Para el Padre Fernando Cavaller, para Inés de Cassagne
y todos los newmanianos argentinos,
por el entusiasmo y constancia con que difunden
la vida y los escritos del gran Cardenal inglés.

V.G.   J.M.

Presentación
JOHN HENRY NEWMAN

John Henry Newman (1801-1890) procedía de un típico ambiente de Iglesia Anglicana de comienzos del siglo XIX, donde no se acentuaban ni el dogma ni los sacramentos, y donde se fomentaba y practicaba la lectura de la Biblia. En 1816, cuando tenía quince años se convirtió a un cristianismo más atento al Credo, bajo la influencia de un profesor evangélico, que le introdujo a la lectura de autores calvinistas. En 1822 fue elegido fellow de Oriel College, Oxford, donde abandonó gradualmente su evangelismo calvinista influido por la teología crítica de algunos teólogos anglicanos liberales del momento. Había leído, sin embargo, con gran satisfacción largos textos de Padres de la Iglesia. Los encontró en una Historia Eclesiástica que leyó al tiempo de su conversión de 1816. En 1828 comenzó a leer los Padres sistemáticamente, sobre todo los Padres griegos, que llegarían a representar para él la influencia teológica más importante y duradera de toda su vida. En 1831 se vio libre de compromisos docentes, al ser destituido como tutor por las autoridades del College, a causa de las reformas que había introducido en el sistema tutorial. Su continuo interés por la educación le llevaría en su momento a escribir, como fundador y Presidente de la Universidad Católica de Irlanda, los artículos y conferencias que formarían su clásica obra, la Idea de una Universidad (1873).

En 1833 comenzó el llamado Movimiento de Oxford o Movimiento Tractariano, con Newman a su cabeza. Su propósito inmediato fue resistir la liberalización de la Iglesia de Inglaterra, así como la interferencia que ésta sufría por parte del Estado. Mediante los Tracts for the Times, que Newman inició, y los inspirados sermones en la Iglesia universitaria de Santa María la Virgen, de la que era vicario desde 1828, el Movimiento se difundió rápidamente bajo la influencia de su carismática personalidad. El intento de construir una «via media» o camino intermedio entre Roma y Ginebra, poniendo de manifiesto y recuperando las raíces católicas de una Iglesia de Inglaterra reformada, produjo dos obras teológicas importantes de Newman: las Conferencias sobre el oficio profético de la Iglesia (1837) y las Conferencias sobre la justificación (1838).

En sus Sermones Universitarios de Oxford (1843), su obra más seminal, que eran conferencias académicas más bien que sermones pastorales, Newman predicó una serie de textos homiléticos sobre la relación entre fe y razón, cuya originalidad filosófica y significado sólo han sido apreciados recientemente. Completaría su contribución a la filosofía de la religión en su magistral Ensayo en Ayuda de una Gramática del Asentimiento (1870). Hay también en el volumen dos textos básicos, uno sobre educación que prefigura la Idea de una Universidad, y el último, predicado en 1843, acerca del desarrollo de la doctrina.

Dos años después dejaría incompleta su obra teológica más importante, Un Ensayo sobre el Desarrollo de la Doctrina Cristiana, durante cuya redacción se convenció de que la Iglesia Católica Romana, la única de las Iglesias cristianas que afirma no sólo desarrollar la doctrina cristina, sino poseer la autoridad para declarar auténticos esos desarrollos, era la heredera de la antigua Iglesia, que había sido el foco del interés de Newman desde 1828.

Cuando Newman entró en la Iglesia Católica en 1845 se encontró en una Iglesia donde no se fomentaba la lectura de la Biblia y en la que no se estudiaban los Padres, ni existía apertura a la teología crítica. Pero al contrario de algunos conversos, Newman se negó a repudiar las influencias positivas que el Anglicanismo había ejercido en su desarrollo teológico, y que él trajo a la Iglesia. Como teólogo católico, su principal contribución fue para la eclesiología, una rama de la teología que sólo comienza realmente en el siglo XIX y se refleja en los concilios Vaticano primero y segundo, que son los primeros concilios ecuménicos, ocupados de modo predominante con la naturaleza de la Iglesia.

En su artículo de 1859 «Sobre la Consulta a los Fieles en Asuntos de Doctrina», que provocó una duradera sospecha hacia él por parte de Roma, Newman insistió en el papel de los bautizados en una Iglesia crecientemente clerical. En su Carta a Pusey (1866), Newman defendió una Mariología moderada, anticipando así la decisión del concilio Vaticano II de no promulgar una constitución o decreto separados acerca de la Virgen María, sino de incluir su enseñanza sobre María en la constitución sobre la Iglesia. Argumentó igualmente por una interpretación moderada de la definición de la infalibilidad papal, en su Carta al Duque de Norfolk (1875), otra carta, que es en realidad un verdadero volumen, aunque no muy extenso. En ambos documentos Newman defendía claramente a la Iglesia Católica contra malentendidos anglicanos, pero en los dos su objetivo silencioso era el poderoso grupo ultramontano activo dentro de la Iglesia. Este grupo había logrado que la infalibilidad papal fuera definida en el concilio Vaticano I, en contra de la llamada oposición no-oportunista. Ésta no negaba la autoridad del Papa para definir infaliblemente una verdad de fe, pero consideraba la definición como inoportuna e innecesaria. Newman pertenecía a este grupo, pero no dudó en aceptar la definición moderada que fue promulgada, viendo en ella el fin providencial del galicanismo, o la apelación al Concilio contra los Papas, en la Iglesia.

En el capítulo final de su autobiografía teológica, la Apologia pro Vita Sua (1864), una obra considerada clásica en la prosa inglesa, Newman defendió la autoridad infalible de la Iglesia frente al protestantismo, postulando a la vez una legítima libertad teológica dentro de la Iglesia, como también en contra del autoritarismo ultramontano.

Newman publicó finalmente, en 1877, un extenso prefacio a La Via Media de la Iglesia anglicana, libro que contenía algunos de sus escritos teológicos anglicanos. Trataba aquí de las acusaciones de corrupción dirigidas a la Iglesia Católica, y lo hacía examinando los tres denominados oficios de la Iglesia que por su misma naturaleza se prestan a tensiones entre ellos. Esta tensión ayudaría a entender las aparentes incoherencias de las que a veces se acusa a la Iglesia como culpable. Este pragmático y fundamental ensayo completa los grandes logros teológicos de Newman como católico, a la vez que ha servido para establecer su reputación como el más creativo teólogo católico del siglo XIX. Dado que Newman es sin duda el más importante teólogo anglicano desde Richard Hooker (s. XVII) —si excluimos a Butler, filósofo de la religión—, resulta que es uno de los grandes teólogos católicos de todos los tiempos.

Cuando se celebró el concilio Vaticano II, Newman fue mencionado como «el Padre ausente», y desde entonces ha sido llamado frecuentemente «el Padre del Vaticano II». Lo más importante es que anticipó la rica eclesiología escriturística y patrística de la constitución Lumen Gentium sobre la Iglesia. La Iglesia es considerada en este documento no primariamente como jerárquica, sino como comunión de los bautizados o «templo del Espíritu Santo». El redescubrimiento de la dimensión carismática de la Iglesia, presente en la constitución, habría sido muy bien acogido por Newman, que era muy consciente, como anglicano y como católico, de su crucial importancia para la Iglesia (aunque nunca empleó ese término, que no era usual entonces).

Obviamente la presencia de Newman puede detectarse en el reconocimiento del desarrollo doctrinal que hace la constitución sobre la Revelación divina; pero su rechazo implícito de la teoría de las «dos fuentes» a favor de la interdependencia de Escritura y Tradición se halla del todo en línea con el pensamiento de Newman.

Ciertamente la constitución pastoral Gaudium et Spes habría sido criticada por Newman como abiertamente optimista y contaminada por una traza de secularización. Pero de modo general representa su propio punto de vista sobre la necesidad de la Iglesia de abandonar su mentalidad de estar sitiada, propia del siglo XIX, y de comprometerse positivamente con el mundo moderno, entendiéndose con la democracia y la sociedad pluralista, en la que un Estado confesional católico puede ser perjudicial.

Newman habría criticado sin duda, por motivos prácticos, el decreto sobre el ecumenismo, por su fracaso en reconocer lo mucho que las Iglesias de la Reforma se han alejado de sus raíces en el siglo XVI, en dirección del protestantismo liberal. Habría también, sin embargo, saludado el decreto, por haber sido él mismo un defensor del movimiento ecuménico en su principio. Y desde luego, como discípulo de los Padres griegos más que de los latinos, se habría hecho eco de las esperanzas del Papa Juan Pablo II, deseoso de que la Iglesia pudiera un día volver a respirar con sus dos pulmones, oriental y occidental.

Como Padre conciliar del Vaticano II, Newman habría ciertamente estado en total acuerdo con la insistencia del papa Benedicto XVI sobre una idea del Concilio no en ruptura sino en continuidad con el pasado. Los concilios estuvieron siempre en la mente de Newman a lo largo de su vida. Su primer libro, Los Arrianos del siglo IV (1833), había sido planeado originalmente como un estudio sobre el concilio de Nicea, aunque acabó siendo más que una introducción a esa asamblea conciliar. Durante su periodo tractariano, Newman fue muy consciente del desafío que el concilio de Trento planteaba a una teología de la via media, y al tiempo del tracto 90 (1841) parece evidente que había llegado a la aceptación de Trento como un concilio general legítimo de la Iglesia.

Dos años antes, en 1839, al estudiar el concilio de Calcedonia, se vio asaltado por sus primeras dudas acerca del Anglicanismo. Pero finalmente y sobre todo, el concilio Vaticano I le llevó a diseñar una especie de mini-teología de los Concilios, en sus cartas privadas antes, durante y después del Concilio. Vio los concilios, tendentes a modificar unos a otros, como causa inevitable de grandes conmociones y disensiones dentro de la Iglesia, y a los protagonistas opuestos exagerando sus propias doctrinas. La historia le enseñó que, con el tiempo, emerge una comprensión mejor que las interpretaciones contemporáneas, que suelen ser más superficiales, porque reflejan las circunstancias y los tiempos en los que tuvo lugar el Concilio. Newman fue muy sensible a los desarrollos inesperados que siguen a los Concilios, especial e irónicamente a causa de los asuntos sobre los que nada tienen que decir.

Principalmente como pensador más que como realizador, Newman nunca fue el centro de un culto popular desde el principio, como por ejemplo Madre Teresa, pero su santidad fue reconocida durante su vida, y con los años este reconocimiento se ha extendido por toda la Iglesia. En la fiesta de la Asunción de María del año 2001, un diácono norteamericano casado se curó inexplicablemente de una grave enfermedad de columna después de orar, por la intercesión de Newman. Todo ello a partir de haber visto una entrevista conmigo en la cadena católica americana de Televisión, en junio del año 2000. El tribunal nombrado por la archidiócesis de Boston concluyó que la curación había sido milagrosa, lo cual fue confirmado por los peritos médicos de la Congregación para las Causas de los Santos, en Roma. El 3 de julio de 2009 el papa Benedicto XVI firmó el decreto de beatificación de Newman, prevista para septiembre de 2010.

Se necesitará otro milagro para la canonización, pero lo cierto es que cada vez son más los católicos que acuden a la intercesión del Cardenal John H. Newman, que fue declarado venerable por Juan Pablo II en 1991, después de que la Congregación para las Causas de los Santos confirmase las conclusiones de la Comisión Histórica, establecida por la Archidiócesis de Birmingham, en la que Newman fundó el primer Oratorio inglés de San Felipe Neri. No hay duda de que, una vez canonizado, la Iglesia declarará a Newman Doctor de la Iglesia.

IAN KER
(Traducción de José Morales)

APOLOGIA PRO VITA SUA,
LA RETÓRICA DE LA VERDAD

Establecido en Birmingham desde comienzos de 1849, Newman dedicó sus esfuerzos a la consolidación del Oratorio de Inglaterra, que había fundado poco antes. Ignorado por el mundo anglicano e incomprendido por algunos católicos, el gran converso desarrolló una intensa actividad pastoral que abarcaba todos los estratos sociales de la población de Birmingham y sus alrededores. Fueron años de oscuridad, en los que nunca abandonó su trabajo intelectual, sus ideales educativos, ni su preocupación por promocionar el laicado católico.

Un inesperado suceso, sin embargo, iba a proporcionar a Newman la ocasión no buscada de romper un silencio de años. Observaba que muchos conocidos y amigos parecían referirse a él como si ya hubiera muerto o, al menos, estuviera prácticamente ausente de este mundo. La quietud y lejanía de su trabajo en Birmingham habían comenzado, en efecto, a difuminar en la memoria de quienes le conocían los perfiles de su figura y la trayectoria de su vida.

Pero esta situación se encontraba a punto de sufrir un rápido cambio. La voz inconfundible de Newman iba a oírse de nuevo con un poder y un eco formidables. El episodio comenzó con la publicación, en el número de enero de 1864 de la Macmillan’s Magazine, de una recensión, firmada con las iniciales C.K., de un libro sobre la historia de Inglaterra. Unas líneas del texto decían lo siguiente:

La verdad, por sí misma, nunca ha sido una virtud para el clero romano. Father Newman nos informa de que no necesita serlo y que, en definitiva, no debe serlo; que la astucia es el arma que el cielo ha dado a los santos para que resistan la fuerza bruta y masculina del mundo malvado que toma y es dado en matrimonio. Puede que su pensamiento no sea doctrinalmente correcto, pero es un hecho que es así.

Sorprendido por lo gratuito y zafio de esta agresión verbal, Newman escribió a los editores una carta de protesta:

No se cita ni una sola palabra mía, y mucho menos un texto de mis escritos, para justificar tal afirmación. No me ha pasado siquiera por la mente entablar una polémica con el autor del pasaje o con el editor que lo publica sin incluir la prueba de sus alegaciones. Tampoco deseo reparación alguna de ninguno de ellos, ni me quejo de su acción, ni les daré las gracias en el caso de que rectifiquen. Y no les escribo con el deseo de que me contesten. Pretendo únicamente llamar su atención, como caballeros, sobre una calumnia grave y gratuita, con la que, espero, deplorarán ustedes ver asociado un nombre tan ilustre como el de su revista.

A los pocos días recibió Newman una carta del clérigo anglicano Charles Kingsley, en la que éste se declaraba autor del escrito y defendía sus palabras acusatorias como la traducción adecuada de numerosos Sermones y textos de Newman en sus períodos anglicano y católico. Afirmaba también estar dispuesto a retractarse, si Newman demostraba que se le había hecho una injusticia.

Newman se extrañó mucho al conocer la identidad del autor. Las iniciales al pie del artículo no le habían indicado nada, y pensó que se trataba de «algún joven escritor que busca fabricarse una reputación barata disparando sobre un blanco cómodo». Charles Kingsley era, sin embargo, un hombre de 44 años, escritor y novelista de cierta popularidad, capellán de la reina Victoria, tutor del príncipe de Gales y profesor de historia en la Universidad de Cambridge.

La carta de disculpa de Kingsley era tan insultante como su primer texto. Newman respondió fría y brevemente, pero tomó la decisión de publicar un folleto con toda la correspondencia que el asunto había provocado hasta aquel momento. Los textos aparecieron el 12 de febrero, e incluían una reflexión conclusiva que, en forma de diálogo satírico, decía así:

Mr Kingsley comienza exclamando: «Oh, las artimañas, el fraude total, la vil hipocresía, la tiranía romana que mata las conciencias. No hace falta buscar mucho para encontrar una prueba. Ahí está, por ejemplo, Father Newman, una muestra viva que vale lo que cien ejemplares muertos. Él, un sacerdote escribiendo de sacerdotes, nos dice que mentir no implica daño alguno».

Yo intervengo: «Se toma usted una gran libertad con mi nombre. Si he dicho eso, indíqueme cuándo y dónde».

Mr Kingsley responde: «Lo dijo usted, Reverendo señor, en un sermón predicado cuando era protestante y Vicario de Santa María, publicado en 1844...».

Replico: «Ah, pero entonces, al parecer, no como un sacerdote escribiendo de sacerdotes; pero veamos el texto».

Mr Kingsley dice: «¿Sabe una cosa?, me gusta su tono. Por su tono me alegra poder creer que usted no quería decir lo que dijo».

Replico: «¿Querer decir? Mantengo que nunca lo he dicho, ni como protestante ni como católico».

Mr Kingsley responde: «No insisto en ese punto».

Yo hago una objeción: «¿Es posible? ¿Vamos a no insistir en el punto principal? O lo he dicho o no lo he dicho. Usted ha formulado una terrible acusación contra mí: una acusación directa, clara y pública. Está usted, por tanto, obligado a probarla de modo igualmente directo, claro y público; o bien, a reconocer que no puede hacerlo».

Mr Kingsley: «Bien: si usted está seguro de no haberlo dicho, acepto su palabra».

«¡Mi palabra! Me deja usted mudo. Yo pensaba que era precisamente mi palabra la que estaba sometida a juicio. La palabra que ofrece un maestro en mentir sobre que no miente».

Pero Mr Kingsley me asegura: «Ambos somos caballeros, yo he hecho ya todo lo que un caballero puede esperar de otro».

Ahora empiezo a entender: Mr Kingsley me consideraba un caballero cuando a la vez decía que yo enseñaba la mentira como sistema. No soy yo entonces, sino Mr Kingsley, quien no quería decir lo que dijo.

Inicialmente muy seguro de sí mismo, Kingsley no había calculado bien las consecuencias que iba a producirle su injusta y vulgar actuación. Había provocado a un hombre pacífico, que podía ser sin embargo un maestro temible en el uso de la ironía e incluso del sarcasmo. Ocurría además que la bajeza de su ataque a una persona de virtud y honorabilidad intelectual reconocidas, que había renunciado a una carrera brillante por motivos de conciencia, comenzaba a molestar al público inglés, que se mostraba crecientemente dispuesto a prestar una atención viva y respetuosa a todo lo que Newman pudiera replicar en su favor.

La publicación por Kingsley de un folleto titulado ¿Qué quiere decir entonces el Dr Newman? contribuyó muy poco a mejorar su situación en la polémica, que adquiría un volumen cada vez mayor. Fue a mediados de marzo cuando el oratoriano se animó a poner en práctica un proyecto que ya había cruzado su mente con frecuencia. La polémica con Kingsley le proporcionaba una excelente ocasión para explicar al gran público un período crucial de su vida. El día 8 había escrito al abogado Badeley: «Nunca he tenido la oportunidad de defenderme respecto a diversos pasajes de mi vida y mis escritos, y siempre he deseado que llegase un momento en el que se presentara la posibilidad de hacerlo».

El momento había llegado. La inclinación autobiográfica de Newman iba a entrar en acción de nuevo para producir un libro que se cuenta entre los mejores escritos autobiográficos de la lengua inglesa. Kingsley se desliza ahora hacia un segundo lugar, hasta hacerse casi irrelevante. Newman se siente impulsado de modo prácticamente irresistible a contar su vida y explicar el desarrollo de sus convicciones y sentimientos religiosos desde su adolescencia hasta su conversión católica en 1845.

Contar la historia de su ideas religiosas exigía un gran esfuerzo documental porque Newman quería dibujar y demostrar con textos auténticos la claridad de su evolución espiritual. Conservaba muchas cartas y escritos que describían sus reacciones personales y relataban los acontecimientos anteriores a 1845. Pero debía completar esas fuentes y hubo de comunicar su proyecto a viejos amigos anglicanos para pedirles colaboración. Así pudo disponer de una gran parte de su correspondencia con ellos.

A finales de marzo de 1864 se encontraba en condiciones de comenzar la redacción del libro. La mesa donde fue escrita la Apologia puede verse aún en la biblioteca del Oratorio de Birmingham. Un mueble de madera oscura, con el tablero a la altura del pecho pues es para escribir de pie. Visitado de nuevo por los recuerdos de su vida, Newman permaneció muchas veces emocionado escribiendo en esa peculiar mesa a lo largo de un mes, en tiempos de trabajo que sobrepasaban habitualmente las quince horas diarias y que en una ocasión llegaron a las veintidós. La Apologia se publicó inicialmente en siete cuadernos, que aparecieron semanalmente entre el 21 de abril y el 2 de junio. El 16 de junio apareció un octavo cuaderno que, a modo de apéndice, contenía una «Respuesta detallada a las acusaciones de Mr Kingsley». El libro completo fue editado por Longman dentro del año con el título Apologia pro Vita Sua. En 1865 se publicó una segunda edición titulada Historia de mis Ideas Religiosas. Rememorando el esfuerzo de esos días dramáticos, escribía unos meses después:

Cuando vivía en Oxford, compuse en dos ocasiones sendos escritos en una noche, y otro en un día, pero ahora me he tenido que ocupar a la vez de escribir y de imprimir, y he producido de un tirón un libro de quinientas sesenta y dos páginas. Pero ha sido con tanto sufrimiento, tantas lágrimas, y tanto trabajo... que me parece asombroso haberlo podido terminar, y que la tarea no haya acabado conmigo.

La Apologia fue leída por toda Inglaterra, la anglicana, la protestante y la católica. Ofrecía una historia convincente, precisa y conmovedora. El autor era un convertido que exponía la honestidad de sus intenciones al cambiar de religión, y argumentaba indirecta pero elocuentemente la validez última del Credo católico; pero lo hacía con gran respeto hacia el Anglicanismo de su juventud y hacia todos los amigos que había dejado detrás. Se percibía más fuerza en las evocadoras palabras de Newman que en los razonamientos y brillantes argumentaciones sembrados en sus numerosos escritos. Lo hacía notar en su reseña, redactada por el obispo de Oxford Samuel Wilberforce, la Quarterly Review (High Church) poniendo en guardia a lectores incautos ante Newman, que «nunca es más convincente que cuando evita la controversia. Hay más fuerza en las palabras ardientes que va dejando caer, impregnadas del fuego de su propia vida interior, que en la más ceñida de sus estudiadas argumentaciones».

Los comentaristas anglicanos de la obra no se retrajeron en alabar la magnanimidad del autor. Apreciaban que era posible hacerse católico sin descalificar al cuerpo religioso en el que se había servido con intención recta. El libro cayó sobre los viejos correligionarios de Newman como una bomba. Había en sus páginas calor en lugar de frialdad, generosidad en vez de estrechez de espíritu, afecto donde se esperaría encontrar desprecio. La reseña de la Saturday Review —según Wilfrid Ward, «quizá la publicación que mejor representaba en aquel tiempo la opinión de la gente culta»— ejemplifica esta reacción:

La acusación ligera, improvisada y —hay que decirlo— injustificable, que ha lanzado contra el Dr Newman un popular escritor, conocido más por el vigor de su lengua que por el de su intelecto, ha originado una de las obras más interesantes del panorama literario actual. El Dr Newman es uno de los más grandes maestros del lenguaje [...] y, de una forma u otra, ha influido en el curso del pensamiento inglés quizá más que ninguno de sus contemporáneos1.

Las reseñas del Times y el Spectator, si no tan entusiastas, eran también claramente positivas y, entre las tres, marcaron el tono general de la recepción de la Apologia en los círculos influyentes, lo mismo que las del Examiner, neutral en religión, la Quarterly Review, de orientación High Church, y otras. En sustancia, todas suscribían el juego limpio y generoso del Inquirer (18-VI-1864): «Por mucho que disintamos del Dr Newman, por muy lejos que estemos de sentir nosotros la fuerza de muchas de sus opiniones, sí vemos con qué tremenda fuerza él las siente, y respetamos la perfecta integridad de sus actos a todo lo largo de su carrera». El Churchman (1-VIII-1864), de tendencia High Church, incluía una nota de nostalgia por la pérdida de aquel soldado inigualable:

Nos duele, lo mismo que a miles y decenas de miles de compatriotas suyos y nuestros, verle condenado, en su avanzada edad, a malvivir dando clase a niños pequeños en una escuela desconocida de Edgbaston, en lugar de ejercer su influencia sobre toda la sociedad con su pluma magistral y su irresistible elocuencia, como hubiera hecho de haber seguido en Oxford.

La Apologia fue un gran éxito de Newman. Pero entre las casi sesenta reseñas que se publicaron hubo, como es lógico, algunas claramente negativas, como las del Atenæum, neutral en religión pero favorable a Kingsley, o el British Quarterly Review (1-VII-1864), baptista y congregacionalista que, desde la lógica del «más a mi favor», juzgaba a Newman más culpable después que antes de la Apologia: «Inconscientemente, nos ha proporcionado, si no una plena justificación de las palabras del Profesor Kingsley, desde luego sí una excusa muy natural y casi suficiente para emplearlas».

Las hubo también a medio camino entre la «rendición» y el rechazo impermeable. En estas recensiones o artículos, el punto de partida suele ser racionalista y la reacción más o menos común es que Newman, en efecto, ha demostrado ser un intelectual íntegro y veraz, pero a costa de aceptar lo inaceptable. En realidad, estas posturas ambivalentes toman la Apologia como punto de partida para atacar la creencia católica de Newman o, más en general, la misma creencia religiosa. Por ejemplo, el Ecclesiastic, de tendencia High Church (26, VII-1864, 310): «Siendo como es una historia digna de todo crédito, el autor revela inconscientemente pero con toda claridad la enfermedad latente que le llevó a abandonar el campo de batalla y retirarse a un territorio de exilio espiritual». Para la London Review (25-VI-1864), el autor no fue más que «un ciego guiando a otros ciegos» más con la imaginación que con la razón, y la Apologia, «la historia de una debilidad, no un acto de fuerza». «Su enorme inteligencia se encadena no ya a un hondo sentido religioso sino a una superstición llena de fantasía. El autor es, en esencia, un visionario cuya fe se enardece en relación directa con lo improbable, convencido de que parte de la excelencia de la fe consiste en hacer violencia a la razón» (The Patriot, 21-VII-1864). Para la Weekly Review (25-VI-1864), en algunos puntos, Newman es «débil intelectualmente hasta casi la estupidez». En definitiva, el tono general de la recepción en las publicaciones no católicas fue de elogio hacia la Apologia y su autor, a pesar de observaciones propias de revistas que reflejaban los prejuicios confesionales de anglicanos, protestantes o racionalistas.

En medios católicos el libro fue recibido con una alegría próxima al entusiasmo. Newman se vio literalmente inundado de cartas de felicitación y agradecimiento. El Cardenal Manning alabó los méritos de la obra y se refirió a ella como la más grande de Newman, aunque más tarde —molesto por las reacciones positivas de los anglicanos y por comparaciones desfavorables a su estilo en temas interconfesionales— se distanció en algunos aspectos. Los críticos habituales de Newman fueron algo más lejos. William G. Ward expresó a Charles Russell, amigo irlandés de Newman, su desacuerdo con diversos contenidos de la Apologia y su decisión, como editor de la Dublin Review, de no atraer demasiada atención sobre el libro. Lo mismo opinaba por entonces Herbert Vaughan, futuro sucesor de Manning en la sede de Westminster.

La calurosa acogida de la Apologia suponía una nueva época en la vida de Newman. Había respondido a Kingsley y vindicado el nombre de católico. Había procurado un saludable desahogo para su espíritu, y recibido ánimo para el trabajo diario y la ejecución de nuevos proyectos intelectuales y espirituales. Con la publicación y difusión de la Apologia se produjo un relanzamiento espontáneo en las relaciones de Newman y sus antiguos amigos anglicanos. Pudo ahora reanudar contactos que parecían extinguidos, e intensificar otros comenzados pocos años atrás. Algunos hombres de Oxford se sintieron aludidos directa o indirectamente en las páginas del libro y se apresuraron a manifestar el afecto que habían conservado latente durante dos décadas.

Podemos detenernos ahora brevemente en algunas características de este libro singular. No es exactamente una autobiografía, pero sí un libro autobiográfico centrado en la personalidad de Newman, y aquí radican los elementos perennes y geniales que desbordan la ocasión histórica que dio origen al relato.

Como las Confesiones de Rousseau, la Apologia pide justicia contra acusaciones que el autor juzga insidiosas y falsas. A diferencia de aquéllas, sin embargo, Newman no maquilla su pasado con el fin de justificarse.

Un hombre que nos informa de sus hechos y pensamientos difícilmente se humilla, y si lo hace suele ser para reivindicar su persona y acciones de modo todavía más sutil. Pero estas Confesiones newmanianas eran la historia de una crisis, y no podía escribirse sin lágrimas y sin dolor. No es un libro escrito para manifestar autocomplacencia; el papel de la mirada hacia atrás no es la propia glorificación sino la voluntad de descubrir la gran providencia de Dios hacia quien resucita su pasado. Newman trata en estas páginas de reconsiderarlo, ver claro dentro de sí mismo y rastrear todos los motivos de su conducta religiosa, aunque sabe que el análisis no va a depararle grandes sorpresas.

Análogamente a lo que ocurre en las Confesiones de san Agustín —como ha puesto de relieve Maurice Nédoncelle—, la historia del autor se desvincula en cierto modo del destino de la sociedad que le rodea, y es considerada en cuanto acción de Dios. El yo personal encuentra su consistencia en la libertad ayudada por la gracia. La Apologia proclama indirectamente la grandeza divina, la debilidad humana y el misterio de la vocación personal: «confessio laudis, confessio peccatorum, confessio fidei». Newman ha volcado artísticamente en este libro la sustancia de todos sus sentimientos, ideas y convicciones2.

A diferencia de san Agustín, que se vuelve continuamente hacia Dios en las páginas de sus Confesiones, Newman ha sido provocado a escribir, y se vuelve más bien hacia los hombres, es decir, hacia su acusador, hacia sus jueces, que forman parte de la opinión pública inglesa, hacia los amigos y adversarios de otro tiempo, y hacia lectores nuevos y desconocidos que se han asomado a la discusión y han sido captados por ella.

Esto es así porque la Apologia, antes que autobiografía, es una obra de Retórica, en el más noble y clásico sentido de la palabra. No quiere narrar, quiere convencer. Y para convencer, importa sobre todo que lo narrado sea verdad.

Dar a conocer exhaustivamente los detalles de su existencia no encaja en el proyecto de la Apologia; nada se dice en ella de su ambiente familiar, sus aficiones, sus gustos, ni tampoco de su sensibilidad, al menos de forma directa. Se cuenta sólo aquello que tiene relieve para el fin retórico: que los hechos hablen. Y lo que se cuenta, se cuenta en cuanto que sirve a ese fin, desatendiendo posibles ambientaciones o retratos.

Newman no recuerda, revive, y a continuación escribe con intenso dramatismo. Quien lea sólo en busca de información, se verá defraudado. El singular efecto que busca la Apologia radica justamente en la densa unidad de concepción que condiciona hasta el último pliegue de su estructura y de su prosa; y al mismo tiempo, en la espontaneidad y falta de artificio con que Newman la compuso.

La estructura de la Apologia podría compararse a un drama en cuatro actos y un epílogo. El primero —primer capítulo— presentaría la escena del conflicto y al hombre volcado hacia una misión con impulso juvenil, reflejados tanto en el lema tomado a Aquiles —«Ahora que he regresado, veréis la diferencia»— como en la religiosa plegaria del poema «Lead, Kindly Light». La nerviosidad, el suspense en el relato de su regreso a Inglaterra, acentuado por las dilaciones, más ciertos detalles —el regreso de su hermano Francis desde Persia, el sermón de Keble, al que se diría que asiste Newman con la ropa del viaje aún puesta, la datación del Movimiento—, dejan un recuerdo imborrable y confieren un halo novelesco al comienzo del Movimiento de Oxford. El arranque del segundo acto-capítulo marca un contraste con el vibrante final del capítulo anterior, con su tono de calma, seguridad y confianza en la propia posición: «no tengo ninguna historia romántica que contar», nos dice.

El tercero es el momento de la crisis, provocada por el estudio de las herejías de la Antigüedad, anunciada desde la primera frase —«la gran revolución que me llevó a dejar mi propio hogar»— pero aplazada durante muchas páginas. La tensión crece soterrada a medida que Newman va perfilando diversos aspectos de su Via Media, hasta el momento en que una breve frase —«La vacación veraniega de 1839 comenzó pronto»— abre paso al relato del clímax. Un primer párrafo con detalles cronológicos compone el telón sobre el que brillará la imagen del espejo: «Yo era un Monofisita». Y la cadencia inapelable de los tres golpes; con Roma —y no la Via Media— en el centro: «La Iglesia de la Via Media ocupaba el lugar de la Comunión Oriental; Roma estaba donde está ahora; y los protestantes eran los Eutiquianos». Una sentencia de san Agustín —«Securus iudicat orbis terrarum»— más tres acontecimientos «que me rompieron» colocan a Newman al principio del fin.

El cuarto capítulo, complejo, documentado, es el del soldado moribundo, el del retiro. Se reconoce vencido por los liberales, se dispone a preparar a sus amigos para la decisión cada vez más inevitable y, al final, pulsa magistralmente la nota elegíaca, llena de tensión dramática y sensibilidad contenida: la insoportable ruptura con treinta años de amigos y vinculación a un lugar amado —desde aquel juvenil «¡Mira, ése es Keble!» del capítulo primero, hasta este preciso momento— se refugia en la enumeración aparentemente fría de las personas y los hechos; y en las frases cortas, casi neutras, y en el motivo memorable de la «boca de dragón» de Trinity College. Pero lo que no se dice, la contención y el self-control expresivo no hacen más que subrayar el pathos inolvidable con que termina el drama de la Apologia.

«Termina» porque el capítulo quinto funciona como un Epílogo no dramático, ni narrativo, sino predominantemente expositivo. «Se acabó la historia de mis ‘opiniones religiosas’; ya no hay nada que narrar». Cambia también el destinatario; ya no pretende persuadir ni a la generalidad de los protestantes ingleses que empezaron a desconfiar de él a partir del Tracto 90, ni tampoco al círculo de sus amigos y conocidos de Oxford; que esos dos eran los principales destinatarios de la Apologia. Este epílogo se dirige a otro público: los católicos intransigentes que dudaban de su lealtad a la Iglesia y habían difundido esa imagen. Hasta tal punto que el editor católico Burns decía en 1861 que su presencia en una publicación podía ponerla en peligro: «La gran objeción contra Newman... es, por un motivo u otro, su mala fama».

Por otro lado, partiendo del contexto ideológico en que fue escrito, este capítulo quinto traza un certero panorama del mundo intelectual europeo del siglo XIX en su estrato más profundo, cuyas coincidencias con la actual coyuntura en el siglo XXI parecen bien claras.

El estilo de la Apologia adquiere toda su fuerza, lo mismo que el diseño de la estructura, en el revivir autobiográfico como medio de persuasión. Las cartas de sus amigos, los documentos, no son rellenos sino testimonios, anclajes en un pasado que se revive y se expresa en una lengua dramática y al tiempo coloquial, que la presente traducción ha procurado verter al castellano3. Acostumbrados al tono habitual de las biografías victorianas, las reseñas dan fe de que los lectores contemporáneos se vieron sorprendidos por la «conversational explosion», por la «frescura y viveza con que hace revivir la batalla de tal ocasión»; tanto que «se hace difícil creer que la condena del Tracto 90 no tuvo lugar la semana pasada». La Apologia —terminaba su reseña el Times— «tiene todo el fuego de una descripción del momento actual». Había que anular la distancia temporal, llevar a los lectores al pasado para que se convencieran ellos mismos de que era verdad lo que Newman contaba de sí mismo. Lo que está en juego es simplemente la verdad, captada por Newman a lo largo de su vida, que ahora le reclama un nuevo testimonio.

Al comienzo del capítulo tercero, Newman reflexiona sobre la reconciliación dramática del presente y el pasado: «Si no fuera por una imperativa llamada del deber, no podría hacer a sangre fría lo que estoy haciendo. Analizar lo ocurrido hace tanto tiempo y exponer el resultado es algo atroz para el corazón y la mente. He hecho en mi vida muchas cosas audaces: ésta es la más audaz; y si no estuviera seguro del éxito final del proyecto, hubiera sido una locura ponerme a ello».

Hay un pasaje pletórico de fuerza rememorativa, ilustrativo del estado emocional de Newman cuando, a lo largo de la Apologia, tenía lugar la fusión del plano del pasado con el del presente:

«¿Qué hace allí en Littlemore?» ¿Que qué hago? ¿No me he apartado de vosotros? ¿No he renunciado a mi posición y a mi sitio en el mundo? De todos los caballeros ingleses ¿soy yo el único que no tiene derecho a ir donde me dé la gana, sin tener que aguantar vuestras entrometidas preguntas?; ¿soy yo el único que ha de ser perseguido por miradas celosas e indiscretas que toman buena nota de si entro en mi casa por la puerta de atrás o por la de delante, o a quién se le ocurre venir a pasar un rato conmigo por la tarde? ¡Cobardes!, si diera un solo paso saldríais corriendo. Pero a vosotros no os tengo miedo [...]. No puedo entrar ni salir de mi casa sin que me sigan ojos impertinentes. ¿Por qué no me dejáis morir en paz? Los animales heridos se arrastran hasta un agujero para morir, y nadie les inquieta. ¡Dejadme!, ya no os molestaré más. Éste era el dolor terebrante de mi corazón y yo diría que hasta esas eran las mismas palabras con que me lo decía a mí mismo (IV).

La lengua se ajusta a las ideas; metáforas y comparaciones resultan tan precisas que parecen confundirse con la realidad. El autor conmueve y es directo con los medios más elementales y sencillos.

Retórica, autobiografía y unas notables dosis de dramatismo ya habían comparecido casi veinte años antes en una obra de Newman: la encantadora novela autobiográfica y oxoniense, Perder y ganar (Loss and Gain, 1848) que, en cierto sentido, es como un primer ensayo de la Apologia tanto en su carácter de respuesta a una agresión como en su finalidad persuasiva.

Apologia pro Vita Sua es un relato de conversión, con título de resonancias patrísticas, tan queridas para Newman. Pero no fue escrita con intención apologética ni para edificar. Tampoco se propuso provocar una ola de conversiones a Dios o a la Iglesia, ni demostrar la verdad del catolicismo. Si la Apologia ha tenido, además, consecuencias apologéticas se debe al elocuente mensaje de credibilidad que contiene este gran clásico de la retórica, la autobiografía y la literatura en lengua inglesa.

JOSÉ MORALES, VÍCTOR GARCÍA RUIZ [1996]

NOTAS

1 Citado por W. Ward, The Life of John Henry Cardinal Newman, II, 33.

2 «L’Apologia de Newman dans l’histoire de l’autobiographie et de la théologie», Interpretation der Welt (Festgabe Romano Guardini), Würzburg, 1965, 574. Ver también Vincent Ferrer Blehl, «Early Criticism of the Apologia», Newman’s «Apologia»: A Classic Reconsidered, ed. V.F. Blehl y F.X. Connolly, Nueva York, Harcourt, Brace & Court World, 1964, 47-63, y Martin J. Svaglic, «The Structure of Newman’s Apologia», PMLA 66, IlI-1951, 138-148.

3 Tanto para las notas explicativas como para el texto y otros puntos, se han tenido en cuenta las ediciones de la Apologia de Martin J. Svaglic (Oxford, UP, 1967), Ian Ker (Londres, Penguin Books, 1994) y David J. DeLaura (Nueva York-Londres, W.W. Norton & Company, 1968). Para la biografía de Newman ver Meriol Trevor, John Henry Newman: crónica de un amor a la verdad (Salamanca, Sígueme, 1989), José Morales Marín, Newman (1801-1890) (Madrid, Rialp, 1990) y Charles S. Dessain, Vida y pensamiento del cardenal Newman (Madrid, Paulinas, 1990).

PREFACIO
[a la edición de 1865]

La siguiente Historia de mis ideas religiosas, ahora que se desvincula del contexto en el que estaba situada originalmente, exige alguna explicación preliminar, no sólo con el fin general de introducirla al lector, sino especialmente para hacerle entender cómo llegué a escribir un libro entero sobre mí mismo y sobre mis pensamientos y sentimientos más íntimos.

Si obedeciera a mis propios impulsos, haría todo lo posible para borrar de este libro, sin más, y entregar luego al olvido toda huella de las circunstancias que lo originaron. Pero su título original de Apologia se encuentra estrictamente determinado por su contenido y estructura; éstos, a su vez, sugieren circunstancias correlativas de carácter tan grave que no puedo llevar a cabo un deseo tan natural.

Por tanto, aunque en esta nueva edición he logrado omitir casi cien páginas de mi libro original —podían considerarse, sin riesgo, meramente efímeras— me veo obligado por esta misma razón, como modo de compensar su ausencia, a prologar mi relato con alguna noticia sobre la provocación que lo motivó.

Hace ahora más de veinte años que pervive en la opinión pública una vaga impresión hostil a mí, como si mi conducta hacia la Iglesia Anglicana, cuando yo era miembro de ella, fuera incompatible con la sencillez y franqueza cristianas. Era casi inevitable que existiera semejante impresión, dadas las circunstancias del caso: una persona que había publicado cosas muy contundentes contra una determinada causa, alguien que había reunido en torno suyo un grupo de gente en virtud de esos escritos, poco a poco comenzó a vacilar en su oposición, retiró sus palabras, provocó perplejidad y confusión en sus amigos, que ya no supieron cómo comportarse, y al final, terminó pasándose al campo enemigo que tan vehementemente había atacado.

Siempre me han dolido las acusaciones que tan desconsideradamente se han lanzado contra mí, pero no he sentido nunca especial inquietud ante ellas; tales imputaciones tendrían que continuar a lo largo de toda mi vida, y yo las consideraba el castigo justo y natural por cambiar de religión. Aplazaba mi respuesta a esas acusaciones para el día en que, desvanecidos los sentimientos personales, pudieran ver la luz cartas que yo tenía sepultadas en armarios o cartas mías que andaban diseminadas por todo el país.

Ésta era mi situación espiritual, como lo había sido durante muchos años, cuando, a comienzos de 1864, me encontré inesperadamente obligado a defenderme públicamente. Había llegado la oportunidad de hacer valer mi causa ante el mundo y, además, como de hecho ocurrió, existían buenas perspectivas de ser escuchado imparcialmente.

A pesar de que me cogió completamente por sorpresa, a pesar de que tenía múltiples motivos para sentirme inquieto sobre cómo salir con bien de asunto tan serio, el caso es que, desde mucho antes, yo había firmado conmigo mismo una especie de compromiso de que, en el caso improbable de que alguna personalidad de talla me atacara formalmente, mi deber sería contestar. Esa oportunidad se había presentado. Podía no aparecer de nuevo. No aprovecharla inmediatamente podía suponer el abandono virtual de mi propósito. Por lo tanto, hice uso de ella. La circunstancia de que apenas dispuse de tiempo para una exposición cuidadosa ha excusado, en el juicio equitativo del público, las imperfecciones de composición motivadas por mi escasez de tiempo.

Fue en el número de enero de 1864 de una revista de amplia circulación, y en un artículo sobre la reina Isabel I, donde un escritor muy conocido tomó ocasión para acusarme, formalmente y por mi nombre, de tratar con ligereza la virtud de la Veracidad y de haber respaldado y defendido la poca atención a esa virtud que, de paso, imputaba a los sacerdotes católicos. Éstas eran sus palabras:

La verdad, por sí misma, nunca ha sido una virtud para el clero romano. Father Newman nos informa de que no necesita serlo y que, en definitiva, no debe serlo; que la astucia es el arma que el cielo ha dado a los santos para que resistan la fuerza bruta y masculina del mundo malvado que toma y es dado en matrimonio. Puede que su pensamiento no sea doctrinalmente correcto, pero es un hecho que es así.

Estas afirmaciones, que iban mucho más allá de los prejuicios corrientes que existen contra mí, no tenían fundamento real alguno. Nunca había dicho yo, ni se me había pasado por la cabeza, que la verdad por sí misma no necesitara ser una virtud y, en definitiva, no debiera serlo para el clero romano; o que la astucia era el arma dada por el cielo a los santos para resistir al mundo malvado. ¿A qué libro mío podía referirse el escritor?

En el cruce de cartas que surgió entre nosotros, apoyó él su acusación en un sermón mío, predicado antes de hacerme católico en el púlpito de mi iglesia de Oxford. Me dio a entender que, con lo dicho, no estaba obligado a especificar los pasajes concretos que contenían la doctrina que me atribuía, más allá de esa referencia general a mi sermón. No consideré suficiente esta respuesta, y le pedí que presentara la prueba de su acusación en forma y con detalle, o que reconociera que no era capaz de hacerlo.

Pero él perseveró en su negativa a citar pasajes concretos de mis escritos, y aunque consintió en retirar su acusación, no la retiraba aceptando que era falso lo que él decía sino porque yo le aseguraba no tener intención de incurrir en ella. Esto no bastaba a mi sentido de justicia. Acusarme formalmente de cometer una falta es una cosa. Aceptar que yo no tenía intención de cometerla es otra cosa muy distinta. ¿Es satisfacción que quien me acusa de esta ofensa diga luego que no me acusa de aquella otra? Pero él veía las cosas de otro modo. Al no obtener justicia de su parte, donde tenía yo pleno derecho a pedirla, apelé al público y publiqué las cartas en forma de folleto, con algunas palabras al final comentando el desarrollo de nuestra correspondencia.

Este folleto, que apareció en las primeras semanas de febrero, recibió una respuesta de mi acusador hacia finales de marzo, en otro folleto de 48 páginas, titulado ¿Qué quiere entonces decir el Dr Newman?, donde él decía cumplir con lo que yo le había pedido. Es decir, reunió un conjunto de extractos tomados de obras mías, católicas y anglicanas, con el fin de mostrar que si yo había de ser absuelto del delito de enseñar y practicar el engaño y la doblez —según su primera suposición—, sería al precio de no ser considerado nunca más responsable de mis propias acciones. Porque —así lo expresaba— «sin duda hubo un tiempo en que tuve capacidad racional, pero la había malbaratado» y había «llevado mi mente a un estado enfermizo, en el que la insensatez era el único alimento apetecido»; y que no podía considerarse «error precipitado, exagerado o sin fundamento, cuando él concluía que no me interesaba la verdad por sí misma ni enseñar a mis discípulos que la verdad es una virtud»; y aunque «son muchos los que prefieren la acusación de insinceridad a la de insensatez, el Dr Newman no parece contarse entre ellos».