Edición en formato digital: marzo de 2019

 

En cubierta: fotografía de © Clive Sax

Mapa del interior: ilustración de © Jorge Arranz

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Domingo Villar, 2019 c/o Schavelzon Graham Agencia Literaria (www.schavelzongraham.com)

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17624-81-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

 

Para mi madre

 

Nido. 1. Lecho que forman las aves con hierbas, pajas, plumas u otros materiales blandos, para poner sus huevos y criar los pollos. 2. En los hospitales y maternidades, espacio destinado a los recién nacidos. 3. Sitio al que se acude con frecuencia. 4. Lugar donde se juntan personas, animales o cosas despreciables. 5. Principio o fundamento de algo.

 

 

La mujer alta dejó de leer, se tumbó boca arriba y notó que le vencía el sueño. Incluso con los ojos cerrados, sentía el destello del sol en los párpados. Le gustaba la soledad de aquella playa en la que podía pasar las horas sin otra compañía que el libro, el rumor de las olas y el canto de las aves que tenían su nido entre las dunas.

Aún no se había dormido cuando creyó percibir una risa de niño. Se incorporó y vio la sombra de un pájaro que se movía en la arena. Levantó la mirada y lo vio pasar planeando con las alas muy quietas. Detrás, con los brazos levantados como si pudiese alcanzarlo, había llegado corriendo el chiquillo. Se había detenido al descubrirla entre las dunas y ahora la miraba fijamente con sus grandes ojos oscuros. Tendría unos ocho años y solo llevaba puesto un traje de baño verde mar. En el lugar en que debía estar su mano izquierda no había más que un muñón.

La mujer alta miró la mano que no estaba y atrajo hacia sí su cesta. Aún debía de quedarle una manzana en algún sitio.

—¿Quieres una manzana? —preguntó, enseñándosela.

El hombre que iba con el niño apareció sobre la duna unos segundos después. Su sonrisa también se transformó en sorpresa al tropezarse con ella.

—¿Puedo darle una manzana? —consultó la mujer alta, después de cubrirse con el pareo.

Antes de que el hombre pudiese contestar, el niño se le acercó y estiró su única mano. Luego, sosteniendo la manzana en alto como un trofeo, se perdió tras la duna para siempre.

 

Preludio. 1. Aquello que precede y sirve de preparación o principio de alguna cosa. 2. Lo que se toca o canta para afinar la voz o los instrumentos antes de comenzar la ejecución de una obra musical. 3. Obertura o sinfonía.

 

 

Durante los días que precedieron a la desaparición de Mónica Andrade, un temporal de lluvia y viento azotó con violencia la costa gallega. En la ciudad de Vigo, el agua anegó garajes y sótanos, y el viento derribó vallas y árboles y desprendió fragmentos de las cornisas de algunos edificios. La flota pesquera de bajura permaneció amarrada en los puertos y varios barcos de gran tonelaje, sorprendidos en mar abierto por la tempestad, buscaron en el interior de la ría el abrigo de las islas Cíes.

Una de aquellas madrugadas, Leo Caldas se despertó en mitad de la noche sobresaltado por los truenos. Encendió la luz, bebió en la cocina un vaso de agua fría y desde el salón contempló la lluvia intensa que dibujaba líneas casi horizontales alrededor de las farolas.

Regresó a la cama y cerró los ojos tratando de volver a dormirse. Después de media hora de vigilia, encendió la radio buscando en las voces desconocidas el arrullo que le devolviese el sueño. En Onda Vigo se emitía El centinela, un programa local que intercalaba piezas de música con llamadas de los radioyentes, como aquel otro en el que él mismo participaba dos veces a la semana.

Sobre el eco cada vez más distante de la tronada, Caldas escuchó cómo algunos oyentes saludaban al locutor con familiaridad mientras que otros, más azarados, apenas podían balbucear monosílabos durante sus primeros instantes en antena. Le gustó comprobar que a estos últimos nadie los apremiaba como habría hecho Santiago Losada, el conductor de su programa. Tampoco parecían incomodar al locutor nocturno los silencios que tanto irritaban al otro. Mientras que Losada habría arrancado las palabras a tirones y rellenado los vacíos con trivialidades, el locutor que conducía El centinela fomentaba unas pausas cómplices que invitaban a la confidencia y permitían que las palabras brotasen poco a poco, como el hilo de una costura que se deshilvana.

Aquel tono generaba en los oyentes la ilusión de estar hablando de manera íntima en lugar de para desconocidos y, durante el tiempo que estuvo despierto, Caldas escuchó a unos pedir consejo y a otros encontrar consuelo. Para todos, pensaba el inspector, aquellas llamadas a la radio eran una salida que les permitía huir de la soledad mientras la ciudad dormía.

A las cinco, el informativo interrumpió durante unos minutos El centinela con noticias de economía, de la inestabilidad política surgida tras las últimas elecciones y de la búsqueda de otro niño en Portugal. Las autoridades temían que se tratase de la novena víctima del asesino al que apodaban el Caimán y Caldas compadeció a los policías portugueses encargados del caso. No le habría gustado tener que lidiar con un asunto como aquel.

Las noticias locales que vinieron después se refirieron a la lluvia que, tras el día plácido, volvía a arreciar aquella noche. También al último golpe a una vivienda aislada por parte de los dos ladrones encapuchados que mantenían intranquila a la comarca y en alerta a la policía.

Leo Caldas se revolvió en la cama. Se imaginó a su padre despierto mientras la tormenta sobrevolaba su finca. Estaría encogido en una butaca frente al ventanal, abrigado con una manta y preocupado por si el viento levantaba las tejas más antiguas, por si se caía algún árbol sobre la casa o por si alguno de aquellos fogonazos prendía en un monte cercano y amenazaba sus viñas.

El inspector venció la tentación de telefonear a su padre para cerciorarse de que todo marchaba bien. No quería transmitirle su inquietud. Confiaba en que al menos el perro estuviese con él.

Después de otra llamada dejó de prestar atención al programa. Primero sintió los restallidos de la lluvia en el patio sobre el murmullo de la radio y luego, antes de quedarse dormido, oyó un coro lejano de gaviotas como un preludio del amanecer.

 

 

Oficio. 1. Ocupación habitual, especialmente la que requiere habilidad manual o esfuerzo físico. 2. Dominio o conocimiento de la propia actividad. 3. Profesión de algún arte mecánica. 4. Comunicación escrita entre Administraciones públicas. 5. Funciones de la Iglesia católica, particularmente las de Semana Santa.

 

 

Seguía lloviendo cuando Leo Caldas salió de casa el viernes por la mañana. El viento de la noche anterior había desplazado de su sitio algunos contenedores de basura y en las aceras se acumulaban más hojas caídas que de costumbre. Al llegar al paseo de Alfonso XII, el mar se le apareció tan gris como las nubes que cubrían la ciudad, aunque sobre el horizonte, más allá de las islas Cíes, se adivinaba una franja de cielo azul como un presagio de buen tiempo.

También había secuelas del temporal en los rostros de los agentes de guardia que conversaban en la puerta de la comisaría. Leo Caldas los saludó antes de entrar y caminó entre el alboroto de las dos hileras de mesas de la sala principal. Empujó la puerta de cristal esmerilado de su despacho, colgó el impermeable en el perchero y resopló al comprobar la cantidad de documentos que se amontonaba sobre la mesa. Como todos los viernes, después de varios días esquivando atestados, minutas y diligencias, le esperaban los papeles.

Comenzó separando los que tenían el adhesivo amarillo con el que solía señalar los asuntos más urgentes. Cuando los hubo identificado, encendió el ordenador, resopló de nuevo y salió del despacho para servirse un café en la sala contigua.

En el mes de junio, tras el atraco a una joyería de la ciudad, el propietario y los dos empleados del establecimiento habían pasado varias horas en aquella misma sala, tratando de reconocer a los asaltantes en los archivos de la policía. Dos semanas más tarde, cuando la unidad de Leo Caldas detuvo a la banda de atracadores, el joyero les envió una cafetera exprés para sustituir a la anterior. Nadie sabía si lo había hecho por gratitud o por compasión pero, salvo a Ferro, que añoraba el regusto quemado que dejaba la antigua, el obsequio del joyero los había reconciliado con el café de la comisaría.

Caldas regresó al despacho, colocó la taza en un hueco entre los papeles, se dejó caer en su butaca negra y se zambulló en el primero de los documentos.

Hora y media más tarde, mientras redactaba un oficio dirigido al juzgado, el cristal de la puerta se oscureció. Leo Caldas levantó la vista y reconoció la silueta de su ayudante antes de que la puerta se abriera.

—Ya estoy de vuelta —anunció Rafael Estévez.

—Ya te veo.

—¿Ha leído lo de anoche?

Leo Caldas negó con la cabeza.

—Eche un ojo al periódico —dijo entonces Estévez, señalando el ordenador—. Lo han vuelto a hacer. Hay que ser muy ruin y muy cobarde para pegar así a unos viejos. Ya pueden rezar para que no sea yo el que les caiga encima.

Cuando Estévez se retiró, Caldas abrió la portada del periódico local en la pantalla. En la parte superior se destacaban los efectos de las inundaciones nocturnas. Debajo encontró la noticia a la que se refería su ayudante y recordó que ya la había escuchado durante la noche: los dos encapuchados habían sorprendido a un matrimonio de ancianos mientras cenaba y se habían ensañado con ellos. En la fotografía que ilustraba el relato de los hechos aparecía la mujer. Tenía unos ochenta años y el rostro desfigurado por la paliza. Su marido estaba ingresado en un hospital.

Caldas se dijo que tal vez no sería mala idea dejar a los culpables de aquello con Estévez unas cuantas horas cuando alguien los capturase.

Terminó de redactar el oficio, se levantó y caminó entre las mesas hasta la calle. No lograba alejar de su mente la imagen de la anciana. En la acera, protegido de la lluvia por la cornisa del edificio, encendió el primer cigarrillo del día. Luego se sacó el teléfono móvil del bolsillo del pantalón.

—¿Cómo estás? —preguntó con cierto alivio cuando, después de varios tonos, oyó la voz de su padre.

—Preocupado —contestó el padre, y su suspiro de resignación sonó en el auricular como uno de los truenos de la noche anterior.

El inspector tragó saliva.

—¿Y eso?

—El viento tiró anoche un camelio. El grande. No sé si se podrá replantar.

Caldas agradeció que la preocupación de su padre tuviese una causa diferente de la suya.

—Vaya..., al menos parece que viene buen tiempo.

—No te fíes, Leo. Ayer hizo un día agradable y mira qué nochecita.

—Eso también es verdad —admitió Leo Caldas. Cuando volvió a interesarse por el temporal nocturno, su padre enumeró otros desperfectos menores producidos en su finca durante la semana. Caldas le dejó hablar, apagó el cigarrillo y entró de nuevo. Cruzó la comisaría asintiendo aunque el barullo apenas le permitía entender lo que su padre le contaba. Al abrir la puerta del despacho, la anciana le miró desde la pantalla del ordenador.

—¿Tienes a tu perro contigo? —interrumpió a su padre.

—No es mío —replicó el padre.

—Bueno, da lo mismo..., ¿está ahí?

—Por aquí anda, sí —dijo—. ¿Por qué te interesa tanto ese perro?

—Por nada —mintió—. ¿Qué hacías?

—Acabo de cambiar el agua al bacalao —le dijo el padre—. Ahora voy a ver si soy capaz de poner derecho el camelio.

El padre de Caldas no entendía el bacalao sin invitados.

—¿Tienes gente? —preguntó Leo Caldas.

—Antonio Lemos y su mujer vienen a pasar el fin de semana.

—¿Se quedan a dormir?

—Sí —respondió el padre—, un par de noches o tres. Las que quieran. Y Trabazo y Lola vendrán hoy a cenar también. A ver si despeja y podemos estrenar el telescopio.

—¿El qué?

—Antonio me ha regalado un telescopio que encontró en un mercado de segunda mano —le contó—. Siempre quise tener uno.

—¿Para qué?

—¿Para qué va a ser? ¿Tú no eras inspector?

Leo Caldas sonrió.

—¿Darás un abrazo a los cuatro de mi parte? —preguntó. Le alegraba saber que su padre estaría acompañado durante el fin de semana.

—¿Por qué no vienes a cenar y se lo das tú en persona?

Leo Caldas echó un vistazo a la mesa. La pila de papeles apenas había menguado.

—Me encantaría, pero tengo trabajo atrasado. Además, no tengo cómo ir.

—¿Y ese ayudante tuyo?

—No sé si puedo pedirle eso.

—Aparte del bacalao, tenemos un caldo que dejó hecho María y abriremos vino de la cosecha nueva, que no sabes cómo está —le contó el padre para ver si lo animaba—. Y Lola trae filloas.

—Bueno, ya veré —dijo, aunque los dos tenían la certeza de que no acudiría.

El padre hizo un último intento:

—Te dejo mirar por el telescopio. ¿Qué me dices?

—Que des ese abrazo a todos —respondió Leo Caldas antes de despedirse.

Luego colgó el teléfono y alcanzó el siguiente papel del montón.

 

Distancia. 1. Espacio lineal que media entre dos cosas. 2. Intervalo de tiempo entre dos sucesos. 3. Diferencia, desemejanza notable entre unas cosas y otras. 4. Alejamiento, desapego, desafecto entre personas. 5. Frialdad en el trato. 6. Lejanía, lugar remoto o que se ve de lejos.

 

 

La lluvia apenas ofreció unas horas de tregua en todo el fin de semana. Caldas pasó el sábado trabajando en el despacho y el domingo tumbado en el sofá, leyendo frente al televisor. El lunes discurrió sin sobresaltos en la comisaría.

El martes salió el sol.

Después de reunirse con Estévez, Ferro y Clara Barcia para conocer las novedades y recordar las tareas pendientes, el inspector se sirvió un café y se sentó a releer el atestado del robo a un banco de la zona alta de la ciudad. Los ladrones habían desactivado la alarma y accedido a la sucursal desde el piso superior, abriendo un agujero de medio metro de diámetro en el techo. Después de forzar la caja fuerte con una lanza térmica, habían huido sin dejar una huella.

—Nunca me he encontrado un butrón en el techo —dijo Rafael Estévez, quien sentado al otro lado de la mesa revisaba las fotografías del expediente.

El inspector iba a comentar que el método no era nuevo para él cuando el zumbido de su teléfono móvil vibrando sobre la mesa reclamó su atención.

Caldas leyó en la pantalla el nombre del comisario Soto.

—Leo, ¿dónde te has metido?

—En mi mesa —respondió Caldas, y se preguntó dónde lo habría estado buscando el comisario para no haber dado con él.

—¿Quién era? —le preguntó Estévez.

Caldas dio un sorbo al café y señaló a la espalda de su ayudante. Una silueta se fue dibujando cada vez más grande en el cristal hasta que la puerta se abrió de golpe.

Estévez se puso en pie de un respingo al ver aparecer al comisario.

—¿Con qué estáis? —quiso saber Soto.

—Con el robo al banco del Calvario —respondió Caldas mostrándole la carpeta—. Íbamos a salir para allá.

—Pues dejadlo para luego —zanjó el comisario y, mirando al inspector a los ojos, añadió—: Necesito que te ocupes de algo.

Estévez, tan incómodo como cada vez que se hallaba frente al comisario, recogió la carpeta con el expediente de la mesa y guardó dentro las fotografías del robo. Estaba ansioso por salir de la habitación.

—¿Voy yendo yo? —se ofreció.

A Caldas no le pareció mal que Estévez fuese adelantando trabajo, pero la mirada de Soto le dictó una respuesta diferente.

—Espérame, mejor —dijo Caldas, señalando el pasillo.

Estévez se deslizó fuera del despacho y el comisario cerró la puerta.

—No quiero que Estévez vaya solo a ningún sitio, ya lo sabes.

—Por eso le he pedido que me espere —admitió Caldas—. Además, desde que sabe que va a ser padre, Rafa está bastante más tranquilo.

—Ni tranquilo ni gaitas, Leo —le cortó el comisario, y se volvió para confirmar que la puerta seguía cerrada—. Estévez es incontrolable y yo ya tengo suficientes problemas.

Leo Caldas torció el gesto.

—¿Ha venido solo para recordármelo? —preguntó, aunque era evidente que el motivo era otro.

—No, claro —respondió Soto—. ¿Sabes quién es el doctor Andrade?

—¿El doctor Andrade?

Aquel nombre le sonaba, pero Caldas se recostó en la butaca de cuero negro y negó moviendo la cabeza para invitar a su superior a revelárselo.

—Es un cirujano, una eminencia. Seguro que lo has visto en el periódico alguna vez. Yo lo conozco desde hace años. Operó a mi mujer. Le salvó la vida —explicó Soto, sin ocultar su admiración por aquel médico—. Me ha llamado hace un rato preocupado porque no sabe nada de su hija. Va a venir esta mañana por aquí y quiero que te encargues tú.

Caldas contuvo un silbido. Agradecía la deferencia del comisario Soto, pero había aprendido a apartarse de cualquier caso tras el que intuyese la presencia de un vínculo personal. Por otra parte, la naturaleza del asunto tampoco resultaba demasiado atractiva.

Era habitual recibir en la comisaría a padres alarmados ante la falta de noticias de sus hijos, aunque aquellas ausencias rara vez se dilataban en el tiempo. Bastaban una o dos noches al raso para enfriar el disgusto de quienes huían a causa de una discusión familiar, y los que prolongaban la diversión del fin de semana solían regresar tras despertarse en un parque, en una playa o en el dormitorio de alguien con quien habían pasado la noche.

Más complejas eran las fugas de enamorados, sobre todo desde que internet había sustituido a otros lugares públicos como territorio de encuentros. Durante los últimos años, las marchas imprevistas de adolescentes ávidos de poner cuerpo y rostro a un idilio virtual estaban proliferando tanto que Leo Caldas temía encontrarse ante una epidemia.

 

 

Tan pronto como vio salir al comisario, Estévez regresó al despacho. Encontró a Caldas resignado a no poder mantener la distancia que hubiera deseado con la desaparición de la hija del doctor Andrade. Cuando el inspector puso a su ayudante en antecedentes, este le preguntó:

—¿Otra que se fue a conocer al novio?

Caldas apuró el resto de café del fondo de la taza.

—Supongo —dijo después.

 

Nota. 1. Texto breve con el que se avisa de algo. 2. Apunte sobre alguna cosa o materia para extenderse después o acordarse de ella. 3. Papel que detalla los productos consumidos, su cantidad e importe. 4. Calificación en un examen o evaluación. 5. Sonido de la escala musical y signo que lo representa. 6. Fama, concepto o crédito de alguien.

 

 

El doctor Víctor Andrade era un hombre alto, enjuto y casi completamente calvo. Tenía los ojos grises, la nariz prominente y la palidez en la piel de quien acostumbra a pasar demasiado tiempo alejado de la luz del sol. Vestía un traje azul marino sobre una camisa de un azul más claro. Por la abertura de la chaqueta asomaban una corbata verde y sus iniciales bordadas en la tela de la camisa.

Cuando conoció al cirujano, Leo Caldas pensó que era algo mayor para tener una hija adolescente. Cerca de sesenta años, calculó.

El comisario Soto invitó al doctor a acompañarle hasta su despacho y Caldas los siguió por el pasillo, con el cuaderno de tapas negras bajo el brazo, viendo brillar con cada paso las hebillas de los zapatos del médico.

Tomaron asiento alrededor de la mesa redonda y el doctor Andrade tamborileó en la madera sin encubrir una inquietud que el inspector ya había percibido en la humedad de su palma al estrecharle la mano. Tenía los dedos largos, rematados en unas uñas anchas muy cuidadas. No llevaba alianza. El reloj que lucía en su muñeca izquierda hacía que el del comisario, a su lado, pareciese de juguete.

—Se llama Mónica —dijo el doctor Andrade cuando el comisario le preguntó el nombre de su hija.

Leo Caldas abrió el cuaderno por la primera hoja en blanco, trazó una línea horizontal y sobre esta escribió con letras grandes: «Mónica Andrade». Mientras, el comisario había comenzado a formular las preguntas rutinarias.

—¿Cuándo la echaron en falta, doctor?

—El domingo habíamos quedado a comer, pero no se presentó. Tenía el móvil desconectado y, después de esperar casi una hora en el restaurante, me marché a casa. Estaba bastante enfadado porque, aunque no era la primera vez que mi hija me daba un plantón, me había asegurado unos días antes que no faltaría. Ayer por la mañana la telefoneé para pedirle explicaciones pero seguía sin responder. No me preocupé hasta que por la tarde llamé a su clase y me dijeron que no había pasado por la escuela desde el viernes ni había llamado como otras veces, cuando por algún motivo no podía ir a trabajar.

—¿A trabajar? —repitió Soto, sorprendido—. ¿En qué trabaja su hija, doctor?

—Es profesora de cerámica en la Escuela de Artes y Oficios. Siempre tuvo predilección por las cosas que no sirven para nada.

Leo Caldas y el comisario Soto se buscaron con la mirada. Fue el comisario quien expresó en voz alta lo que ambos se preguntaban:

—¿Cuántos años tiene?

—En diciembre cumplirá treinta y cuatro.

Los policías se miraron de nuevo.

—Ya no vive con usted, claro.

—No —contestó el médico. Se restregaba las manos como si frotara una pastilla de jabón—. Mónica se independizó cuando se marchó a Santiago, a la universidad. Luego solo ha vivido en casa alguna temporada.

—Pero ahora vive aquí, en Vigo, ¿no es así?

—Trabaja en Vigo —matizó el doctor—, pero desde hace unos meses vive en Tirán.

—¿Dónde? —intervino por primera vez Leo Caldas.

—En Tirán —repitió el doctor Andrade, y movió la mano como si saltase un obstáculo—. Al otro lado de la ría.

—Supongo que ha estado allí.

—Claro —confirmó el médico—. Ayer por la tarde, después de saber que no había ido a trabajar, me acerqué para ver si le había sucedido algo o si se encontraba mal. No estaba en casa. Esta mañana he vuelto a ir —dijo, con un gesto que daba a entender que el resultado había sido idéntico al del día anterior.

—¿Estaba el coche de su hija aparcado en la casa?

—Mónica no tiene coche —les explicó Andrade—. Cuando se mudó a Tirán lo vendió y se compró una bicicleta. Dice que allí no lo necesita.

 

 

Tirán era una de las pequeñas parroquias marineras de la península del Morrazo, al otro lado de la ría. En línea recta, poco más de dos millas de agua la separaban del puerto de Vigo. Desde allí había dos modos habituales de llegar a la ciudad: por carretera, atravesando la ría por el puente levantado en el estrecho de Rande; o por mar, en los barcos de línea que conectaban cada media hora el puerto de Vigo con los muelles de Cangas y Moaña.

—Viene a Vigo en barco, supongo.

—Sí —corroboró Andrade—. Siempre coge el barco en Moaña.

Caldas lo remarcó en su cuaderno y volvió a preguntar:

—¿Vio la bicicleta?

—No me fijé, la verdad.

—¿Su hija vive sola? —quiso saber Soto.

—Sí, sola.

—¿Tiene hijos?

—No.

—¿Pareja?

—Creo que no.

—¿No está seguro? —intervino Leo Caldas.

—No, no estoy seguro —confesó el doctor Andrade—. Mónica es una chica reservada. Pero no vive con un hombre, si es a lo que se refieren.

—¿Le conoce relaciones anteriores? —continuó el inspector.

Andrade miró hacia arriba haciendo memoria y dio un resoplido prolongado.

—Que yo sepa, hace cuatro o cinco años que Mónica no tiene una relación.

Demasiado tiempo como para tener algo que ver con su marcha, pensó Leo Caldas mientras lo escribía, y los ojos grises del doctor siguieron cada uno de sus trazos desde el otro lado de la mesa.

—¿Preguntó en Tirán si habían visto a su hija? —terció el comisario.

Víctor Andrade asintió otra vez:

—Su vecina no la ve desde hace días.

—¿Y sus amigos?

—El mismo domingo por la tarde llamé a Eva Búa. Es su amiga más íntima. Casi su única amiga de verdad.

Caldas escribió el nombre.

—¿Habían estado juntas?

—No. Eva estaba en el coche cuando la llamé, regresaba con su marido y sus niños de pasar el fin de semana en Madrid. Cuando le expliqué que no sabía nada de Mónica se extrañó. Ella le había contado que iba a comer conmigo.

—¿Cuándo se lo contó?

—No lo sé —dijo Andrade—. No se ven tanto como antes, pero siguen llamándose todas las semanas.

—¿Ha vuelto a hablar con ella —preguntó Caldas, y volvió a leer el nombre de la mujer en el papel—, con Eva Búa?

—Ayer me telefoneó para ver si tenía noticias de Mónica. Aunque tratara de tranquilizarme, sé que está tan preocupada como yo.

Caldas se llevó el bolígrafo a la boca y lo sostuvo un instante entre los dientes. Habría agradecido encender un cigarrillo.

—¿Tiene más hijos?

—No.

Según le había contado el comisario, el doctor estaba casado con una de las hijas de Sixto Feijóo, un empresario ya fallecido tan célebre por haber repelido un intento de secuestro fingiendo un ataque cardiaco como por las aportaciones altruistas con que había regado numerosas causas benéficas.

—¿Está usted casado? —preguntó, de todas formas.

Andrade asintió.

—¿Y qué dice su mujer?

—¿Qué dice?

—¿También está preocupada?

El doctor abrió las manos. ¿Cómo no iba a estarlo?

Mientras Caldas anotaba el nombre de la madre de la desaparecida en el cuaderno, los pensamientos que bullían en la cabeza del médico le obligaron a cambiar de postura en la silla. Su intranquilidad no pasó inadvertida para ninguno de los dos policías, pero fue Caldas quien preguntó:

—¿Sigue enfadado con su hija?

Andrade clavó en él sus ojos grises.

—¿Enfadado?

—Por el plantón y eso...

El doctor Andrade suspiró antes de responder.

—No —susurró—. Ahora estoy asustado.

—¿Tiene algún motivo para temer que pueda haberle sucedido algo? —insistió Leo Caldas, y sintió la mirada del comisario reprendiéndole. Soto aún no veía en Andrade al hombre que buscaba a su hija, seguía sentado ante el cirujano que había intervenido a su mujer.

—No lo sé —dijo con otro hilo de voz, y a Caldas le pareció que el médico menguaba al otro lado de la mesa—. Me parece tan raro que desaparezca así, sin decir nada...

—¿Ha llamado a los hospitales? —medió el comisario Soto.

—Hablé con todos los servicios de urgencias antes de llamarle a usted —respondió Andrade—. Mónica no ha ingresado en ninguno.

Caldas intervino para preguntar:

—¿Sabe cuál es el banco en el que tiene el dinero su hija?

—Sí —dijo Andrade—, es mi banco también.

El inspector le sugirió que se pusiese en contacto con ellos para tratar de averiguar los últimos movimientos en la cuenta de Mónica.

—Esa es información confidencial y nosotros necesitaríamos autorización de un juez para requerirla —explicó, mirando al comisario—, pero tal vez alguien pueda facilitársela directamente a usted sin necesidad de tanto trámite.

Antes de que Caldas hubiese terminado la frase, Andrade estaba marcando el número privado del director de la sucursal bancaria en su teléfono móvil. No necesitó insistir para obtener la respuesta.

—El miércoles por la mañana sacó dinero en un cajero en Moaña —dijo, repitiendo lo que oía en el auricular—. Desde entonces nada.

—¿Mucho dinero? —preguntó Leo Caldas, en voz baja.

—¿Mucho dinero? —repitió el médico, en un tono que no admitía una evasiva, y Caldas se preguntó si Andrade también habría operado a la mujer del director del banco.

Como si no se tratase de información reservada, la cantidad le fue transmitida al instante:

—Ciento veinte euros.

No era una fortuna, pensó Caldas, pero podía bastar para una escapada.

—Pregunte si hay alguna compra reciente en una agencia de viajes o una línea aérea —indicó, aprovechando lo solícito que se mostraba el director del banco con el doctor.

Un movimiento de la cabeza de Andrade le dijo que no.

Después de asegurarse de que le avisarían si se producía algún movimiento en la cuenta de su hija, el doctor se despidió de su interlocutor y colgó.

Leo Caldas volvió a mordisquear el bolígrafo.

—¿Se había marchado Mónica antes?

—¿Cómo? —respondió el médico, aunque el inspector supo que le había entendido.

—Su hija —repitió—, ¿ha hecho esto otras veces, desaparecer?

—Nunca varios días. No sin avisar.

El doctor Andrade se peinó hacia atrás el poco cabello cano que crecía sobre sus orejas y permaneció unos instantes con los dedos entrecruzados en la nuca y los codos apuntando a los policías.

—Disculpe que le hagamos estas preguntas, doctor, pero entienda que son necesarias —le dijo Leo Caldas—. Cualquier detalle puede servir para localizarla.

Andrade le miró a los ojos.

—¿Es usted inspector?

—Inspector, sí —respondió. Volvía a echar de menos el tabaco.

—Pues pregunte usted sin rodeos, inspector. En mi trabajo también es necesario llamar a las cosas por su nombre.

Leo Caldas asintió y comenzó a formular algunas de las preguntas que el comisario había evitado hasta entonces.

—¿Sufre su hija algún trastorno, tiene antecedentes por depresión o se ha desorientado...?

—No —le cortó el doctor levantando la mano—, nada de eso.

—¿Toma alguna medicación?

Volvió a negar moviendo el dedo.

—¿Alcohol, drogas?

—Tampoco.

—¿Algún conflicto personal o laboral?

Andrade se encogió de hombros.

—Creo que no.

—¿Se lo habría comentado en caso de tenerlo?

—Supongo —respondió, pero Caldas anotó otra cosa.

—¿Sabe si ha pasado por dificultades económicas? —preguntó, aun sabiendo que el abuelo de la chica había sido un empresario acaudalado y que los logros del doctor en el quirófano debían de haber engordado tanto su cuenta corriente como su reputación.

—¿Dificultades económicas? —respondió Andrade, y un proyecto de sonrisa modificó la expresión de su rostro—. No conocen a mi hija. El dinero le importa poco, si es que le importa algo. Mónica ganaba diez veces más en su trabajo anterior que en esas clases de cerámica. Y, sin embargo, fue ella quien decidió abandonar la fundación.

—Porque cuenta con el respaldo de su familia —adujo Caldas.

No había pretendido restar méritos a la hija del doctor sino formarse una idea precisa de su situación financiera. El comisario le fulminó con la mirada, pero a Andrade, en cambio, el comentario del inspector no pareció molestarle.

—No tenemos problemas de dinero —admitió—, pero hace años que Mónica no nos pide un céntimo. A veces creo que le habría gustado nacer pobre.

Caldas no supo distinguir si en las palabras del médico había orgullo o incomprensión.

—Estudió Filología Clásica —añadió Andrade—. Ya les he dicho que se siente atraída por todo lo inútil.

El comisario esbozó media sonrisa y Caldas hizo una anotación en el cuaderno. Nadie había llamado a la familia de Andrade pidiendo un rescate, pero no quería descartar ninguna posibilidad antes de tiempo. Luego retrocedió para revisar sus apuntes desde el principio. Se detuvo en una de las frases subrayadas y la comentó en voz alta:

—Habló con su hija para confirmar que comerían juntos. ¿Es así?

El doctor asintió.

—¿Cuándo se lo recordó?

—El jueves por la mañana, creo.

—¿Es la última vez que se vieron?

—No nos vimos. Hablamos por teléfono.

—¿Y cuándo fue la última vez que estuvieron juntos?

—El 3 de noviembre —respondió sin dudar—. Es mi cumpleaños. La invité a comer para celebrarlo.

—Eso fue hace dos semanas —concluyó Leo Caldas tras consultar el calendario colgado en la pared, tras la mesa de trabajo del comisario—. Desde entonces ¿solo se han telefoneado en una ocasión?

—No, habremos hablado dos o tres veces más.

—¿Y cómo la encontró? ¿Estaba preocupada?

—Estaba como siempre. Bien.

Caldas miró al comisario de soslayo. Hacía rato que su superior no intervenía en la conversación. Pensó que debía de estar incómodo con aquel disfraz de familiar de paciente del doctor que llevaba puesto. Luego volvió a su cuaderno y se detuvo en otra señal.

—Nos ha contado que estuvo en casa de su hija, en Tirán, ¿había algo fuera de sitio?

Víctor Andrade no pudo responder con precisión.

—No he ido tanto como para notarlo.

—Pero aparentemente ¿la casa está en orden?

Dijo que sí con la cabeza.

—¿Revisó todas las habitaciones?

—Miré en todos lados —admitió—. En la bañera, debajo de la cama, en los armarios...

—¿Faltaba ropa o alguna maleta?

—No lo sé, inspector, pero le repito que Mónica no se habría marchado sin avisar —contestó, y después de pasarse las manos por la calva, como retocándose el pelo que ya no estaba ahí, se frotó con fuerza los ojos.

El comisario Soto se levantó de la silla dispuesto a redimir al doctor:

—Lo que nos ha contado basta para que nos pongamos en marcha.

Andrade tragó saliva y Leo Caldas percibió el miedo en su mirada vidriosa.

—¿Le importaría acompañarnos a casa de su hija, doctor?

—¿Ahora?

—Si es posible... —sugirió Leo Caldas.

El médico consultó el enorme reloj de su muñeca izquierda.

—¿Podríamos ir ya? —respondió—. Tengo que estar en quirófano en dos horas.

—Claro —convino Leo Caldas, pero antes de que Víctor Andrade se pusiese en pie volvió a intervenir—: Una cosa más, doctor: ¿tiene su hija algún animal doméstico? ¿Un perro, un gato, pájaros...?

—Tiene un gato, sí.

El inspector se dispuso a tomar una última nota.

—¿Estaba el gato en la casa?

—No lo sé —dudó.

—¿No lo vio?

—No, creo que no —dijo el médico después de pensarlo mejor—. Ni esta mañana ni ayer.

 

Abatir. 1. Derribar, echar por tierra. 2. Inclinar o tumbar lo que estaba vertical. 3. Humillar. 4. Hacer perder a alguien el ánimo, el vigor o las fuerzas. 5. Desviarse de su rumbo una embarcación. 6. Descender un ave sobre una presa.

 

 

Con Estévez al volante y el inspector recostado en el asiento contiguo, el coche de los policías tomó la autopista siguiendo al de Víctor Andrade. Estévez había dejado escapar un silbido al ver el automóvil del médico. A Leo Caldas le recordaba al propio doctor: grande, reluciente y con algunas piezas cromadas que destellaban en la carrocería como las hebillas en sus zapatos.

El inspector miró a la izquierda al pasar junto al monte de la Guía, cuya ermita en la cima parecía custodiar el puerto, y vio al otro lado de la ría la masa verde de la península del Morrazo. Luego cerró los ojos y se concentró en recibir el aire que dejaba entrar su ventanilla, abierta unos dedos.

Serpenteando entre casas cada vez de menos altura fueron dejando atrás la ciudad y enfilaron el puente de Rande. Asentado sobre dos enormes pilares, el puente conectaba las orillas de la ría por el lugar en que las márgenes estaban más próximas. Su inauguración, varias décadas atrás, había reducido en más de veinte kilómetros el trayecto entre Vigo y las poblaciones de la otra orilla.

Rafael Estévez, sin perder de vista el coche del médico, observaba de reojo el panorama que se extendía a su izquierda. A través del cristal, vio las bateas alineadas en el mar, como una escuadra dispuesta a entrar en combate, y a lo lejos, tapando la línea del horizonte, la silueta oscura de las islas Cíes.

—Qué bonito es esto —exclamó el aragonés, como cada vez que sobrevolaba la ría por el puente, y Caldas abrió los ojos. Por su ventanilla, orientada hacia la ensenada de San Simón, el sol brillaba en los bancos de arena descubiertos por la bajamar. Algunos barcos, escorados sobre el fondo seco, aguardaban el repunte de la marea para liberarse.

—Sí —contestó.

Abandonaron la autopista inmediatamente después del puente. El doctor no tomó la carretera de la costa. Le siguieron por la vía rápida, atravesando la península del Morrazo entre bosques de pinos y eucaliptos cuyo aroma se colaba por la rendija abierta en el cristal de Caldas, hasta que el intermitente del coche del doctor les indicó el desvío. Pasaron junto a un enorme letrero publicitario abatido por el temporal de la semana anterior y continuaron por una carretera sinuosa que desembocó frente al puerto de Moaña.

Caldas distinguió la popa de un pequeño barco de pasaje que se alejaba lentamente entre las bateas de los mejilloneros. Debía de ser el mismo que llevaba cada día a Mónica Andrade a la ciudad.

El padre de la chica giró a la derecha y Estévez lo siguió por el paseo marítimo hasta la playa de O Con. En la terraza del Marusía, las mesas y sillas metálicas todavía estaban apiladas, esperando la hora de abrir. Caldas había cenado varias veces en aquella estructura de madera que parecía suspendida sobre el agua. A Alba le gustaba ir con marea alta y sentir las olas rompiendo bajo los pies.

Al pasar, el inspector se quedó mirando la terraza vacía.

—¿Eso es un restaurante? —le preguntó Estévez.

Caldas asintió.

—¿Ha comido alguna vez ahí?

—Alguna —respondió, lacónico, el inspector.

Al final de la playa, se desviaron a la izquierda por una carretera estrecha que al principio discurría entre casas bajas y pequeñas huertas y luego zigzagueaba directamente sobre el mar.

—¿Sabe nadar? —preguntó Estévez.

—¿Qué?

—Como venga alguien de frente ya me dirá qué hacemos —sonrió el aragonés, vigilando el desnivel de su izquierda.

Un centenar de metros más adelante, después de una curva sobre una pequeña playa cubierta de algas, las casas volvieron a aparecer entre la carretera y la ría. Andrade sacó una mano por la ventanilla para indicarles que se detuviesen e hizo subir su vehículo por una rampa hasta una explanada situada en el lado de la carretera opuesto al mar. Estévez realizó la misma maniobra y estacionó al lado del doctor. Caldas consultó su reloj. Habían tardado menos de cinco minutos en llegar desde el puerto de Moaña hasta allí.

—Es mejor aparcar aquí arriba —explicó el médico a través de la ventanilla abierta—. Abajo no hay quien dé la vuelta.

Caldas salió del coche. Las casas impedían ver la ría, pero el olor intenso delataba su proximidad. En la explanada había otro vehículo aparcado y espacio para seis o siete más. También un contenedor de basura y, cerca de este, esperando a ser retirados, una pila de ramas arrancadas por el viento y varios sacos llenos de hojas.

Descendieron por una calleja empinada que bajaba entre casas de piedra en dirección al mar. Un letrero anunciaba que aquella cuesta llevaba a una iglesia del siglo XII.

 

 

La pequeña iglesia parroquial de Tirán ocupaba el centro de un atrio, una plataforma de suelo enlosado elevada sobre el mar y cerrada por un murete de medio metro de altura. Al frente, en la otra orilla de la ría, la ciudad de Vigo aparecía tendida como un animal dormido al borde del agua. A la izquierda, el atrio de la iglesia lindaba con un cementerio cuyas cruces de piedra se dibujaban contra el cielo azul. A la derecha había una casa baja con la fachada pintada de blanco.

Entre la casita y un huerto con un naranjo cargado de frutos partía, paralelo a la línea del mar, un sendero.

—Por ahí —dijo el doctor Andrade.

Le siguieron por el camino en fila de a uno, oyendo las olas que rompían en la playa y el ladrido de un perro pequeño dentro de la casa blanca.

La huerta de la izquierda se transformó a los pocos pasos en hierbas tan altas que por momentos ocultaban el mar. Caldas pensó que, como creciesen un poco más, quienes quisieran pasar por allí deberían abrirse paso a machetazos. Al otro lado, después de la casa blanca había un terreno de labor y, a continuación, la cerca de una finca. Dentro, una casa modesta de una sola planta con las paredes pintadas de azul.

El doctor Andrade empujó una cancela de madera, pintada también de azul, que cabeceó sobre los goznes al abrirse.

—Es esta —dijo.

Su mirada seguía trasluciendo la congoja que el inspector había percibido en la comisaría.

—¿No hay otra entrada? —preguntó Caldas. Le sorprendía que la forma de llegar hasta allí fuese a través de aquel sendero angosto que partía de la iglesia.

—Hay un portalón en la parte de arriba —dijo Víctor Andrade—, pero Mónica no lo utiliza. Siempre entra por aquí.

Caldas y Estévez acompañaron al médico por el camino de guijarros que, entre la hierba del pequeño jardín, conducía desde la cancela hasta la puerta de la vivienda de su hija. Las rodadas de la bicicleta habían formado un surco en la grava.

Se detuvieron al descubrir un hueco enorme en la hierba. Entre los terrones levantados surgían como barbas los restos de una raíz. A un lado vieron un tronco, limpio y cortado en piezas grandes. En el extremo de una de ellas aún podía verse la raíz arrancada de la tierra.

—Era un árbol de Navidad precioso —dijo el doctor Andrade—. Lo tiró el viento de la semana pasada.

—¿Se lo dijo ella?

—Sí.

—Cayó ahí —intervino Estévez, y señaló un segmento del cierre de la finca próximo a la vivienda. El árbol había derribado la tela metálica recubierta de hiedra y también había tumbado los dos postes entre los que se sostenía.

 

 

El tejado sobresalía un par de metros sobre la fachada de la casa formando un porche en el que, a cubierto del sol o de la lluvia, una mecedora invitaba a sentarse a contemplar el mar. Al lado de la puerta, las empuñaduras de dos bastones asomaban en un macetón alto de barro reciclado como paragüero. En el suelo, un felpudo con la silueta de un gato.

Caldas buscó el timbre y, al no encontrarlo, llamó haciendo resonar la aldaba, una redecilla llena de piedras que chocaba contra una lámina de metal embutida en la madera.

Mientras tanto, con las manos ahuecadas en el cristal de la ventana, Estévez trataba de atisbar el interior de la vivienda por una rendija entre las cortinas.

—Ya les he dicho que no está —murmuró el doctor Andrade después de otro aldabazo del inspector.

—¿Quiere que la abra yo? —terció Estévez.

Leo Caldas sabía que su ayudante no iba a utilizar precisamente una ganzúa. Era bien capaz de descerrajar la puerta de una patada delante de Andrade.

—No creo que sea necesario —masculló y, volviéndose, preguntó al doctor—: ¿Tiene llave?

—No, pero no hace falta —respondió este.

Luego se acercó a la puerta y, girando el pomo, la abrió.

Caldas y Estévez se miraron.

—¿Ya estaba abierta ayer? —preguntó el inspector, y el médico asintió.