IV
Myra Babbitt —la señora de George F. Babbitt— era una mujer definitivamente madura. Tenía arrugas desde la comisura de los labios hasta la parte inferior de la barbilla y el grueso cuello abultado. Pero lo que demostraba que había cruzado la raya era que ya no tenía reparos delante de su marido, y que no le preocupaba. Estaba en aquel momento en enaguas y corsé y no le importaba que él la viera así. Se había habituado tan indolentemente a la vida de casada, que resultaba en su plena madurez tan asexual como una monja anémica. Era una buena mujer, una mujer amable, una mujer diligente. Pero nadie, salvo quizás Tinka, su hija de diez años, se interesaba lo más mínimo por ella ni era plenamente consciente de su existencia.
Tras un análisis bastante completo de los aspectos sociales y domésticos de las toallas, la señora Babbitt disculpó a su marido porque tenía jaqueca etílica; y él se recuperó lo suficiente para soportar la búsqueda de una camiseta que, según dijo, habían ocultado malévolamente entre sus pijamas limpios.
Se mostró bastante afable durante la conferencia sobre el traje marrón.
—¿Qué te parece, Myra? —manoseaba la ropa amontonada en una silla del dormitorio, mientras ella iba de un lado a otro ajustándose y alisándose las enaguas y, según el juicio ofuscado de él, sin acabar nunca de vestirse—. ¿Qué te parece? ¿Me pongo otra vez el traje marrón?
—Bueno, te sienta muy bien.
—Ya lo sé, pero, ¡diantre! Necesita un planchado.
—Es verdad. Tal vez lo necesite, sí.
—Desde luego, un planchado le vendría muy bien.
—Sí, tal vez no le viniese mal.
—Pero bueno, la chaqueta no hace falta plancharla. Y no tiene sentido planchar el dichoso traje si no hace falta planchar la chaqueta.
—Sí, claro.
—Pero los pantalones lo necesitan, sí. Míralos, mira qué arrugas, los pantalones desde luego hay que plancharlos.
—Sí, claro. Oye, Georgie, ¿por qué no te pones la chaqueta marrón con esos pantalones azules que no sabíamos que podría ir bien con ellos?
—¡Por Dios! ¿Me has visto alguna vez ponerme la chaqueta de un traje con los pantalones de otro? ¿Qué te crees que soy? ¿Un contable fracasado?
—Bueno, ¿por qué no te pones hoy el traje marengo y dejas al pasar en el sastre los pantalones marrones?
—Bueno, desde luego lo necesitan... A ver dónde diablos está ahora ese traje gris. Ah, sí, aquí está.
Babbitt logró superar las demás crisis de vestimenta con resolución y calma relativas.
La primera prenda era la camiseta moderna de cotonía sin mangas, con la que parecía un niño soso con un tabardo de estopilla en un desfile municipal. Nunca se ponía la camiseta sin dar las gracias al Dios del Progreso por no tener que usar las anticuadas prendas de ropa interior largas y ceñidas que usaba su suegro y socio Henry Thompson. Su segunda tarea de embellecimiento consistió en peinarse y alisarse el pelo hacia atrás. Le proporcionó una frente espléndida, que pasó a arquearse unos cinco centímetros más arriba del borde anterior del pelo. Pero lo más prodigioso de todo fue la colocación de las gafas.
Las gafas tienen carácter: las pretenciosas de concha, los humildes quevedos del maestro de escuela, las retorcidas de montura de plata del viejo pueblerino. Las de Babbitt eran enormes, circulares, lentes sin montura del mejor cristal; las patillas eran finas varillas de oro. Con las gafas puestas, Babbitt era el hombre de negocios moderno; el que daba órdenes a los empleados, conducía un automóvil, jugaba al golf de vez en cuando y dominaba el arte de vender. De pronto su cabeza dejaba de resultar infantil y adquiría peso, y reparabas en la nariz ancha y roma, la boca recta con el labio superior alargado y grueso, y el mentón rollizo pero fuerte; observabas con respeto cómo se ponía el resto de su uniforme de Ciudadano Íntegro.
El traje gris era de buen corte, buena confección y absolutamente anodino. Era un traje estándar. El ribete del cuello del chaleco le daba un aire respetable y docto. Calzaba botas negras con cordones, unas buenas botas, unas botas sencillas, unas botas normales, unas botas extraordinariamente insulsas. El único toque frívolo era el pañuelo de cuello de punto de color morado. Con una serie de comentarios sobre el asunto dirigidos a la señora Babbitt (que intentaba acrobáticamente sujetarse con un imperdible la espalda de la blusa a la falda y no oía nada de lo que él le decía) eligió entre el pañuelo morado y un efecto tapiz con arpas marrones sin cuerdas entre palmas batidas por el viento, y clavó en él un alfiler de cabeza de serpiente con los ojos de ópalo.
Tuvo lugar después el traspaso del contenido de los bolsillos del traje marrón a los del traje gris, todo un acontecimiento sensacional. Babbitt se tomaba muy en serio aquellos objetos. Estaban dotados de valores eternos, como el béisbol o el partido republicano. Se incluían entre ellos una estilográfica y un lapicero de plata (siempre sin minas de repuesto), que iban en el bolsillo superior derecho del chaleco. Se habría sentido desnudo sin aquellos objetos. En la cadena del reloj llevaba un cortaplumas de oro, un cortapuros de plata, siete llaves (dos de las cuales había olvidado ya de dónde eran) y accesoriamente un buen reloj. Colgaba de la cadena un diente de alce largo y amarillento que le proclamaba miembro de la Orden Benéfica y Protectora de los Alces. Lo más significativo era la agenda de hojas cambiables, una agenda moderna y práctica que contenía direcciones de personas que había olvidado ya, resguardos de giros postales que habían llegado a su destino meses atrás, sellos sin goma, recortes de versos de T. Cholmondeley Frink y de editoriales de periódicos de los que Babbitt sacaba sus opiniones y sus polisílabos, notas para asegurarse de que haría cosas que no pensaba hacer y la curiosa inscripción: D.S.S. D.M.Y.P.D.F.
Pero no tenía pitillera. Nadie le había regalado una, así que no se había acostumbrado a usarla, y consideraba afeminados a quienes lo hacían.
Por último, se colocó en la solapa la insignia del Club de los Boosters.1 La insignia llevaba inscritas, con la concisión del arte grande, dos palabras: «¡Ánimo, Boosters!». Le hacía sentirse leal e importante. Le asociaba con los Buenos Tipos, con hombres que eran amables, humanos e importantes en los círculos de negocios. Era su Cruz Victoria, su galón de la Legión de Honor, su llave de la Phi Beta Kappa.
Acompañaban a las sutilezas del atuendo otras complejas inquietudes.
—Me siento algo pachucho esta mañana —dijo—. Creo que cené demasiado anoche. No debieras servir esos buñuelos de plátano tan pesados.
—Pero si me lo pediste tú.
—Ya lo sé, pero... lo cierto es que cuando se pasa de los cuarenta hay que vigilar la digestión. Muchas personas no se cuidan como es debido. Te aseguro que a los cuarenta, un hombre es un loco o un médico, quiero decir, su propio médico. La gente no presta la debida atención a la dieta. Bueno... Por supuesto, un hombre ha de hacer una buena comida después de la jornada de trabajo, pero nos sentaría muy bien a los dos hacer comidas más ligeras.
—Pero Georgie, yo en casa siempre tomo un almuerzo ligero.
—¿Insinúas que yo me atiborro cuando como en el centro? ¡Sí, claro! ¡Tú lo pasarías en grande si tuvieras que comer la bazofia que nos sirve el nuevo encargado del Club Atlético! Pero la verdad es que no me encuentro muy bien hoy. No sé, me duele aquí en el costado izquierdo, aunque no, no creo que sea apendicitis, ¿verdad? Anoche, cuando iba a casa de Verg Gunch, me dolió el estómago también. Justo aquí, una especie de punzada. Yo... ¿dónde habrá ido a parar esa moneda? ¿Por qué no pones más ciruelas en el desayuno? Claro que yo tomo una manzana todas las noches (a diario una manzana es cosa sana), pero aun así deberías poner más ciruelas en el desayuno en vez de todas esas zarandajas raras.
—La última vez que puse ciruelas no las probaste.
—Bueno, supongo que no me apetecerían. En realidad, creo que comí algunas. De todas formas, te aseguro que es muy importante, precisamente anoche se lo decía a Verg Gunch, la mayoría de la gente no se preocupa bastante de la diges...
—¿Invitamos a los Gunch a cenar la semana que viene?
—Pues claro, por supuesto.
—Escucha, George, quiero que ese día te pongas el esmoquin.
—¡Ni hablar! Los demás no querrán cambiarse.
—Claro que querrán. Recuerda la vergüenza que pasaste cuando no te cambiaste para la cena de los Littlefield y fueron todos de etiqueta.
—¿Qué vergüenza ni qué ocho cuartos? Me tenía sin cuidado. Todos saben que puedo ponerme un tux tan caro como cualquiera y no me voy a preocupar por no llevarlo algunas veces. De todos modos, es un fastidio. Está bien para las mujeres que se pasan el día en casa, pero un hombre que ha trabajado todo el santo día como un condenado lo que quiere precisamente es no complicarse la vida vistiéndose de etiqueta por unos cuantos individuos a los que ha visto el mismo día con ropa de diario.
—Sabes que te agrada que te vean con él. La otra noche admitiste que te alegrabas de que hubiera insistido en que te cambiaras. Me dijiste que te sentiste mucho mejor. Y, mira, Georgie, me molesta que digas tux. Se dice esmoquin.
—¡Caramba! ¿Y qué más da?
—Bueno, es lo que dice la gente fina. Supón que te oyera Lucile McKelvey decir tux.
—¡Lo que me faltaba! A mí no me engaña Lucile McKelvey. Sus parientes son de lo más ordinario, aunque su marido y su papá tengan millones. ¡Supongo que te refieres a tu elevada posición social! Pues déjame que te diga que tu venerado progenitor Henry T. ni siquiera lo llama tux; él lo llama una «chaquetilla sin faldón para un mono de cola prensil», y tendrías que anestesiarlo para que se lo pusiera.
—No seas desagradable, George.
—No quiero serlo, pero, ¡santo cielo! Te estás volviendo tan remilgada como Verona. Desde que terminó el colegio no hay quien la aguante... No sabe lo que quiere... bueno, ¡yo sí sé lo que quiere!... lo único que quiere es casarse con un millonario, y vivir en Europa, estrechar la mano de algún predicador y, al mismo tiempo, quedarse aquí en Zenith y ser una especie de agitadora socialista o dirigir una institución benéfica o algún disparate parecido. ¡Santo cielo, y Ted es igual! Quiere ir a la universidad y no quiere ir a la universidad. La única de los tres que sabe lo que quiere es Tinka. La verdad, no comprendo cómo he podido tener dos hijos tan indecisos como Rona y Ted. Quizás yo no sea un Rockefeller ni un James J. Shakespeare, pero al menos me conozco bien y trabajo de firme y... ¿Sabes la última? Por lo que he podido entender, la nueva chifladura de Ted es que quiere ser actor de cine... Y mira que se lo he dicho veces y veces, que si va a la universidad y estudia derecho y acaba, le ayudaré a establecerse y... Verona es igual. No sabe lo que quiere. Bueno, venga, ¡vamos! ¿Todavía no estás lista? Hace tres minutos que la muchacha tocó la campanilla.
1 Booster, «promotor», «impulsor» y, específicamente, el que promociona su ciudad. El boosterismo era característico de las pequeñas ciudades del interior de los Estados Unidos. «El entusiasmo del booster», dice el propio Lewis en un artículo que escribió muchos años antes que Babbitt, «es la fuerza motivadora que levanta las ciudades americanas. Concedido. Pero las burlas del crítico son el freno necesario para guiar esa fuerza.» (N. del T.)