Ella puede negar sus poderes pero no podrá escapar de su destino…

 

Justo antes del comienzo del trimestre de verano, un evento de muy poca importancia tuvo lugar en el Eton College, aquel ilustre y venerable colegio privado para varones. Un alumno llamado Archer Fairfax regresó tras una ausencia de tres meses causada por una fractura de fémur.

 

Casi todo lo que leíste es mentira. Archer Fairfax no se había fracturado. Ni siquiera había pisado Eton. Su nombre no era Archer Fairfax. Y él no era, de hecho, siquiera un varón.

 

Esta es la historia de una chica que engañó a miles de chicos, un chico que engañó a un dominio entero, una alianza que cambiaría el destino de los reinos y un poder que desafiaría al mayor tirano que el mundo jamás había conocido.

Para J,

que es tan amable, inteligente y desopilante

como hermoso, y quien ha amado esta historia

desde que era solo un borrador.

 

Justo antes del comienzo del trimestre de verano, en abril de 1883, un evento de muy poca importancia tuvo lugar en el Eton College, aquel ilustre y venerable colegio privado para varones. Un alumno de dieciséis años llamado Archer Fairfax regresó tras una ausencia de tres meses causada por una fractura de fémur para reanudar su educación.

Prácticamente cada palabra de la oración precedente es falsa. Archer ­Fairfax no se había fracturado una extremidad. Nunca antes había pisado Eton. Su nombre no era Archer Fairfax. Y él no era, de hecho, siquiera un varón.

Esta es la historia de una chica que engañó a miles de chicos, un chico que engañó a un dominio entero, una alianza que cambiaría el destino de los reinos y un poder que desafiaría al mayor tirano que el mundo jamás había conocido.

Esperen magia.

Capítulo 01

El fuego era fácil.

De hecho, no había nada más sencillo.

Se decía que cuando un mago elemental invocaba una llama, robaba un poco de cada fuego existente en el mundo. Eso convertiría a Iolanthe Seabourne en una gran ladrona, ya que estaba reuniendo millones de chispas en una gran combustión.

Esa llama que esculpió en una esfera perfecta a tres metros de distancia flotaba sobre la vivaz corriente del Río Woe.

Hizo una seña con los dedos. Unos chorros de agua salieron disparados hacia arriba y formaron un arco sobre la gran bola de fuego. Unas gotas descarriadas resplandecieron brevemente bajo el sol antes de caer dentro de la llama y chisporrotear liberando vapor.

El Maestro Haywood, su tutor, solía adorar verla jugar con fuego. Él no había sido el único con esa fascinación. Todos, desde vecinos a compañeros de clases, habían querido que ella les mostrara cómo hacía bailar pequeñas esferas de fuego sobre la palma de su mano, de la misma manera que Iolanthe, cuando era una niña, le había pedido al Maestro Haywood que moviera las orejas mientras ella aplaudía y reía, satisfecha.

Sin embargo, el interés del Maestro Haywood había llegado mucho más lejos. A diferencia de otros que simplemente deseaban entretenerse, él la desafiaba a crear diseños intrincados y difíciles y a dibujar paisajes completos con filamentos de fuego. Le decía “Vaya, qué hermoso es”, y movía la cabeza de un lado a otro, lleno de asombro y, a veces, lleno de algo que se sentía casi como incomodidad.

Pero antes de que ella pudiera preguntarle qué le sucedía, él la despeinaba y le decía que la llevaría a comer unos helados. Hubo dos años durante los cuales ellos habían comido muchas, muchas tazas de helado juntos; uvafresa para él, pinomelón para ella, sentados junto a la ventana de la tienda de dulces de la señora Hinderstone en la Avenida Universidad, que estaba a solo cinco minutos a pie desde su casa en el campus del Conservatorio de Artes Mágicas y Ciencias, la institución más prestigiosa de educación superior en todo el Dominio.

Iolanthe no había comido helado de pinomelón en años, pero aún podía saborear el cosquilleo ácido y fresco en la lengua.

–Vaya, qué hermoso es.

Iolanthe se sobresaltó. Pero la voz le pertenecía a una mujer; a la Señora Needles, de hecho, quien cocinaba y limpiaba para el Maestro Haywood tres días a la semana aquí en Pequeño Molino, que estaba lo más lejos del Conservatorio que uno podía llegar sin abandonar la costa del Dominio. El Maestro Haywood ya no ganaba lo suficiente para contratar personal, pero habían incluido cierta ayuda doméstica como parte de su indemnización.

Iolanthe disipó la bola de fuego que aún flotaba en el aire sobre el vertiginoso río de espuma blanca. No le importaba hacer malabares con puñados de fuego del tamaño de una manzana para los niños, o proporcionar guirnaldas de llamas danzantes para el baile del solsticio de Pequeño Molino, pero la avergonzaba mostrar sus habilidades hasta ese punto, con suficiente fuego para reducir a cenizas a todo el pueblo.

“A menos que estés actuando en el Circo Majestuoso”, le había insistido siempre el Maestro Haywood, “piensa dos veces antes de exhibir tus poderes. Uno nunca quiere parecer un engreído, o peor: un fenómeno”.

Iolanthe volteó y le sonrió a la asistente hogareña.

–Gracias, señora Needles. Solo estaba practicando para la boda.

–No tenía idea de que era una maga elemental tan poderosa, señorita Seabourne –dijo maravillada la mujer.

En el Antiguo Milenio, cuando los magos elementales decidían el des­­ti­no de los reinos, nadie hubiera mirado dos veces los poderes ordina-
rios de Iolanthe. Pero estos eran los últimos días de la magia elemental1. En comparación a la mayoría de los magos elementales, que apenas lograban invocar la cantidad de fuego suficiente para una luz nocturna –o la cantidad de agua suficiente para lavarse las manos–, Iolanthe suponía que sus poderes serían considerados efectivamente más fuertes que el promedio.

–La señora Oakbluff, Rosie y todos sus nuevos parientes políticos estarán muy impresionados –continuó la señora Needles, mientras apoyaba una pequeña canasta de picnic–. Y el Maestro Haywood también, por supuesto. ¿Ya ha visto él tu actuación?

–Él fue quien me dio la idea para la gran bola de fuego –mintió Iolanthe.

Los aldeanos tal vez sospechaban que el Maestro Haywood era un adicto a la merixida que descuidaba a su pupila de dieciséis años, pero ella se negaba a hacerlo quedar como cualquier otra cosa que no fuera la figura paterna más atenta y pendiente de todas.

En los siete años desde que los problemas del Maestro Haywood comenzaron, ella había desarrollado cierta conducta, una segunda personalidad que vestía como un exoesqueleto. La Iolanthe que se enfrentaba al público era un encanto: una chica confiada y sociable que también era maravillosamente dulce y servicial; el resultado de haber sido tan apreciada toda su vida, por supuesto.

Se había acostumbrado tanto a ese exterior que no siempre recordaba qué yacía en verdad debajo de él. Y tampoco tenía un interés particular en hacerlo. ¿Para qué expulsar desilusión, desconcierto y enojo cuando podía flotar por encima de eso y fingir ser esa chica alegre y encantadora en su lugar?

–¿Y cómo está hoy, señora Needles? –Iolanthe cambió el foco del interrogatorio. De poder elegir, la mayoría de las personas preferían hablar sobre sí mismas–. ¿Cómo está su cadera?

–Muchísimo mejor desde que me diste ese ungüento relajante para las articulaciones.

–Me alegro mucho, pero no puedo llevarme todo el crédito. El Maestro Haywood me ayudó a prepararlo; siempre está rondando cuando tengo un caldero delante.

O quizás, él se encerraría a sí mismo en su habitación durante un día entero, ignorando los golpes en la puerta de Iolanthe y las bandejas de comida que dejaba fuera de la puerta de su cuarto.

Pero la señora Needles no necesitaba saber eso.

Nadie necesitaba saberlo.

–Ah, tiene suerte de contar contigo, sí que la tiene –dijo la señora Needles.

La alegría de Iolanthe flaqueó un poco; ¿alguna vez engañaba a alguien al final? Pero permaneció con firmeza en personaje.

–Tal vez para hacer algunos recados de vez en cuando. Pero hay ­formas mucho más fáciles de cumplir con las tareas domésticas que criar a una maga elemental –respondió Iolanthe.

Rieron al respecto: la señora Needles, afablemente; Iolanthe, con obstinación.

–Bueno, le traje algo para el almuerzo, señorita –la mujer acercó un poco más la cesta de picnic a Iolanthe.

–Gracias, señora Needles. Y si quiere irse un poco más temprano hoy para alistarse para la boda, por favor, tómese todo el tiempo que necesite.

Eso la sacaría de la casa antes de que el Maestro Haywood despertara irritable y desorientado de su estupor inducido por la merixida.

La señora Needles puso una mano sobre su corazón.

–¡Eso sería agradable! Sí que amo las bodas, y quiero verme lo mejor posible frente a todos esos elegantes citadinos.

La boda de Rosie Oakbluff se realizaría en Meadswell, la capital provincial, a unos noventa kilómetros de distancia. En la ceremonia, Iolanthe iluminaría el sendero por donde la novia y el novio caminarían con los brazos enlazados hacia el altar. Se consideraba buena suerte que una amiga de la novia se encargara de la iluminación del sendero en lugar de contratar a un mago elemental, y a nadie le importaba demasiado que Iolanthe fuera menos amiga de Rosie que alguien tratando de sobornar a la madre de la novia.

–La veré en la boda –le dijo a la señora Needles.

La mujer la saludó con la mano y luego se teletransportó, y dejó atrás una leve distorsión en el aire que desapareció con rapidez.

Iolanthe miró su reloj: la una menos cuarto de la tarde. Se le estaba haciendo tarde.

No solo para la boda. Estaba al menos medio semestre atrasada en su lectura académica. Sus pociones clarificantes continuaban fracasando.­
Hasta el último hechizo del Archivo Mágico se resistía con uñas y ­dientes a sus esfuerzos por dominarlo.

Y la primera ronda de exámenes de aptitud para ingresar a las academias superiores comenzaba en cinco semanas.

La magia elemental era magia antigua, una conexión directa y primordial entre el mago y el universo que no necesitaba palabras ni procedimientos como intermediarios. Durante milenios, la magia sutil había sido su pálida imitación, tratando, sin lograrlo, de igualar el poder y la majestuosidad de la magia elemental.

Pero en algún punto la corriente había cambiado. Ahora, la magia sutil poseía la profundidad y la flexibilidad de adaptarse a cada necesidad, y la magia elemental era su torpe y primitiva prima del campo, inadaptada a las exigencias de la vida moderna. ¿Quién necesitaba magos elementales que dominaran el fuego cuando la iluminación, la calefacción y la cocina se realizaban con una magia carente de llamas, mucho más segura y mucho más conveniente en estos días?

Sin una educación sólida en la magia sutil, los magos elementales tenían unas pocas opciones lastimosas a la hora de elegir sus carreras: los circos, las fundiciones o las canteras; ninguna de ellas atraía a ­Iolanthe. Y sin resultados sobresalientes en los exámenes de aptitud ni la financiación que ellos traerían, ella no sería capaz en absoluto de pagar una academia superior.

Miró de nuevo su reloj. Repasaría su rutina de iluminación del sende­-
ro una vez más y después necesitaría revisar el elixir de luz en el salón de clases.

Chasqueó los dedos y una flamante esfera de fuego apareció a un metro y medio de distancia. Otro chasquido y la bola de fuego duplicó su diámetro; un sol en miniatura alzándose en contraste con los acantilados empinados desprovistos de árboles en la orilla opuesta.

El fuego era un gran placer. El poder era un gran placer. Iolanthe desearía poder doblegar al Maestro Haywood a voluntad con la misma facilidad. Entrelazó los dedos y luego los separó. La bola de fuego se dividió en dieciséis senderos de llamas, que salieron disparados por el aire como un cardumen de peces, tomando giros rápidos al mismo tiempo.

Juntó las palmas otra vez. Los ríos de fuego formaron de nuevo una esfera perfecta. Un movimiento veloz de su muñeca hizo que la bola de fuego se alzara en el aire y diera vueltas sobre sí misma mientras lanzaba una infinidad de chispas. Ahora, sus manos empujaron hacia abajo y la esfera de fuego se sumergió a medias en el río, lo que causó que una inmensa columna de vapor sibilante se alzara en el cielo; había un gran espejo de agua en el lugar donde se realizaría la boda y Iolanthe planeaba sacarle el máximo provecho.

–Detente –dijo una voz a espaldas de la chica–. Detente ahora mismo.

Se paralizó, sorprendida. Era el Maestro Haywood; se había levantado temprano. Ella descartó el fuego y volteó.

Su tutor solía ser un hombre apuesto, rubio y atlético. Pero ya no. El cabello lacio cubría su rostro pálido. Bolsas colgaban debajo de sus ojos. Su cuerpo delgado –que a veces la hacía pensar en una marioneta– parecía a punto de quebrarse con el más mínimo esfuerzo. A Iolanthe nunca dejaba de dolerle verlo así, como una sombra de lo que había sido.

Pero una parte de ella no podía evitar sentirse entusiasmada por que se había acercado a verla ensayar. El Maestro Haywood no había mostrado demasiado interés en ella por un largo tiempo. Tal vez, podría lograr que la ayudara con algunas de sus asignaturas. Él le había prometido educarla en casa, pero había tenido que enseñarse a sí misma, y tenía tantas preguntas sin respuesta.

Pero primero:

–Buenas tardes. ¿Ha comido algo?

No debería haberse teletransportado con el estómago vacío.

–No puedes presentarte en la boda –dijo él.

Iolanthe sentía como si unas abejas hubieran picado sus oídos. ¿Había venido a decirle eso?

–¿Cómo dice?

–Rosie Oakbluff se casará con una familia de colaboradores.

Se rumoreaba que los Greymoor de Meadswell se habían convertido en más de cien rebeldes durante y después de la Insurrección de Enero. Todo el mundo lo sabía.

–Sí, así es.

–No lo había notado –dijo el Maestro Haywood. Se apoyó contra una roca, con el rostro cansado y tenso–. Creí que se casaba con un Greymore, del clan de artistas. La señora Needles acaba de corregir mi error y no puedo permitir que los agentes de Atlantis te vean manipulando los elementos. Te llevarían con ellos.

Los ojos de Iolanthe se abrieron de par en par. ¿De qué estaba hablando? Si Atlantis tuviera un interés particular en los magos elementales, ¿no habría oído hablar al respecto? Ni un solo mago elemental que conociera había atraído jamás la atención de Atlantis por ser simplemente un mago elemental.

–Cada circo tiene cientos de magos que pueden hacer lo mismo que yo. ¿Por qué Atlantis se enfocaría en mí?

–Porque eres joven y tienes mucho más potencial.

Dos mil años atrás ella no lo habría cuestionado. Las diferencias entre los reinos en ese entonces se habían resuelto mediante guerras de magia elemental. Los buenos magos elementales habían sido codiciados y los excepcionales, bueno, habían sido considerados como Ángeles de carne y hueso. Pero eso fue hace dos mil años.

–¿Potencial para qué?

–Para la grandeza.

Iolanthe mordió el interior de su labio inferior. La merixida, en suficientes cantidades, causaba delirio y paranoia. Pero ella siempre había alterado en secreto el destilado casero del Maestro Haywood con jarabe de azúcar. ¿Tenía una ración guardada en algún lugar sobre la que ella no sabía nada?

–Me encantaría ser un gran mago elemental, pero no ha habido ni un solo Gran Mago en los últimos quinientos años en ninguna parte de la Tierra. Y olvida que yo no puedo manipular aire; nadie puede ser un Gran Mago sin tener control sobre los cuatro elementos.

El Maestro Haywood movió la cabeza de un lado al otro.

–Eso no es cierto.

–¿Qué no es cierto?

No respondió su pregunta, sino que solo dijo:

–Debes escucharme. Estarás en gran peligro si Atlantis descubre tu poder.

Iolanthe se había ofrecido a encender el sendero en la boda. Solo podía imaginar lo que la madre de la novia, la señora Oakbluff, pensaría cuando anunciara repentinamente, pocas horas antes de la ceremonia, que había cambiado de opinión.

Su reloj de bolsillo palpitaba.

–Disculpe, necesito sacar el elixir de luz del caldero.

También se había ofrecido a encargarse de la iluminación de la boda. El elixir de luz plateada era la tendencia actual; pero un elixir que emitiera luz en verdad plateada sin ningún matiz de azul era difícil de lograr y requería mucho tiempo de preparación, y una vez maduro, irradiaba luz durante exactamente siete horas.

Toda la organización estaba cargada con la posibilidad del fracaso. Iolanthe había comenzado con cinco lotes, y solo uno había ­sobrevivido al proceso de curación. Pero el riesgo valía la pena. Los Oakbluff querían demostrarles a sus parientes políticos mucho más ricos que ellos, que eran capaces de organizar una boda imponente y sofisticada; y un lote de elixir de luz plateada exitoso ayudaría mucho a alcanzar ese objetivo.

Iolanthe se teletransportó, con la esperanza de que el Maestro ­Haywood no la seguiría.

Eran vacaciones de primavera; el salón estaba vacío de alumnos y su desorden habitual. El equipamiento para las prácticas estaba en el otro extremo de la sala, debajo de un retrato del príncipe. Destapó el caldero más grande y revolvió su contenido. El elixir se pegó a la espátula, espeso y opaco como un cielo que anticipa lluvia. Perfecto. Tres horas de enfriamiento y debería comenzar a irradiar.

–¿Has oído algo de lo que dije? –la voz del Maestro Haywood apareció de nuevo a sus espaldas.

No sonaba molesto, solo cansado. A Iolanthe se le contrajo el corazón mientras desenvolvía el aguamanil de plata que la señora Oakbluff le había dado para colocar el elixir de luz. No sabía por qué, pero siempre había tenido la sospecha persistente de que ella era en cierta forma responsable de la condición de su maestro; era una sospecha que iba más allá de la mera culpa de no ser capaz de cuidarlo como a ella le gustaría.

–Debería comer algo. Sus dolores de cabeza empeoran cuando no come a horario.

–No necesito comer. Necesito que escuches.

Esos días, rara vez sonaba paternal; no recordaba la última vez.

Iolanthe volteó.

–Estoy escuchando. Pero por favor, recuerde que una afirmación tan extraordinaria como la suya (que estaré en peligro y que Atlantis me perseguirá si hago algo tan común como encender un sendero de bodas) necesita pruebas extraordinarias.

Fue él quien le había enseñado el concepto de que afirmaciones extraordinarias necesitaban pruebas extraordinarias. Qué gran esponja había sido ella, absorbiendo cada una de las palabras del maestro, feliz y orgullosa de ser lo más cercano a una hija para ese elocuente y sabio hombre.

Eso fue antes de que sus errores le hubieran costado puesto tras puesto, y el brillante erudito una vez destinado a la grandeza ahora era un maestro de pueblo; uno en peligro de ser despedido, además.

Él negó con la cabeza.

–No necesito pruebas. Lo único que necesito es revocar mi permiso para que vayas a Meadswell para la boda.

La única razón por la que ella iría a Meadswell en primer lugar era para salvar el empleo de él. Se rumoreaba que los padres que se habían decepcionado ante la falta de atención hacia sus hijos estaban instando a la señora Oakbluff, la oficial de registros del pueblo, a despedirlo. Iolanthe esperaba que, al proporcionar una iluminación del sendero espectacular, por no mencionar el elixir de luz plateada, lograría tal vez persuadir a la señora Oakbluff de cambiar su decisión a favor del Maestro Haywood.

Si incluso un pueblo remoto que necesitaba con desesperación un maestro de escuela no lo mantenía en su puesto, ¿quién lo haría?

–Se olvida –le recordó– que las leyes dejan muy en claro que cuando un pupilo cumple dieciséis años ya no necesita el permiso de su tutor para moverse con libertad.

Ella podría haberlo dejado hacía más de seis meses.

El maestro extrajo una petaca de su bolsillo y bebió un trago. El dulce aroma empalagoso de la merixida flotó hasta las fosas nasales de Iolanthe. Fingió no haberlo notado, cuando hubiera preferido ­arrebatarle la botella de la mano y lanzarla por la ventana.

Pero no eran la clase de familia cuyos miembros se gritaban con honestidad los unos a los otros. En cambio, eran extraños que se comportaban según un peculiar conjunto de reglas: no hacer referencia a su adicción, no mencionar el pasado y no planificar para ninguna clase de futuro.

–Entonces, simplemente tendrás que confiar en mí –dijo él, con tono serio–. Debemos mantenerte a salvo. Debemos mantenerte alejada de los ojos y los oídos de Atlantis. ¿Confiarás en mí, Iola? Por favor.

Ella quería hacerlo. Después de todas sus mentiras (“No, esto no es trampa”. “No, esto no es plagio”. “No, estos no son sobornos”) ella aún quería confiar en él como lo había hecho una vez, de forma implícita y total.

–Lo siento –respondió–. No puedo.

Nunca antes había reconocido abiertamente que solo podía confiar en sí misma.

Él retrocedió y la miró. ¿Estaba buscando a la niña que lo había adorado sin reparos? ¿Quien lo habría seguido hasta el fin del mundo? Esa niña aún estaba allí, quería decirle Iolanthe. Si tan solo pudiera recomponerse, ella dejaría con gusto que él la cuidara, para variar.

Él inclinó la cabeza.

–Perdóname, Iolanthe.

Esa no era la respuesta que había esperado. Se le aceleró la respiración. ¿De verdad quería disculparse por todo lo que la había llevado a perder la fe en él?

Él se movió de pronto y marchó hacia los calderos mientras desenroscaba la tapa de su botella.

–¿Qué está…?

Vertió toda la merixida que quedaba en la petaca dentro del elixir de luz que la había esclavizado durante una quincena. Después volteó, tomó a una Iolanthe muda y boquiabierta entre los brazos y la rodeó.

–He jurado mantenerte a salvo, y lo haré.

Para cuando ella comprendió lo que había hecho, él ya estaba saliendo del aula.

–Le informaré a la señora Oakbluff que no podrás encender el sende­ro esta noche, porque estás demasiado avergonzada de que tu elixir de luz haya fallado.

Iolanthe se quedó mirando el elixir arruinado, un charco llano y verde mohoso sin rastros de viscosidad. El elixir de luz plateada que le había prometido a la señora Oakbluff no podía obtenerse por amor o dinero a último minuto.

La desesperación la invadió, como una marea amarga. ¿Por qué se esforzaba tanto? ¿Para qué molestarse en salvar el empleo del Maestro ­Haywood cuando a nadie más le importaba, y mucho menos a él mismo?

Pero estaba demasiado acostumbrada a dejar de lado la autocompasión y lidiar con las consecuencias de las acciones del Maestro Haywood. Ya estaba en las estanterías, sacando títulos que tal vez la ayudarían. El creador novato de pociones no lidiaba con elíxires de luz. La solución rápida: Manual escolar para errores al crear pociones solo ofrecía guía para elíxires de luz que emitían un olor hediondo, se solidificaban, o no dejaban de hacer efervescencia. La guía del maestro de pociones para pócimas comunes y raras le daba una larga perspectiva histórica y nada más.

En su desesperación, recurrió a La poción completa.

Al Maestro Haywood le encantaba La poción completa. Ella no tenía idea del por qué; era el tope de puerta más pretencioso del mundo. En el apartado de elíxires de luz, más allá de los párrafos introductorios, el texto era en cuneiforme.

Siguió hojeando las páginas, esperando hallar algo en latín, que leía bien, o en griego, que podía manipular con un diccionario, si tenía que hacerlo. Pero los únicos fragmentos que no estaban en cuneiforme se encontraban en jeroglíficos.

Entonces, de pronto, en los márgenes, una nota escrita a mano que ella podía leer apareció: No hay un elixir de luz, por más estropeado que esté, que no se pueda revivir con un rayo.

Parpadeó e inclinó la cabeza hacia atrás con rapidez: no tenía idea de que había lágrimas en sus ojos. ¿Y qué clase de consejo era ese? Colocar cualquier elixir debajo de un aguacero causaría daños irreparables a la preparación, y derrotaría cualquier esperanza de repararlo.

A menos que… a menos que el autor de la nota haya querido decir algo diferente, un rayo invocado.

Helgira, la Despiadada, había manipulado el rayo.

Pero Helgira era un personaje folclórico. Iolanthe había leído los cuatro tomos y las mil doscientas páginas de Vidas y hazañas de grandes magos elementales. Ningún mago elemental real, ni siquiera uno de los Grandes, había dominado jamás el rayo.

No hay un elixir de luz, por más estropeado que esté, que no se pueda revivir con un rayo.

El autor de esas palabras no tenía dudas en absoluto de que podía hacerse. Los remolinos y las rayas de la caligrafía rebosaban de una confianza vivaz. Al azar la vista, sin embargo, el príncipe en el retrato expresaba nada más que desprecio ante su alocada idea.

Masticó el interior de su mejilla por un minuto. Luego, se puso un par de guantes gruesos y tomó el caldero.

¿Qué tenía que perder?

El príncipe estaba a punto de besar a la Bella Durmiente.

Estaba harapiento y sudoroso, aún le sangraba la herida del brazo. Ella, su recompensa por haber luchado contra dragones que custodiaban su castillo, era inmaculada y hermosa; insulsa en tal caso.

Caminó hacia ella, sus botas se hundían hasta los tobillos en el polvo. En toda la buhardilla, bajo la luz gris que se filtraba a través de la suciedad de la ventana, colgaban telarañas tan gruesas como las cortinas teatrales.

Él le había puesto detalles a la habitación. Le había resultado importante, cuando tenía trece años, que el interior de la buhardilla reflejara con precisión un siglo de abandono. Pero ahora, tres años más tarde, deseaba en cambio haberle dado a la Bella Durmiente un diálogo mejor.

Si tan solo supiera lo que quería que una chica le dijese. O viceversa.

Se arrodilló junto a la cama de la muchacha.

–Su Alteza –la voz de su ayudante de cámara resonó en las paredes de piedra–. Pidió que lo despierten a esta hora.

Como pensaba, se había tomado demasiado tiempo con los dragones. Suspiró.

–Y vivieron felices por siempre.

El príncipe no creía en el “felices por siempre”, pero esa era la contraseña para salir del Crisol.

El cuento de hadas se desvaneció; la Bella Durmiente, la buhardilla y las telarañas. Cerró los ojos ante la nada. Cuando los abrió de nuevo, estaba de regreso en su propia habitación, tumbado en la cama con la mano sobre un libro muy viejo de cuentos para niños.

Su cabeza estaba atontada. El brazo derecho palpitaba en donde la cola del guiverno lo había atravesado. Pero las sensaciones de dolor solo eran su mente engañándolo. Las heridas sufridas en el reino imaginario del Crisol no se transmitían a la vida real.

Se sentó. Su canario, dentro de su jaula enjoyada, gorjeó. Se apartó de la cama y deslizó los dedos sobre los barrotes de la prisión del pájaro. Mientras caminaba hacia el balcón miró el gran reloj dorado que estaba en la esquina de su habitación: las dos y catorce minutos, la hora exacta mencionada en la visión de su madre; y por lo tanto, la hora en la que él siempre pedía que lo despertaran de sus aparentes siestas.

En el mundo real, su hogar, construido sobre un espolón alto de las Montañas Laberínticas, era el castillo más famoso de los reinos mágicos, mucho más grande y más hermoso que cualquier edificación que hubiera albergado a la Bella Durmiente. El balcón otorgaba una vistas espléndidas: cascadas delgadas como cintas que caían a miles de metros de altura, colinas azules salpicadas de cientos de lagos alimentados por la nieve y, a lo lejos, llanuras fértiles que eran el granero de su reino.

Pero él apenas notaba la vista. El balcón lo ponía tenso, pues era allí, según la predicción que se había hecho, donde él encontraría su destino. El comienzo del fin, su papel profetizado era el de un mentor, un peldaño; el que no sobreviviría al final de la misión.

Detrás de él, sus asistentes se reunían, moviendo los pies y arrastrando túnicas de seda.

–¿Le apetece un refrigerio, señor? –preguntó Giltbrace, el asistente principal, con voz aduladora.

–No. Prepárense para mi partida.

–Creíamos que Su Alteza partiría mañana temprano.

–Cambié de opinión –la mitad de sus asistentes eran contratados por Atlantis. Él los molestaba todo el tiempo y cambiaba de parecer muchas veces. Era necesario que creyeran que él era una criatura caprichosa que solo se preocupaba por sí misma–. Váyanse.

Los asistentes retrocedieron hasta el límite del balcón pero lo vigilaban. Fuera de la alcoba y del baño del príncipe, prácticamente siempre lo observaban.

Contempló el horizonte, esperando –y temiendo– ese evento inminente que ya había dictado el curso entero de su vida.

Iolanthe eligió la cima del acantilado del Atardecer, una pared de roca que estaba a muchos kilómetros al este de Pequeño Molino.

Ella y el Maestro Haywood habían vivido en el pueblo durante ocho meses, casi un año académico completo; sin embargo, el terreno escabroso de la Frontera de Mediosur –desfiladeros profundos, laderas escarpadas y vertiginosos torrentes azules– aún le quitaba el aliento. Por kilómetros a la redonda el pueblo era el único baluarte de civilización contra una extensión continua de naturaleza salvaje.

En lo alto del Acantilado del Atardecer, el punto más alto de los alrededores, los aldeanos habían construido un mástil para enarbolar el estandarte del Dominio. La bandera color zafiro flotaba en el viento,
el fénix plateado en su centro resplandecía bajo el sol.

Cuando Iolanthe se arrodilló, su pierna presionó algo frío y duro. Dividió el césped que estaba alrededor de la base del mástil y descubrió una pequeña placa de bronce que estaba colocada en el suelo, con la inscripción dum spiro, spero.

“Mientras respire, tengo esperanza”, murmuró, traduciendo la frase en voz baja.

Luego, notó la fecha en la placa: 3 de abril, AD 1021. El día de la ejecución de la Baronesa Sorren y del exilio del Barón Wintervale; eventos que marcaron el fin de la Insurrección de Enero, la primera y única vez que los súbditos del Domino se habían alzado en armas contra la tiranía de Atlantis.

El vuelo del estandarte no era en sí mismo particularmente extraordinario; eso, al menos, era algo que Atlantis aún no había prohibido. Pero la placa que conmemoraba la rebelión era un acto desafiante allí en ese pequeño rincón poco conocido del Dominio.

Ella había tenido seis años cuando tuvo lugar la insurrección. El Maestro Haywood se la había llevado y se había unido al éxodo que huía de Delamer. Durante semanas habían vivido en un campamento de refugiados improvisado en el extremo más alejado de las Colinas Serpenteantes. Los adultos habían hablado en susurros, preocupados. Los niños habían jugado con una intensidad casi frenética.

El regreso a la normalidad fue abrupto y extraño. Nadie hablaba so-
bre los arreglos que se estaban haciendo en el Conservatorio para reemplazar los techos dañados y las estatuas derribadas. Nadie hablaba sobre nada de lo que había sucedido.

La única vez que Iolanthe se encontró con una niña que había conocido en el campamento de refugiados, ambas se saludaron moviendo la mano con incomodidad y luego se alejaron avergonzadas, como si hubiera habido algo vergonzoso en ese intervalo.

En los años siguientes, Atlantis había reforzado su control sobre el Dominio: había cortado el contacto con el mundo exterior y había extendido el alcance de su poder a través de una vasta red de colaboradores declarados y espías secretos dentro del reino.

De vez en cuando, Iolanthe oía rumores sobre problemas más cercanos a su círculo: la pérdida de sustento de un conocido bajo sospecha de
ejercer actividades desfavorables para los intereses de Atlantis, la desaparición del familiar de un compañero de clases en el Inquisitorio, el traslado repentino de una familia entera que vivía en la misma calle que ella a una de las islas periféricas más lejanas del Dominio.

También había rumores de que se estaba organizando una nueva rebelión. Por suerte, el Maestro Haywood no mostró interés. Atlantis era como el clima, o la disposición de la Tierra. Uno no intentaba cambiar nada; lo afrontaba, eso era todo.

Bajó el estandarte, lo dobló y lo dejó a un costado para evitar dañarlo. Por un segundo se preguntó si realmente podía ponerse a sí misma en peligro al hacer una exhibición de fuego y agua. No, no lo creía. Durante los dos años anteriores a su llegada a Pequeño Molino habían vivido justo al lado de una familia de colaboradores de poca monta, y el Maestro Haywood nunca se había opuesto cuando ella les mostraba trucos de fuego a los niños.

Empujó el caldero para que su vientre metálico estuviera apoyado contra el mástil; así absorbería mejor la sacudida del rayo. Después, con-
tó cincuenta grandes pasos de distancia lejos del asta, por seguridad.

Por si acaso.

El estar preparándose para que sucediera algo en absoluto la sorprendía. Sí, era una maga elemental buena para los estándares actuales, pero no era nada en comparación con los Grandes. ¿Qué la hacía pensar que lograría una hazaña de la que solo se había oído hablar en leyendas?

Alzó la vista hacia el cielo sin nubes y respiró hondo. No podía decir por qué, pero su instinto le decía que el consejo anónimo que había encontrado en La poción completa era acertado. Solo necesitaba el rayo.

Pero ¿cómo hacía uno para invocar un rayo?

–¡Rayo! –gritó ella, apuntando con su dedo índice hacia el cielo.

Nada. No es que hubiera esperado que sucediera algo en su primer intento, pero aun así estaba un poco decaída. Tal vez, la visualización ayudaría. Cerró los ojos e imaginó un rayo chispeante conectando el cielo y la tierra.

Otra vez nada.

Se levantó las mangas de la blusa y extrajo su varita del bolsillo. El corazón le latía más rápido; nunca antes había utilizado su varita para la magia elemental.

Una varita era un amplificador del poder de un mago; cuanto mayor
el poder, mayor la amplificación. Si fallaba de nuevo, sería un fracaso rotundo. Pero si tenía éxito…

Le temblaba la mano mientras alzaba la varita apuntando directamente sobre su cabeza. Respiró lo más hondo que pudo.

–Golpea ese caldero, ¿quieres? ¡No tengo todo el día!

El primer destello apareció extraordinariamente alto en la atmósfera, y parecía a un continente de distancia. Una línea de fuego blanco rasgó la bóveda del cielo, retorciéndose con elegancia sobre ese azul profundo sin nubes.

Cayó en picada hacia ella; una muerte abrasadora y brillante.