borrachos, y los navajazos y todo aquello de que habló D. Gabriel? ¿Será exageración suya?
—¡Yo qué sé! ¡Qué más da!
—Me hace gracia... ¿Dice V. que no importa? ¿Y si luego paso un susto?
—¡Un susto yendo conmigo!
—¿Con V.?—y solté la risa.
—¡Conmigo, ya se sabe! No tiene V. por qué reirse, que soy mu buen compañero.
Me reí con más ganas, no sólo de la suposición de que Pacheco me acompañase, sino de su acento andaluz, que era cerrado y sandunguero, sin tocar en ordinario, como el de ciertos señoritos que parecen asistentes.
Pacheco me dejó acabar de reir, y sin perder su seriedad, con mucha calma, me explicó lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita por la feria á primera hora, regresando á Madrid sobre las doce ó la una. ¡Si me hubiese tapado con cera los oídos entonces, cuántos males me evitaría! La proposición, de repente, empezó á tentarme, recordando el dicho de la Sahagún:—«Vaya V. al Santo, que aquello es muy original y muy famoso.»—Y realmente, ¿qué mal había en satisfacer mi curiosidad?, pensaba yo. Lo mismo se oía misa en la ermita del Santo que en las Pascualas; nada desagradable podía ocurrirme llevando conmigo á Pacheco; y si alguien me veía con él, tampoco sospecharía cosa mala de mí á tales horas y en sitio tan público. Ni era probable que anduviese por allí la sombra de una persona decente ¡en día de carreras y toros!, ¡á las diez de la mañana! La escapatoria no ofrecía riesgo... ¡y el tiempo convidaba tanto! En fin, que si Pacheco porfiaba algo más, lo que es yo...
Porfió sin impertinencia, y tácitamente, sonriendo, me declaré vencida. ¡Solemne ligereza! Aún no había articulado el sí, y ya discutíamos los medios de locomoción. Pacheco propuso, como más popular y típico, el tranvía; pero yo, á fin de que la cosa no tuviese el menor aspecto de informalidad, preferí mi coche. La cochera no estaba lejos: calle del Caballero de Gracia. Pacheco avisaría, mandaría que enganchasen é iría á recogerme á mi casa, por donde yo necesitaba pasar antes de la excursión. Tenía que tomar el abanico, dejar el devocionario, cambiar mantilla por sombrero... En casa le esperaría. Al punto que concertamos estos detalles, Pacheco me apretó la mano y se apartó corriendo de mí. A la distancia de diez pasos se paró y preguntó otra vez.
—¿Dice V. que el coche cierra en el Caballero de Gracia?
—Sí, á la izquierda... un gran portalón...
Y tomé aprisita el camino de mi vivienda, porque la verdad es que necesitaba hacer muchas más cosas de las que le había confesado á Pacheco; pero, ¡vaya V. á enterar á un hombre!... Arreglarme el pelo, darme velutina, buscar un pañolito fino, escoger unas botas nuevas que me calzan muy bien, ponerme guantes frescos y echarme en el bolsillo un sachet de raso que huele á iris (el único perfume que no me levanta dolor de cabeza). Porque al fin, aparte de todo, Pacheco era para mí persona de cumplido; íbamos á pasar algunas horas juntos y observándonos muy de cerca, y no me gustaría que algún rasgo de mi ropa ó mi persona le produjese efecto desagradable. A cualquier señora, en mi caso, le sucedería lo propio.
Llegué al portal sofocada y anhelosa, subí á escape, llamé con furia y me arrojé en el tocador, desprendiéndome la mantilla antes de situarme frente al espejo.—«Angela, el sombrero negro de paja con cinta escocesa... Angela, el antuca á cuadritos... las botas bronceadas...»
Vi que la Diabla se moría de curiosidad... «¿Sí? Pues con las ganas de saber te quedas, hija... La curiosidad es muy buena para la ropa blanca.» Pero no se le coció á la chica el pan en el cuerpo, y me soltó la píldora.
—¿La señorita almuerza en casa?
Para desorientarla respondí:
—Hija, no sé... Por si acaso, tenerme el almuerzo listo de doce y media á una... Si á la una no vengo, almorzad vosotros... pero reservándome siempre una chuleta y una taza de caldo... y mi té con leche, y mis tostadas.
Cuando estaba arreglando los rizos de la frente bajo el ala del sombrero, reparé en un precioso cacharro azul, lleno de heliotropos, gardenias y claveles, que estaba sobre la chimenea.
—¿Quién ha mandado eso?
—El señor comandante Pardo... el señorito Gabriel.
—¿Por qué no me lo enseñabas?
—Vino la señorita tan aprisa... Ni me dió tiempo.
No era la primera vez que mi paisano me obsequiaba con flores. Escogí una gardenia y un clavel rojo, y prendí el grupo en el pecho. Sujeté el velo con un alfiler, tomé un casaquín ligero de paño, mandé á Angela que me estirase la enagua y volante, y me asomé á ver si por milagro había llegado el coche. Aún no, porque era imposible; pero á los diez minutos desembocaba á la entrada de la calle. Entonces salí á la antesala, andando despacio, para que la Diabla no acabase de escamarse; me contuve hasta cruzar la puerta; y ya en la escalera, me precipité, llegando al portal cuando se paraba la berlina y saltaba en la acera Pacheco.
—¡Qué listo anduvo el cochero!—le dije.
—El cochero y un servidor de V., señora—contestó el gaditano, teniendo la portezuela para que yo subiese.—Con estas manos he ayudao á echar las guarniciones, y hasta se me figura que á lavar las ruedas.
Salté en la berlina, quedándome á la derecha, y Pacheco entró por la portezuela contraria, á fin de no molestarme y con ademán de profundo respeto... ¡Valiente hipócrita está él! Nos miramos indecisos por espacio de una fracción de segundo, y mi acompañante me preguntó en voz sumisa:
—¿Doy orden de ir camino de la pradera?
—Sí, sí... Dígaselo V. por el vidrio.
Sacó fuera la cabeza y gritó:—«¡Al Santo!»—La berlina arrancó inmediatamente, y entre el primer retemblido de los cristales exclamó Pacheco:
—Veo que se ha prevenío V. contra el calor y el sol... Todo hace falta.
Sonreí sin responder, porque me encontraba (y no tiene nada de sorprendente) algo cohibida por la novedad de la situación. No se desalentó el gaditano.
—Lleva V. ahí unas flores preciosas... ¿No sobraba para mí ninguna? ¿Ni siquiera una rosita de á ochavo? ¿Ni un palito de albahaca?
—Vamos—murmuré—que no es V. poco pedigüeño... Tome V., para que se calle.
Desprendí la gardenia y se la ofrecí. Entonces hizo mil remilgos y zalemas.
—Si yo no pretendía tanto... Con el rabillo me contentaba, ó con media hoja que V. le arrancase... ¡Una gardenia para mí solo! No sé cómo lucirla... No se me va á sujetar en el ojal... A ver si V. consigue, con esos deditos...
—Vamos, que V. no pedía tanto, pero quiere que se la prenda ¿eh? Vuélvase V. un poco, voy á afianzársela.
Introduje el rabo postizo de la flor en el ojal de Pacheco, y tomando de mi corpiño un alfiler sujeté la gardenia, cuyo olor á pomada me subía al cerebro, mezclado con otro perfume fino, procedente, sin duda, del pelo de mi acompañante. Sentí un calor extraordinario en el rostro, y al levantarlo, mis ojos se tropezaron con los del meridional, que en vez de darme las gracias, me contempló de un modo expresivo é interrogador. En aquel momento casi me arrepentí de la humorada de ir á la feria; pero ya...
Torcí el cuello y miré por la ventanilla. Bajábamos de la plazuela de la Cebada á la calle de Toledo. Una marea de gente, que también descendía hacia la pradera, rodeaba el coche y le impedía á veces rodar. Entre la multitud dominguera se destacaban los vistosos colorines de algún bordado pañolón de Manila, con su fleco de una tercia de ancho. Las chulas se volvían y registraban con franca curiosidad el interior de la berlina. Pacheco sacó la cabeza y le dijo á una no sé qué.
—Nos toman por novios—advirtió dirigiéndose á mí.—No se ponga V. más colorada: es lo que le faltaba para acabar de estar linda—añadió medio entre dientes.
Hice como si no oyese el piropo y desvié la conversación, hablando del pintoresco aspecto de la calle de Toledo, con sus mil tabernillas, sus puestos ambulantes de quincalla, sus anticuadas tiendas y sus paradores que se conservan lo mismito que en tiempo de Carlos IV. Noté que Pacheco se fijaba poco en tales menudencias, y en vez de observar las curiosidades de la calle más típica que tiene Madrid, llevaba los ojos puestos en mí con disimulo, pero con pertinacia, como el que estudia una fisonomía desconocida para leer en ella los pensamientos de la dueña. Yo también, á hurtadillas, procuraba enterarme de los más mínimos ápices de la cara de Pacheco. No dejaba de llamarme la atención la mezcla de razas que creía ver en ella. Con un pelo negrísimo y una tez quemada del sol, casaban mal aquel bigote dorado y aquellos ojos azules.
—¿Es V. hijo de inglesa?—le pregunté al fin.—Me han contado que en la costa del Mediterráneo hay muchas bodas entre ingleses y españolas, y al revés.
—Es cierto que hay muchísimas, en Málaga sobre todo; pero yo soy español de pura sangre.
Le volví á mirar y comprendí lo tonto de mi pregunta. Ya recordaba haber oído á algún sabio de los que suele convidar á comer la Sahagún cuando no tiene otra cosa en que entretenerse, que es una vulgaridad figurarse que los españoles no pueden ser rubios, y que al contrario el tipo rubio abunda en España, sólo que no se confunde con el rubio sajón, porque es mucho más fino, más enjuto, así al modo de los caballos árabes. En efecto, los ingleses que yo conozco son por lo regular unos montones de carne sanguínea, que al parecer se escapa sola á la parrilla del rosbif; tienen cada cogote y cada pescuezo como ruedas de remolacha; las bocas de ellos dan asco de puro coloradotas, y las frentes, de tan blancas, fastidian ya, porque eso de la frente pura está bueno para las señoritas, no para los hombres. ¿Cuándo se verá en ningún inglés un corte de labios sutil, y una sien hundida, y un cuello delgado y airoso como el de Pacheco? Pero al grano: ¿pues no me entretengo recreándome en las perfecciones de ese pillo?
¡Qué hermoso y alegre estaba el puente de Toledo! Lo recuerdo como se recuerda una decoración del teatro Real. Hervía la gente, y mirando hacia abajo, por la pradera y por todas las orillas de Manzanares no se veían más que grupos, procesiones, corrillos, escenas animadísimas de esas que se pintan en las panderetas. A mí ciertos monumentos, por ejemplo las catedrales, casi me parecen más bonitas solitarias; pero el puente de Toledo, con sus retablazos, ó nichos, ó lo que sean aquellos fantasmones barrocos que le guarnecen á ambos lados, no está bien sin el rebullicio y la algazara de la gentuza, los chulapos y los tíos, los carniceros y los carreteros, que parece que acaban de bajarse de un lienzo de Goya. Ahora que se han puesto tan de moda los casacones, el puente tiene un encanto especial. Nuestro coche dió vuelta para tomar el camino de la pradera, y allí, en el mismo recodo, vi una tienda rara, una botería, en cuya fachada se ostentaban botas de todos los tamaños, desde la que mide treinta azumbres de vino, hasta la que cabe en el bolsillo del pantalón. Pacheco me propuso que, para adoptar el tono de la fiesta, comprásemos una botita muy cuca que colgaba sobre el escaparate y la llenásemos de Valdepeñas: proposición que rechacé horrorizada.
No sé quién fué el primero que llamó feas y áridas á las orillas del Manzanares, ni por qué los periódicos han de estar siempre soltándole pullitas al pobre río, ni cómo no prendieron á aquel farsante de escritor francés (Alejandro Dumas, si no me engaño) que le ofreció de limosna un vaso de agua. Convengo en que no es muy caudaloso, ni tan frescachón como nuestro Miño ó nuestro Sil; pero vamos, que no falta en sus orillas algún rinconcito ameno, verde y simpático. Hay árboles que convidan á descansar á la sombra, y unos puentes rústicos por entre los lavaderos, que son bonitos en cualquier parte. La verdad es que acaso influía en esta opinión que formé entonces, el que se me iba quitando el susto y me rebosaba el contento por haber realizado la escapatoria. Varios motivos se reunían para completar mi satisfacción. Mi traje de céfiro gris, sembrado de anclitas rojas, era de buen gusto en una excursión matinal como aquella; mi sombrero negro de paja me sentaba bien, según comprobé en el vidrio delantero de la berlina; el calor aún no molestaba mucho; mi acompañante me agradaba, y la calaverada, que antes me ponía miedo, iba pareciéndome lo más inofensivo del mundo, pues no se veía por allí ni rastro de persona regular que pudiese conocerme. Nada me aguaría tanto la fiesta como tropezarme con algún tertuliano de la Sahagún, ó vecina de butacas en el Real, que fuese luego á permitirse comentarios absurdos. Sobran personas maldicientes y deslenguadas que interpretan y traducen siniestramente las cosas más sencillas, y de poco le sirve á una mujer pasarse la vida muy sobre aviso, si se descuida una hora... (Sí, y lo que es á mí, en la actualidad, me caen muy bien estas reflexiones. En fin, prosigamos.) El caso es que la pradera ofrecía aspecto tranquilizador. Pueblo aquí, pueblo allí, pueblo en todas direcciones; y si algún hombre vestía americana, en vez de chaquetón ó chaquetilla, debía de ser criado de servicio, escribiente temporero, hortera, estudiante pobre, lacayo sin colocación, que se tomaba un día de asueto y holgorio. Por eso, cuando á la subida del cerro, donde ya no pueden pasar los carruajes, Pacheco y yo nos bajamos de la berlina, parecíamos, por el contraste, pareja de archiduques que tentados de la curiosidad se van á recorrer una fiesta populachera, deseosos de guardar el incógnito, y delatados por sus elegantes trazas.
En fuerza de su novedad me hacía gracia el espectáculo. Aquella romería no tiene nada que ver con las de mi país, que suelen celebrarse en sitios frescos, sombreados por castaños ó nogales, con una fuente ó riachuelo cerquita y el santuario en el monte próximo... El campo de San Isidro es una serie de cerros pelados, un desierto de polvo, invadido por un tropel de gente entre la cual no se ve un solo campesino, sino soldados, mujerzuelas, chisperos, ralea apicarada y soez; y en lugar de vegetación, miles de tinglados y puestos donde se venden cachivaches que, pasado el día del Santo, no vuelven á verse en parte alguna: pitos adornados con hojas de papel de plata y rosas estupendas; vírgenes pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón; medallas y escapularios igualmente rabiosos; loza y cacharros; figuritas groseras de toreros y picadores; botijos de hechuras raras; monigotes y fantoches con la cabeza de Martos, Sagasta ó Castelar; ministros á dos reales; esculturas de los ratas de La Gran Vía, y al lado de la efigie del bienaventurado San Isidro, unas figuras que... ¡Válgame Dios! Hagamos como si no las viésemos.
Aparte del sol que le derrite á uno la sesera y del polvo que se masca, bastan para marear tantos colorines vivos y metálicos. Si sigo mirandoCádiz¡Vi-va España!